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Primera edición.

Editorial Tecnológica de Costa Rica, 2000

Segunda edición.

Editorial Tecnológica de Costa Rica, 2002

Tercera edición.

Editorial Tecnológica de Costa Rica, 2010

460 Q5e3

Quesada Pacheco, Miguel Ángel

El Español de América / Miguel Ángel Quesada Pacheco.

-- 3a. ed. -- Cartago, Costa Rica : Editorial Tecnológica

de Costa Rica, 2010.

240 páginas.

ePub x Hipertexto Ltda. / www.hipertexto.com.co

ISBN 978-9977-66-225-1

ISBN EPUB 978-9977-66-270-1

1. Idioma 2. América Latina 3. Historia 4. Morfología

5. Fonética 6. Léxico 7. Dialectos

©         Editorial Tecnológica de Costa Rica

Instituto Tecnológico de Costa Rica

Apdo. 159-7050 Cartago, Costa Rica

Tel. (506) 2550-2297 / 2550-2336 / 2550-2392

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ISBN: 978-9977-66-225-1

Impreso en Costa Rica

Hecho el depósito de ley

Pero el hecho es que Hispanoamérica está

dividida en naciones: ¿cómo no va a haber

una dialectología parcializada que estudie el

modo de hablar propio de cada una de ellas?

Se trata de que la realidad es que

Hispanoamérica está constituida por

diecinueve naciones soberanas, que cultivan

su personalidad, y no tiene sentido hacer

observaciones que no correspondan

a esta situación.

Guillermo Guitarte

Introducción

El proceso a través del cual se ha gestado y desarrollado la lengua española en el continente americano es uno de los capítulos más fascinantes de la lingüística románica. Por otra parte, y a medida que avanzan y se agilizan los medios de comunicación, los hablantes del castellano de uno y otro lado del Atlántico son cada vez más conscientes de lo que los une y desune en su lengua, lo cual conlleva el deseo de conocer sus distintas particularidades y los motivos de sus diferencias. Lo anterior explica la razón por la cual, desde finales del siglo XIX, no pocos filólogos, lingüistas y otros interesados en asuntos del lenguaje se han dedicado al estudio del español de América como una variedad autónoma y divergente de la lengua estándar y de la peninsular; es cuando surgen denominaciones del tipo «español de México», «español de Costa Rica», «español de América» en contraposición al concepto de español «peninsular» o «de España» y, tal como afirma Rivarola (1990: 24-28), «Cada uno de ellos [dichos conceptos] constituye una entidad histórica, para la cual tienen vigencia en el nivel correspondiente las observaciones acerca de lo vario y lo unitario en la lengua española».

Dentro de este marco conceptual, el presente libro intenta servir de herramienta introductoria al estudio de los principales fenómenos lingüísticos que caracterizan la lengua española en América a través de la fonética, la morfosintaxis y el léxico. Es un trabajo de carácter predominantemente bibliográfico, que toma como fuente principal estudios lingüísticos, tanto generales como particulares, relativos a todas las naciones americanas de habla española, incluyendo a los Estados Unidos,{1} pero también se ha apoyado en muestras lingüísticas. Es a la vez un estudio descriptivo, global, contrastivo y, en gran medida, de carácter diatópico, ya que resalta las diferencias existentes entre las diversas regiones de la América hispana, sin dejar de lado, en ciertas ocasiones, estudios de otra índole que enriquecen la perspectiva dialectal.

Siguiendo de cerca los razonamientos de J. Lope Blanch (1983) respecto de las dificultades con las que se topa el investigador a la hora de escribir un libro de conjunto sobre el español de América, soy consciente de que el presente estudio no pretende ser -ni puede serlo- exhaustivo ni categórico, dadas las grandes lagunas que aún rodean el conocimiento del castellano en el Nuevo Mundo. Por otra parte, en los últimos años han aumentado, numérica y cualitativamente, las investigaciones sobre el tema, lo cual trae como consecuencia inmediata el deseo de renovación de los trabajos de conjunto pertinentes al español americano. A raíz de esta perspectiva, el presente libro surge de la urgente tarea de revisión de las investigaciones más recientes y de la necesidad de actualizar nuestro conocimiento sobre el español hablado en la Romania Nova.

No quiero concluir estas líneas sin dejar constancia de mi agradecimiento a los profesores Arne - Johan Henrichsen (Universidad de Bergen, Noruega), José Joaquín Montes Giraldo (Instituto Caro y Cuervo) y Manuel Galeote (Universidad de Málaga) por sus valiosos aportes a este libro y por sus atinadas sugerencias.

