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Índice

Cubierta

Portadilla

1. Una emergencia familiar

2. Por el desagüe

3. La fiesta de cumpleaños

4. Un regalo para James

5. ¡Es extraordinario!

6. Un nuevo problema

7. Podría ser un Durero

8. El templo del arte

9 La mujer y el león

10. La mujer y la espada

11. Abandonado

12. En el despacho de Christina

13. Copiar una copia

14. Robar la virtud

15.. La vuelta a casa

16. Demasiado arriesgado

17. En el solárium

18. La batalla de la tortuga contra los escarabajos

19. El problema de James

20. El arte de falsificar

21. Más que una copia

22. La pelea

23. Un crimen perfecto

24. Destino y Fortaleza

25. El intermediario

26. El viaje secreto

27. Las Virtudes escondidas

28. Entre ladrones

29. Tramando un plan

30. Con la ayuda de un amigo

31. Allanamiento de morada

32. Una revelación

33. Atrapado

34. Reunión

35. El ladrón de la Virtud

36. De vuelta sanos y salvos

37. El don de James

38. Obra maestra

Nota de la autora

Agradecimientos

Sobre la autora y la ilustradora

Notas

Créditos

Para Zoe, Harry y Grace

Nadie ve realmente una flor; es demasiado pequeña.

No tenemos tiempo, y hace falta tiempo para ver,

igual que hace falta tiempo para cultivar una amistad.

Georgia O’Keeffe

Una emergencia familiar

La familia de Marvin vivía en un rincón húmedo del armario situado debajo del fregadero de la cocina, donde una tubería que goteaba había ablandado el yeso, provocando que se descascarillara. Justo detrás de la pared habían excavado tres amplias habitaciones. Sus padres solían decir que vivían en un sitio perfecto. Era un hogar cálido gracias a las tuberías de agua caliente incrustadas en la pared; húmedo, lo que hacía fácil escarbar, y oscuro y mohoso como el resto de casas donde habían estado. Pero lo mejor era que de la papelera blanca de plástico que colgaba de un lateral no paraban de caer desperdicios: corazones de manzana, migas de pan, cáscaras de cebolla y envoltorios de caramelos, lo que convertía al armario en un sitio ideal para buscar comida.

Marvin y sus parientes eran escarabajos. Tenían caparazones negros brillantes, seis patas y una excelente visión nocturna. Como todos los escarabajos, no eran más grandes que una pasa. Pero eran muy ágiles: se les daba bien trepar por las paredes, correr por las encimeras y deslizarse con disimulo por debajo de las puertas cerradas. Vivían en el enorme apartamento de una familia de Nueva York: los Pompaday.

Una mañana, Marvin se despertó en medio de un gran alboroto. Normalmente los primeros sonidos del día eran los leves susurros de sus padres en la habitación de al lado y, a lo lejos, el ruido metálico de cacharros en el fregadero de la cocina de los Pompaday. Pero aquel día oyó el chasquido frenético de los tacones altos de la señora Pompaday y su voz aguda e inquieta. Se estaba preguntando qué habría ocurrido cuando su madre fue a buscarle a toda prisa.

–¡Marvin! –gritó–. ¡Rápido! ¡Ven aquí! Tenemos una emergencia.

Marvin se escurrió de la bolita blanda de algodón que era su cama y la siguió medio dormido hasta el salón, donde su padre, su tío Albert y su prima Elaine estaban enfrascados en una conversación. Elaine corrió hacia él y le agarró una pata.

–¡La señora Pompaday ha perdido su lentilla! ¡Se le ha caído por el desagüe del lavabo! Y como eres el único que sabe nadar, necesitamos que la saques.

Marvin retrocedió sorprendido, pero su prima continuó hablando alegremente:

–¡Eh! ¿Y si te ahogas?

A Marvin esa posibilidad no le hacía tanta gracia como a Elaine.

–No me voy a ahogar –dijo con firmeza–. Nado muy bien.

Llevaba nadando casi un mes en el tapón lleno de agua de una vieja botella de zumo. Era el único miembro de su familia que sabía nadar, una habilidad ante la cual sus padres se maravillaban y de la que se atribuían el mérito.

–Marvin tiene una coordinación excepcional y un control increíble de sus patas –solía decir su madre–. Me recuerda a cuando yo hacía ballet.

–Cuando se empeña en hacer algo, no hay quien lo pare –añadía su padre con aire de suficiencia–. De tal palo tal astilla.

Pero en aquel momento esas palabras no le consolaron mucho. Nadar en el tapón de una botella era una cosa –tenía poco más de un centímetro de profundidad–, pero nadar dentro de un tubo del desagüe era algo totalmente distinto. Caminó nervioso de un lado a otro de la habitación.

Su madre estaba hablando con el tío Albert, furiosa.

–¡Pues yo creo que no! –exclamó–. Es solo un niño. Que los Pompaday llamen a un fontanero.

Su padre negó con la cabeza.

–Es demasiado arriesgado. Si un fontanero se pone a hurgar ahí dentro verá que la pared se está cayendo a pedazos.

Les dirá que tienen que cambiarla y será el fin del hogar de Albert y Edith.

El tío Albert asintió enérgicamente con la cabeza y le hizo señas a Marvin.

–Marvin, amigo, ¿qué opinas? Tendrás que bajar por la tubería del baño y encontrar esa lentilla. ¿Crees que podrás hacerlo?

Marvin dudó. Sus padres seguían discutiendo. Entonces su padre le miró tristemente.

–Hijo, iría yo mismo si supiera nadar. Sabes que lo haría.

–Nadie puede nadar como Marvin –dijo Elaine–. Pero quizá ni siquiera él sea capaz de nadar tan bien. Seguramente ahora haya un montón de agua en esa tubería. ¿Quién sabe hasta dónde tendrá que bajar? –hizo una pausa dramática–. Puede que nunca consiga volver a la superficie.

–Shhh, Elaine –dijo el tío Albert.

Marvin agarró el trozo de cáscara de cacahuete que usaba de flotador cuando nadaba en su propia piscina y respiró hondo.

–Al menos puedo intentarlo –le dijo a sus padres–. Tendré cuidado.

–Entonces voy contigo –dijo su madre–, para asegurarme de que no haces ninguna insensatez. Y si es mínimamente peligroso, no nos arriesgaremos.

Así que se encaminaron hacia el baño de los Pompaday, con el tío Albert a la cabeza. Marvin le seguía detrás de su madre, muy pegado a ella, con la cáscara de cacahuete metida torpemente bajo una de sus patas.

Por el desagüe

Tardaron un buen rato en encontrar el baño. Primero tuvieron que salir gateando del armario y entrar en la cocina de los Pompaday, que estaba iluminada por el sol de la mañana. Ahí encontraron al pequeño William golpeando su trona con una cuchara y tirando cheerios por todo el suelo. En una situación normal, los escarabajos habrían esperado en la sombra para robar un cereal y llevárselo a casa, pero ese día tenían algo más importante que hacer. Corrieron a toda prisa por el sótano hasta llegar al salón y emprendieron un viaje agotador sobre la alfombra persa. Era de color azul oscuro, así que no tuvieron que preocuparse de que les vieran.

En el camino hacia el baño, Marvin oyó cómo el señor y la señora Pompaday se gritaban.

–No entiendo por qué no puedes desmontar la tubería y encontrar la lentilla –se quejaba la señora Pompaday–. Es lo que Karl habría hecho –Karl era su primer marido.

–Desmóntala y encuéntrala tú misma. Y ya de paso inunda todo el baño. Entonces tendremos que cambiar algo más que tu lentilla –el señor Pompaday estaba que echaba humo. Fue dando zancadas hacia el teléfono–. Voy a llamar a un fontanero.

–Ah, muy bien –dijo la señora Pompaday–. Podemos estar todo el día esperando a que venga. Tengo que irme a trabajar en veinte minutos y no soy capaz de encontrar la puerta sin las lentillas.

James, el hijo del primer matrimonio de la señora Pompaday, estaba de pie en la entrada. Tenía diez años y era un niño delgado con los pies grandes, los ojos grises y serios y las mejillas pecosas. Al día siguiente cumplía once años y Marvin y su familia habían estado pensando en algo agradable que hacer por su cumpleaños, porque sin duda, de toda la familia, era su preferido. Era callado y sensato, poco propenso a hacer movimientos bruscos o a levantar la voz.

Al verlo, Marvin recordó el día en que, hacía unas semanas, James le había descubierto cuando se estaba llevando a casa un M&M que había encontrado para el postre de su familia. Marvin se sentía tan afortunado que había olvidado quedarse cerca del rodapié. Y ahí estaba, en medio del mar abierto de las baldosas color crema de la cocina, cuando la zapatilla azul de James se detuvo a su lado. A Marvin le entró el pánico, soltó el M&M y corrió como alma que lleva el diablo. Pero lo único que hizo James fue agacharse y mirarle sin decir una palabra.

Marvin no les había contado a sus padres aquel episodio en que se salvó por los pelos. Se había prometido a sí mismo tener más cuidado en el futuro.

Ahora James llevaba las mismas deportivas azules y se movía pensativo.

–Podías ponerte las gafas, mamá –dijo.

–Ah, muy bien –respondió la señora Pompaday–. Ponerme las gafas, estupendo. Supongo que da igual el aspecto que tenga cuando quedo con los clientes. Quizá debería ir a trabajar en albornoz.

En ese momento, el tío Albert, Marvin y su madre ya habían llegado a la puerta del dormitorio, y el baño estaba justo detrás. Desgraciadamente, los tres humanos estaban bloqueando el paso. Tres pares de pies muy inquietos –uno con deportivas, otra con zapatos de tacón y el otro con mocasines– hacían difícil encontrar un camino seguro.

–Quédate cerca de mí –le dijo su madre a Marvin mientas se movía a toda prisa por el marco de la puerta. Él y su tío la siguieron esquivando los tacones de aguja de la señora Pompaday.

Consiguieron trepar por la pared del baño y llegar al lavabo sin ningún contratiempo. Normalmente, en los azulejos de color claro habrían sido un blanco fácil para un periódico enrollado o la suela de una zapatilla. Pero los Pompaday estaban tan absortos en su discusión que no habían visto cómo tres brillantes escarabajos negros subían con dificultad al lavabo.

–Yo vigilaré –dijo el tío Albert–. Id avanzando vosotros.

Marvin y su madre rodaron y bajaron deslizándose por la parte lisa del lavabo hasta el desagüe. Se escondieron bajo el tapón plateado y se quedaron al borde de la tubería abierta, mirando fijamente la oscuridad.

Marvin oyó un ruidito a lo lejos. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, empezó a ver agua sucia y poco apetecible unos centímetros más abajo. Pensó en la desalentadora predicción de la prima Elaine y se estremeció. ¿Por qué su madre no se había negado rotundamente?

–Bueno, allá voy –le dijo a su madre, que le agarró rápidamente de la pierna, sujetándosela con fuerza.

–Escucha. No hagas ninguna locura, cariño –le dijo–. Ve despacio y vuelve aquí inmediatamente si ves que es peligroso.

–Vale –le prometió Marvin. Asió firmemente su flotador de cáscara de cacahuete, cogió aire y se lanzó al vacío.

Casi olvida cerrar los ojos cuando el agua fría le cayó sobre la cabeza. Agitó las patas frenéticamente y apareció de nuevo en la superficie. El agua turbia sabía un poco a pasta de dientes. Olía fatal.

–¿Marvin? Marvin, ¿estás bien? –la voz de su madre resonaba débilmente en la tubería.

–Estoy bien –respondió.

Nadó por el agua, que estaba llena de espuma y de todas las cosas asquerosas que puede llevar un desagüe humano: trozos de comida, pelo, restos de jabón… Le daban ganas de vomitar.

–¿La ves? –gritó su madre.

–No, respondió Marvin. De repente se dio cuenta de que no tenía ni idea del aspecto que tenía una lentilla.

Y cuando estaba a punto de darse la vuelta vio un fino disco de plástico pegado a la tubería. Se parecía al frutero que tenía su madre en casa. Sin aliento, subió disparado a la superficie.

–¡La he encontrado, mamá! –gritó.

–Ay, ¡qué bien, cariño! –su madre suspiró aliviada–. Ahora será mejor que nos demos prisa antes de que alguien abra el grifo y el agua nos arrastre.

Marvin descubrió que no podía coger la lentilla y la cáscara de cacahuete a la vez. Muy a su pesar, soltó el flotador, respiró hondo y se sumergió de nuevo en el agua.

Oyó gritar a su madre a lo lejos:

–¡Marvin! ¡Tu flotador!

Pero sin el peso de la cáscara de cacahuete podía mover más rápido las patas y deslizarse por el agua oscura. Nadó hasta donde estaba la lentilla y la apretó con las dos patas delanteras. La arrancó del borde de la tubería y volvió pitando a la superficie. A través de la lentilla veía cómo su madre, ondulada y distorsionada, se cernía sobre él. Ella bajó lentamente por la tubería y cuando llegó al borde del agua le hizo señas.

–¡Ay, Marvin, gracias a Dios! Eres maravilloso, cariño. ¡Qué control de las piernas! Ojalá mis antiguos compañeros de ballet pudieran verte –le cogió la lentilla–. ¡Uf! El agua huele verdaderamente mal. ¡Y vaya alboroto por una cosa tan pequeña! ¡Anda! Es idéntica a mi frutero.

Apoyándola con cuidado sobre su espalda, la madre de Marvin trepó por la tubería. Se metió rápidamente con su hijo debajo del tapón y juntos arrastraron la lentilla por la pared del lavabo.

El tío Albert bajó rápidamente a encontrarse con ellos.

–¡Diantre, lo habéis conseguido! –gritó–. Marvin, chico, ¡eres un héroe! ¡Un héroe! Espera a que se lo diga a tu tía Edith.

Marvin sonrió modestamente. Flexionó las patas y las agitó para que se secaran.

–Veamos, ¿dónde podemos ponerla? –preguntó la madre de Marvin.

Miraron a su alrededor.

–Junto al grifo –sugirió Marvin–. Así no volverá a caerse por el desagüe.

Colocaron la lentilla cerca del grifo del agua caliente y pasaron a toda velocidad por detrás de un vaso verde de agua justo en el momento en que James entraba en el baño.

–Después de todo este lío, más vale que la encuentren –susurró muy seria su madre. Marvin no le quitaba ojo a la lentilla azul clara que relucía bajo la luz matinal.

Oían al señor Pompaday hablando por teléfono con el fontanero.

–¿Cómo? Ah, vale. Ahora voy a ver –y gritó–: ¡James! ¿Estás en el baño? Haz algo útil, anda. ¿Las tuberías son de cobre o de acero galvanizado?

James miró fijamente el lavabo.

–No sé –dijo–. Pero, mamá, ¡he encontrado tu lentilla! Está justo aquí, junto al grifo.

Y entonces se armó un lío tremendo. La señora Pompaday entró corriendo al baño sin dar crédito a lo que oía mientras el señor Pompaday se disculpaba a grito pelado ante el fontanero y James levantaba la lentilla en la palma de la mano.

–Bueno, creo que es lo que buscaban –le dijo su madre a Marvin en cuanto el baño estuvo vacío–. Será mejor que volvamos y tu padre vea que estás bien.

Y entonces los tres se fueron con calma a casa, donde todo el mundo los recibió alegremente. El padre de Marvin, su tía Edith y Elaine le dieron una palmadita en el caparazón, pero ninguno quiso abrazarle. Estaba húmedo y viscoso y despedía un olor muy penetrante a desagüe.

–Creo que necesito un baño –dijo Marvin.

Y entonces su madre y su padre le empezaron a mimar: llenaron el tapón de la botella con agua templada y le pusieron un granito azul turquesa de detergente para lavavajillas. Marvin buceó entre las burbujas y se hizo el muerto en la piscina todo el tiempo que quiso hasta que volvió a estar limpio y resplandeciente.

La fiesta de cumpleaños

Al día siguiente era sábado y era el cumpleaños de James. Iban a dar una gran fiesta y el comedor de los Pompaday estaba adornado con serpentinas y globos. Marvin y sus padres escucharon los planes que había mientras buscaban algo de desayunar bajo la mesa de la cocina.

–No quiero que los niños coman en el salón –le dijo la señora Pompaday a James–. Asegúrate de que están en la mesa cuando tomemos la tarta.

–Pero, mamá –dijo James–. No puedo decirles lo que tienen que hacer. Ni siquiera son mis amigos.

William aporreaba la bandeja de su trona con la cuchara haciendo un ruido ensordecedor mientras le gritaba a su hermano:

–¡Ya ya! ¡Ya ya!

Marvin dedujo que esa era la palabra (una de su limitado pero contundente vocabulario) que usaba William para llamar a James.

–¡Pero qué mayor estás! –canturreó la señora Pompaday mientras limpiaba la cara del bebé con una toallita. Se volvió hacia James–: ¿Qué quieres decir con que no son tus amigos? Los Fenton viven justo encima y a Max lo ves todos los días.

James suspiró.

–Los Fenton son clientes muy importantes. Me han conseguido muchos contactos, y ya sabes que el boca a boca es fundamental en mi trabajo –debajo de la mesa, los padres de Marvin se miraron y resoplaron–. Así que espero que trates bien a Max, cariño –siguió diciendo la señora Pompaday.

La madre de Marvin negó con la cabeza y susurró:

–¡Clientes! ¿Vendrá algún amigo de James a su fiesta? –preguntó.

–Claro que no –respondió su marido.

Marvin ya había visto suficientes fiestas de los Pompaday y sabía que sus padres tenían razón. Fuera cual fuese la ocasión, la lista de invitados era siempre una mezcolanza de gente con la que ella trabajaba o quería trabajar, y durante toda la fiesta la madre de James vagaba de un lado a otro adulando a cada uno y dando consejos prepotentes sobre el mercado inmobiliario de Manhattan.

La señora Pompaday sacó a William de la trona y le dijo a James en tono alentador:

–Va a venir un mago, ¿recuerdas? Porque te encanta la magia, James.

James titubeó.

–Mamá… ¿No crees que eso es lo que se hace en los cumpleaños de los niños pequeños?

–Tonterías, cariño. A todo el mundo le gustan los magos. Son como los payasos.

Marvin odiaba a los payasos. Los había visto mil veces en televisión porque el señor Pompaday sentía una extraña fascinación por el circo. A Marvin los payasos le daban miedo y no le inspiraban confianza, con sus caras pintadas y exageradas y siempre intentando hacer reír a los extraños.

Los escarabajos habían aprendido casi todo lo que sabían del mundo exterior a través de la interminable lista de programas de televisión que veían los Pompaday. Los favoritos de la señora Pompaday eran los dramas de hospital y las telenovelas, mientras que al señor Pompaday le gustaban los largos documentales sobre cosas desconocidas. James en cambio prefería los dibujos animados, que a Marvin le parecían coloristas y bastante gratificantes, sobre todo cuando salía un insecto heroico o particularmente activo. Lo mejor era que los Pompaday solían picar algo mientras veían la tele, por lo que al final de la tarde los escarabajos tenían a su disposición un verdadero bufet de palomitas, pasas y migas de patatas fritas.

Marvin miró a James, que estaba sacudiéndose la zapatilla.

–Mamá –dijo James–. ¿Crees que vendrá papá?

–No lo sé, James. Dijo que lo intentaría. Pero va a ser una fiesta maravillosa, ya lo verás –la señora Pompaday lo despeinó y le dio un beso en la cabeza–. No estés triste. ¡Es tu cumpleaños! Ven a ayudarme con las bolsas de chucherías.

El padre de James era artista. Pintaba grandes cuadros abstractos. Uno de ellos, casi azul del todo y titulado Caballo, colgaba encima del sofá del salón y era un constante motivo de tensión entre la señora Pompaday y su segundo marido.

–No entiendo por qué tengo que ver eso todas las noches –se quejaba el señor Pompaday–. No parece un caballo en absoluto. Ni siquiera parece un animal. Lo podría haber hecho James.

La respuesta de la señora Pompaday siempre era la misma:

–Ay, ¡para ya! Hace juego con la alfombra. ¿Sabes lo difícil que es combinar una alfombra persa?

Marvin admiraba mucho el cuadro, aunque nadie lo sabía. A veces trepaba por la lámpara de pie dorada para poder ver mejor la raya azul fuerte en el centro del lienzo. Aunque no parecía un caballo, daba la impresión de que sí, ya que era rápido, elegante y libre.

–¿Qué le podemos regalar a James por su cumpleaños? –le preguntó a sus padres mientras ellos llevaban dos cereales y un trocito de tostada con mantequilla hacia el armario–. Tiene que ser algo genial.

–Mira en el cofre del tesoro –dijo su madre–. Estoy segura de que encontrarás el regalo ideal.

El cofre del tesoro era un estuche abierto de terciopelo para pendientes que había costado horrores empujar y arrastrar hasta el hogar de los escarabajos. Estaba lleno del tipo de cosas diminutas que los humanos tiran o pierden, objetos que ruedan bajo los muebles o se quedan atrapados en las grietas del suelo y con los que William, a medida que iba volviéndose más hábil, disfrutaba metiendo entre las rejillas del radiador. Ese día el cofre contenía algunos clips, dos monedas, un botón, el broche dorado de un collar, la fina barra plateada que en su día mantuvo la correa del reloj en su sitio, una goma de borrar pequeña, la tapa de un boli y el objeto más preciado de todos: un pendiente de perla.

Los escarabajos se habían enterado de que el pendiente de perla, encontrado entre los restos de la fiesta anual que los Pompaday daban siempre en vacaciones, pertenecía a una de las clientas favoritas de la señora Pompaday, que había llamado al día siguiente muy nerviosa preguntando por él. Normalmente la madre de Marvin no tenía ninguna duda de que había que devolver los objetos que fueran particularmente valiosos a sus dueños, entonces los llevaban a algún sitio visible de la casa y los dejaban a la vista donde pronto eran encontrados, lo que provocaba que los propietarios gritaran aliviados. Sin embargo, en este caso, el señor y la señora Pompaday habían sido tan desagradables con James después de la fiesta, regañándole por haber tirado accidentalmente un plato de porcelana cuando su madre le había pedido que quitara la mesa, que los escarabajos no estaban dispuestos a devolverles el pendiente de perla.

–No creo que haya nada bueno para James en el cofre del tesoro –dijo Marvin preocupado–. Nada de esto es suyo.

–¿Tiene algún aparato electrónico que necesite reparar? –le preguntó su madre–. ¿Un despertador? ¿Un radiocasete? Seguro que Albert está encantado de arreglarle algo.

El tío Albert había aprendido el oficio de electricista, una habilidad particularmente útil en el viejo apartamento de los Pompaday. Era conocido por haber reparado la instalación eléctrica defectuosa de su termostato en más de una ocasión, aunque alguna vez subía demasiado la calefacción y el calor era realmente insoportable.

–Un asunto complicado, este de los termostatos –solía decir.

–No, creo que no –respondió Marvin–. No le he oído quejarse de nada –aunque se dio cuenta de que James no era un quejica.

–¿Y si le damos una de las monedas que hay en el cofre? –sugirió su padre–. Creo que hay un níquel de búfalo.

Marvin lo pensó. ¿Se daría cuenta de que era un níquel especial? James era de los que se dan cuenta de las cosas, así que seguramente sí.

–Puede –dijo–. Si no encontramos nada mejor…

La fiesta fue un desastre total. Mandaron al señor Pompaday al parque con William mientras once niños llenos de energía que no prestaban especial atención a James corrían deprisa por el apartamento. Al llegar dejaban los regalos cuidadosamente envueltos en el aparador y se precipitaban de una habitación a otra gritando muy fuerte. Rompieron un botón del equipo de música, vertieron un refresco en la alfombra del salón, encerraron a un niño pequeño y nervioso llamado Simon en el armario de James sin que nadie se diera cuenta de que faltaba… Cuando llegó el mago le torturaron con crueldad y descubrieron sus trucos: «¡Lo tiene en la otra mano! ¡Lo he visto!», gritaban durante su actuación. Un niño revolvió en la bolsa de cuero que contenía todos los accesorios del mago cuando este no estaba mirando y levantó, triunfal, unas esposas.

–¡Vamos a jugar a polis y cacos!

Marvin lo vio todo desde un lugar privilegiado y seguro detrás de la funda del sofá del salón. Las zapatillas deportivas de los chavales pasaban a su lado muy deprisa y rechinaban en el suelo de madera. Permaneció escondido con mucha cautela, teniendo en cuenta la advertencia de su madre:

–Hagas lo que hagas, cariño, no dejes que te vean. Estos niños son capaces de arrancarle las patas a un escarabajo con tal de divertirse.

Que las fiestas de los humanos no eran para ellos era un dicho muy repetido entre los escarabajos. Marvin recordaba perfectamente el destino de su abuelo, que había sido aplastado por un tacón de aguja mientras iba en busca de un trozo de bacon en la fiesta que dieron los Pompaday para conocer a los vecinos.

Desde detrás del rodapié, Marvin veía a James, que estaba sentado en un lado sin hacer ruido. La señora Pompaday no paraba de empujarle, exasperada:

–¡James! No te quedes aquí sentado. Enséñales a los niños tu ordenador nuevo.

»James, dale las gracias a Henry por este jersey rojo tan bonito. Es perfecto para el día de San Valentín.

»James, cuéntale a Max lo bien que lo pasamos patinando la semana pasada. En la pista del Rockefeller Center, Max. Nos encanta ir entre semana por la tarde, cuando no hay tantos turistas. La próxima vez te vienes con nosotros, ¿vale?

Por una conversación que habían tenido antes, Marvin sabía que los Pompaday habían ido a patinar solo una vez, que la señora Pompaday había dejado ahí a James mientras cruzaba la calle para comprar un regalo de bodas en Saks y que James, que no sabía patinar, se había pasado la hora entera pegado a la pared abriéndose paso con dificultad en la pista mientras los patinadores más experimentados pasaban rápidamente a su lado.

Sonó el timbre y la señora Pompaday dio una palmada y sonrió con alegría.

–¡Ay, mirad qué hora es! Han llegado vuestros padres, niños –y los reunió a todos en la entrada–. ¡Venid! ¡Coged vuestras bolsas de chucherías! James, cariño, ponte en la puerta y ve dándoselas.

Marvin se arriesgó a que le vieran y se movió como una flecha por el rodapié hasta llegar al recibidor, que tenía el suelo de mármol. Pero cuando la señora Pompaday abrió la puerta no vio el ansiado desfile de padres sino a Karl Terik, el padre de James. Decepcionada, dio un paso atrás.

–Ah –dijo–. Karl.

Los niños, indiferentes, se alejaron en estampida. A James se le iluminó la cara.

–¡Papá! ¡Has venido!

El padre de James era un hombre corpulento con el pelo castaño bastante largo y la barba descuidada. Tenía una sonrisa dulce y afable que a Marvin le gustaba mucho porque se desplegaba por su cara de una forma que no podía ser falsa.

–¿Qué pasa, colega? –le dijo a James–. Claro que he venido, ¡es tu cumpleaños! –agarró a James de los hombros y le dio un abrazo.

–Puedes pasar un rato –dijo la señora Pompaday secamente–, pero están a punto de venir a por los niños, y necesito que James les dé las bolsas de chucherías mientras hablo con sus padres.

–Haciendo negocios, ¿eh? –preguntó Karl sin dejar de sonreír.

–No, qué va –dijo la señora Pompaday con desdén, y luego añadió en voz baja–: Pero el hijo de Meredith Steinberg está aquí y están buscando un apartamento de seis habitaciones, así que no me vendrá nada mal hablar con ella.

Marvin se había preguntado más de una vez cómo alguien como Karl Terik podía haberse casado con la señora Pompaday. Eran completamente diferentes. Una vez oyó por casualidad que James le hacía una pregunta parecida a su padre no muy convencido, como si no estuviera seguro de querer oír la respuesta. Y Karl se había limitado a decir:

–Tu madre tiene un gusto excelente. Siempre lo ha tenido, desde el día en que la conocí. Tener buen ojo para las cosas bellas no es muy habitual.

A Marvin el buen gusto no le parecía una buena base para el amor. Y lo cierto era que había resultado no serlo.

Karl le alborotó el pelo a su hijo con una mano.

–Te he traído una cosa –dijo, poniendo una bolsa de plástico arrugada en la mesa del vestíbulo.

Marvin se fue alejando poco a poco del rodapié para intentar ver algo. ¿Qué era? ¿Qué querría James que fuera?

James le sonrió abiertamente, metió la mano y buscó dentro. Sacó una cajita azul marino y la abrió con cuidado.

–¡Ah! –exclamó.

Marvin trepó muy rápido por una de las patas brillantes y resbaladizas de la mesa para echar un vistazo. En la caja había un frasquito de cristal lleno de un líquido oscuro.

–Es tinta –dijo Karl.

James le dio vueltas en la mano sin decir nada. Marvin vio que estaba decepcionado.

–Es un juego de pluma y tintero. Para dibujar –Karl metió la mano en la bolsa de la compra haciendo crujir el plástico y sacó un estuche plano de color negro–. Aquí está la pluma. Mira, tus iniciales, para que todo el mundo sepa que es tuya –Marvin vio que había tres letras doradas nítidas en la parte de arriba–. Y también tienes un bloc de papel bueno –añadió.

James inclinó el frasco de tinta para ver cómo se movía el líquido a la luz.

–Guay –dijo. Miró a su padre–. Gracias, papá. Mola mucho.

–¿Es tinta permanente? –preguntó la señora Pompaday–. ¿Mancha?

–Bueno, sí… Es la que se usa para los dibujos a pluma.

La señora Pompaday suspiró.

–Más vale que se quede en tu cuarto, James. En tu escritorio. No quiero ver toda la casa salpicada de tinta –negó con la cabeza–. En serio, Karl, no me parece un regalo muy apropiado para un niño de once años.

Karl se movió incómodo.

–Ten drá cuidado, ya lo sabes. James es cuidadoso con todo.

La señora Pompaday resopló.

–Se divertirá haciendo experimentos –dijo Karl mientras pasaba el brazo por los hombros estrechos de su hijo y lo atraía hacia sí–. Mira la pluma, tío.

James levantó la pluma y desenroscó la tapa. Marvin vio que era fina y elegante y que tenía una punta plateada muy delicada.

–¡Hala! –exclamó James, intentando mostrar algún entusiasmo.

–Así es como la tienes que rellenar –le dijo su padre, haciéndole una demostración–. Ten cuidado con la posición de tu mano cuando dibujes para que no se corra la tinta. Tardarás un poco en cogerle el tranquillo.

Vo lvieron a llamar al timbre.

–¡Ay, ya están aquí! –gritó la señora Pompaday–. ¡Chicos! James, rápido, las bolsas de chucherías –y empujó a Karl hacia la puerta de un codazo–. Le puedes enseñar todo esto mañana cuando esté contigo –dijo–. ¿Lo pasas a buscar a mediodía?

–Sí, o un poco más tarde, ¿vale, James?

James le miró y luego miró a su madre y asintió con la cabeza.

–Claro, papá.

La señora Pompaday frunció los labios y pasó a su lado rozándole.

–Bueno, me gustaría saber a qué hora llegarás. Tenemos planes mañana por la tarde. Si lo vas a cancelar como la vez pasada, al menos haz el favor de llamar. No es justo para James ni mucho menos para mí. Yo también tengo una vida, ¿sabes?

–Lo siento mucho –dijo Karl avergonzado–. A veces surge algo, eso es todo.

La señora Pompaday abrió la puerta y sonrió de oreja a oreja.

–¡Julie! Nos lo hemos pasado divinamente; ni nos habíamos dado cuenta de la hora que era. Te va a costar conseguir que venga Ryan, lo vas a tener que llevar a rastras. Ah, este es el padre de James, Karl Terik. Sí, eso es, el artista. Ya se iba.