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Para Claudia, de camino a Shanghái

Código rojo

DESPUÉS de haber pasado las vacaciones más agitadas de nuestras vidas —en las que hubo desde antropófagos disfrazados de santacloses hasta mole explosivo—, Luca y yo volvimos a la escuela y a la tranquilidad, o por lo menos eso parecía. Pero estábamos muy equivocados. Lo supe justo la tarde de ese primer día de clases cuando regresé a mi casa y sonó el teléfono. ¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiiing!

Tuve un mal presentimiento, pero tomé el auricular y contesté.

—Bueno.

Después de un silencio de unos cinco segundos, salió una voz que casi me paró los pelos de punta.

—Código rojo.

Sí, era ella. Es importante que se lo advierta si no la conocen: Luca tiene una inusitada habilidad para meterse en problemas de todo tipo, a los que llama “pequeñas aventuras”. Por eso, aquella tarde me empezaron a temblar las piernas y me quedé sin habla.

—…

Supuse que ya había encontrado algún pretexto para que nuestra empresa especializada en servicios de investigación se involucrara en lo que ella consideraba un nuevo caso.

—Hilario, ¿sigues ahí?

Ya me veía de nuevo envuelto en persecuciones, peleas o cualquier otro tipo de actividad peligrosa, como manejar naves espaciales, bucear entre tiburones o caminar por el filo de la azotea del edificio más alto de la ciudad.

Tragué saliva.

—Sí, aquí estoy.

—¿Por qué no respondes al código rojo?

Código rojo es una clave que tenemos cuando nos comunicamos por teléfono. La usamos por si los aparatos están intervenidos; significa que es urgente que nos reunamos en nuestra oficina, que está en la cochera de mi casa.

—Es que me puse nervioso —reconocí.

Cómo no iba a ponerme nervioso, si cada vez que había un código rojo terminábamos en las manos de algún orangután, montados en una potente motocicleta o enfrentándonos a espadazos contra cualquier villano.

—Debemos vernos lo más pronto posible —me indicó.

Aquí quiero hacer un alto porque debo confesarles algo: llevábamos tres meses en el negocio de las investigaciones privadas, y ya para entonces yo estaba muy cansado; sí, había empezado a planear mi retiro como detective con la idea de concentrarme en mi verdadera pasión: amaestrar bichos, específicamente cucarachas.

—Mi mamá no me va a dar permiso porque ya vamos a comer.

—¿Y en la tarde?

—Me toca peluquería.

—¿No fuiste la semana pasada?

—Sí, pero como mañana es mi primera sesión con don Clodomiro, mi mamá quiere que esté muy presentable.

Más adelante, si continúan leyendo esta historia, sabrán quién es el siniestro don Clodomiro de la O y Somellera. De momento les adelanto que la fama de ese personaje como corrector de niños problema había convencido a mis papás de contratarlo para mi “readaptación”. Ellos me consideraban una completa amenaza debido al cariño que les tengo a las cucarachas, cariño que a la mayoría de la gente le parece sucio, indecente y de muy poca educación.

—¿Y don Clodomiro irá a tu casa?

—Sí, a partir de mañana vendrá todos los jueves.

Al oír esto tuve un escalofrío: si don Clodomiro tenía fama de no tolerar el chocolate, las resorteras ni la mugre bajo las uñas, ¿qué no sería capaz de hacerles a mis cucarachas?

Mi amiga guardó silencio por casi un minuto, con lo que demostró que estaba impresionada. Luego continuó:

—¿Y qué vas a hacer después de ir a la peluquería?

—Mi mamá irá de compras… y quiere que la acompañe.

Luca se quedó callada. Casi sentí que me compadecía. Y con razón: no hay cosa más aburrida que salir de compras con mamá.

—Pobre de ti —dijo.

No sabía lo peor: iríamos a escoger algo que nada tenía de divertido:

—Quiere un inodoro nuevo.

—¿Un escusado? ¿Allá también llegó el requerimiento?

Por aquellos días el ayuntamiento había mandado cartas a todos los domicilios solicitando el cambio de muebles de baño para ahorrar más agua mediante retretes con sistema dual. Las cartas advertían que quien no cumpliera se haría acreedor a una multa.

—Sí —le contesté.

—A nosotros también.

—Pasaremos la tarde buscando el aparato ahorrador de agua —agregué con el mismo entusiasmo de quien va a elegir un ataúd.

—Entiendo —me contestó, y retomando el hilo de lo que estaba diciendo, continuó—: De todas formas, la situación es muy grave.

Se refería a sus obsesiones detectivescas.

—¿Por qué?

—Han sucedido varias desapariciones en el vecindario.

—¿Desapariciones?

—Espero que te reportes por la noche —respondió, y cortó la comunicación.

Afortunadamente, esa tarde me salvé de ir a escoger escusados:

—Pensándolo bien, no te cortes el pelo después de comer: he oído que hace daño. Mejor ve más tarde, aunque ya no me acompañes a ver muebles de baño.

Horas después me fui con dirección a la peluquería, pero hice una escala en la tienda de la esquina para comprar unas estampitas del fabuloso álbum de Aventuras de Mick Lacy y, ¡caramba!, me salieron de Mick Lacy contra los zombis de la escuela primaria, pero ya las tenía todas.

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Así, pensando en con quién podría intercambiarlas, continué mi camino a la peluquería. Una vez allí, fui testigo de algo muy extraño. Sucedió justo cuando el peluquero había terminado de cortarme el pelo y le llamó al siguiente niño para que se acomodara en la silla.

—Pero antes quiero ir al baño —pidió él.

El peluquero apuntó hacia una puerta.

—No tardes —le dijo.

Y el niño se metió donde le habían indicado. Así pasaron dos minutos, que se convirtieron en cinco. Y luego en diez.

Aunque yo ya podía volver a casa con mi nuevo corte de cabello, decidí esperar un poco, pues también quería ir al baño. Pero el otro no salía.

A los quince minutos el peluquero se empezó a desesperar y volteó a ver a la mamá de ese niño, como pidiéndole que le llamara la atención.

—¡Hermenegildo! —dijo ella acercándose al baño—. ¿Estás bien?

Como después de varios intentos no hubo respuesta, el peluquero caminó decididamente hasta la puerta y la voló con una patada (era un hombre bastante corpulento). Nunca voy a olvidar ese momento: el baño estaba vacío. El niño había desaparecido como si se hubiera metido en la caja de un mago.

Los nuevos vecinos


ESA tarde, caminando de regreso a casa, no dejaba de rondarme la cabeza lo que acababa de presenciar. ¿Qué habría sucedido con el niño? De ese baño solo podría haber salido por la puerta: la ventana resultaba demasiado pequeña para él, y el techo y las paredes, de cemento sólido, ni siquiera tenían una grieta. En el piso tampoco se encontró fisura alguna ni nada parecido. Lo mismo debían de pensar los bomberos, los policías, los vecinos que se juntaron… y su mamá, que no paraba de llorar y repetir lo mismo:

—El pobre nomás quería hacer pipí, nomás quería hacer pipí, nomás quería hacer pipí…

Con aquellas trágicas imágenes en la cabeza llegué a la cuadra donde vivo. Entonces descubrí que la casona de la esquina, que durante mucho tiempo había estado deshabitada, por fin tenía inquilinos. Ya no estaba el letrero de “Se renta”, y se acababa de mudar lo que en un principio consideré una familia normal, pero que después no me lo parecería tanto. Estaba constituida por papá, mamá y un hijo grandulón, como de trece años y con cuerpo de jugador de futbol americano. Su mamá lo llamó, así que muy pronto supe su nombre:

—Boris, ¿ya bajaste tu ropa?

Yo los observaba desde la esquina. Ellos dirigían a los trabajadores de la mudanza mientras descargaban el camión. Se veían camas, lámparas y muchas cajas a la luz de la luna. Todo parecía muy normal. Yo estaba por seguir mi camino cuando uno de esos hombres se topó con algo que le hizo lanzar un grito.

—¿Y esto qué es?

Acto seguido, el señor a quien yo había ubicado como el papá de esa familia levantó un brazo y ordenó:

—¡No lo destapen!

Los demás trabajadores se quedaron en silencio, como sorprendidos ante aquel objeto (desde donde yo estaba, no podía distinguir de qué se trataba).

—Será mejor que lo traten con cuidado —sentenció el tal Boris.

Entonces uno de los trabajadores, el que parecía el jefe, preguntó qué era.

—Nada que les importe. Solo bájenlo con cuidado —respondió el que según yo era el padre.

—¿Es peligroso?

—Deje de hacer preguntas absurdas y sáquelo de ahí.

Yo los miraba oculto detrás de un árbol. Limpié mis lentes y me paré de puntitas para poder observar mejor. Así vi por primera vez aquella silueta que me haría especular con muchísimas teorías y que por varias noches me quitaría el sueño: se trataba de una especie de cilindro de unos dos metros de largo, o era eso lo que se podía observar, porque estaba cubierto con una manta.

—¿Lo metemos a la casa con las demás cosas? —preguntaron dos cargadores cuando lo acabaron de sacar del camión.

—Llévenlo a la cochera —ordenó el señor después de pensarlo por unos instantes.

Me rasqué la cabeza. ¿Qué era aquello y por qué ese hombre no quería que lo metieran a su casa? Llevado por la curiosidad, me escabullí entre los coches que estaban a un lado de la banqueta, atravesé los matorrales de ese jardín y me recargué en una verja desde donde podía ver la puerta de la cochera.

—¿Aquí lo dejamos? —le preguntaron al señor.

Él ya estaba junto a ellos.

—Sí, ahora sigan bajando el resto de las cosas.

Mientras aquellos trabajadores salían de la cochera, el hijo del señor entraba.

—¿Todo bien? —le preguntó a su papá.

—Sí.

—¿Crees que nuestro plan funcione? —el tal Boris parecía inquieto.

—Por supuesto. Prepárate, porque pronto los vecinos van a caer redonditos.

—Estoy seguro, los vamos a conquistar.

Y luego de decir esto, los dos lanzaron una carcajada, que no me habría puesto los pelos de punta si no hubiera sucedido lo que a continuación oí:

—¿Dónde está Pelayo? —gritó alguien desde la casa de junto.

Volteé. Era Lucrecia, la vecina, buscando a Pelayo, su esposo; desde ahí se podía ver su silueta recortada contra la cortina de la ventana, como una sombra chinesca.

—Estaba aquí hace rato —le contestó Pelayito, su hijo, a quien yo conocía muy bien porque habíamos estado juntos en el kínder.

Aunque solo veía su silueta a través de la ventana, lo reconocí por el gallo que siempre se le paraba en la cabeza.

—¡Ha desaparecido! —gritó ella.

Me quedé temblando: otra desaparición.

Espantado


YA EN casa, después de todo lo sucedido, seguro se me notaba el pasmo en la cara.

—¿Estás bien, Hilario? —preguntó mamá cuando me vio.

Como ella suele preocuparse demasiado por cualquier cosa, preferí no decir nada de lo que había visto.

—Sí, muy bien.

Enseguida cambié de parecer. ¿No debe uno confiar en los padres plenamente y aprovechar su sabiduría? ¿No tienen ellos la serenidad y la inteligencia para ayudar a sus hijos? Por primera vez en mucho tiempo tuve ánimo para hablar con mi mamá de todo eso que me daba vueltas en la cabeza.

—Mamá… —comencé, tratando de que mi voz sonara muy seria.

Ella arrugó la frente.

—¿Por qué me ves así? —me preguntó.

Yo estaba lleno de inquietudes, y de seguro el susto se me notaba en la cara.

—¿Sabías que están pasando cosas horribles en el vecindario?

Ella me miró como si tuviera un grano enorme en la nariz.

—¿Cómo? —dijo con algo de alarma.

Tomé aire.

—Bueno, nada, nada. Me han llegado rumores de que pasan cosas raras por nuestros rumbos y quería saber si tú habías oído algo sobre personas desaparecidas, pero por lo visto no.

Ella suspiró de esa forma que significa que está preocupada por mí.

—¿Te sientes bien?

Y en ese momento lo supe: no debí haberle tenido tanta confianza.

Sonreí.

—Solo era una broma.

Pero ella me puso una mano en la frente, como para comprobar si tenía calentura.

—Te veo un poco pálido.

El interrogatorio me llevó a pensar en algo muy desagradable: inyecciones. Mi mamá cree que con eso se cura todo. Por eso traté de mostrarle mi mejor cara.

—De verdad estoy bien.

—¿Seguro?

—Sí.

Ahora ella sonrió.

—Esta fue una tarde maravillosa —dijo.

¿Qué podía tener de maravillosa aquella tarde?, me pregunté, pensando aún en la serie de misterios que había presenciado durante el día.

—¿Por qué?

Y así fue como retomó el tema que unas horas antes habíamos dejado.

—Vi unas cosas encantadoras.

Y yo continuaba sin entender de qué me hablaba.

—¿Cosas encantadoras?

—Sí, de avanzada tecnología y gran belleza.

Me extendió una hoja de papel brillante.

—¿Qué es? —le pregunté al mismo tiempo que limpiaba mis lentes.

—Quiero que me ayudes a escoger uno de estos para que lo instalen en la casa.

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Escusados Ensueño


LA VIDA suele acomodarnos en momentos difíciles, como el que viví esa noche: mientras yo no salía de mi asombro por lo visto minutos antes, mi mamá insistía en que me concentrara en aquel catálogo de escusados y le diera mi opinión al respecto.

—¿Entonces cuál te gusta?

Me constaba que la gente estaba desapareciendo. ¿Cómo esperaba mi mamá que me concentrara en aquella banalidad de los escusados?

—El que sea —le contesté.

Mi respuesta fue más cortante de lo necesario porque acababa de descubrir algo: mientras ella me interrogaba con su tono inquisidor, en la acera de enfrente se desarrollaba una escena como de película de suspenso: a través de la ventana, por encima del hombro de mi mamá, vi a la señora Lucrecia jalándose el pelo y gritando algo que no se oía hasta donde estábamos, pero que bien podría haber sido una llamada de auxilio.