I

I
El español de América:
historia de un concepto

Cuando los españoles tocaron tierra en las Antillas, a fines del siglo XV, los hablantes del romance castellano no tenían, de acuerdo con los postulados de P. Boyd-Bowman (1995: 37), conciencia de unidad lingüística; es decir, durante esa época se escuchaban en el Nuevo Mundo todas las lenguas ibéricas y de fuera de la Península -además del dialecto andaluz, que tanta importancia iría a desplegar en el desarrollo de la lengua en América- de modo que, durante la época antillana (1493-1519),

aportó a la cuenca del Caribe, no el español todavía, sino una diversidad de lenguas y dialectos representados en proporciones muy desiguales entre los primeros pobladores (Boyd-Bowman, ubi supra).

Así, el desarrollo por medio del cual el español de América llega a concebirse como una unidad distinta de la peninsular es tan extenso como su misma historia, y en ella se pueden reconocer tres etapas claramente delimitadas que doy en llamar: primera etapa (siglos XVI-XVIII), segunda etapa (siglo XIX) y tercera etapa (siglo XX).{2}

Primera etapa (siglos XVI-XVIII):

hacia un concepto de español americano

La historiografía del español americano se ha ocupado en averiguar cuándo se expresa por primera vez la idea de que el castellano hablado en el Nuevo Mundo es diferente del peninsular, del ibérico. Para llegar a esta cuestión hay que indagar en las fuentes documentales y en la literatura de la época, y detectar el concepto de español que el escribano o el creador literario estaba manejando. Hay dos modos de averiguarlo: a) a través de testimonios, y b) por medio de obras lexicográficas.

Testimonios

Respecto de los testimonios, las tres primeras noticias que tenemos acerca de la manera de hablar el español en América coinciden en que no hay diferencias entre el Nuevo Mundo y la Península. La primera data de 1591 y fue expresada por el andaluz doctor Juan de Cárdenas, el cual dice acerca del español de los mexicanos:

Para dar muestra y testimonio cierto de que todos los nacidos en Indias sean a una mano de agudo, tracendido y delicado ingenio, quiero que comparemos a uno de los de acá con otro rezién venido de España. Y sea ésta la manera, que el nacido en las Indias no sea criado en alguna d’estas grandes y famosas ciudades de las Indias, sino en una pobre y bárbara aldea de indios, sólo en compañía de quatro labradores; y sea, assimesmo, el cachupín o rezién venido de España criado en aldea. Y, júntense éstos, que tengan plática y conversación el uno con el otro: oyremos al español nacido en las Indias hablar tan pulido, cortesano y curioso y con tantos preámbulos, delicadeza y estilo retórico no enseñado ni artificial, sino natural, que parece ha sido criado toda su vida en corte y en compañía de gente muy hablada y discreta; al contrario, verán al chapetón, como no se aya criado entre gente ciudadana, que no ay palo con corteza que más bronco y torpe sea. Pues ver el modo de proceder en todo del uno tan differente del otro, uno tan torpe y otro tan bivo, que no ay hombre, por ignorante que sea, que luego no eche de ver quál sea cachupín y quál nacido en Indias (cit. por Javier Ortiz 2007).

El segundo testimonio proviene de 1604 y es del escritor Bernardo de Balbuena, quien dedica las siguientes palabras al español de México en su poema Grandeza Mexicana (cit. por Rosenblatt 1984: 265):

 Es ciudad de notable policía,

 y donde se habla el español lenguaje

 más puro y con mayor cortesanía.

Vestido de un bellísimo ropaje

que le da propiedad, gracia, agudeza,

 en casto, limpio, liso y grave traje.

Otros testimonios similares se refieren al español de Lima en las primeras décadas del siglo XVII, uno de los cuales, escrito en 1611, escrito por fray Martín de Murcia, dice:

El lenguaje que en ella [Lima, Perú] se habla es el más cortesano, pulido y limado que en ninguna ciudad de España se habla, de tal manera que el de Toledo, famoso y siempre celebrado, no le excede y no se hallará en esta ciudad un vocablo tosco y que desdiga de la pulideza y cortesanía que pide el lenguaje español. (cit. por Guitarte 1992: 70).

Y otro, que data de 1625, escrito por Gregorio López Madera, dice así:

No nos pasará por el pensamiento agora extrañar que una criolla, nacida en las Indias, hable tambien Castellano como en la Corte, porque se habla en Lima tan limado el español, quitados algunos vocablos bárbaros tomados de los frutos y uso de la tierra. (cit. por Guitarte 1992: 70).

Como se puede notar, estas noticias son más que todo de tono poético, de alabanza, pero son susceptibles de ser interpretadas lingüísticamente, de modo que se puede deducir que los habitantes de los virreinatos de México y del Perú manejaban un sociolecto de tipo cortesano, el cual era el dominante y el de prestigio; da la impresión de que en estas partes de América se hablaba bastante diferente de la Península. Sin embargo, el testimonio del español Bernardo de Aldrete, un estudioso de la historia del español, en 1606, nos dice lo siguiente (se mantiene la ortografía original):

En lo que toca a la lengua, que es nuestro intento principal, según me e informado de personas que an estado muchos años en aquellas partes, los Indios, que tratan con Españoles, que son casi todos, los que están en nuestras provincias, saben hablar Romance más o menos bien, como se aplican a él, i todos los más lo entienden. Algunos Indios principales lo pronuncian también como los nuestros, lo mismo hazen todos los que tienen raga de Españoles, por cualquier vía que sea, que hablan como en Castilla. (Aldrete 1606: cap. XXII, pp. 145-146).

