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Índice

 

 

 

 

Portada

Prólogo de Xavier Trias, alcalde de Barcelona

Nota a esta edición

 

Estampas y crónicas (1919-1933): La Barcelona de ayer

La vitalidad de Barcelona

La incómoda comodidad

Una sombra, unos árboles

Cancionero barcelonés

Hongos y abejas

Un voto por la barbarie

Un municipio que muere

Grandeza y servidumbre de Barcelona. Croquis primero

Croquis segundo

El jardín del 'senyor Esteve'

Croquis tercero

Una franja de mar

Las compensaciones

El paseo dominical

La plaza de Cataluña

'La Vanguardia'. 1881-1926

Un paseo que nace

La ciudad de Mercurio

La prensa en catalán

Un trozo de muralla

Los desvíos de Barcelona

Pequeña elegía urbana

Al obrero desconocido

Carta abierta a D. Miguel Primo de Rivera, colaborador de 'La Vanguardia'

¡Adiós, Exposición!

Hemos perdido una guerra

El pueblo y el César

La ciudad y la niebla

La inacabada

La casa de las chinches

Un tranvía patriarcal

 

Epílogo: Un pintor de la vida moderna

Nota bibliográfica

 

Notas

Sobre el libro

Sobre el autor

Créditos

Prólogo

 

 

 

 

 

Periodista renovador y comprometido, Gaziel contribuyó a la construcción de la prensa contemporánea y a dar valor y prestigio a la profesión mediante el rigor, la ética y la calidad. Director de La Vanguardia desde 1920 hasta 1936, es considerado el periodista más importante de su generación.

 

Mientras releemos a Gaziel, y desde la distancia que el paso de los años impone, su prosa sigue sonando como la voz de alguien que nos habla de tú a tú, como el discurso de un amigo allegado, con una musicalidad que nos hace olvidar incluso que estamos leyendo.

 

La proximidad de sus palabras y la actualidad de estos artículos no provienen únicamente de la capacidad de análisis que, como periodista, distingue a Gaziel de forma indiscutible, ni de su preparación intelectual privilegiada, que le permite expresar sus puntos de vista con admirable claridad. Cuando lo leemos, cuando lo escuchamos, nos damos cuenta de que esta percepción proviene de su personalidad y de la sinceridad que rezuma cada frase.

 

El tono crítico de sus artículos, que no es nunca derrotista ni autodestructivo, solo puede provenir de alguien que ama profundamente Barcelona como eje vertebrador de Catalunya, de la que puede comentar cualquier aspecto con severidad, sin que ello nos haga sentir defraudados o desorientados. Firme defensor de la cultura, el progreso y la libertad, Gaziel supo transmitir siempre un pensamiento de esperanza hacia el futuro.

 

Xavier Trias

Alcalde de Barcelona

Nota a esta edición

 

 

 

 

 

