cover
portadilla

Índice

Cubierta

El vendedor de cuentos

Petter el Araña

María

Ayuda al Escritor

La escritura en la pared

Beate

Créditos

EL VENDEDOR DE CUENTOS

...opino que se ha llegado a tal extremo –en el sentido intelectual, quiero decir– que podría pensarse en hacer una pequeña pausa cultural y descansar sobre lo que se ha conseguido, es decir, digerir lo que se ha ingerido.

Johan E. Mellbye, diputado al Parlamento noruego

(Partido Agrario)

2 de mayo de 1927

Desconectarse del mundo mediático y de los que dirigen la cultura es como introducirse en otro mundo, un mundo mágico. Es como retroceder a la realidad.

Pasaron ya los tiempos de los sueños.

Håvard Simensen, jurista y periodista

(Diario Aftenposten)

18 de agosto de 2001

Me hierve la cabeza. Estoy preñado de cientos de ideas nuevas que emergen a la superficie sin cesar.

Tal vez sea posible, en cierta medida, controlar los pensamientos, pero difícilmente se podrá dejar de pensar. Mi alma rebosa de formulaciones divertidas, soy incapaz de conservarlas antes de que nuevas ocurrencias las repriman. No logro distinguir un pensamiento de otro.

Rara vez consigo recordar lo que he pensado. Antes de que me dé tiempo a reflexionar sobre una idea, suele fundirse, transformándose en una idea aún mejor, pero también es ésta tan fugaz en su naturaleza que tengo que esforzarme por salvarla de la erupción volcánica de nuevas ocurrencias...

Una vez más mi cabeza está saturada de voces. Me persigue un iracundo enjambre de almas que utilizan las células de mi cerebro para charlar entre ellas. No dispongo de la serenidad suficiente para alojarlo todo, de modo que me veo obligado a vaciarme de algo. Tengo un considerable excedente espiritual, y por ello he de vaciarme una y otra vez. Cada cierto tiempo me veo obligado a sentarme con lápiz y papel para evacuarme de pensamientos...

Al despertarme hace unas horas, estaba seguro de haber formulado la frase más adecuada de la existencia. Ya no estoy tan seguro, pero al menos he otorgado a ese aforismo virgen un lugar destacado en la libreta de notas. Estoy convencido de que se podrá vender por una buena cena. Si logro vendérselo a una persona que ya tiene un nombre, tal vez entre directo en la próxima edición de Frases inspiradas.

Por fin he decidido lo que quiero ser. Seguiré haciendo lo que he hecho siempre, pero a partir de ahora voy a vivir de ello. No siento la necesidad de hacerme famoso, lo cual es una premisa importante, pero podré llegar a ser muy rico.

Siento nostalgia al ojear el viejo diario. Las anteriores citas están fechadas los días 10 y 12 de diciembre de 1971, cuando tenía diecinueve años. María se había marchado a Estocolmo unas semanas antes, estaba embarazada de tres o cuatro semanas. En los años siguientes nos vimos en algunas ocasiones, pero ahora hace veintiséis años que la vi por última vez. No sé dónde vive, y ni siquiera sé si vive.

Debería verme ahora. He tenido que tomar temprano un avión para escapar de todo. La presión exterior ha llegado por fin al nivel de la presión interior, así hay equilibrio. Ahora pienso con más claridad. Si actúo con prudencia, es probable que pueda vivir aquí unas semanas, antes de que se me cierre la red en serio.

Puedo estar contento de haber salido sano y salvo de la feria del libro. Me siguieron hasta el aeropuerto, pero no habrán podido averiguar en qué avión volaba. Me hice con el primer asiento libre que salía de Bolonia. ¿Pero sabe usted dónde quiere ir? Contesté que no. Sólo quiero salir de aquí en el primer avión, dije. La joven puso cara de sorpresa, luego se echó a reír. No son ustedes muchos, dijo, pero créame, cada vez son más. Y al darme el billete añadió: ¡Felices vacaciones! Seguramente se las ha merecido...

Si ella hubiera sabido... Si ella hubiera sabido lo que me merecía...

Veinte minutos después del despegue, salió otro avión para Frankfurt. Yo no iba en ese avión. Pensarían que iba a casa, a Oslo, con el rabo entre las piernas. Pero el que va con el rabo entre las piernas no hace siempre bien en coger el camino más corto a casa.

Aquí me alojo en un antiguo albergue junto a la costa. Estoy mirando el mar, en un saliente hay una vieja torre árabe. Veo a los pescadores en sus barcas azules, algunos están aún en la cala recogiendo las redes, otros van camino del muelle con la captura del día.