De modo que, a través de sus afirmaciones, nos es posible saber que en América no solo se hablaba un sociolecto de tipo cortesano, sino que también se manejaban otras formas de hablar al menos bastante cercanas a las peninsulares.

Sin embargo, habrá que esperar hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XVII para empezar a observar impresiones discordantes de las primeras menciones. Así, en 1676 el obispo Fernández de Piedrahita se expresa de la siguiente manera acerca de los habitantes de Cartagena de Indias:

Los nativos de la tierra, mal disciplinados en la pureza del idioma español, lo pronuncian generalmente con aquellos resabios que siempre participan a la gente de las costas de Andalucía. (cit. por Fontanella de Weinberg 1993: 32).

Este es el primer testimonio que tenemos del español americano, en donde no solo se expresa que una región de América del Sur tuviera una forma de hablar que la distinguía del resto, sino también que ese hablar tenía similitudes con el andaluz. El dato es de vital importancia porque orienta los fundamentos de una de las teorías más exitosas acerca del origen del español americano, conocida como «teoría andalucista».

De aquí en adelante se multiplican los testimonios respecto de la manera de hablar español de los americanos, diferente de la peninsular. En 1748, los ingenieros españoles Jorge Juan y Antonio Ulloa describen con las siguientes líneas el español hablado en Cartagena de Indias, Portobelo y Ciudad de Panamá:

En aquella ciudad [Cartagena], como en Portobelo, y esta [Panamá] tienen sus moradores un methodo de prorrumpir las palabras, quando hablan, bien particular; y assí como hay unos pueblos, que tienen arrogancia; otros dulzura; y otros brevedad; este tiene una floxedad, y desmayo en las vocales tal, que es muy sensible, y molesto al que le oye, hasta que la costumbre le va habituando a ello: aun más sucede en este particular, y es que en cada una de las tres ciudades llevan distinto methodo en el desquadernamiento, flaqueza, y acento de las voces, acompañado de diversas syllabas propias de cada uno; no menos distinguibles entre si, que todas ellas apartadas del estilo, con que se habla en España.

En 1789, Fernando Borrero, un viajero por el Río de la Plata, se expresa de la siguiente manera acerca de los nativos:

No existe otro pueblo en América que, en sus usos y costumbres tanto recuerde a los puertos de Andalucía, en la Península: la indumentaria, el lenguaje y los vicios son casi idénticos. (cit. por Fontanella de Weinberg 1993: 32).

Como se puede observar, el testimonio de Borrero apunta, al igual que el de Piedrahita, al parecido entre el español de algunas regiones americanas y el de Andalucía.

En 1807, Antonio Blanco, un viajero proveniente de América del Sur, comenta lo siguiente acerca de los habitantes de la provincia de Guanacaste, en la zona noroeste de Costa Rica:

Estos hombres constan de tres castas, que son indios tostados y oscuros, mulatos y blancos, que por la mayor parte son un español adulterado con las castas anteriores. Su idioma es el Castellano, pero tan corrompido con la lengua del país, que hace fastidiosa la conversación. (cit. por Meléndez 1974: 122).

El viajero Antonio Blanco no da detalles sobre cuáles eran esos rasgos que él consideró «español adulterado», lo cual hubiera sido de gran valor para la dialectología centroamericana. Tampoco dice expresamente lo que entiende por «castellano corrompido», si lo está comparando con su dialecto americano o con el español ibérico. De manera que este dato solo se debe ver con cierta cautela.{3}

En 1865, el escritor colombiano José Joaquín Borda viaja por Costa Rica y nos suministra, a manera de relato de diario, datos comparativos entre el español de su país natal con el del país anfitrión:

En las conversaciones que tuve con ellos y con los de la capital (San José), noté una perfecta identidad en el acento, lo mismo que en las costumbres, con mis paisanos de Cundinamarca y Boyacá. Allí como en estas tierras se acostumbra acentuar los imperativos, usar el vos en lugar de i convertir en diptongos, vocales que deben pronunciarse separadas y con distinto acento. “Poné ái los báules, decía un amigo al peón del puerto, mirá que vos sos muy descuidao” (Borda 1865: 123).

La cita anterior cobra grandísima importancia para la historia dialectal americana porque, si bien los testimonios anteriores habían indicado que ya se estaban dando diferencias dialectales entre América y España, las observaciones de Borda se convierten en el primer testimonio, de que tengamos noticia, donde se dan detalles lingüísticos y rasgos concretos que describen ciertas diferencias -o similitudes- de dos hablas hispanoamericanas. Ya no es una simple caracterización general, de corte impresionista, con visos de ser más etnográfica que lingüística, sino que está demostrada con datos extraídos del habla cotidiana.