Hurgando en el Fons Gaziel de la Biblioteca de Catalunya, cuando preparaba una nueva edición del clásico Meditacions en el desert, descubrí sin esperarlo que durante la posguerra en Madrid Gaziel había dejado preparadas, como mínimo, un par de recopilaciones de su obra periodística. Al releer su articulismo de preguerra, del que a principios de la década de los cincuenta obtuvo copia microfilmada realizada en el Arxiu Històric Municipal, Gaziel montó dos libros siguiendo un criterio temático: uno sobre política catalana, antologando y puliendo artículos publicados entre los años 1922 y 1934, y otro sobre la ciudad de Barcelona, con textos publicados exclusivamente en el diario La Vanguardia entre 1919 y 1933. El primero de estos dos volúmenes se publicó por vez primera en 2013 con el título Tot s’ha perdut. Crònica del catalanisme polític y lo prologó Enric Juliana. Damos a conocer ahora el segundo de estos manuscritos inéditos, que, atendiendo a su contenido, he optado por titular La Barcelona de ayer. Estampas y crónicas. Mi sencilla labor como editor ha consistido en transcribir los artículos publicados en su día –tarea en la que he contado con la colaboración de la filóloga Anna Gorina–, introducir las múltiples correcciones manuscritas que Gaziel hizo sobre la copia mecanográfica que había encargado a una secretaria (correcciones, básicamente, de estilo), revisar la puntuación y resolver las pocas dudas que su autor anotó en la parte superior o en los márgenes del original. Al final de cada uno de los artículos he mantenido la fecha en la que fueron publicados en su día. No quiero dejar de agradecer aquí la atenta predisposición que Ana Godó y Sergio Vila-Sanjuán han demostrado desde el primer momento para que esta elegía barcelonesa pudiese llegar a las manos de los lectores de hoy. Tampoco quiero olvidar el interés que por esta antología manifestó Bernat Puigtobella desde que supo de su existencia y me alegra recordar la buena lectura que del manuscrito hizo Antoni Vives, desde Farringdon Road, como puso de manifiesto un artículo casi programático publicado en el suplemento Cultura/s. Y es de justicia hacer constar también que este libro no existiría si el Ayuntamiento de Barcelona no hubiese dado su confiado apoyo al proyecto.

 

Jordi Amat

Estampas y crónicas (1919-1933)

La Barcelona de ayer

La vitalidad de Barcelona

 

 

 

 

Hace algunas noches, a altas horas, hojeando en la paz de mi casa un libro viejo, no vuelto a abrir en muchos años, di al azar con las siguientes líneas: “...los vagos ruidos que turban débilmente el encapotado silencio de las noches venecianas, en nada se parecen al monótono rumor del mar, el quién vive de los centinelas y el canto melancólico de los serenos en Barcelona”.

Me sentí instantáneamente sugestionado por las palabras. Recordé estampas antiguas, cosas que oí referir durante mi niñez a los ancianos domésticos y los libros escondidos en el más polvoriento rincón de la biblioteca paterna, cuyos grabados, cubiertos de manchas amarillas, servían para entretener el hastío, una tarde de lluvia o de convalecencia. ¡Cuán lejana nos parece ya esa Barcelona evocada tan intensamente por las breves líneas de mi viejo libro! Diríase que está dos o tres siglos distante de nosotros, sumida en un pasado remoto. Pero esa era, no obstante, la Barcelona de ayer, de hace tan sólo ochenta años. El libro evocador es Un hiver à Majorque, de Jorge Sand. La escritora pasó por Barcelona durante el otoño de 1838. Y lo que ella vio es lo mismo que pudieron ver algunos de nuestros padres, en sus años de infancia, y lo que vieron nuestros abuelos en su mocedad.

¿Es posible que Barcelona haya, en tan poco tiempo, cambiado tanto? He aquí cómo la halló Jorge Sand, al dirigirse a Mallorca, cuando iba a pasar en Valldemosa aquel célebre invierno de su vida. Era en tiempos de guerra civil. “Los facciosos –dice Jorge Sand– recorrían toda la comarca, formando bandas errantes, entorpeciendo los caminos, apoderándose de villas y aldeas, imponiendo tributos, estableciéndose en los caseríos apenas distantes media legua de la ciudad, y apareciendo de improviso en campo abierto para exigir del viajero la bolsa o la vida”. Una excursión a Pedralbes o a Horta, era entonces una empresa difícil y arriesgada. Llegar hasta Sant Cugat del Vallés resultaba punto menos que imposible. El Tibidabo era tan infranqueable como una cordillera balcánica.