El suelo está cubierto de baldosas de cerámica. Las siento frías bajo los pies. Me he puesto tres pares de calcetines, pero no sirven contra los gélidos azulejos. Si la situación no mejora, arrancaré la colcha de la gran cama y la pondré doblada debajo del escritorio, a modo de cojín para los pies.

Acabé aquí de pura casualidad. Ese primer avión de Bolonia podría haber tenido como destino Londres o París, por eso considero aún más significativo el hecho de estar escribiendo en un viejo escritorio donde hace mucho tiempo lo hizo otro noruego, también él en una especie de exilio. Me encuentro en una de las primeras localidades de Europa que empezó a producir papel. Las ruinas de los viejos molinos aún se ven como perlas ensartadas por el valle. Por supuesto, iré a verlos, pero debo pasar la mayor parte del tiempo en el hotel. He elegido pensión completa.

Es poco probable que por estos lares alguien haya oído hablar de El Araña. Aquí todo trata de limones y turismo, pero, por fortuna, estamos fuera de temporada. Algún turista que otro pasea por la orilla del mar, pero aún no hace tiempo para bañarse, y a los limones les queda todavía algunas semanas en los árboles.

Hay teléfono en la habitación, pero no tengo amigos con quienes sincerarme, ni los he tenido desde que se marchó María. Y claro, tampoco soy una persona amable, ni se podrá decir de mí que soy un hombre de bien, pero al menos tengo un conocido que no desea mi muerte. Me dijo que había visto un artículo en el Corriere della Sera, y que parecía que todo estaba a punto de desmoronarse. Fue entonces cuando decidí marcharme temprano a la mañana siguiente. En el viaje hasta aquí tuve tiempo para repasar los acontecimientos. Sólo yo conozco el verdadero alcance de mi actividad.

He decidido contarlo todo. Escribo con el fin de entenderme a mí mismo, y escribiré con tanta sinceridad como sea capaz. Eso no significa que sea una persona que se ajuste a la verdad. Quien se hace pasar por una persona que se ajusta a la verdad en algo que escribe sobre su propia vida y obra, suele haber naufragado ya antes de hacerse a la mar.

Mientras estoy aquí pensando, hay un hombrecillo paseándose por la habitación. No mide más de un metro, pero se trata de un adulto. Lleva un traje gris oscuro, zapatos de charol negro, un picudo sombrero verde de fieltro y agita un pequeño bastón de bambú. De vez en cuando me señala con el bastón, lo que significa que debo apresurarme a comenzar a relatar mi historia.

Es el hombrecillo del sombrero de fieltro el que me ha azuzado para que confiese todo lo que recuerdo.

Cuando mis memorias estén publicadas, será un poco más difícil matarme. El mero rumor de que las memorias están en camino desanimaría al más osado. Me ocuparé personalmente de sembrar tales rumores.

Unas cuantas casetes de dictáfono están a salvo en la caja fuerte de un banco. Ya está dicho, no digo dónde, pero mantengo en orden mis asuntos. En las casetes he recogido cerca de cien voces, lo que significa que el mismo número de personas ha confesado tener un motivo para asesinarme. Algunas me han amenazado sin rodeos, y todo está en las casetes, numeradas del I al XXXVIII. Además, he ideado un ingenioso registro por el que resulta fácil rebobinar hasta una voz determinada. He sido previsor, algunos di - rían astuto. Estoy seguro de que han sido los rumores sobre las casetes lo que me ha salvado la vida durante el último par de años. Al ser complementadas con las presentes anotaciones, esas pequeñas maravillas tendrán un valor añadido.

No pretendo decir que mis confesiones me sirvan de salvoconducto, tampoco lo son las casetes. Me imagino que iré a Sudamérica o a algún lugar de Oriente. Por el momento, me limito a soñar con una isla del Pacífico. De todos modos estoy aislado, siempre lo he estado. Me parece más triste estar aislado en una gran ciudad que en una pequeña isla del Pacífico.

Me convertí en un hombre acaudalado. No me extraña. Puede que haya sido el primero de la historia en esta profesión, al menos con esta envergadura. El mercado ha sido ilimitado, y nunca me ha faltado mercancía para vender. El negocio no ha sido ilegal, incluso he conseguido pagar impuestos. Además, he vivido con tanta modestia que podría pagar una considerable suma de impuestos atrasados, si se diera el caso. Las transacciones tampoco han sido ilegales para los clientes, sólo vergonzosas.

Sé que a partir de hoy seré un proscrito, y por ello más pobre que la mayoría. Pero no habría cambiado mi vida por la de un profesor de instituto, ni tampoco por la de un escritor. Dudo que hubiera sido capaz de vivir una sola vida.

El hombrecillo me está poniendo nervioso. La única manera de olvidarme de él es apresurarme con la escritura. Empezaré desde tan atrás como sea capaz de recordar.