Obras lexicográficas

En lo pertinente a las obras lexicográficas, el primer glosario de americanismos data del 16 de febrero de 1608, y figura en la Descripción de la provincia de los Quixos, un manuscrito que describe el actual Ecuador, redactado por el Conde de Lemos.{4} Al inicio del glosario escribe el autor:

y aora para mayor inteligencia, me a parecido poner aqui un Dicionario con declaracion de los vocablos particulares de las Yndias, y poco familiares en España (folio 3).

Renglón seguido aparecen 18 palabras con su significado, las cuales son: arcabuco, bahareque, camayo, (la) cordillera, dotrinero, dotrina, encomendero, encomienda, escupil, guandos, (los) macas, reservado, preservado o tributero, repartimiento, tributo, parcialidad, inga y Lima. Este glosario indica que, por lo menos en el léxico, a principios del siglo XVII se estaban dando diferencias entre América y España, no solo por causa de la introducción de voces indígenas al inventario léxico americano, sino también porque algunas palabras de origen ibérico se empleaban con significados divergentes a uno y otro lado del Atlántico.

Una noticia más amplia sobre las diferencias léxicas proviene de 1637, del cronista fray Pedro Simón, autor de un libro sobre la conquista de Tierra Firme. En este libro figura lo que el autor llama «Tabla para la inteligencia de algunos vocablos de esta Historia», en cuya introducción dice el autor (con la ortografía original):

Pareciome al principio destos libros poner una declaracion por modo de Abecedario de algunos vocablos, que solo se usan en estas partes de las Indias Occidentales que se han tomado de algunas naciones de los Indios, que se han ydo pacificando; y para mejor poder entenderse los Españoles con ellos en sus tratos, los han usado tan de ordinario que ya los han hecho tan Españolizados, que no nos podemos entender aca sin ellos...

Pero ase de advertir, que no todos son comunes en su origen a todas las tierras de donde escrivo, por averse tomado de diversas partes dellas, y llevadose de unas a otras, en especial de la isla de Santo Domingo, que como fue la primera tierra que se descubrio, tomaron alli muchos los Castellanos y los llevaron, y introduxeron en otras, que se fueron descubriendo: pero ya (como he dicho) se han hecho comunes a Indios, y Españoles. (Simón 1637/1986: 51).

La cita anterior cobra importancia porque es donde primero se manifiesta, expresamente, que hay diferencias -léxicas- entre América y España; además, que las diferencias léxicas también se pueden dar entre el mismo continente a causa de las distintas fuentes de donde provienen las palabras indígenas.

La “Tabla” es un glosario compuesto de 156 entradas que describen la fauna, la flora y algunas costumbres de los americanos, tanto indios como españoles. Simón recopila no solo voces aborígenes incorporadas al español americano (y general), tales como aguacate, anones, caimán, guarapo, guayaba, maguey, naguas, papa, papaya, tomate, etc., sino también palabras de base castellana empleadas en América con un significado particular, entre las que tenemos borrachera ‘nombre de árbol’, cimarrón, cuarterón, demora, encomendero, estancias, estero, ladino, peso, piña, plátano, pulpería y muchas otras.

El primer gran diccionario de americanismos es el Diccionario de voces americanas, redactado entre 1750 y 1777. Su autor fue el jurista panameño Manuel José de Ayala, quien desempeñó una serie de puestos en el Palacio Real de Madrid; entre ellos el más relevante fue promover y ordenar los archivos del Consejo y Secretaría de Indias por espacio de 32 años a partir de 1760. Ayala logró reunir cerca de 2800 voces y topónimos americanos, con lo cual queda clara su posición pionera dentro de la historia lexicográfica de América. Del conjunto de 2800 entradas, 1230 palabras forman el acopio de lo que se podría llamar «voces americanas», es decir, 43% del total de entradas de su diccionario. El resto lo componen topónimos y palabras generales o patrimoniales que, sin ser americanismos, el autor decidió incluir, por tener alguna relación con el Nuevo Mundo. De los dichos 1230 americanismos, 600 son de base castellana y 520 de base indígena, además de 111 gentilicios de tribus indígenas (Ayala 1995).

Al diccionario de Ayala le sigue el Diccionario histórico geográfico de las Indias Occidentales, de Antonio de Alcedo, publicado entre 1786 y 1789. Este diccionario no difiere en mayor cosa del de Ayala, tanto en la forma de presentar las entradas como en su contenido, con muchos topónimos y léxico general. Sin embargo, para la lexicografía hispanoamericana es de gran valor el tomo V (intitulado Vocabulario de las voces provinciales de la América) en donde afirma el autor:

Ofrecimos en el Plan de subscripción, que se publicó para este Diccionario, dar al fin de la Obra este Vocabulario, como parte precisa para la inteligencia de muchas voces usadas en aquellos Países: unas que aunque originarias de España, y especialmente de Andalucía, han degenerado allí por la corrupción que ha introducido la mezcla de los idiomas de los Indios; y otras tomadas de estos, y mal pronunciadas por los Españoles. (Alcedo 1789, tomo V, 1).