“No obstante –añade Jorge Sand– nos atrevimos a salir de Barcelona para avanzar varias leguas a orillas del mar. Durante el camino no encontramos más que algunos destacamentos de cristinos, que se dirigían a la ciudad. Nos indicaron que aquellas tropas eran de las mejores que había en España. Como tipos sus hombres no parecían mal, y hasta su aspecto era mejor del que habría podido sospecharse en quienes regresaban de una dura campaña. Pero andaban todos tan flacos, hombres y caballerías; tenían los unos tan amarillenta y demacrada la faz, y los otros tan agachadas las cabezas y las costillas tan huecas, que sólo con verles se le comunicaba a uno el hambre que les consumía”. Entre Barcelona y Montgat no había más que el arenal desierto de la playa. Ni un solo huerto cultivado, ni una casa habitada, ni una hospedería, ni un árbol con frutos, ni una brizna de paja.

“Un espectáculo todavía más triste –prosigue la escritora– era el de las fortificaciones levantadas en torno a villorrios y chozas, por insignificantes que fuesen. Tapias de piedras, sin argamasa; torrecillas almenadas, protegiendo las puertas; o murallas con aspilleras, rodeando el cortijo, atestiguaban por todas partes que ningún habitante de estas fértiles tierras se consideraba seguro en su casa. En muchos sitios los trabajos de fortificación conservaban huellas de combates recientes”. Las cosechas y las supuestas riquezas escondidas de los campesinos atraían a los merodeadores. Era inútil esperar protección alguna; cada cual debía defenderse por su propia cuenta. Durante las noches, los mastines andaban sueltos por el campo, rastreando el peligro en la sombra. Atrancadas las puertas, corrido el cerrojo, el dueño de la casa seguía el rosario que las mujeres murmuraban junto al hogar, con una escopeta cargada al alcance de la mano y el oído atento a los vagos rumores nocturnos del campo.

“Después de atravesar las formidables e inmensas fortificaciones de Barcelona –añade la viajera de 1838–; después de innumerables portalones, puentes levadizos, fosos y murallas, al penetrar en la ciudad desaparecía por completo la sensación de hallarse en tiempo de guerra. Parapetada detrás de una triple cintura de cañones, y aislada del resto de España por las cuadrillas de bandoleros y la guerra civil, la juventud brillante de Barcelona paseaba bajo el sol de la Rambla, larga avenida ceñida de árboles y edificios, como nuestros bulevares”. No es, pues, costumbre moderna en Barcelona la de pasear al sol, ni tampoco pretensión exclusiva de hoy la de comparar la Rambla con los bulevares parisinos. En 1838 se hacía ya otro tanto. Y es la misma Jorge Sand, no sospechosa de partidismo, quien establece la comparación. Desde Cervantes hasta Mme. de Nohant, pasando por Edmundo de Amicis y descontando (a causa de su mal humor incurable) a Clemenceau, Barcelona ha tenido siempre buena suerte con sus forasteros ilustres.

“Las mujeres, bellas, graciosas y coquetas –prosigue Jorge Sand, describiendo la Rambla de 1838– no parecen ocuparse de otra cosa que de los pliegues de su mantilla y el aleteo de sus abanicos; los hombres, en cambio, se ocupan de sus cigarros –(el sempiterno cigarro español)–, ríen, charlan, miran a las mujeres –(con ese mirar especial, que tampoco ha cambiado)–, comentan la ópera italiana –(que todavía no ha sido traducida) y ni siquiera parecen darse cuenta de lo que ocurre más allá de las murallas –(cosa también frecuente en nuestros propios días)–”.

“Sin embargo –concluye Jorge Sand–, al llegar la noche, una vez terminada la ópera y los pasacalles con guitarras disueltos, al quedar la ciudad entregada a las rondas nocturnas de los serenos, entre el constante monótono rumor del mar[1] no se oían más que los gritos siniestros de los centinelas y algunos escopetazos más siniestros todavía, que resonaban a intervalos desiguales, uno a uno o de descargas cerradas, lejos o cerca, prolongándose siempre hasta rayar el alba. Entonces todo quedaba en silencio durante una o dos horas, y los burgueses parecían dormir profundamente, mientras amanecía en el puerto y los marineros comenzaban a desperezarse y partir”.

