Manhattan Beach

Manhattan Beach

Raquel Villaamil

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sara Ventas

 

RAQUEL VILLAAMIL

Nacida en Madrid con ascendencia norteamericana. Devoradora incansable de libros (alguno tiene aún las huellas de sus dientes de leche), en cuanto empezó a leer acabó con la biblioteca del colegio y ganó como premio acudir a la Feria del Libro. Ahí decidió que sería escritora. Su primer cuento lo escribió con seis años y su primera novela con nueve. Durante bastante tiempo ha ejercido como Arquitecto Técnico pero por carambolas del destino y mil alineaciones planetarias ahora es guionista de videojuegos.

 

 

 

Primera edición: octubre de 2015

 

© Raquel Villaamil, 2015

 

© Editorial Diéresis, S.L.

Travessera de les Corts, 171

08028 Barcelona

Tel: 93 491 15 60

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© Ilustración de portada: Sonia León

 

Diseño: dtm+tagstudy

 

ISBNe: 978-84-942959-2-8

 

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Dejemos la mente abierta, el corazón a la escucha y la razón encerrada con un candado y mi historia será sólo eso, una historia.

 

E.D

dieresis

PRIMER OBJETIVO

Llegar a Los Ángeles sin incidentes

Pisé el suelo de la soleada California un día gris. Las nubes oscuras amenazaban con estropear las vacaciones de cualquier turista desde el primer al último momento, pero esperaba que al menos conmigo hicieran una excepción. Al fin y al cabo yo llegaba para quedarme.

Las nueve terminales del aeropuerto de Los Ángeles, o LAX como rezaba un cartel, me rodeaban. Quería pensar que era un abrazo de bienvenida, ya que nada hacía suponer lo contrario. Por ahora todo iba viento en popa.

Había llegado al aeropuerto de Barajas con tiempo, no había sufrido a ningún compañero de vuelo con exceso de peso ni menor de quince años, ni había perdido ninguna de las dos maletas. Sorprendente.

Sin embargo, aún quedaba bastante para cumplir mi primer objetivo: llegar a Los Ángeles sin incidentes.

En eso estábamos.

Taxis por todas partes pero ni rastro del autobús que te conecta con el centro de la ciudad. Hojeé la supuesta guía actualizada, que llevaba conmigo como si fuera oro en paño. Todas mis anotaciones, direcciones y teléfonos se encontraban entre sus páginas. Según decía, el autobús debería salir desde... señalé con el dedo al otro lado de la calle. Y allí estaba, flamante y con las puertas abiertas de par en par.

—No volveré a dudar de ti —susurré a la guía.

Seis dólares y me senté en el primer sitio que encontré al lado de la ventana, dispuesta a no perderme nada de lo que pudiera contemplar en mi primera visión panorámica de la ciudad. La radio del conductor hacía sonar a los Village People, que me instaban a ir al Oeste «a empezar una nueva vida donde el cielo es azul». Sonreí. ¿Se cumpliría en algún momento?

A medida que avanzaba el autobús me di cuenta del cansancio que, oculto tras el nerviosismo, amenazaba con salir a flote. Ya no sabía ni qué hora era ni en qué día estábamos. Me daba la sensación de llevar tanto tiempo viajando como Phileas Fogg en su vuelta al mundo. Tantas horas, tantos minutos... que me quedé dormida.

La voz del conductor me hizo abrir los ojos súbitamente. «Union Station», gritaba mirándome y parecía que no era la primera vez que lo hacía.

Incorporándome aturdida, oteé a mi alrededor. El autobús estaba desierto y una cola perfectamente alineada de pacientes viajeros esperaba a subir delante de sus puertas.

Pedí perdón unas cuantas veces sin mirar a los pasajeros y menos aún al conductor. Y arrastrando las maletas, que parecían haber adquirido peso durante el trayecto, salté del autobús.

Pisaba la plaza Patsaouras Transit. Alcé la vista desde el suelo adoquinado y me encontré entre los troncos delgados de las palmeras que crecían por todas partes, con el edificio blanco de la estación de estilo colonial español delante. El olor a flores me transportó momentáneamente a una lejana Andalucía.

La alucinación duró apenas un instante. Ya estaba en Los Ángeles.

 

V

PRIMER OBJETIVO: CONSEGUIDO

SEGUNDO OBJETIVO

Encontrar el hotel, que mi nombre aparezca en las reservas y que la habitación esté limpia

El hotel Kawada debía encontrarse a poca distancia de la Estación, por eso lo había escogido y también porque no era excesivamente caro. En principio planeaba estar un par de noches, pero la estancia podría alargarse.

Con el cielo aún encapotado, eché a andar, perseguida por el ruido monótono de las ruedas de las maletas, hacia el hotel.

Lo encontré en el cruce de las calles South Hill y la Segunda. La fachada de ladrillo estaba distribuida en cuatro plantas, en las que asomaban sus escaleras de incendios de hierro. El vestíbulo de entrada era bastante amplio, enmoquetado en naranja. Una recepcionista de aspecto latino me sonrió apenas entré en él.

—Buenas tardes —dijo en español, enseñando unos dientes pequeños y blancos en contraste con su piel morena.

—Buenas tardes, tenía reservada una habitación individual a nombre de Miriam Sanabria.

—Déjeme su pasaporte —dijo mientras consultaba en el ordenador—. Ahora no disponemos de habitaciones individuales, la pondré en una doble. Habitación 110. El desayuno es de las 6 a las 9:30 de la mañana en la primera planta —me tendió una llave—. Que tenga una feliz estancia.

La habitación era sencilla. Dos camas grandes, una cocina, el baño aparentemente limpio con secador de pelo y una ventana amplia que daba a la calle South Hill.

A las maletas las dejé caer en la moqueta y a mí encima de una de las camas. Cerré los ojos y respiré con tranquilidad. Parecía que era la primera vez que lo hacía en mucho tiempo. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo que el viaje me había supuesto y de las energías que había gastado preparándolo. Pero ya estaba por fin en Los Ángeles, a punto de embarcarme en un sueño… o no.

La verdad es que desde la primera vez que oí hablar de un máster de arquitectura en Los Ángeles, supe que tenía que conseguir que me aceptaran en él. Puede que fuera porque lo consideraba una premonición o por simple cabezonería —me inclino más por lo segundo— pero moví cielo y tierra para lograr una de esas pocas plazas que otorgaban para extranjeros. Y realmente no sé cómo, hacía seis meses me había llegado una carta invitándome al Máster de Arquitectura y Diseño Urbano de la Universidad de California Los Ángeles (UCLA). El nombre casi era más largo que el contenido de la carta.

Resultaba una gran oportunidad para cualquier arquitecto y aún más para los que llevábamos poco tiempo dando pasos en ese mundo. Las clases las iban a impartir arquitectos de prestigio y muchos de ellos fichaban a algún alumno para trabajar con ellos al finalizar. Ya me veía a mí en Madrid diciéndole a mi jefe que sintiéndolo mucho (hay que ser educada) me iba a trabajar con Norman Foster.

El máster duraba treinta y nueve intensas semanas en las que había mucho trabajo y no demasiado tiempo libre. Decían que la rivalidad se mascaba en el ambiente, que los compañeros no lo eran, que los profesores hablaban un inglés que haría revolverse a Shakespeare en su tumba —y a casi todos los alumnos en sus asientos— y que, a pesar de todo, tras la semana 39ª la gente salía encantada.

Durante todo ese tiempo —con calculadora en mano supe que eran unos nueve meses y medio—, tendría que compartir piso con alguien, porque los alquileres estaban por las nubes. Un amigo del amigo de algún amigo de los que siempre saben de todo me había facilitado unas cuantas posibles direcciones. Ya había concertado tres citas para el día siguiente, esperaba que fuera suficiente.

Me había puesto en el peor de los casos. Imaginaba pisos llenos de estudiantes medio borrachos y animadoras ninfómanas, antros oscuros de dos metros cuadrados con compañeros psicópatas. Si encontraba cualquier alojamiento que no reuniera todo eso, me valdría.

Estaba realmente agotada. Con los ojos medio cerrados, mandé un mensaje con el móvil a mis padres para decirles que había llegado sana y salva. De mi libreta de notas, en la que había escrito todos los pasos que tenía que ir dando en California, taché una línea más.

 

V

SEGUNDO OBJETIVO: CONSEGUIDO

TERCER OBJETIVO

Encontrar un alojamiento más o menos decente

Miré al cielo nada mas salir del hotel y poner los pies en la calle. Los nubarrones grises persistían sobre mi cabeza. Únicamente la agradable temperatura me hacía pensar que no me había equivocado de estación o de hemisferio y que estaba a punto de empezar el verano.

Había desayunado como si fuera la última vez: huevos revueltos, bacon, judías con tomate y tostadas con un poco de café aguado. Con fuerzas renovadas, me encaminé al metro con la guía en una mano y el plano de la ciudad en la otra.

El primero de los pisos se encontraba no demasiado lejos, en una zona denominada Koreatown. Ninguno de los propietarios me había querido decir el precio del alquiler, y eso daba que pensar.

Tenía que coger la línea morada hasta su última estación. El metro constaba de cinco líneas con nombres de colores y la morada era muy corta, porque planeaban que llegara hasta Santa Mónica pero se quedó a medio construir.

Me apeé en la estación Wilshire/Western y salí a la superficie. Caminé un rato hasta el 914 Sur de Wilton Place. El edificio era sencillo. Tenía la fachada pintada de verde y grandes ventanas. Parecía de construcción reciente.

Llamé al telefonillo. Segunda planta, puerta sexta. Me asaltó una duda mientras pulsaba el botón. Desde que supe que estaba aceptada en el máster había asistido a un curso de inglés técnico. Fueron seis meses que dediqué a mejorar mi nivel del idioma, hasta entonces bastante oxidado, pero, ¿sabría ahora mantener una conversación corriente? ¿Habrían servido de algo las extraescolares eternas de inglés a las que dediqué las tardes de mi infancia? ¿Lograría hacerme entender? La situación resultaba bastante crítica, me jugaba dormir tranquila durante muchos meses. Y con eso no se juega.

El portal y el ascensor estaban acabados en mármol. Su limpieza era absoluta. Subí hasta la segunda planta y busqué la puerta número seis, que se encontraba entreabierta. Asomé la cabeza.

—Buenos días —me tembló la voz.

—Hola, querida —una mujer de mediana edad me esperaba dentro. Me tendió una mano huesuda y fría. Cuando entré en el apartamento me miró de arriba abajo sin demasiados reparos—. Pensaba que eras arquitecto.

—Lo soy. Voy a hacer un máster en la Universidad —dije echando un vistazo a mi alrededor.

—Me había hecho otra idea de un arquitecto.

—Bueno, no solemos ir con un casco y unos planos al hombro todos los días —sonreí con inocencia—. ¿Me enseña el apartamento?

Ella pareció despertar y pasándose las manos por el pelo, recogido en un moño alto, me indicó que la siguiera. Me mostró dos habitaciones minúsculas —una la ocupaba una médico que se encontraba trabajando, según me dijo—, un baño y la cocina, que estaba integrada en un salón discreto, no apto para reuniones familiares navideñas como las mías.

—Tiene lavandería en el propio edificio, aire acondicionado, línea de Internet. Como ves, los suelos son de madera y la casa está prácticamente nueva.

Tenía razón, el apartamento era muy... cuco. Pero el espacio brillaba por su ausencia.

—Y, ¿cuánto es el alquiler? —para qué andarme con rodeos.

—Mil cuatrocientos dólares al mes.

Mi cara debió de ser un poema.

—Incluye el agua y la luz —dijo apresuradamente.

—Mil cuatrocientos las dos inquilinas, supongo.

Sonrió de medio lado como si hubiera hecho una broma.

—Estamos en Los Ángeles y el apartamento es precioso. No se encuentra nada por menos precio, te lo aseguro.

—Me lo pensaré —mentí—. Muchas gracias.

De nuevo me tendió la mano cadavérica y salí de la casa espantada. Mil cuatrocientos dólares eran muchos dólares para una actual desempleada y futura estudiante a tiempo completo. Me quedaban dos apartamentos por visitar, pero comencé a pensar que quizás tendría que prolongar mi estancia en el hotel. La tarea de encontrar alojamiento no parecía demasiado fácil por el momento.

Respirando hondo y alejando los pensamientos negativos de mi cabeza, me dirigí de nuevo al metro. Tenía que volver a tomar la línea morada, hacer transbordo en Wilshire/Vermont y cambiar a la roja hasta Vermont/Beverly. Me fijé en que la última parada de la línea era North Hollywood. En cuanto tuviera tiempo, tendría que hacer de turista y visitar Los Ángeles cámara en mano. Desde el metro caminé por Vermont Avenue. La zona me pareció un poco más dejada, con comercios de pocas plantas y escasas palmeras por metro cuadrado, algo insólito hasta el momento. Al coger la avenida de South Virgil, las tiendas dejaron paso a viviendas unifamiliares y edificios bajos de aspecto más agradable. Encontré el número 164 y llamé. Abrieron la entrada del portal sin preguntar.

El vestíbulo de acceso era más oscuro y no había ascensor. Subí tres plantas por una escalera estrecha iluminada únicamente por las luces verdes de emergencia. Como no encontré el timbre de la puerta D, golpeé con los nudillos.

Me abrió un hombre bajito de gran bigote que escondía sus ojos tras él.

—Vienes a ver el apartamento, ¿no? Sígueme —era un pasillo largo y algo tétrico, puertas cerradas aparecían a los lados—. Ahora mismo hay cuatro estudiantes viviendo aquí. Esta sería tu habitación.

Escudriñé dentro del dormitorio. Era aún más pequeño que el del anterior apartamento, si es que aquello era posible. La ventana daba a un patio y las paredes clamaban por una mano —o dos— de pintura. No había lugar para un escritorio, aunque fuera desmontable, y por armario, tan sólo encontré unas baldas sujetas a la pared.

Al salir, creí ver unos ojos brillantes mirándome desde la puerta de enfrente. ¡En aquella casa se daban dos de los supuestos peores casos que me había imaginado! Un antro oscuro de dos metros cuadrados (si llegaba) y un compañero psicópata.

—El alquiler son doscientos cincuenta dólares al mes —me dijo.

Lo único bueno que escuchaba.

—Vale, gracias. Lo pensaré —por decir algo.

Agradecí salir a la calle y notar la brisa en la cara. Doscientos cincuenta dólares, una mano de pintura y ojos endemoniados persiguiéndome por el apartamento. Podía ser factible.

Busqué la siguiente dirección. 692 Ocean Drive, Manhattan Beach. Sonaba igual de bien que de remoto. Se encontraba al otro lado de Los Ángeles, cerca del Aeropuerto y muy, muy lejos de la Universidad. Según el plano del metro, tenía que tomar la línea roja hasta 7th Street/Metro Center, hacer un primer transbordo a la azul y otro a la verde en Imperial/Wilmington hasta Redondo Beach pasando por la ciudad de El Segundo, una paradoja de nombre. Sabiendo que el trayecto iba a resultar eterno, compré un sandwich de atún y una coca-cola. Bien pertrechada, entré en la boca del metro preparada para tomarme con filosofía el infinito trayecto que me esperaba.

Cuando llegué a Redondo Beach, la idea de mudarme allí comenzó a parecerme descabellada, pero más aún lo fue cuando me di cuenta de lo que quedaba por andar. La humedad en el ambiente resultaba más patente ahora: la blusa de manga corta se me pegaba al cuerpo, al igual que los vaqueros. Distinguí el autobús 109 que recorría las playas y me lancé al abordaje.

Sentada en él, vi pasar el Bulevar de Manhattan Beach, una sucesión de casas bajas con pequeños jardines arbolados. El tráfico escaseaba y el autobús avanzaba deprisa. Como la calle tenía una suave pendiente, al final de la misma se veía el mar. Me apeé cuando parecía que el trayecto estaba a punto de acabar en la playa y me quedé observando los restaurantes, tiendas de muebles y antigüedades que me rodeaban, con sus toldos coloridos.

Tomé Ocean Drive, que avanzaba paralela a la playa, hacia el sur. A ambos lados de la calle abundaban las casas blancas, que le conferían cierto aire mediterráneo. Me topé con el número 692 a mi derecha. No era una de las casas más bonitas de la zona, sobre todo comparada con su vecina, una obra arquitectónica impresionante, pero a mí me pareció espectacular. Tenía dos alturas con amplios ventanales protegidos por contraventanas pintadas en azul celeste. La fachada era blanca pero necesitaba un repaso. Uno de los laterales había sido invadido por enredaderas y en el tejado cerámico inclinado sobresalía una chimenea.

Como no hallé ningún timbre, franqueé la verja de acceso a la parcela. Subí un par de escalones hasta la entrada de la casa y golpeé con los nudillos suavemente pero no hubo respuesta. Volví a llamar con más fuerza y entonces oí unos pasos apresurados que se acercaban.

La puerta se abrió y me encontré de frente con una chica que me sonrió nada más verme.

—Pasa Miriam, hace mucho calor. Soy Sandra. Pensé que llegarías más tarde, ¿quieres algo de beber? —hablaba aceleradamente mientras se recogía el pelo rubio en una coleta alta.

—Agua, por favor.

—Estupendo, sales barata —fue a la nevera y sacó dos botellas pequeñas. Me lanzó una y, aunque generalmente soy bastante patosa y falta de reflejos, la cacé al vuelo de milagro.

—Gracias.

El salón era muy amplio. Un par de sofás rodeaban una mesa de hierro decorada con alguna vela y cestos con conchas de mar. A mi izquierda se encontraba otra mesa más grande, de comedor, hecha con el mismo material, con seis sillas, una chaise longue delante de un mirador al fondo y la cocina a mi derecha, separada del salón por una barra de bar.

—Siéntate —me dijo señalando uno de los sofás. Ella se hundió en el otro y me contempló mientras le daba pequeños sorbos a su botella de agua—. Para no andarme con rodeos te seré sincera: busco una persona que sea afín a mí. Te haré una serie de preguntas y me tienes que contestar honradamente.

La verdad es que aquella situación no me la esperaba. Mi idea era escoger alojamiento, no que el alojamiento me escogiera a mí pero, bueno, tenía sentido. Quizás era la única cosa con sentido que me estaba pasando.

Asentí con la cabeza mientras rezaba para que las preguntas no exigieran más de un nivel B1 de inglés.

—¿De dónde eres? ¿Mexicana?

—No, soy española —me miraba como si no me entendiera—, de España, de Europa... debajo de Francia.

—¡Ah, París! Siempre he deseado ir a París. O sea, que vives cerca.

—Podría decirse así, la verdad —el interrogatorio iba bien.

—Me comentaste que vas a la Universidad a hacer un curso, ¿no? —asentí—. Vale, pero ¿podrás pagar el alquiler?

Depende de cuánto sea —pensé, pero viendo la casa, sabía que se escaparía de mis posibilidades—.

—He estado trabajando durante dos años y tengo mis ahorros. Habrá que tirar de ellos —contesté pateando el diccionario varias veces—. Después del máster volveré a trabajar.

—¿Sólo dos años? Yo llevo trabajando desde los dieciséis, nueve largos años, y no he ahorrado ni un simple dólar, por eso necesito compartir los gastos de la casa con alguien. Sigamos, ¿tienes novio?

La pregunta me pilló desprevenida.

—Pues no.

—¿Y piensas cazarlo aquí?

—No está entre mis objetivos en Los Ángeles. He venido a estudiar, a trabajar y a ganar muchísimo dinero.

Dudó.

—Parece que nos vamos entendiendo —sonrió al fin—. No quiero que duerman aquí tus ligues, no quiero ver hombres en calzoncillos tomando cosas de mi nevera. Eso tenlo bien claro. Aquí los únicos hombres que entran son los míos, que para algo es mi casa —apoyó la botella encima del cristal de la mesa—. ¿Tienes algún hobby? ¿Qué te gusta hacer?

—Me encanta leer, nadar, pasear.

Se rió.

—Suena bien. Te estás vendiendo a la perfección.

—Pues no trataba de hacerlo. Entiendo que quieras saber con quién vas a vivir pero a mí me gustaría ver mi posible habitación, conocer el precio del alquiler...

—Está bien, me doy momentáneamente por satisfecha. Sígueme —se levantó indicándome la escalera que se encontraba a continuación de la cocina—. Tu dormitorio está arriba, el mío justo debajo. Entiende lo de los hombres —me guiñó un ojo empezando a subir los escalones. Abrió la puerta en la que acababa la escalera—. Voilà, como dirían en París.

Pasé a su lado para entrar en la habitación. Las contraventanas estaban echadas y la estancia sumida en la oscuridad. Le di al interruptor de la luz pero nada sucedió.

—Vas a necesitar una bombilla. La antigua inquilina se llevó hasta los clavos de los cuadros —dijo Sandra.

Caminé a tientas por el dormitorio hacia las pocas rendijas de luz que se colaban por la ventana y abrí las pesadas contraventanas que, todo sea dicho, necesitaban un buen engrase. Lo que vi me gustó. La habitación era extremadamente grande. En el centro había una cama tamaño king size, de esas en las que te pierdes dentro de las sábanas y luego cuesta encontrar por dónde salir. A la derecha, un escritorio con un ordenador poco evolucionado y un sofá de dos plazas. Enfrente, una puerta que daba al baño, de azulejos antiguos pero en buen estado. La sorpresa fue al volverme de nuevo hacia la ventana, ya que era tal mi nerviosismo por examinar la habitación que no me había dado cuenta de las vistas que me esperaban. Allí, delante de mis narices, tenía el océano Pacífico, las olas, la arena de la playa.

—Aunque la casa tiene entrada por Ocean Drive, también dispone de salida directa a la playa por el jardín trasero. Te lo enseñaré.

Era demasiado bonito para ser real.

—Espera, Sandra. Antes de que termines de ponerme los dientes aun más largos, dime cuánto pides por el alquiler —supliqué, traduciendo literalmente la expresión y preguntándome si la entendería.

—¡Qué ganas de hablar de dinero! Vamos al jardín, te va a gustar.

—Si no lo dudo, pero prefiero que me lo digas ya.

Deslizó la mirada por el suelo de barro cocido.

—No te lo puedo decir porque aún no lo he pensado. Mi antigua inquilina me pagaba mil doscientos dólares al mes.

Mi gozo en un pozo.

—Sandra —dije mientras bajábamos las escaleras—, me vendría muy mal mudarme aquí. La Universidad me queda en la otra punta, no puedo ir en transporte público porque llegaría allí de noche, así que tendría que sumar el gasto del alquiler de un coche. En resumidas cuentas, no puedo vivir en esta casa.

Resoplé agotada por tantas palabras en diferentes tiempos verbales y de colocación indebida. Si Sandra había captado el mensaje, me daría por satisfecha.

—Entiendo —me acompañó a la entrada—. Es una pena, creo que podríamos haber congeniado —me dio la mano y dedicándome una sonrisa, cerró la puerta—.

Volví andando a la estación del metro por el Bulevar de Manhattan Beach. No quise ni echar una última ojeada al Pacífico porque para lo poco que lo iba a ver en esos meses, era mejor que siguiera siendo un desconocido. Cuando me senté en el vagón me noté triste, principalmente porque me había hecho esperanzas en vano y ahora tendría que volver a llamar a más posibles candidatos, sin que mi mente se pudiera apartar del 692 de Ocean Drive. Y ninguno lo superaría.

De vuelta al hotel pregunté por algún sitio para cenar y me encaminé hacia él. No había demasiados clientes aquel sábado por la tarde y una camarera poco sonriente me atendió deprisa. Para mezclarme con el ambiente pedí una hamburguesa doble con queso y una limonada. Me trajo unos aros de cebolla para picar que chorreaban aceite desde la cesta en la que venían apiñados hasta mi boca, así que los abandoné al segundo intento. No era una buena idea suicidarse tan pronto. El suelo de baldosas a cuadros no estaba demasiado limpio y dejé de mirar a mi alrededor por si veía más cosas desagradables. Pero llegó la hamburguesa.

El móvil sonó en ese mismo instante y pensé que mis padres no habían aguantado las ganas de llamarme. Pero no eran ellos y me llevé una pequeña desilusión. Ni una pizca de preocupación por su hija, ¡vaya padres!

La voz al otro lado de la línea me resultó familiar.

—Miriam —dijo Sandra—, ¿te gusta la casa?

—¡Cómo no me va gustar! ¡Es perfecta! —exclamé—. ¿Llamas para recordármelo de nuevo?

—Nooo, lo he estado pensando y te puedo dejar mi coche. Siempre me llevan al trabajo.

—Te lo agradezco pero mirado fríamente y con una hamburguesa delante que prefiere comerme a mí antes que yo a ella, no me conviene irme tan lejos.

Silencio momentáneo que ella rompió.

—Supuse que dirías eso. Mira, mi casa tiene unos gastos como son la luz, el agua, la televisión por cable... ¿los repartimos?

—¿Y de alquiler? —pregunté apartando la hamburguesa de una vez.

—Sólo los gastos.

No creí entender bien.

—¿Me estás diciendo que no tengo que pagar nada más que la luz, el agua y demás?

—Sí, pero ahora me pensaré lo del coche —se rió.

Aquella chica estaba loca.

—Mañana arrastra tu cuerpo para acá y ordena tu cuarto, que está fatal. Te tengo que colgar.

—Espera Sandra, dime dónde está el gato encerrado.

—Hay un fantasma. Hasta mañana entonces—dijo. Y colgó.

Lo último era una broma con total seguridad. En todo caso, un fantasma, por más horripilante que fuera, no me haría perder la posibilidad de lograr una casa sin alquiler.

 

V

TERCER OBJETIVO: CONSEGUIDO