Lo importante en Alcedo es haber observado ciertos cambios léxicos entre la Península y América, y no el vocabulario en sí, porque también Ayala presenta muchas voces americanas pero junto con los artículos de historia y geografía, en un solo diccionario. Alcedo separó, en cuatro volúmenes, historia y geografía de lo puramente lingüístico, que se encuentra, como queda dicho, en el quinto tomo. Por otra parte, de nuevo tenemos un testimonio que ha incitado al crecimiento de partidarios de la teoría andalucista, al indicar que muchas voces usadas en América provienen de Andalucía.

Segunda etapa (siglo XIX):

unidad o diferenciación

A partir de la época independiente, en América se formaron dos actitudes lingüísticas con fundamentos bastante opuestos entre los intelectuales de dicha época, en relación con España: una separatista y otra unionista.

La corriente separatista estaba encabezada por la llamada Generación de 1837 (bautizada finalmente, después de varios cambios, con el nombre de Asociación de Mayo, en 1846), la cual se basó en la filosofía del alemán Johan Herder, e incluía a pensadores como Juan María Gutiérrez, Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento y Esteban Echeverría, todos argentinos, pero también al uruguayo Bartolomé Mitre y al chileno José Lastarria. Todos ellos proclamaban una total independencia de España, la cual obviamente debía cubrir el aspecto lingüístico. Al decir de Alberdi,

Bajo la síntesis general de españolismo nosotros entendemos todo lo que es retrógrado, porque, en efecto, no tenemos hoy una idea, una habitud, una tendencia retrógrada que no sea de origen español. (cit. por Rosenblatt 1961:26).

Y Sarmiento, quien había sido purista en sus inicios, afirma en 1841:

Los idiomas, en las migraciones como en la marcha de los siglos, se tiñen con los colores del suelo que habitan, del gobierno que rigen y las instituciones que las modifican. El idioma de América deberá, pues, ser suyo propio, con su modo de ser característico y sus formas e imágenes tomadas de las virginales, sublimes y gigantescas que su naturaleza, sus revoluciones y su historia indígena le presentan. Una vez dejaremos de consultar a los gramáticos españoles para formular la gramática hispanoamericana. (cit. por Rosenblatt 1961: 27).

Según Guillermo Guitarte (1992: 78):

La «emancipación» del español de América consiste, por tanto, en reivindicar el derecho de los americanos en cuanto tales a entrar en la dirección del idioma y a desarrollarlo por sí mismos. No se trataba de legalizar barbarismos ni de crear nuevas lenguas en América, sino de presentar la forma que había adquirido el español en su historia americana y, según el lenguaje de la época, de adaptarlo a la vida moderna.

Quiere decir esto que, en primer lugar, había que aceptar las diferencias entre el español americano y el peninsular y, en segundo lugar, adaptar esas diferencias dialectales a la lengua oficial; por lo tanto, se debía cambiar la escritura. En 1842, Domingo F. Sarmiento decía lo siguiente:

Las lenguas siguen la marcha de los progresos y de las ideas; pensar fijarlas en un punto dado, a fuer de escribir castizo, es intentar imposibles; imposible es hablar en el día la lengua de Cervantes, y todo el trabajo que en tan laboriosa tarea se invierta, sólo servirá para que el pesado y monótono estilo anticuado no deje arrebatarse de un arranque sólo de calor y patriotismo. El que una voz no sea castellana es para nosotros objeción de poquísima importancia; en ninguna parte hemos encontrado todavía el pacto que ha hecho el hombre con la divinidad ni con la naturaleza, de usar tal o cual combinación de sílabas para entenderse; desde el momento que por mutuo acuerdo una palabra se entiende, ya es buena. [...] No es la palabra sublime, séalo el pensamiento, parta derecho al corazón, apodérese de él, y la palabra lo será también. (cit. por Cambours 1984: 40)

De ahí que Sarmiento abogara por reformas ortográficas que llevaran a un mayor distanciamiento del español americano con respecto del peninsular, y promulgó una reforma ortográfica: escribir con <j> en vez de <g> y sustituir <i> por <y>, tal como se puede apreciar en algunos periódicos americanos del siglo XIX y principios del XX (Guitarte 1992: 77). Sin embargo, Alberdi fue más lejos al afirmar que había que desprenderse del yugo lingüístico español abandonando el castellano como lengua materna, y que la lengua que podía mejor expresar el pensamiento independentista de la época, a la que todos deberían aspirar, era el francés (cfr. Blanco de Camargo 1991: 19-41). En resumen, y tal como recapitula Rosenblatt (1961: 40):

No hay que olvidar -es un hecho que no se ha dado en ninguna otra región hispanoamericana, al menos con esa profundidad- que fue la generación de 1837 la que enarboló la bandera de la libertad lingüística, la que inició la lucha contra el purismo y la tutela académica, la que sostuvo los derechos del pueblo (y hasta su soberanía) en materia de lengua, la que procalmó la devoción por la tierra y la inspiración americana.