Si dejamos a un lado las singularidades humanas que persisten, y todavía persistirán indefinidamente, ¡qué enorme distancia encontraremos entre la Barcelona de 1838 y la de 1919! La ciudad ha experimentado en esos ochenta años un crecimiento material y un desarrollo moral fabulosos. Ya no queda ni rastro de las murallas, los puentes levadizos, los fosos y almenas, los centinelas, los pavorosos escopetazos nocturnos, las fortificaciones rurales, las cuadrillas de bandoleros y las patrullas de cristinos. En la quietud de la noche, muy relativa en estos tiempos, ya no se percibe el rumor fatigado del mar. Y hasta los serenos han enmudecido.

Hoy conservamos algunos resabios de aquellos días remotos, y aparte de ellos tenemos muchos males y pejigueras; pero al menos podemos consolarnos pensando que en su mayor parte son pejigueras y males modernos. Y si, a pesar de todas las contrariedades, Barcelona ha realizado tan grandes progresos en tan corto tiempo, ¿qué será dentro de otros ochenta años?

Hace unos días, el ministro de la Aviación francesa declaró que se está activando el establecimiento de extensas líneas regulares aéreas. Una de las primeras y más importantes, que enlazará Bruselas con Orán, deberá pasar por Barcelona. La aviación civil va a ser un transformador radical del mundo. Dentro de poco tiempo el cielo estará cuajado de naves y el aire olerá a gasolina. La vida tomará proporciones que ahora parecen fantásticas, y su ritmo vertiginosas velocidades. Se almorzará en Constantinopla, se comerá en Barcelona, se merendará en Londres, y se cenará a las diez de la noche en Nueva York: todo en menos de veinticuatro horas.

Entonces –que será muy pronto–, si algún lector ojea en su despacho, a altas horas, una colección polvorienta de periódicos de hoy que le ofrezca las imágenes de nuestro tiempo, le parecerán tan anticuadas y lejanas como las reminiscencias que el libro de Jorge Sand ha despertado en mi espíritu. Y la Barcelona de nuestros días le resultará tan inactual como a mí me lo ha parecido la de hace ochenta años, cuando entre el monótono ruido del mar sólo destacaban, en la paz de la noche, el siniestro estampido de escopetazos dispersos y el canto melancólico de los serenos.

 

28 de enero de 1919

La incómoda comodidad

 

 

 

 

Algunas veces, muy pocas, nuestra prolongada abstinencia de espectáculos públicos llega a pesarnos. Nos decidimos entonces a realizar una nueva tentativa para divertirnos. Queremos ir al teatro, cueste lo que cueste. Consultamos los carteles, escogemos. Se anuncia la inauguración de una temporada. El coliseo es de los menos destartalados, fríos y sórdidos con que cuenta la ciudad. Va a presentarse en él una de las primeras compañías dramáticas de España, y se pondrá en escena la obra famosa de uno de los mejores ingenios nacionales. ¡Vamos allá! Un momento, reverdecen nuestras ilusiones marchitas; nos regocijamos de antemano, nos prometemos una velada deliciosa.

Habrá que vestirse, ¿verdad? Será necesario prepararse, componerse... ¡Quiá! ¡Qué tontería! Nos dicen que vayamos al teatro sin miramiento alguno. Todo el mundo va así, con el mismo traje de diario, sin quitarse el polvo de los zapatos, muchos hombres sin rasurarse. En Barcelona no se hace caso de esas triquiñuelas: se pasa bonitamente del almacén a la platea, sin lavarse las manos. ¿Quiere usted comodidad mayor?...

El espectáculo está anunciado para las diez. Nos parece excesivamente tarde para dar comienzo a cuatro largos actos. ¿A qué hora terminará la representación? No importa: estamos dispuestos a divertirnos, sea como sea. Cuando llegamos al teatro, con puntualidad, nos encontramos con que en la platea iluminada todavía no hay nadie. Solamente arriba, tocando al techo, la muchedumbre que llena la entrada general de rumores y se estruja. Nos sentamos. Hace frío, un frío horrible, inverosímil. El violín del sexteto, guarecido junto al piano decrépito y arrebujado en una bufanda verdosa, va templando despacio las cuerdas gastadas de su instrumento. De cuando en cuando lanza una ojeada indiferente al paraíso, de donde brotan silbidos, palmadas nerviosas y una sorda trepidación de impaciencia. Pasan los minutos. No llega nadie. Podemos esperar tranquilamente, sin molestia alguna. ¿Puede soñarse una comodidad más amplia?...

Van saliendo los cinco músicos que faltaban, uno tras otro, muy de tarde en tarde, como si vinieran de las cinco partes del mundo. El público se enfurece. Tocan un vals para calmarle. La platea y los palcos continúan desiertos. Terminado el vals, los músicos vuelven a sumirse en las profundidades del foso escénico. Los gritos y silbidos arrecian. Suenan timbres. Se esparce en lo alto un inmenso suspiro de satisfacción. Se apagan las luces de la sala, se encienden las baterías. A las diez y veinte se levanta el telón. Entonces, precipitada y escandalosamente, los espectadores de preferencia comienzan a invadir palcos y butacas. A esto llamamos en Barcelona arribar i moldre. ¿Puede darse mayor comodidad para los moledores del prójimo?...

Vienen sofocados, como si les hubiese faltado tiempo para acudir al teatro. Los hombres entran con la colilla todavía encendida, un palillo entre dientes. Las mujeres hablan en alta voz, ríen, se apresuran, se quejan de haber llegado tarde. Hay un revuelo enorme. No se oye nada de lo que se dice en el escenario. Es imposible estar atento. A cada instante los rezagados irrumpen las filas de butacas, y están tan apretadas que lo mejor es levantarse para abrir el paso. Casi nadie se ha tomado la molestia de dejar las prendas de abrigo en guardarropía. Los espectadores se presentan equipados como para un largo y peligroso viaje, con abrigos, bufandas, pieles, sacos, bastones, gemelos y sombreros. Estos objetos, sin perdonar uno, os los van restregando por las narices, entre pisotones, apreturas y magullamientos. Luego viene el despojarse de tantos estorbos y la ardua tarea de embutirlos en la estrechez del sillón. Hay quien permanece largo rato de pie, con el sombrero puesto, obstinándose en arrollar el abrigo en el brazo de la butaca o tenderlo entre el respaldo y las rodillas del que está detrás. Suenan voces airadas: “¡Sentarse! ¡Sentarse!”. No importa. Lo esencial es evitar gastos superfluos. Es el colmo práctico de la comodidad.

Llega, a la mitad del primer acto, una familia entera, con toda su impedimenta. Son padre, madre, dos muchachos y una niña de seis años. Toman asiento delante de nosotros. Apenas instalados, y la instalación es laboriosa y difícil, el padre comienza a removerse, mirando hacia atrás, hacia el fondo del patio. “El acomodador –dice–, ¿dónde está el acomodador?”. El acomodador no aparece. Pasa un minuto. La niña se queja en alta voz: pide algo, le falta algo. El padre le manda callar, pero él vuelve a removerse y a inquirir con enfado: “¡Este acomodador! ¡Diablo con el hombre! ¿Dónde se habrá metido?”. Los que estamos detrás de la familia no tenemos más remedio que intervenir en el misterioso conflicto, ver si entre todos logramos solucionarlo. “A ver –decimos–, el acomodador; que venga el acomodador!”. Finalmente, el acomodador se presenta. “Un taburete”, pide el padre. “¡Un taburete! Traiga usted un taburete, ¡por Dios!”, solicitamos todos. Y al llegar el taburete anhelado, vemos con estupefacción que no es, como podía suponerse, para la dama, sino para la chiquilla. En vez de colocarlo en el suelo lo ponen sobre una butaca, la que está precisamente delante de nosotros. La niña se encarama y se sienta, elevándose dos palmos por encima del nivel común. Y he aquí que, al resolverse el problema, nos quedamos, definitivamente, eliminados del espectáculo: en lugar de la escena no vemos más que las movedizas espaldas de la muñeca, tambaleándose de continuo sobre su pedestal. El padre no ha sospechado ni por asomo que su querida hija nos está fastidiando. ¿Os parece poca esta comodidad?...

Hasta aquí sólo pudimos percibir vagamente, en lontananza, que se representaba algo en escena; pero no sabemos de qué se trata. Cae, de pronto, el telón. Entreacto. Se ilumina la sala. Vemos que la platea, los pisos, el teatro entero han ido llenándose hasta rebosar. Hay lo que se llama un entradón. Pero el aspecto del público es deplorable. Si no supiéramos que estamos en Barcelona creeríamos hallarnos en una población de último orden, provinciana y además plebeya, sin pizca de sensibilidad social. Es evidente que nadie se ha preocupado en el vestir, y están peor aún los que dan señales de que se preocuparon de eso a su manera. Hay corbatas deslumbradoras, sombreros polvorientos, rostros con barba de tres días, mucha quincallería barata y un desaliño casero inconcebible. Los espectadores se muestran por completo indiferentes, unos con respecto a otros. No se conocen entre sí, pero además es evidente que no tienen la menor gana de conocerse. Cuando ven en la sala alguna persona amiga, tuercen el rostro con disimulo, para no tener que saludarla. ¡Es tan incómodo eso de los cumplidos!

En la platea y los palcos se habla a gritos, se gesticula, se dan carcajadas estrepitosas. La gente entra, sale, se levanta, se sienta, sin preocuparse en lo más mínimo del vecino y sin parar en molestias. Se ve a las claras que vinieron a divertirse cada cual por su cuenta, y lo consiguen aunque a costa de los demás. El que tiene ganas de escupir, escupe; este da unos formidables bostezos; ese se suena a cabezadas; el de más allá se rasca el cogote o se aliña el pabellón de la oreja. Uno que está nervioso hace retemblar, con la vibración de su pierna apoyada en el travesaño delantero, toda una fila de butacas. A poco que se les incitara, serían muchos los capaces de ponerse en mangas de camisa, ingenuamente, sin mala intención ni remordimiento alguno, ¡sólo para mayor comodidad!

El aire hierve. Apenas cayó el telón salieron a docenas las petacas y las cajetillas. En la sala hay dos o trescientos cigarrillos ardiendo. Todo humea, todo se empaña, todo desaparece paulatinamente tras una atmósfera irrespirable, mientras las enervantes y lánguidas armonías del sexteto se disuelven entre el griterío. En la bruma resuenan voces monótonas de vendedores: “¡Pastillas de café con leche! ¡Caramelos de goma y menta!”. A un lado de la platea hay una dependencia especial, con un rótulo sobre la puerta, que dice: Salón de fumar. La estancia está profusamente iluminada, pero por completo desierta. De las columnas y los plafones más visibles cuelgan grandes letreros advirtiendo que, por orden gubernativa, el fumar en la sala está terminantemente prohibido. Las mujeres, sofocadas, se abanican; las mejillas arden; los ojos se cierran de escozor. ¡No hay comodidad comparable a la de poder fumar siempre que a uno le da la real gana!

Al empezar el segundo acto nos estamos ahogando. Al frío inicial ha sucedido un calor bochornoso. Suenan toses irreprimibles, y carraspeos asmáticos. Y al poco rato la tos se propaga, se extiende, se hace general, y ya no cesa en toda la noche. A cada momento se producen alborotos, porque los accesos ininterrumpidos de tos levantan airadas protestas: “¡Que se vaya! ¡Fuera! ¡Para ladrar, a la calle! ¡Silencio!”. Los rorros –que por lo visto también los había en el teatro– despiertan sobresaltados y chillan. Es una escandalera y un siseo continuo. Los atacados de tos no tienen más remedio que llevarse el pañuelo a la boca, procurando sofocar su angustia, congestionados, sudando, mientras el vecino prosigue intoxicándoles y envolviéndoles con sus humaredas.

Entre tanto, la representación prosigue, y muy de tarde en tarde logramos oír alguna frase suelta, un eco incoherente de la escena. Pero, a lo mejor, en pleno acto, se presenta un advenedizo, un rezagado inverosímil, solicitando a deshora ocupar su butaca que está precisamente en mitad de la fila. Nos cargamos de paciencia, nos encogemos. A medida que el importuno se acerca a nosotros, notamos que su angosto paso por la fila produce un sobresalto tremendo. En efecto: el intruso acaba de comprar la única butaca libre que quedaba en taquilla y se ha metido en el teatro únicamente para guarecerse de la lluvia torrencial que está cayendo en la calle. Y el buen señor, sin prisa alguna, puesto que la función no le importa, y sonriente, por sentirse ya en salvo, va deslizándose a lo largo de toda la fila con el paraguas tras de sí, distribuyendo con toda equidad un hilo de agua sobre nuestras rodillas. ¿Habrase visto nunca una comodidad mayor para enterarse, de manera gratuita e inefable, de que está lloviendo?...

Siguen otros dos actos y otros tantos entreactos. A las dos de la madrugada comienza la agonía, quiero decir la escena culminante de la obra. Y entonces, cuando la niña que teníamos delante ha desaparecido ya por completo, derribada de su pedestal por el aburrimiento y el sueño; cuando empezamos a poder vislumbrar el escenario y oír lo que en él se dice, para enterarnos siquiera del desenlace de la obra ya que no pudimos enterarnos de su comienzo y su desarrollo, se presenta una retahíla de acomodadores, que comienzan a repartir las prendas dejadas en guardarropía, las cuales, aun siendo pocas, bastan y sobran para dar definitivamente al traste con nuestra atención. Es inútil ya luchar más. Entre nosotros y lo que pasa en la escena, hasta que cae el telón, se interpone una danza fantástica de sombreros, paraguas, abrigos, con un rumor interminable de pagos y cobros, un coro de protestas vehementes y un bosque de brazos alzados para lanzar y coger al aire, sobre nuestras cabezas, las prendas volantes. ¿A qué protestar? ¡Es tan cómodo no tener que ir a recoger lo dejado en guardarropía! ¡Es tan práctico que os lo traigan a la misma butaca!... De pronto, suena por fin una salva de aplausos. Ya podemos marcharnos: ha terminado la función. Son las tres de la madrugada.

Y lo peor parece ser que todo lo dicho y sufrido nos ocurrió únicamente a nosotros. Los demás no vieron ni sintieron nada anormal, antes por el contrario se divirtieron mucho.

Descontando ciertas noches del Liceo, no todas, y algunas temporadas, cortísimas, de conciertos y tournées de compañías escogidas, en Barcelona no hay manera de divertirse cultamente como es posible hacerlo en innumerables capitales del extranjero mucho más pequeñas.

Mister Asquith, el ex primer ministro inglés, hace poco estuvo viajando por España. Si por casualidad se le hubiese ocurrido venir a Barcelona, y a nosotros nos hubieran encargado de procurarle una noche, algunas horas de esparcimiento, ¿adónde habríamos podido llevarle? Es lamentable, pero lo más discreto habría sido decirle: “Quédese usted en el hotel, Mr. Asquith. En Barcelona no podemos ofrecerla una sola diversión digna de usted”.

Y, comodidades aparte, ¿os parecería decoroso para Barcelona?...

 

16 de abril de 1919