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Para Ana y Juan Pablo y un perro y unas piedritas que me aventaron

Primera parte

Donde aparecen, entre otras cosas, una señora que tiene la forma de una letra L; fragmen tos del Tremendario, escrito por Saak Nivlac; la palabra en repetida doscientas treinta y tres veces, y además podremos ser testigos del nacimiento de una hermosa amistad.

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Un inicio con hipocondría y vómito blanco

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LUISA, me estoy mareando. ¿Será normal? Creo que voy a desmayarme…

—Cálmate, Javier, no es nada.

—En menos de treinta segundos va a nacer mi hijo, ¿y me dices que no es nada?

—La que va a tener el hijo soy yo y mírame: estoy tranquilita. Calma.

—Pero mi mareo no es por los nervios, es por otro asunto. Seguro debo de tener alguna enfermedad gravísima, ¿verdad, doctor?

—Ya viene —anunció el médico sin dar importancia a las palabras de Javier, mientras se acomodaba en la cabeza un tricornio multicolor.

Luisa tomó la mano de su esposo y la apretó cariñosamente.

—Me siento mal —dijo él.

—Respira hondo —dijo ella.

—Me siento mal.

—Todo va a salir muy bien. Respiración. Uno, dos. Respiración. Uno, dos. No te olvides del curso —recomendó Luisa.

Javier comenzó a respirar de manera desordenada: inhalaba y exhalaba a destiempo y de este modo se provocó una fuerte tos que estuvo a punto de arrancarle el tapabocas.

—Ya viene, ya está aquí —repitió el médico.

—¡Cof! ¡Cof! ¡Cof!

—Calma, calma.

—Preparados…

La energía que se desprendía del quirófano podría haber hecho girar una rueda de la fortuna cargada de levantadores de pesas, durante treinta días con sus treinta noches. Parecía que en aquella sala de operaciones alguien había encendido la turbina invisible de un jet.

—El incremento de mi mareo es insoportable.

—¡Lista la incubadora!

—Flojita, señora, flojita.

—¡Aaaaaaaaay!

Y entonces, cuando la presión se hizo casi insoportable, cuando los fortachones imaginarios disfrutaban lo mejor de su paseo, arriba y abajo, y la turbina que nunca existió iba a mil por hora soltando un zumbido que a cada instante se tornaba más agudo, y el mareo de Javier lo hacía sentir en la cubierta de un buque, y Luisa juraba que la estaban partiendo en dos, se escuchó el llanto de un bebé.

Todo se detuvo.

—Ya está aquí, señor Isla, mírelo, es un niño —anunció el doctor.

—¡Se parece a ti, mi amor! —anunció Luisa.

—¡Es tan chiquito! ¡Es tan boni…! —pero Javier no pudo terminar la frase porque en ese instante su anunciadísimo desmayo se hizo realidad y cayó fulminado en brazos del anestesista.

De esta forma, un 22 de agosto, bendecido por un ataque de histeria de su papá, nació Daniel.

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Podría escribir a continuación que sus padres lo quisieron mucho, que luego se enfermó de las anginas, que a los veintitrés años se graduó como filólogo en la Universidad de Salamanca, que murió rodeado de sus nietos y fin. Pero una vida no es una larga hilera de asuntos blancos o negros, bellos u horribles, altos o bajos. No, en una vida conviven al mismo tiempo momentos buenos y malos. Es como un café con azúcar.

Entonces escribiré que, en efecto, sus papás lo quisieron mucho, pero estaban preocupados por la tremenda cantidad de pañales que usaba. Y Daniel, desde su pequeña conciencia de bebé, también quería mucho a sus papás, aunque estaba preocupado por el vómito blanco que habría de soltar cada ocho horas por los próximos cuatro o cinco meses, como mínimo.