Frente a esta tendencia emancipadora corre paralelamente un movimiento más bien de corte unionista, conservador, cuyo interés primordial era mantener ligadas la lengua y literatura en español a una y otra orilla del Atlántico; estaba encabezado por el gramático venezolano Andrés Bello y seguido por una serie de filólogos de todos los países, entre los que se pueden citar a Rufino José Cuervo (Colombia), Carlos Gagini (Costa Rica), B. Rivodó (Venezuela) y A. Batres Jáuregui (Guatemala), los cuales estaban atemorizados ante una irremediable ruptura lingüística: así como el latín se había desmembrado en diversas lenguas y dialectos después de la destrucción del Imperio Romano, del mismo modo ocurriría con el castellano en América. Para evitar tal desmembramiento, había que aunar esfuerzos con el fin de que todos los países americanos mantuvieran en estrecha unión sus hábitos lingüísticos castellanos, además de la literatura. Al respecto afirma Andrés Bello:

Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como medio providencial de comunicación y vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español. (Bello 1970:24).

Siguiendo el camino de Andrés Bello, el guatemalteco Antonio Batres Járuegui (1904: 6) afirma:

Entre los elementos de cultura que trajo España a América, uno de los que deben perdurar es el de la lengua castellana, que en el siglo XVI se encontraba en todo su auge y esplendor, extendida por inmensos territorios y quilatada por sublimes ingenios.

Este grupo de pensadores fundamentaba su filosofía lingüística en los siguientes criterios:

1.  Hay una lengua común, el castellano, a uno y otro lado del Atlántico.

2.  La lengua cambia y, por consiguiente, puede corromperse y desmembrarse. Esto permite distinguir entre lengua pura y castiza opuesta a la lengua impura o del vulgo, y los términos técnicos con los que se designan dichos cambios son los barbarismos, neologismos, provincialismos, idiotismos, solecismos y otros (cfr. Amunátegui 1909: VII-VIII).

3.  Esta lengua común es una herencia que debe conservarse. Por lo tanto, conviene estudiar la lengua desde una perspectiva histórica, tanto en sus documentos coloniales como en la literatura del Siglo de Oro, para averiguar la antigüedad y el abolengo de sus elementos léxicos. Muchas palabras usadas por el pueblo, aunque obsolescentes en otros grupos sociales, deben respetarse y preservarse porque tienen abolengo.{5}

4.  Si se quiere luchar en contra del cambio que lleva a la corrupción y a la diferenciación, hay que compartir esfuerzos para mantenerse firmes en el idioma común, a través de la literatura.

5.  El filólogo está en capacidad de llevar la lengua por buen camino.{6}

De acuerdo con estos pensadores, la unidad se podría lograr por medio de la educación lingüística prescriptiva, purista. Por lo tanto, había que escribir gramáticas y diccionarios que condenaran todo tipo de expresión dialectal que atentara contra la unidad lingüística. A raíz de este movimiento, que fue el que se logró imponer en América, surgieron las manifestaciones de corte normativo, purista y academicista, las cuales se reflejan, hasta la actualidad, en la serie de diccionarios nacionales o locales que arrancan con la publicación del Diccionario provincial casi razonado de voces y frases cubanas, de Esteban Pichardo (1836).{7} Siguiendo los mismos pasos, establecen una relación de familia, de modo que el español peninsular es la lengua madre y las variantes americanas son las lenguas hijas. La Madre Patria, en vista de su papel histórico, debe descollar autoridad frente a sus hijas, y debe regir los destinos de la lengua; América debe seguirla. Dentro de esta perspectiva, consideran la lengua una especie de personaje vivo, al cual se le dan atributos humanos: el uruguayo Daniel Granada (1890: 40) dice que el castellano es un idioma varonil y Julio Calcaño (1897: XVII) lo trata de lengua enérgica.

Dentro de estas dos corrientes claramente diferenciadas se empezó a desarrollar una especie de movimiento conciliador que, partiendo de la tendencia unionista, logró apartarse de ella sin llegar al extremismo separatista de la Generación del 37, con lo cual la tendencia a favor de la unidad lingüística da claros indicios de no haberse mantenido inmóvil ni pétrea durante el siglo XIX, sino que en su seno hubo estudiosos que poco a poco empezaron a cambiar su manera de pensar. Fueron gramáticos que, sin querer romper con la unidad lingüística y dándole carta de valor al español peninsular como lengua culta, empezaron a tomar distancia de las actitudes de la Real Academia de la Lengua para considerar el español americano como una variedad distinta, pero tan válida como el español de España. En palabras de A. Torrejón (1991: 362):

A lo largo del siglo XIX, una vez afianzada la independencia política, se observa entre los americanos una paulatina transferencia de su lealtad lingüística, antes declarada a la norma peninsular, a una indefinida norma hispanoamericana primero, y luego de esta última a las normas nacionales asociadas con los círculos cultos de las capitales.