—¿No puedes decirme cuál es el que prefieres? —aulló ella sacándome de mis observaciones—. ¿Te pasa algo? —señalaba el catálogo de escusados—. ¡Estás en la lela!

En ese momento reaccioné.

—Yo los veo iguales —le contesté mirándola de nuevo, muy fijamente, intentando que no se diera cuenta de lo que veía por la ventana. ¿Para qué asustarla? No valía la pena.

—Pues son muy diferentes.

De nuevo algo me llamó la atención: acababa de llegar una patrulla. Volví a quedarme mudo.

De la patrulla se bajaron dos policías, uno gordo y otro flaco.

—¡Habla! Te digo que todos son muy diferentes —arremetió mi mamá, que ya se había obsesionado con los inodoros.

Los policías intercambiaron información con la señora Lucrecia. El policía gordo volteó hacia la ventana. Sí, la de las sombras chinescas. El flaco apuntó algo en un cuadernito.

Miré de nuevo a mi mamá.

—Pero sirven para lo mismo —se veía tan desesperada que ya no quise mortificarla más y apunté al primero que vi—. Bueno, que sea este.

Los dos policías se metieron a la casa. Imaginé que empezaría una investigación.

Ella lanzó una carcajada.

—Precisamente en ese había pensado.

Luego se fue hasta el teléfono, sacó una tarjetita de su bolsa y marcó un número en el disco.

—¿Adónde hablas? —le pregunté.

—A la tienda de escusados.

—Son las diez de la noche.

—Tienen servicio las veinticuatro horas. Parte de la promoción es que te pueden instalar el mueble en el momento que desees.

Entonces volví a mirar el catálogo.

—¿Y por qué elegiste uno de estos?

—Son bonitos, y además los venden a un precio casi regalado.

—Pero, con tantos aditamentos, ¿no crees que vaya a consumir todavía más agua?

—Probablemente.

—Eso no está bien. Se supone que el sistema dual es para gastar tres litros en desechos líquidos y seis en sólidos, pero el que quieres tiene tantas funciones que de seguro chupará más.

Mi mamá me volteó a ver con esa cara que pone cuando la cuestiono. Adiviné que se estaba enojando.

—Hilario, no empieces.

Cuarenta y cinco minutos después, la patrulla seguía frente a la casa de la vecina, y a nuestra casa llegaba un camión de la compañía Escusados Ensueño. Cuatro trabajadores bajaron un inodoro igual al que yo había elegido en el catálogo.

Un chino sonriente parecía ser su jefe.

—Ha hecho una folmidable compla —le dijo a mi mamá con su acento mandarín.

—Lo sé, y en ese lugar quedó muy bien.

Mientras instalaban el escusado, mi mamá lo miraba como si fuera una obra de arte.

—Pelfecto —comentó el chino, que luego se dirigió a mi mamá—: Ahola solo le pido que me filme de lecibido.

—¿Y mi certificado? —le preguntó ella.

El ayuntamiento exigía tener un certificado del cambio de escusado.

—Aquí tiene —el chino le entregó un papel de color verde—. Con esto las autolidades no podlán levantal multa.

—¿Y está seguro de que ese es un mueble ahorrador? —pregunté.

Mi mamá respondió tronando los dedos.

—Tú no te metas en lo que no te importa.

El chino sonrió.

—Simpático, el niño.

Así, contemplando el final del episodio “Mamá y su escusado”, me dirigí a mi cuarto a seguir pensando en lo que me preocupaba: las desapariciones. Ella lanzó un grito:

—¡Hilario! ¿Adónde vas?

Creí que me iba a reclamar de nuevo por meterme en asuntos que no eran de mi incumbencia.

—Tengo tarea.

Se agachó y levantó un paquete que hasta entonces yo no había notado.

—Olvidé decirte que en la mañana el cartero dejó esto para ti.

Aquella noticia hizo que pegara un brinco, y lo sucedido minutos antes pasó a un segundo plano.

—¡Por fin! —grité tomando el paquete.

—¿Qué es, Hilario? —preguntó ella como si se tratara de una caja con dinamita—. No es nada que tenga que ver con cucarachas, ¿verdad? Ni se te ocurra una nueva jugarreta. Recuerda que mañana va a venir don Clodomiro para disciplinarte.

Solté la mentira número uno de esta historia:

—Es un kit para hacer experimentos.

Me di media vuelta, llegué a mi cuarto y cerré la puerta de golpe. Desde ahí volví a oír otro grito suyo.

—¡En esta casa no quiero más cucarachas!

Mi mamá odia esos pequeños y amistosos bichos. En cambio, cuando yo sea grande voy a fundar una procuraduría en defensa de las cucarachas.