Su mamá estaba enamorada de su papá, pero sufría la típica depresión posparto. Y su papá estaba enamorado de su mamá, pero sufría porque era hipocondríaco y juraba que una horrenda enfermedad le haría perderse los mejores años de un hijo al que empezaba a querer por sobre todas las cosas.

Pero no vayas a creer que si la vida de esta familia se pudiera representar con un quebrado (utilizando el matemático lenguaje que tanto le gusta a Javier, ¡ya lo irás conociendo!), el quebrado sería así:


1/5 de amor + 4/5 de sufrimientos varios pero sobrellevables.


No, nada de eso. Los Isla estaban contentos con su vida.

Javier, por ejemplo, encontraba que su puesto de contador en una importadora de tornillos de dos y media pulgadas era la cosa más divertida del mundo. Calcular aranceles, impuestos, cuentas por cobrar y cartera vencida eran labores que lo hacían temblar de contento.

Pagar era su vicio. Con decirte que el pulso se le alteraba de emoción al ver llegar un sobre con un recibo adentro, no importaba si era de luz, de teléfono o un estado de cuenta. El caso es que le estaban cobrando algo y eso era magnífico.

Por otro lado, su hipocondría era injustificada; él no podía saberlo, pero contrario a lo que su neurosis le dictaba, viviría sano hasta los noventa y un años, para morir, junto a su esposa y sin sufrimiento alguno, en un accidente de teletransportación, que será una forma de viajar en el futuro, aunque por ahora no viene a cuento en esta historia.

Luisa, por su parte, era una artista plástica que se especializaba en realizar obras de gran formato (esculturas y pinturas del tamaño de una portería de futbol) que tenían como único tema los tornillos de dos y media pulgadas. Así que ella se la pasaba muy bien cuando su esposo le contaba a la hora de la merienda historias de tornillos de otras latitudes, historias que ella trataba de plasmar en sus obras (nunca había podido vender una, pero en eso estaba).

Como se puede ver, los Isla eran felices, sí, pero no los más felices de los felices de los felices. Digamos que si fueran un equipo de futbol estarían a media tabla: no se irían a la segunda división de las Risitas Fracasadas, ni ganarían el primer lugar en el Campeonato del Mundo Color de Rosa. Ahí la iban llevando.

Incluso se podría afirmar, utilizando de nuevo el lenguaje de Javier, que nuestros amigos tenían:


Una inflación neta de 3.43% anual en la tasa de la sonrisa fácil.


En resumen, mi larga perorata no quiere decir otra cosa más que la familia Isla era casi como cualquier familia. Festejaban triunfos y lloraban fracasos, tenían miedos y alegrías, calor en verano y una tristeza medio sabrosa al caer la tarde o al sentir el olor de la tierra mojada.

A ellos les gustaban los tornillos de dos y media pulgadas como a otros les gusta el mole de olla o las películas en blanco y negro. Y en el fondo todo es lo mismo y al mismo tiempo no lo es.

¡Qué extraños me parecen los humanos!

Un asunto de apariencia (¿o era de aparecidos?)

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EN donde yo nací la cosa es mucho más sencilla. En primer lugar está el asunto de la apariencia. Allá nadie tiene que cuidar su aspecto, porque precisamente carecemos de un aspecto definido. Podemos tener ciertas características más o menos precisas, pero cuando nos aburrimos de ellas las borramos de golpe.

Un calvo puede tener melena de un momento a otro. Un flaco, convertirse en gordo o simplemente borrarse hasta casi desaparecer.

En general somos como sombras. Claro que también hay sombras flacas o gordas o alargadas, pero en esencia una sombra es una sombra, un algo oscuro e intangible que sin embargo está allí, sobre nosotros.

“Una sombra se extiende sobre mi vida”, anuncia alguien, y todo está dicho, no hay que explicar nada. Entendemos que algo, no sabemos qué, está cubriendo la superficie de su realidad.

Nosotros somos de un material parecido. Por eso nuestro nombre es sinónimo de sombra, de visión, de algo que está y al mismo tiempo se ha fugado. Por eso no nos importa la apariencia. Nos importa, si acaso, aparecer.

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Pero la sencillez de nuestro mundo no se limita a algo tan aburrido como el aspecto. Hay muchos otros factores que hacen que nuestra existencia, en comparación con la de los humanos, sea mucho más llevadera. Vayamos con algún ejemplo.

En donde yo nací no existe la comida. Como no hay comida, tampoco hay vómitos blancos que inquieten a los recién nacidos. Y sin esa preocupación inaugural que tanto agobia a los bebés humanos, nuestra existencia es desde un principio mucho más llevadera.

Los pequeños no viven cada cuatro horas envueltos en un infierno de baberos sucios apretándoles el cuello, por lo que tienen mucho tiempo para pensar en cosas más interesantes. Allá cada quien ocupa el más diminuto gramo de su existencia en cumplir sus sueños.

No descansamos en paz hasta lograr nuestro objetivo. Digamos que nos atrevemos a todo y por eso mis congéneres son famosos por aparecer casi en cualquier circunstancia. Por eso es que hay muchísimos soldados. Los piratas son legión.

También hay quien ha decidido vivir en los sótanos de un teatro famoso para calmar sus ambiciones de tramoyista, o devorar cada uno de los libros que se han escrito en la historia de la humanidad. Somos indios y vaqueros, monjes y jinetes (sin cabeza en los casos más extravagantes).

A unos les da por el campo y a otros les interesa más vivir la tranquila rutina familiar, y aparecen de vez en cuando en cualquier pasillo anónimo de una casona perdida en el barrio más antiguo de la ciudad.

Yo, por ejemplo, desde muy chico supe que no descansaría hasta convertirme en una estrella de cine. Pero ya estamos desviándonos del tema, así que por un momento olvídate de mí y regresemos a las revelaciones en torno a la familia Isla.

No voy a decir que Daniel era el bebé más bello del mundo, aunque tampoco era feo. Diré que físicamente parecía un bebé del montón. Ni gordo ni flaco, ni hermoso ni horrible. Tenía los ojos verdes, la boca grande y una nariz que semejaba un diminuto cañón con dos agujeros.

La explosiva nariz provenía directamente de Javier, quien, ya que estamos en el asunto de las descripciones, estaba ligeramente pasado de peso y medía mil seiscientos veinte milímetros de altura. Siempre que le preguntaban su estatura respondía en milímetros para que el elevado número hiciera olvidar que rebasaba apenas por doce centímetros el metro y medio. La boca grande de Daniel provenía de Luisa, quien era alta, delgada y de pies enormes. No me preguntes por qué, pero Javier se me figuraba una f minúscula, mientras que Luisa era idéntica a una L.

Dejando atrás el aspecto físico, que dicho sea de paso no tiene la más mínima importancia, a no ser para quien quisiera ilustrar esta biografía, diré que Daniel fue desde un principio un bebé serio y tranquilo.

De día dormía todo lo que los bebés duermen, o sea, el noventa por ciento del tiempo. Las noches, sin embargo, las pasaba sin cerrar los ojos, balbuceando en la oscuridad de su cuarto. Cada cuatro horas su mamá se despertaba para cambiarle el famoso pañal y para darle de comer, y cada cuatro horas era lo mismo: Luisa encontraba a Daniel platicando con el techo o sonriendo indistintamente hacia un lado u otro de la cuna.

Luisa, que a esas horas estaba más dormida que despierta, no hacía mucho caso al insomnio de Daniel; era una madre primeriza y pensaba que era de lo más normal que un recién nacido pasara las madrugadas conversando con la nada.

¿Sería hacia la nada a donde el pequeño dirigía sus inexistentes palabras?

Yo sé que no. Y lo sé porque Daniel platicaba precisamente conmigo. Y seré todo lo que tú quieras, menos la nada.