Un primer ejemplo de esta evolución lo constituye, sin duda alguna, Rufino José Cuervo, quien, habiendo comenzado a escribir sus famosas Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1867-1872) con fines correctivos, puristas, y cuyo fondo filosófico radicaba en que la lengua culta estaba únicamente representada por el español peninsular (cfr. Guillermo Guitarte 1992: 78-79), terminó publicándolas con fines puramente descriptivos, científicos, a manera de análisis del habla bogotana del siglo XIX. Por ejemplo, en una carta enviada a su colega costarricense Carlos Gagini (8 de octubre de 1893), le dice:

Ahora mismo trabajo en refundir completamente las Apuntaciones, reduciéndolas a un plan científico, de que carecían, y dándoles más amplitud, con el designio de que aparezca la gran conformidad que existe entre el lenguje popular de España y las Américas. (cit. por Quesada Pacheco 1989: 199).

El mismo Carlos Gagini sufre ese proceso de cambio; así, en la primera edición de su primer diccionario de costarriqueñismos -bajo el título de Diccionario de barbarismos y provincialismos de Costa Rica- se expresa de la siguiente manera:

La lengua castellana ha experimentado tales modificaciones en el Nuevo Mundo, son tan numerosas las corruptelas, los neologismos, los extranjerismos y alteraciones sintácticas con que la desfigura el vulgo, que en muchos lugares no es sino una caricatura grotesca de aquella habla divina de Garcilaso, Calderón y Cervantes. (Gagini 1892: 1).

Pero en la segunda edición, bajo el título de Diccionario de costarriqueñismos, escribe:

Sale, pues, esta edición notablemente aumentada y bajo un plan menos empírico: En ella considero las divergencias de nuestro lenguaje con relación a la lengua madre, no como simples corruptelas, introducidas por el capricho o la ignorancia, sino como resultado natural de la evolución fonética y semántica a que están sujetos los idiomas vivos. (Gagini 1919: 6).

Como se puede observar en la cita anterior de Gagini, estos filólogos idealizan en cierto sentido el idioma y siguen el modelo genético darwiniano aplicado a la lingüística decimonónica. De esta manera, son conscientes del cambio lingüístico en términos biológicos, tal como lo expresa el venezolano Julio Calcaño en 1897:

Como todo en la humana vida, las lenguas nacen, prosperan, decaen y mueren; y así como nadie tiene poder para dar nueva forma a un árbol ya crecido, nadie lo tiene tampoco para dar a una lengua las que rechaza su natural constitución. (Calcaño 1897: XVI-XVII).

El argentino Estanislao Zeballos (1903: XL) es de parecer similar al afirmar lo siguiente: «Está el vocablo sujeto a la eterna ley que rige todo lo creado, nace, crece, se reproduce y muere». Asimismo, el chileno Miguel Luis Amunátegui (1909: VII) expresa: «Las lenguas evolucionan, como evoluciona todo en la vida, sin que el hombre logre impedirlo». De manera que se nota un cambio de parecer en algunos filólogos decimonónicos, como un pilar fundamental hacia un concepto más objetivo de la lengua, su origen y sus fines dentro de la sociedad.

El 3 de noviembre de 1870 la Real Academia Española propuso una Comisión para la creación de Academias americanas y la elección de miembros correspondientes que salieran en defensa del idioma. La idea hace que Juan Bautista Alberdi, el argentino promotor del movimiento separatista y de emancipación lingüística, reaccione fuertemente, y al respecto afirma:

Esas Academias de la lengua castellana, según el plan de la Comisión, aunque instaladas en América y compuestas de americanos, no serían Academias Americanas, sino meras dependencias de la Academia española, ramas accesorias de la institución de Madrid. (cit. por Cambours 1984: 32).

El movimiento de emancipación lingüística pensaba que el español en América, debido al cruce étnico, había adquirido una modalidad propia, diferente de la peninsular, y por tanto, esa modalidad era la que había que defender, no la peninsular. Continúa Alberdi:

Las lenguas no son obra de las Academias; nacen y se forman en la boca del pueblo, de donde reciben el nombre de lenguas, que llevan. [...] La lengua es de tal modo la obra inmediata y directa de la nación, que ella constituye, en cierto modo, su mejor símbolo, y por eso es que los pueblos son clasificados por sus lenguas, en la geografía y en la estadística. (cit. por Cambours 1984: 34).

