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UNA MIRADA AL CIELO

Jose Israel Rivera Varela

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ÍNDICE

Agradecimientos

Un presagio divino

Un lugar sagrado, una obsesión

Johnny y la montaña

Un instante santo

De regreso a casa

McClean, el científico

Johnny sale de Coronado

Johnny y McClean desaparecen

El viaje en barco

La fundación

Víctor Morayev, el director

Conviviendo en la fundación

Una cena con científicos

En Coronado

De Johnny a McClean

La defensa de McClean

Un rescate, la fuga

Locura o milagros

La intervención de Pedro

El plan

Ante el director

La señora del camión

El escape

A París

Escondidos en París

Hellen, de visión a realidad

Indira muere

La cita con McClean

El amor

En la fundación

Hellen y Johnny

La Embajada de Alemania

De regreso a Coronado

Conviviendo en Coronado

En el aeropuerto

© Una mirada al cielo

© Jose Israel Rivera Varela

ISBN papel: 978-84-686-1678-0

ISBN ebook: 978-84-686-1679-7

Editor Bubok Publishing S.L.

Impreso en España/Printed in Spain

AGRADECIMIENTOS

De la misma manera como los artistas afinan su talento mientras disfrutan el camino en búsqueda de su máxima expresión, quien busque a Dios irá experimentando cambios hasta el punto que, su espíritu llenará los vacios de su corazón y lo guiará con un enfoque rico de sabiduría y excelencia. En ese camino encontraremos seres y circunstancias en instantes sagrados que reconoceremos como enviados de Dios. Doy agradecimientos a Dios y a esos seres como Adriana, Julian, Sebastián y Juanita; Brian Killins, Sarai Mateus y Juan Cárdenas quienes han contribuido en la intención, el trabajo, la revisión y la culminación de esta obra. Tengo la seguridad de que quien la lea, recibirá una semilla importante para su crecimiento espiritual.

UN PRESAGIO DIVINO

Esa mañana había llovido torrencialmente sobre Coronado. Cerca del mediodía, los truenos, los relámpagos y las nubes negras que amenazaban con quedarse indefinidamente se marcharon más allá de las montañas, rumbo al sur. A las doce se celebraría el bautizo de Johnny, en la mitad de la plaza principal, frente a la iglesia. Así lo había pedido su abuelo Frank, quien mandaba en el pueblo.

Coronado. Un pueblo pequeño de clima cálido, tranquilo, con muchos verdes, que nació, creció y se estancó en los primeros veinte de sus ciento cincuenta años de existencia. Y no porque no hubiera más gente para vivir allí, sino porque las casitas construidas en cinco filas y en no más de veinte cuadras contando el parque, la alcaldía municipal, la estación de policía y la iglesita habían rebosado las posibilidades de construir más sobre la meseta de la montaña de una serie de montañas que lo enmarcaban.

John Rodríguez Coleman, como le pusieron por nombre su madre y su abuelo sobre la pila bautismal, no era un niño común. Ese día, mientras el cura le aplicaba la señal de la cruz, el acólito, accidentalmente, lo bañó por completo, echándole una jarrada de agua bendita que empapó sus ropitas blancas y nuevas.

–¡Es un presagio divino! –exclamó su madre, estirando sus largos brazos para evitar el castigo del cura al muchacho auxiliar, un gordito que inauguraba su oficio en la iglesita.

«¿Qué puede tener eso de divino para un ciego?», debió de murmurar al instante alguno de los invitados.

Johnny había nacido con unos ojos azules, grandes y hermosos, muy abiertos, pero ciego. Margareth lo supo desde el primer momento en que quiso inyectar en ese ser su amor de madre con la primera mirada, como lo hacen todas al parir a su hijo.

Margareth, vieja ya (había tenido a Johnny casi a los cincuenta años, razón por la cual siempre se culpó de que Johnny fuera un niño especial), jamás entendió la explicación médica que le dio la partera. Solo supo que «las cegueras de nacimiento no tienen cura» como le dijeron todos los habitantes de Coronado, que fueron a visitar a la familia por aquellos días.

Johnny, de contextura física corriente para un niño de su edad, de aspecto europeo por los genes que heredó de su abuelo, no era mental, espiritual ni intelectualmente normal. El hecho de su ceguera, su ligero síndrome de autista y su capacidad para prever algunos sucesos antes de tiempo, en especial en el transcurrir de su vida, como si él la supiera de antemano, hizo que Johnny dejara para los que no lo conocieron una historia que contar.

Vivió la primera parte de su vida en la casa de su abuelo y su madre. Esta era la más grande del pueblo: abarcaba un tercio de la cuadra frente al parque y siempre fue de color verde oliva. Tenía marcos grandes y tallados en las puertas, y ventanas que le daban un aire de importancia. En el interior había un par de árboles gigantes, jardines y un manantial del que brotaba agua tan pura, que el abuelo siempre se negó a recibir agua del acueducto.

Johnny pasaba muchas horas ensimismado, escuchando el ruido del agua al brotar de la pila de piedras, donde ponía sus pies descalzos y se arrullaba meciendo su tronco hacia adelante y hacia atrás. El resto del tiempo y sólo cuando lo decidía, estudiaba con su madre, que hizo de profesora hasta que el niño aprendió a escribir; y en especial, a comprender las cada vez más exigentes lecturas sobre temas profundos, como Dios y la ciencia. De parte de ese entrenamiento se encargó el abuelo Frank.

–¡Mucho gusto, soy John Rodríguez! –se apresuraba a presentarse Johnny cuando llegaba alguien a la casa. Seguidamente, enviaría al archivo inmenso de su memoria la voz, los olores, la energía, el nombre y luego de algún corto interrogatorio, su percepción sobre esa persona. Después desaparecía silencioso en algún rincón de la casa. Era impresionante ver de vez en cuando a Johnny extrovertido, sociable y alegre, pues su estado natural era todo lo contrario.

Johnny creció entre el colegio, su cuarto hermético atiborrado de libros y María, su compañera de clase, su única amiga y confidente.

De vez en cuando, pintaba rostros que se imaginaba con una precisión tan impresionante que parecían fotografías. ¿Cómo lo hacía Johnny, que nunca había visto la cara de una persona para hacer algo así? Según él eran personas reales que en el futuro conocería. Usaba para eso un cuaderno muy grande de hojas blancas que le había traído su abuelo de la capital y una caja de muchos colores que él mismo había organizado y mantenía en orden: el blanco, los amarillos, pasando por los azules y los verdes hasta el negro. Para reconocerlos, cada uno disponía de una ranura diferente, que él mismo había adecuado.

Johnny no solo dibujaba rostros de personas. También pintaba cosas que el abuelo, su madre o María le describían o que le pedían que se imaginara. Un día, sucedió algo tan increíble que el abuelo Frank no se atrevió a contárselo a su madre para no impresionarla más de lo que ya estaba con el niño. Después de varios intentos, Johnny pintó la fachada de la catedral de Notre-Dame de París con tanta similitud a la vieja foto de uno de los libros que el abuelo le leía, que parecía que la hubiera estado viendo para copiarla. Y algo que nunca nadie supo: Johnny, unos meses después y un poco antes de ir a la montaña sagrada, la volvió a pintar con total exactitud. La única técnica que usaba, y que tampoco era aceptable como medio, era imponer sus manos sobre la foto, el dibujo, la cosa o el rostro de quien iba a pintar, como si acaso pudiera ver con su tacto. Su madre también guardó un secreto al respecto; el dibujo del rostro de la mujer que un día se casaría con Johnny. Ella lo tomó como un asunto más de los que se le ocurrían al chico como evento futuro para su vida. Cosas imposibles de suceder. Imposible no solo porque le sucedieran donde él nunca podría estar, sino porque coincidieran con los detalles y nombres que Johnny mismo escribía en sus propósitos.

–¡No intenten entenderme! –gritó histérico un día para que lo escucharan todos los asistentes a su cumpleaños. Murmuraban en voz baja al otro extremo del salón en su casa y hacían conjeturas y supuestos sobre la forma como él oía y veía a su estilo sin apartarse de la realidad. Era la primera vez en sus quince años que celebraban su cumpleaños con invitados.

–No pertenezco aquí –les dijo, bajando el tono, mientras les sonreía para disminuir el impacto de su grito. Y continuó–: Pertenezco al sitio donde está mi corazón y podré seguir viendo con los ojos de mi alma, hasta que mi corazón y mi mente se junten. Ese día, veré con estos ojos. Conozco los rostros de cada uno de ustedes y sin temor a equivocarme, sé lo que piensan y lo que son. Sin embargo, yo tampoco tengo una explicación a mi visión sin vista y a mi memoria de cosas que no han llegado aún. Lo siento –les dijo y se sentó exhausto en la silla de su madre para mecerse mientras que por su mirada incierta e ida, parecía que se hubiera metido de nuevo en su mundo. Ahí permaneció hasta que se acabó la reunión y todos se fueron. Algunos niños se despidieron de él con alguna palabra sin importarles que Johnny no les contestara.

–Cuando mi corazón y mi mente se junten en amor voy a ver –le dijo a su madre un día en que ella lo contemplaba con profunda tristeza mientras que él, ensimismado, no despegaba por horas su mirada ciega de la fuentecita de agua que corría en el patio.

–Eso sería como un milagro –le respondió ella mientras lo abrazaba.

–Esa es la segunda condición de Dios –murmuró Johnny para sí.

Ella no se atrevió a preguntar. No entendía la conversación. Él sonrió.

–Te prometo que antes de que mueras voy a volver hecho todo un médico –le dijo mientras lo acompañaba a su cuarto para dormir. Ella se quedó paralizada en la puerta sin preguntar nada y con un impulso que sacó de un suspiro, salió y cerró tras de sí la pesada puerta de madera.

En esa etapa de su vida, Johnny fue transformán-dose en un muchacho menos introvertido y siempre muy inteligente, amoroso y receptivo. De vez en cuando, intervenía en una conversación o hacía afirmaciones inesperadas, casi siempre relacionadas con el amor y la comunicación con Dios y los humanos. Y muchas veces, para opinar sobre decisiones que su madre le consultaba, cada vez más habitualmente.

Margareth y María se habían puesto de acuerdo para hacer reuniones con Johnny en las que él exponía sus conocimientos y puntos de vista con gran simpleza pero para ellas, con cierto grado de dificultad para aceptarle o entenderle. Y cada vez más personas venían a las seis de la tarde de esos días para oírlo hablar.

–El secreto de la relación de los humanos con Dios está en nuestro corazón, más allá de la razón –casi le ordenó intempestivamente a su madre un día sin que hubiera una pregunta, después de más de una hora de silencio, mientras los dos terminaban los oficios de la cocina.

–¿Cómo es eso? –le preguntó ella, más para seguirle en su intención de hablar que tratando de entenderle.

–Madre, esto es muy importante, si lo entendieras, sabrías que el amor es el secreto que nos permitirá juntarnos con Dios. –Johnny parecía seguir adivinándole los pensamientos a su madre–. Ustedes, las madres, son los pocos seres que sienten por el amor a sus hijos como la más santa expresión, que el medio de conexión con Dios es el amor que hay en un corazón puro y no de la mente influenciada por la razón, como lo hacemos entre humanos –continuó Johnny, con su cabeza inmóvil y su cara en dirección a la pared–. El corazón escucha, ve, habla, presiente, ordena. En fin, madre, el corazón y la mente son dos y lo son todo, pero tienen que llegar a ser uno solo, en un estado muy superior para llegar a Dios o muy inferior para no salir de un infierno.

–Pero necesitas la mente para entender el corazón, ¿no? –preguntó Margareth.

–Tenemos que renovar nuestra mente para acercarla al corazón puro y no permitir lo contrario, pues cuando la mente es quien domina al corazón, este se vuelve duro y materialista y entonces sobrepone intereses comerciales al espíritu, a la naturaleza, a lo simple. Yo he elegido una mente que trabaje en lo espiritual.

–¿Cómo sabes esas cosas? –lo interrumpió Margareth mientras aprovechaba para abrazarlo por la espalda con todo su amor de madre.

–Puedo sentir los corazones y sé que tengo que vivirlo así. Voy a tener que pasar parte de mi vida entre corazones cubiertos de avaricia y ambiciones de poder, de fama, de dinero. Seres que atropellan a cualquier precio, a costa de vidas, de sueños, de inocentes.

–¿Has estado soñando otra vez? –preguntó cautelosa Margareth para evitar molestar a Johnny.

–Digamos que sí –contestó él, y sonrió un tanto desilusionado.

–Así es el mundo en que vivimos en esta época –trató de consolarlo Margareth.

–Siempre ha sido así, ¿no? Solo las madres aman sin interés. Eso que estás haciendo ahora no lo haces con tu mente, sino con tu desinteresado corazón –le dijo Johnny mientras se volteaba para poner su cabeza en el pecho de su madre y dejarse consentir.

Pasaban los días. Por las mañanas, la escuela, y por las tardes, la lectura de los libros del abuelo, hasta dormirse. Johnny aprendía con una rapidez asombrosa. Le bastaba con que le leyeran una sola vez para que su memoria guardara todos los detalles, cada palabra, cada expresión, cada idea, cada texto.

Le gustaba en especial que le leyesen, además de libros sobre medicina, la Biblia y libros de pensadores de todas las épocas, como Sócrates, Platón, Aristóteles, Auguste Comte, J. Krishnamurti, Nietzsche y Marx, todos ellos procedentes de la biblioteca del abuelo. Con frecuencia, cuando su madre lo obligaba a ir a la iglesia los domingos, él protestaba diciendo que tenía bien claro quiénes eran Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo y que usaba su propio discernimiento de la Biblia. Eso sí, este no siempre coincidía con la opinión del cura del pueblo.

De los personajes podía describir más detalles por más horas que cuantas horas y detalles le hubieran leído de ellos: su origen, su pensamiento, sus amores, sus olores y más, sus verdaderas personalidades; su sentir, su visión, sus deseos y sus temores nunca contados.

Como una virtud más, a Johnny le bastaba con que le hablaran para interpretar los sentimientos de su interlocutor; por demás, nunca más olvidaría la voz de sus dueños. Tenía en su archivo prodigioso todo ruido, todo sabor, todo sonido, todo olor. Johnny tenía toda una distribución de recuerdos en su mente según sus preferencias. Eso no era muy extraño para un niño genio y ciego. Lo extraño era que fuera capaz de visualizar su vida hacia el futuro con una precisión tan increíble que jamás se atrevería a revelar.

Johnny tenía la percepción de poseer un ser superior en su interior que lo guiaba. Creía que olía colores y que podía saborear sonidos. Creía que podía imaginarse sucesos futuros y lugares que no conocía. Esos eran algunos de sus secretos.

Contar que hablaba con Dios en las oraciones como nadie le había enseñado, contar todo lo que pasaba por su mente y lo que percibía más allá de lo sensorial, hubieran sido suficientes buenas razones para que los habitantes rezanderos de Coronado lo declararan endemoniado y obligaran a su madre a pedirle a la Iglesia un exorcismo o hasta internarlo en un sanatorio.

Su abuelo, el padre de Margareth, que era un veterano de la segunda guerra mundial al servicio de Alemania, su país, se lo advertía de vez en cuando para no sentirse culpable, pues él mismo había servido como «espía de visión remota» en la guerra. Había sufrido torturas por ello en alguna ocasión cuando cayó en manos de las tropas del Ejército polaco, y después por su propio régimen, con sus comandantes desesperados por conocer posiciones enemigas… «Y eso es genético», le había dicho a Johnny, como uno de los muchos secretos que guardaban entre los dos.

Margareth había nacido en ese pueblo adonde habían llegado sus padres por tener el mejor clima para vivir y quizá lejos de cualquier posibilidad de detención para exmilitares alemanes. Era una mujer alta, muy blanca y de hermosos ojos azules que alumbraban en su rostro de mujer complacida con su vida, un tanto pasiva y ermitaña. Siempre estuvo preocupada por Johnny. No por su ceguera, ni por sus extraños comportamientos de niño introvertido y adulto intelectual, sino mucho más por su estado mental, que no le permitía dejar de pensar qué sería de su hijo en el futuro, cuando ella muriera, pues dadas las condiciones, ella sería la única persona que tendría Johnny.

Lo había llevado varias veces a Bogotá, la capital, para que los médicos lo vieran y le escarbaran el cerebro. «Es un síndrome Asperger medio pero no tiene graves problemas en las funciones comunicativas y su capacidad mental intersubjetiva; no producirá ningún comportamiento agresivo, depresivo en exceso, ni es degenerativo. Además, muestra otros vínculos no conocidos, quizá por su dedicación a asuntos espirituales y por sus capacidades mentales complejas en ficción como resultado de la falta de su vista.» Ese fue el diagnóstico más claro, más serio y más corto que Margareth había recibido. Lo había guardado, y lo buscaba para mostrarlo y leerlo de vez en cuando.

De su salud mental, le hablaron de asuntos extraños que Margareth no tenía porqué entender, así que la taxonomía de posibles trastornos psicológicos no le fue practicada. Los síntomas y hasta los trastornos de los primeros años de vida de Johnny quedaron y continuaron en el afortunado hecho incierto del desconocimiento.

El indio Antonio frecuentaba la casa de Margareth, en especial después de la muerte del abuelo. Así llamaban a un viejo, supuesto médico, que vivía en las colinas del pueblo, y al que nunca le importó que le creyeran que lo fuera, pues en verdad más bien parecía un chamán, siempre vestido con ropas blancas que hacían juego con su barba larga y su cola de caballo, con sus cabellos casi todos blancos ya.

Un sábado, Antonio les llevó de cortesía un par de frasquitos con líquidos espesos negruzcos, de los que mezclaba y vendía en su finca consultorio. Margareth debería ingerir los líquidos de estos frasquitos para limpiar sus riñones y el hígado. Esto parecía más una disculpa para acercarse y hablarle a Johnny toda la tarde, entre otras cosas sobre asuntos religiosos, místicos y medicinales.

Ante la insistencia de Johnny, él y su madre le habían prometido a Antonio ir a visitarlo algún día a la granja en la que vivía al borde de la colina que llevaba a la montaña. Allí, Antonio cultivaba plantas medicinales, alquilaba la piscina natural de aguas termales y atendía las consultas de la gente de la región.

Dos semanas más tarde, Margareth, después de acicalarse y peinarse una y otra vez, salió con Johnny de la mano colina arriba hacia la finca de Antonio.

–¿Podrías contarme por qué te pone nerviosa Antonio? –le preguntó súbitamente Johnny por el camino, antes de llegar a la casa del viejo.

Margareth sintió que sus piernas se doblaban y luego se le fueron endureciendo, hasta quedar paralizada por un instante. Su rostro enrojeció y de inmediato, gotas de sudor rodaron por su cuello. No contestó y tratando de reponerse de un jaloncito, tiró de la mano de Johnny y continuó decidida, camino arriba. Johnny, apenado, no volvió a preguntarle cosa parecida nunca más. No hacía falta.

Antonio había reservado toda la tarde para la visita y los llevó de paseo por las huertas, las fuentes de baños termales y los cultivos de hierbas medicinales que él mismo cuidaba con gran orgullo.

–Es cuestión de antena. –Con estas palabras Antonio intentó resumirles la larga parafernalia de temas que mezclaban a Dios con energías, asuntos científicos y explicaciones sobre milagros. Los tres, sentados en mecedoras cómodas que tenía en el alar de su casa, frente al gran cañón que formaban un par de montañas que bajaban hasta perderse de vista al oriente, creaban sin saberlo un solo cuerpo de energía que Johnny recordaría tiempo después.

–¿Qué antena? –preguntó Margareth.

–Todos los sentidos son conductores de energía –le explicó él con la absoluta seguridad de que ella nunca lo entendería–. Los humanos normales poseemos energías: lumínica, mecánica, acústica, atómica y química, pero unos pocos, como Johnny, tienen las facultades o dones para captar otras formas de energía más sublimes –continuó explicando sin que se lo pidieran–. Como la electroquímica, que es la energía que utilizan las neuronas para comunicarse entre sí y ordenar, actuar o conceptuar, o como el amor, que es la energía celestial, regalo de Dios.

–La voz es el generador de energía más poderoso –aportó Johnny sin alzar la cara para no tener un enfrentamiento con la mirada de su madre–. Mediante el verbo, desde que Dios lo usó ante la humanidad por primera vez, puede crear, alegrar, entristecer, motivar o destruir a cualquier ser vivo, incluyendo a los elementales de la naturaleza.

–Como se hace con el agua bendita –intervino Antonio, tratando de entrar en los temas aceptables por Margareth.

–¡No me digan que de esos temas locos es de lo que tanto hablan ustedes dos! –exclamó Margareth, frunciendo su entrecejo, mientras se ponía de pie para despedirse. Ninguno de los dos le contestó.

Mientras bajaban de nuevo al pueblo, ya en la tarde, los dos tuvieron mucho tiempo para pensar: ella, en el pasado, y él, en el futuro que podía intuir con sus cualidades para imaginárselo con alguna precisión.

Mientras que Frank Coleman vivió, pues había llegado al pueblo hacía más de cincuenta años y se había quedado porque a su esposa se le ocurrió morirse allí algún día, Johnny estuvo sobreprotegido por él. El abuelo se había metido en la cabeza que el niño era un ser enviado por Dios, algo así como un ángel.

Los más cercanos amigos y quizás únicos consejeros de Johnny eran, sin duda, Frank, Antonio y María. El abuelo Frank, viejo bonachón de español enredado que lo divertía y contaba historias de guerras; Antonio, que sólo lo frecuentó después de la muerte del abuelo y María, su amiga del colegio, que le llevaba regalitos, noticias y que le amaba en silencio. Johnny lo sabía porque, casi siempre, ella le robaba tiernos besos de despedida. De vez en cuando lo visitaba alguno que otro niño del pueblo que por lo general no volvía, pues lo consideraban, aunque bueno, aburrido y apático.

–Proporciónele sin falta protección y mucho amor, déjele conocer a su padre y disfrute de los dones del niño –fue la última recomendación que recibió Margareth por parte de Frank antes de morir.

El día del entierro de Frank, Johnny se quedó junto a su tumba hasta el anochecer pero no se le vio triste, y menos se supo si lloró.

UN LUGAR SAGRADO, UNA OBSESIÓN

Johnny no había pedido permiso ni había dejado una nota sobre la mesa del comedor antes de salir. Presentía cosas que nadie entendería y entonces supo que tenía que irse de la casa sin avisar. Estar a tiempo en ese sitio mágico concéntrico era su más grande obsesión; que María no cumpliera su promesa de guardar silencio por siete días era una preocupación, pero lo peor era que su madre, enloquecida, lo encontrara antes de tiempo.

Sus corazonadas o «razones del más allá», como justificaba Johnny su percepción sobre sucesos más allá de lo normal, de la lógica humana y de los sentidos, le advertían de que se acercaba un día importante en su vida y él sabía que no debía dejarlo pasar.

Se habían venido formando en él una serie de ideas sobre la relación de la mente, el cuerpo y el espíritu como piezas sueltas de un rompecabezas, creándole una necesidad obsesiva por profundizar en sus conocimientos superficiales sobre la estructura neurofisiológica del ser humano y de su relación con los asuntos espirituales y extrasensoriales que lo perseguían.

Johnny estaba fascinado con la descripción que le había hecho María de la montaña sagrada. Era este el lugar mágico de donde provenía la energía sublime y hermosa que bañaba toda la región. Necesitaba ir. Mejor, estaba obsesionado con ir. A decir verdad, se trataba de una obligación inaplazable que le imponía su corazón.

Tenía absolutamente clara la ruta. Repasaba a diario un minucioso mapa en su prodigiosa memoria. Lo había construido con solo una descripción detallada de María por el tramo de un camino. En su imaginación de largas horas de autismo, subía la montaña, podía olerla y ver allí colores que jamás había percibido.

María se escapaba algunas veces a la montaña sagrada, en vacaciones o en algún que otro fin de semana, cuando iba a la finca de sus abuelos. En horas de recreo, María le explicaba a Johnny los detalles: sentados siempre en la misma banca en el mismo sitio, sobre una lomita que había sido acondicionada en la ladera por las retroexcavadoras para hacerle puesto al patio de los niños en el colegio del pueblo.

Días antes de fugarse de su casa, el rector del colegio, el doctor Federico, había llamado a Johnny a su despacho; quería hacerle un interrogatorio.

–Me han informado de nuevas cosas raras de usted –le dijo el rector en tono de reclamo, sin alzar la cara. El doctor Federico, como le decían, era un viejo obeso de escaso cabello que viajaba todos los fines de semana a la capital, donde vivía su familia. Hacía girar su viejo lapicero de extremo a extremo entre sus dedos.

–Estar ciego no es una cosa rara, señor –respondió Johnny, con su rostro un poco inclinado y su mirada perdida sobre su hombro izquierdo, como acostumbraba, con la intención de desviar su reclamo.

–No me refiero a eso, usted sabe que no –le contestó el rector con un tono de voz más alto. Dicen que usted prevé el futuro… que algunas veces escucha más allá de lo posible, que tiene mejor olfato que un perro. Y otros aseguran que no está ciego y… lo peor… –El rector tomaba cada tema con una pausa pasmosa que asustaba a Johnny. Las preguntas malintencionadas y las normas absurdas lo arrinconaban contra un muro mental que no soportaba–. Dice la vicerrectora que adivina las preguntas y que por eso… –Respiró profundamente para soplar el aire como queriendo echar fuera una molestia sin solución o como queriendo desahogar una pena, y concluyó–: Saca las máximas notas. ¿Qué dice usted?

Johnny no contestó y sin querer pensar en nada, tomó una actitud de niño regañado, permaneciendo inmóvil. Mientras el rector repetía una y otra vez la pregunta, cambiaba la velocidad con que hacía deslizar su lapicero por entre sus dedos regordetes. Parecía cada vez más molesto.

–¿Ahora también es mudo? –le interrogó el rector, poniéndose en pie.

–¡No! No, señor –se apresuró a contestar Johnny, haciendo un esfuerzo por despegarse de eso que lo paralizaba–. Ni Dios lo quiera, señor.

El momento pasaba muy lento para los dos. El ventilador encima de sus cabezas era el único movimiento y el único ruido en la oficina del rector. Fueron solo segundos pero parecía que el tiempo se hubiera detenido. Mientras él lo miraba incrédulo a los ojos, Johnny recorrió con su imaginación la vida del rector, su familia, sus frecuentes borracheras y tal vez alguna amante que no pudo identificar.

–Si me está adivinando el pensamiento, verá que estoy preocupado… porque… últimamente, una supuesta organización extranjera me ha estado buscando para preguntarme por sus extrañas facultades –le confesó el rector, un poco más calmado–. Un tal McClean –concluyó el rector, como queriendo adivinar la pregunta que se hizo Johnny pero que no expresó, quizá temiendo coincidir con sus presentimientos.

Por la mente de Johnny pasaron nuevas imágenes como pasaban en sus pesadillas: personas y lugares que no conocía, algunos jóvenes, otros viejos y barbados; calles desconocidas, edificios muy antiguos y otros olores y otros vientos que nunca había percibido. Eso le atraía, y sin preocuparse por estar frente al rector, se dejó llevar por los olores y los pensamientos. Por instantes soñó que lo estaban esperando en alguna parte del mundo para resolver sus interrogantes, los que hasta ahora sólo le podía consultar a Dios; un ser único, indudablemente omnipotente, pero casi siempre mudo cuando no quería o no podía escucharlo.

–¡Oiga, señor! –exclamó por tercera vez el rector.

Johnny se levantó de su silla de un sobresalto. Despertó.

–No esperaré aquí a que cambie su actitud. El próximo martes, búsqueme e infórmeme de una vez por todas de sus cosas raras, ¡hasta el último detalle! –gritó inesperadamente, dando un ultimátum de autoridad. Luego se puso de pie y cruzó sus brazos redondeados sobre su pecho para terminar la conversación.

Johnny, que había sabido controlar los deseos de contestarle las preguntas, sonrió disimulado y se levantó de su silla. Atravesó la oficina sin tropezar con absolutamente nada y salió. Se llevó la mirada angustiosa del rector a sus espaldas. Así lo sintió Johnny, y por el resto del día cargó con un presentimiento que compartió con María.

–Para lograr la comprobación de la conveniencia o no de lo que se desea, se necesita vivir la experiencia. Pronto tendré que irme de Coronado –le dijo a su amiga, que lo había estado esperando a la salida de la rectoría.

–Irte solo de Coronado no será fácil –le dijo ella, intentando persuadirlo.

–Sí lo será. Todo se hace fácil si lo deseas con todas tus fuerzas, con toda tu mente, con toda tu alma y con todo tu corazón. Aparecerán las personas, las circunstancias, los momentos y el tiempo para que esa intención sea una realidad.

–Eso sería como un milagro –le advirtió María.

–Ese es un misterio claro para algunos, pero por resolver para muchos –concluyó Johnny con una sonrisa un tanto triste–. Por ahora tengo que ir a la montaña. Es urgente. –Puso su cara al frente como exigiéndole ayuda.

–¿Por qué quieres ir allí con tanta ansiedad y por qué solo? –preguntó ella tomándolo del brazo para igualar su paso lento y precavido de ciego.

–Todos los sucesos conscientes se dan mediante tres elementos: una circunstancia que a su vez se ha de producir por el uso del verbo que crea en una petición a Dios con amor, es decir, con total ausencia del miedo o de la desconfianza, en un lugar y en un momento dado. Incluyendo los milagros –dijo él–. El destino no existe como una casualidad, sino que es producto de la causalidad según las leyes de la creación –continuó Johnny ante el silencio de María–. Para nosotros, los humanos, la vida tiene quiebres inesperados, pero para Dios, todo es línea recta –le sonrió, tratando de responder a la mirada que sentía en su rostro.

JOHNNY Y LA MONTAÑA

Johnny se levantó muy temprano dos días después de la conversación con el rector. Con sigilo, atravesó la sala por entre los muebles con su varita compañera, guía fiel en su mano derecha, y un morralito de caminante que había mantenido escondido, más algo de comida y alguna ropa que su madre extrañaría y buscaría poco tiempo después del día señalado por Johnny como uno de los puntos de quiebre en su vida. Esa mañana salió de su casa apresurado y decidido pero inevitablemente exaltado por la angustia, el miedo y algunos rezagos de incertidumbre.

Había planeado que se levantaría a las cinco de la mañana y tomaría el camino hacia la montaña sagrada. Caminaría unos cuatro kilómetros por el pueblo carretera arriba, entraría en una zona donde no lo conocían mucho o nada. A la salida de un camino de campesinos se sentaría en unas bancas y ahí, unos diez minutos después, tomaría el bus que salía de Coronado. Es decir, subiría al bus municipal rumbo a la montaña como a las seis y media, y unos cuarenta minutos después descendería en un sitio muy marcado en su mente.

Su madre lo echaría de menos a la hora del desayuno y pensaría que se habría marchado a la escuela sin despedirse como otras veces, y solo se daría cuenta de que se había ido de la casa o de que estaría perdido o se lo habrían robado como a las cuatro de la tarde, cuando ella saliese a la puerta de su casa a esperarlo, pues a Johnny no le gustaba que lo acompañaran por el camino del colegio, que conocía de memoria. Luego seguiría la búsqueda y unas dos horas después, Margareth entraría en una especie de locura. Esa era su tercera gran preocupación.

–¿Adónde vas, muchacho? –le preguntó el conductor del bus, ayudándolo a bajar, pasadas las siete de la mañana.

–Voy la finca de mi tío –contestó Johnny sin dudar–. Él debe estar aquí, en la caseta amarilla –prosiguió, señalando con su vara a quien no existía.

–¡No veo a nadie ahí! –le advirtió el conductor, buscando con su mirada en los alrededores.

–No se preocupe por mí –le dijo Johnny–. No debe demorarse, lo voy a esperar. Por favor, lléveme a las bancas que debe haber ahí.

Johnny llegó a la boca de la montaña sagrada ya entrando la noche, entre tumbos y tumbos. Ya no se acordaba de cuántas veces se había caído y del número de veces que se había levantado. Había disfrutado todo el día de su memoria mientras subía por un angosto sendero montaña arriba: flores silvestres, tierra húmeda y trozos de troncos podridos que se mezclaban con hojas hacían mixturas de olores que disfrutaba no solo por lo que ocasionaban en su nariz, sino porque podía suponer los colores de las ramas, de la hierba y de las piedras del camino. Tomaba de vez en cuando en las paradas más aire del que necesitaban sus pulmones y luego lo expulsaba, pronunciando un ruido nasal que lo hacía vibrar.

Johnny, usando el olfato como vista, lo olía todo, lo diferenciaba todo. Tenía la capacidad de percibir objetos y hasta la textura de los mismos estando a metros. En realidad era como si su campo de energía corporal chocara con las cosas y de regreso, como les sucede a los murciélagos, la onda eco le trajera información a su cerebro.

Si bien estiraba su brazo izquierdo hacia el frente o hacia los lados, no era para encontrar un obstáculo. Lo hacía para percibir alguna onda de energía que lo guiara anticipadamente. Muchas veces, inexplicablemente, se había detenido frente a una pared o a un objeto antes de chocar.

–Madre, es que cada vez me cuesta más hacer funcionar mis radares –le dijo Johnny a Margareth el día de su cumpleaños, la noche en la que Johnny le confió uno de sus secretos–. Entro y salgo de los campos de energía pero cada vez los detecto menos –le reiteró, moviendo su cabeza de arriba abajo, como siempre lo hacía cuando estaba molesto.

–Johnny, ¿cómo es eso? –le cuestionó su madre entonces, temiendo que además de ser un niño especial, en realidad también estuviera enloqueciendo.

–Es verdad. Cuando me siento más liviano, como flotando y empiezo a sentir en mi cuerpo una vibración y un halo de felicidad, es que estoy entrando en un campo de energía o campo santo.

–Johnny, ¿cómo es eso? –le volvió a preguntar Margareth, preocupada.

–En verdad no lo sé, madre –le respondió un poco inquieto Johnny–. Por favor, sólo escúchame y créeme, no me pidas explicaciones.

El rostro de Margareth palideció y no tuvo fuerzas para preguntar nada más, ni siquiera para llorar. No lo haría delante de Johnny, pero él no necesitaba que ella le hablara para saber qué le pasaba.

–Mamá, no te pongas triste por mí. No estoy loco... Es que hay cosas en las que solo se cree y ya. Mamá, cualquier explicación de lo divino… confunde. –Mientras hablaba, su mirada perdida en la oscuridad lo hacía habitante de un universo entero, sin límites.

Ese día, madre e hijo recordarían con detalle el nacimiento: como todos los años a la hora del aniversario, se abrazarían en secreto como tratando de fundirse en uno solo.

Ningún habitante de Coronado hubiera imaginado que un ciego pudiera llegar a la montaña con solo una orientación que, por lo minuciosa y detallada, nadie podría recordar con tanta precisión como Johnny. Estaba ahí, en el sitio soñado, sentado en dirección al norte, sobre la misma piedra que María le había descrito. Detrás de su espalda, metida en la montaña, una cueva fresca por los pequeños hilos de agua que destilaba, la entrada tenía forma de una boca incrustada. Más arriba, dos montículos de piedra en la parte superior a un lado y a otro hacían parecer la montaña como una gran cabeza cuyos ojos observaban perennemente hacia el pueblito, muy distante de allí.

Johnny estaba ahí, en el sitio soñado durante años. La mente no le alcanzaba para percibir la hermosura que tenía al frente de sus grandes e inertes ojos. Una especie de cañón, compuesto por una cadena de montañas de tonos verdes, azulados y negros que siempre cambiaban con la luz del sol o las sombras que se proyectaban entre sí, unas a la derecha y otras tantas a la izquierda, daba la impresión de descolgarse hasta perderse en la inmensidad de la cordillera de los Andes, a unos mil kilómetros antes de llegar a la costa atlántica, al norte de Sudamérica.

María no habría alcanzado a sentir la energía divina que se remolineaba allí, donde estaba Johnny, sentado sobre la gran piedra, sintiendo, silencioso, absorto; extasiado por las corrientes de esa energía entre los vientos cálidos que se convertirían en nubes al llegar a la cima de las montañas.

La montaña sagrada, como la llamaban los campesinos de todas las regiones en honor a sus antepasados, los indígenas, de quienes se decía que tendrían allí sus santuarios, los restos de sacerdotes, caciques y tesoros, atraía toda esa energía y la acumulaba como quien traga a borbollones un alimento.

–Eso es como la puerta al cielo –le había asegurado María a Johnny cientos de veces en un tono encantado. Su abuelo indígena le había enseñado el camino antes de morir con todas las advertencias y promesas de guardar el secreto, que solo se podría contar a los hijos primogénitos. María rompería el compromiso. Al fin y al cabo, su abuelo no había dejado nieto varón y a María le pareció que el secreto no podía morir así.Johnny hizo volar su mente hacia atrás, desde el principio. Recordó parte de su vida prenatal y luego hizo un recorrido lento y minucioso. Recordó con exactitud el día en que nació. Revivió el frío que erizó su piel tierna e indefensa, las voces de la gente y los ruidos que ensordecían sus oídos, el tacto de las manos de su madre aprisionándolo contra su pecho, olores que nunca había sentido y el dolor en su cabeza y en su cuello. Pudo volver a sentir las manos ásperas de la partera que lo habían sacado de adentro de su madre en contra de su voluntad. Recordó que había llorado todo el tiempo, durante horas y horas.

Johnny consultó su reloj biológico. –Son las once de la noche, hora de dormir –se dijo en voz alta, interrumpiendo la paz y los sonidos de la noche.

Había estado sentado desde su llegada. Casi inmóvil, revisando y cuestionando su vida, tenía muchas preguntas sin respuesta. Ni en los textos que le habían leído. En el pueblo y en sus alrededores no había encontrado a nada ni nadie que se las resolviera.

Recogió algunas piedras planas que amontonó sobre otras, con lo que compuso una especie de cama dentro de la cueva. Ya alguien había vivido allí. Descubrió con sus pies una lagunita de agua fresca, la altura de casi dos metros estaba bien para su altura y no hacía tanto frío como afuera. La oscuridad no era problema. Johnny nunca había visto una pizca de luz y los colores debió haberlos soñado con mucha exactitud, pues se emocionaba preguntando los detalles del rojo, de los tonos de los azules y de los amarillos.

Sacó de su morral una manta gruesa, que tendió sobre las piedras de la que sería su cama por siete días. Se puso un chaquetón verde oliva, el que guardaba Margareth como recuerdo de su padre, entre otras cosas. Otros objetos los puso por ahí entre las piedras más altas y un pedazo de pan con panela y queso duro serían su alimento esa primera noche, antes de que pudiera dormir a ratos durante una noche de sobresaltos y cansancio.

Para él, meditar sumiéndose en sí no era problema. Orar era costumbre de todos los días. Muy en la mañana salió a recibir el sol a la boca de la cueva y se dispuso a cantar palabras indígenas y a moverse en una especie de rito sagrado que le había enseñado María, y que le serviría para descubrir sensaciones indescriptibles en su vida.

Con solo los intervalos de una comida al día y las medias noches que usaba para dormir, Johnny permaneció por horas y por días sentado en la piedra que sobresalía de la boca de la cueva. Oraba pero no pedía a Dios por su vista, dormitaba sus intensos deseos y su obsesión. Quería, más que la vida, ver, y en especial, quería empezar una nueva vida, viendo el cañón que formaban las montañas de aquel sitio; quería comprobar la cara y las manos de su madre, quería inundarse con los colores que soñaba. Pero Johnny no se a atrevía a pedirle a Dios por su vista. «Hacerlo sería como una ofensa para Él», pensaba, pedirle algo que Dios no había querido darle al nacer sería como desconocer que era un ser sabio y que Él sabría por qué lo quería así: ciego, sin derecho a ver su mundo. Dios no estaría esperando que él se lo pidiera, nunca lo había hecho.

–Cuando Dios mantiene en quebranto y fidelidad a uno de sus hijos, lo hace para mantenerlo cerca poco antes de entregarle la gracia de la felicidad y la comprensión de lo divino. Eso no lo vas a entender fácilmente, mamá –le había tratado de explicar a Margareth sobre el porqué estaba conforme con su ceguera.

–Todos le piden milagros, pero los milagros no se piden solo con la mente, los milagros se desean y se recibirán cuando se ama con el corazón –le había advertido a María.

–¡Todo lo que pidáis en mi nombre os será dado, pero pedid con fe! –Johnny se estremeció y sus pensamientos se interrumpieron. Creyó escuchar de pronto esa voz inmensa y deliciosa que salía de todas partes como si la montaña entera le contestara. Sus oídos se llenaron y el mareo del impacto o del susto fue disminuyendo lento, envuelto en esa energía que le encantaba buscar.

–Pedir no es abusivo si pides con el corazón puro… ¡Pídemelo con tu voz! –Nuevamente escuchó Johnny, y entonces dejó de creer que era un sueño o quizá parte de su paranoia.

–¡Señor, quiero ver! –se apresuró Johnny a exclamar sin más. Esperó y no escuchó nada. Luego sonrió incrédulo, mientras desenroscaba lento sus piernas. Respiró profundo una y otra vez hasta que volvió a su estado normal. No dejó que su mente le hiciera creer que estaba entrando en los terrenos de la locura. Esperó a que su cuerpo, su mente y su corazón, que se habían alterado en vibraciones como hormigueos, se recobraran. Se metió en su cueva y se acostó.

UN INSTANTE SANTO

Al finalizar la tarde del cuarto día, sentado en la punta de la piedra que sobresalía de la montaña, Johnny sintió que la brisa suave progresivamente pasaba a vapor caliente y que aumentaba la temperatura en su cuerpo hasta hacerlo sudar copiosamente. Permaneció inmóvil. Solo su cabello se movía con el viento. Luego empezó a respirar profundo y cada vez más deprisa. Hiperventilaba mientras una deliciosa energía, como si fuera una energía divina, lo hacía sentirse flotando y lo envolvía con roces eléctricos, chispeando lucecitas que se estrellaban contra su pecho del lado del corazón. Todo el entorno estaba paralizado. Él sentía la tempestad de vientos eléctricos que venían de afuera.

Johnny fue desvaneciéndose. Dentro de elipses concéntricas de energías de colores que giraban en remolinos, perdió el equilibrio. Rodó montaña abajo y sin poder agarrarse para evitar caer por entre árboles gigantes que se pegaban a las rocas como aferrados a la vida, sentía que se hundía entre un túnel vertical, igual de oscuro que su vida, tan agresivo contra su cuerpo como la serie de golpes que se daba mientras se desplomaba unos cien metros más abajo.

Johnny creyó que debió permanecer inconsciente toda la noche y parte del día siguiente. Había soñado con Dios, que no era como le habían leído ni como le habían contado. Soñó pidiéndole perdón, amándolo y sintién-dose amado. Soñó que estaba en el cielo. Volando desde la montaña de regreso a su pueblo, soñó feliz.

Johnny despertó sobre la hojarasca y las ramas arrancadas de los árboles, bañado en la sangre que aún salía de su cabeza. Como un hilo, cruzaba su cara y empapaba su ropa. Le costaba recordar pero además se dio cuenta de que tampoco quería saber de nada. Con dificultad se levantó y se puso de pie, agarrándose de un arbusto que le sirvió de soporte por minutos.

«Debo estar muerto», pensó triste, mientras una ráfaga de viento huracanado y frío lo estremecía de pies a cabeza. Tardó un par de horas, de sus oscuras y continuas horas, en subir de nuevo a la cueva. Esta vez no tenía el mapa mental del camino y le costó calcular que la trocha empedrada estaba a su izquierda si ponía su rostro en dirección hacia arriba.

Alcanzó la cueva al anochecer. Se lavó la cara en la lagunita de agua fría, se acostó y se durmió. Al día siguiente, se levantó porque el hambre lo obligó a comerse más de la mitad de lo que aún guardaba. No estaba seguro de si era de día o de noche. Por primera vez perdió la noción del tiempo.

En la noche del quinto día, los dolores de su cuerpo pudieron más que su inconsciencia y Johnny se despertó lenta y pesadamente. Esa noche era diferente, no era tan oscura como las noches permanentes de Johnny. A decir verdad, no era negra e incolora, esos deberían ser los tonos de gris oscuro de los que le había hablado María.

Al girar la cabeza sobre su hombro izquierdo hacia la salida de la cueva, descubrió un tono de gris más claro y brillante, en forma de círculo. Justo por ahí entraba una suave brisa que le produjo un ardorcito en sus ojos, haciéndolos humedecerse. Johnny se secó un par de lágrimas con la manga de su camisa y volvió a repasar el lugar.

Johnny, que tenía sueños frecuentes en los que imaginaba las cosas como creía que eran para alguien que pudiera ver, se volvió a acostar para seguir soñando lo que creyó que acababa de pasar y se durmió.

Al amanecer del día sexto, Johnny se sentó sobresaltado; él no era el mismo. Un brillo insoportable le hacía reventar su cabeza del dolor, especialmente el que provenía del lado izquierdo, en forma de semicírculo, por donde entraba la brisa.