Sin embargo, a los filólogos y pensadores partidarios de la unión lingüística emociona la idea. Por ejemplo, el uruguayo Daniel Granada (1890: 39) se expresa de la siguiente manera:

La ilustre Academia Española, con generoso anhelo, ha promovido el establecimiento de cuerpos correspondientes de ella en las repúblicas hispanoamericanas, la mayor parte de las cuales [...] han respondido noblemente a tan honrosa iniciativa, cuya realización señala el comienzo de una esplendente era literaria, presidida por el genio de dos mundos. [...] ¡Qué magnífica perspectiva! Americanos y españoles ocupados de consuno en regularizar y pulir el varonil y perspicuo lenguaje en que la sublime fantasía del navegante genovés anunció, con bíblico entusiasmo, el lujo paradisíaco de las Indias!

Pronto los filólogos empiezan a discurrir en la forma como los hispanoamericanos pueden colaborar para mantener la lengua unida. Primeramente pasan por la teoría, definiendo lo que es americanismo. Al respecto, el argentino Estanislao Zeballos (1903: XVI) dice lo siguiente:

¿Qué es americanismo? Es la forma morfólica que expresa una idea nueva, o que completa la expresión de una idea ya incorporada al diccionario de una lengua de manera deficiente. En este concepto preciso soy partidario de la admisión de americanismos en nuestro sagrado tesoro oficial de la lengua madre.

Influidos en parte por las ideas románticas de la época,{8} las cuales daban carta de validez a la expresión popular, los pensadores decimonónicos se dieron cuenta de que los americanismos eran parte esencial de la forma de expresión de los americanos; en consecuencia, la mayoría de los filólogos hispanoamericanos se lanzaron a la defensa de muchos de ellos, fueran de base castellana, fueran de origen indígena o africano, y a equiparar su legitimidad con voces peninsulares provenientes de otras lenguas. El guatemalecto Antonio Batres Jáuregui (1904: 8) los defiende de la siguiente manera:

No deben repelerse de los diccionarios aquellos numerosos vocablos que usan millones de gentes, para significar objetos o ideas peculiares de una respetable colectividad, por más que no se deriven del latín, del vascuence o del árabe, ya que da lo mismo el abolengo aimará, quechua, cackchiquel o mexicano, para el caso. Los léxicos son el índice del idioma y no el fiat que los engendra, haciéndolo crecer y multiplicarse. En materias de lengua, significan mucho las mayorías habladoras.

De criterio similar es el uruguayo Daniel Granada (1890: 39) cuando afirma:

la contribución que la América española ha prestado y ofrece al caudal de la lengua, es tan justificada y digna de favorable acogida, como lo fueron en su tiempo el latín, gótico y árabe, y como hoy en día lo son el gallego, catalán y vascuence. [...] Es verdad que casi todas las voces a que aludimos, se hallan en la modesta condición de provinciales, y que sería descabellada pretensión la pretensión de quien se empeñase en incorporarlas indistintamente al inventario general de la lengua; pero si Góngora trasladó llanamente a tierra española el fragoso arcabuco de América, y Mateo Alemán puso en él un baquiano, ¿quién censuraría que un ingenio español de la era presente tuviese por cosa oportuna o útil valerse de los términos chuño, zapallo, choclo, ñandutí, bincha, catinga, cancha, albardón u otros semejantes, para expresar los objetos que respectivamente significan?

En cuanto a las palabras no indígenas que viven localmente en América y España, también deberán incluirse en el Diccionario, pues, de acuerdo con el mexicano Joaquín García Icazbalceta (1905: XI),

Y esas palabras, esas frases no tomadas de lenguas indígenas, que viven y corren en vastísimas comarcas americanas, y aun en provincias de la España misma, ¿no tienen mejor derecho a entrar en el cuerpo del Diccionario, que las que se usan en pocos lugares de la Península, acaso en uno solo?

Otros filólogos trataron de ir más allá y, no contentándose con que se aceptaran algunas palabras en el Diccionario de la Real Academia, manifiestan el deseo de editar un diccionario de americanismos. Así, el gramático costarricense Arturo Brenes Córdoba (1888) fue uno de los primeros en Hispanoamérica en sugerir la creación de un diccionario de americanismos. Con sus propias palabras:

claro está que una voz no puede clasificarse de impropia por el solo hecho de no hallarse en el Diccionario. Los provincialismos lejos de censurarse deben ser adaptados, cuando sirven para designar cosas que carecen de nombre en castellano, o cuando, por ser bellos o expresivos, contribuyen al perfeccionamiento de la lengua. (Córdoba 1888: II-III)

Más adelante agrega:

Ese problema podrá plantearse con esperanza de éxito satisfactorio, el día que poseamos, entre otros elementos, un buen diccionario de americanismos. (Córdoba 1888: VI)

Otros, como el mencionado Batres Jáuregui, proponen un congreso: