M.B. Brozon

 

Gran Angular

Uno

 

Principios de agosto, 2006

 

YA han pasado más de ocho años de eso, pero me acuerdo muy bien. Sé que empezó en la escuela, en la clase de Español, un día que a la maestra le dio por hablar sobre las prioridades. No fue allí donde Regina y yo discutimos más largo y tendido sobre el tema, sino después, cuando llegamos a su casa. Me invitaba muy seguido a comer, casi siempre cuando sus papás comían fuera. Si a las dos nos daban permiso me quedaba a dormir, y a veces, en las vacaciones, hubo semanas enteras en las que me la pasé ahí, cuando sus papás salían de viaje y nos dejaban con su abuelita o con la muchacha. Aunque Regina es hija única, sus papás le compraron una recámara doble, y muchas, muchísimas noches, yo la compartí con ella. Ahora no tanto, por tres razones: la primera, que ya no hay sobrepoblación en mi casa y desde hace casi un año mi cuarto ahora sí es mío: dos camas para mí sola. No es que mi hermana y yo fuéramos precisamente sobrepoblación, pero en una recámara de seis por cuatro y con unos gustos tan distintos, la convivencia podía llegar a ser muy desgastante. La segunda, porque, al revés que yo, ahora Regina no tiene la misma recámara. Hace seis meses decidió cambiar sus camas gemelas por una matrimonial, que es menos cómoda para dormir con huésped. Y la tercera, porque a partir de que entramos a la preparatoria a Regina le dio por tomar mucho más en serio la escuela. Desde que empezó este año yo estoy tratando de que las cosas se acerquen a como eran antes. Al fin y al cabo es el último, y después nuestras vidas tomarán rumbos diferentes. Muy diferentes tal vez. Para empezar, porque yo ni siquiera sé si quiero ir a la universidad. Ella no sólo está segura de que sí va a ir, sino que ya sabe a cuál y qué va a estudiar.

Por eso he tratado de ir más a su casa, pero la última vez que fui me tuve que regresar con todos los honores porque cuando llegué, ella tenía a Manolo de visita. Desde que Manolo entró a la escuela en quinto, Regina ha babeado por él sin tregua. No ha sido muy correspondida, porque Manolo es el típico guapito que tiene a media escuela detrás de él. Y sin embargo, esa vez Manolo le llamó y le dijo que quería ir a verla. Ella se arregló y le ofreció galletas y unos Alfonso XIII (una bebida cursi que Regina descubrió hace poco en una de las sesiones de canasta de su mamá). Luego resultó que las intenciones de Manolo no eran muy románticas que digamos. Se besaron un rato y luego él trató de meterle la mano debajo de la blusa. Lo logró parcialmente, pero Regina le insinuó que esos privilegios eran exclusivos del novio-novio. Entonces él se separó y le dijo que estaba bien, pero que si no iban a hacer eso tal vez ella podía ayudarle a hacer la tarea de Derecho. Regina se decepcionó, pero le ayudó igual. Luego me llamó por teléfono y regresé a su casa a prestarle mi hombro para llorar un rato. Me invitó unos Alfonso XIII a mí y le recordé las prioridades que teníamos a los ocho años; le dije que debíamos volver un poco a eso y dejar de preocuparnos por los hombres. Nos reímos mucho. No era para menos. Me imagino a la Regina que fue entonces, chimuela, gordita y con ese sonsonete fresa que ha tenido siempre porque su mamá habla igual, diciéndome su pequeña lista de prioridades:

—Comer, dormir, estar calientita y ver la tele.

Así, en ese orden. Seguramente yo había pensado en algunas también, pero me pareció que las de Regina eran insuperables y le dije que ésas serían también mis prioridades en la vida.

No nos duraron mucho. Ya en la secundaria una de las prioridades de las dos eran los seres humanos del sexo opuesto. Como decía mi mamá, “llegando a la secundaria todas las niñas se abocan al acecho y captura del homo sapiens”. Sí, nosotras también. Y es muy triste decirlo, pero no tuvimos lo que se llama un éxito rotundo en esa área. Por razones distintas: yo siempre he sido más bien tosca. Parece que entre mis programas preinstalados no venía uno sobre sensualidad. Esas cosas no se me daban entonces ni se me dan ahora. Claro, tuve que llegar a cierta madurez para admitir, sin hacer demasiado ruido, que soy mucho menos sexy de lo que quisiera. Regina tampoco tenía cúmulos de pretendientes detrás de ella, porque desde siempre ha sido más bien rolliza, pero cuando entramos a la secundaria —creo que fue culpa de que le llegó la adolescencia— se le despelotaron las hormonas y entonces sí se convirtió en la típica gordita. No era un tonel tampoco, de hecho ni siquiera estaba demasiado gorda del cuerpo, pero a pesar de que tiene una cara muy bonita y el contraste entre sus ojos verdes y el pelo negro siempre se lo han chuleado bastante, los cachetes como que la hacían ver más del tipo buena gente que del sexy. Y eso definitivamente no es de gran ayuda en el terreno romántico. Desde entonces ha intentado con dietas, ejercicios, milagros, y todo le ha servido a medias y a ratos. Yo también he intentado de todo, básicamente por solidaridad, aunque cuando me dedico a la comedera siempre es necesario un poco de control y ejercicio.

No es que esperara que mi mejor amiga, a nuestra edad, conservara las mismas prioridades que a los ocho años (yo he tomado para la actualidad sólo dos de aquéllas, pues ver la tele no me entusiasma mucho y aunque estar calientita está bien, creo que no califica como prioridad), pero las suyas han cambiado mucho. Al día siguiente del desaire de Manolo llegó a la escuela muy enojada, agitando un recorte de periódico.

—¡Mira, Fernanda! —me dijo, y lo tomé. Era un artículo donde contaban que a Paris Hilton le habían pagado no sé cuántos miles de dólares por ir a una fiesta. ¡Por ir a una fiesta, de invitada nomás! No iba a cantar ni a hacer su legendario show porno ni nada. Me pareció una exageración, porque no se ve que la chica tenga ya no digamos una plática interesante, sino una dosis mínima de simpatía; sin embargo, leer el recorte me dejó más bien indiferente: si esos dólares no se los tengo que pagar yo a Paris Hilton, la noticia es incapaz de arruinarme el día como a Regina.

—¿No te parece que la vida es injusta? A esta zonza le pagan por ir a las fiestas y a nosotras no nos dejan entrar si no llevamos botana —me dijo suspirando.

—Así es la vida, injusta —le contesté con mucha resignación.

Regina y yo hemos cambiado, es verdad. Y peor este año. Como que hasta ahora llevábamos un caminito ya muy trazado, fácil de seguir, que no implicaba grandes decisiones (al menos en la vida profesional), pero este año, para empezar, tuvimos que escoger área. Ella escogió la tres porque va a estudiar administración. Yo no sé qué voy a estudiar, pero como soy medio torpe para las matemáticas escogí la cuatro. Fue como un paso adelante para definir el resto de nuestras vidas, qué horror.

Si nuestras prioridades siguieran siendo esas que enumeró Regina hace más de diez años, bastaría con trabajar de lo que fuera y rentar un cuartito soleado con televisión y un buen refrigerador. Pero no. La vida lo va cambiando a uno y ahora yo no sé qué quiero, aunque Regina sí: además de estudiar en una universidad nice, tal vez querría que le pagaran por ir a las fiestas, o por lo menos que la invitaran a algunas, a las que reseñan en las revistas de temas sociales donde salen fotos de pura gente de alcurnia a la que sólo conocen en sus casas. Ahora ella y yo sabemos que para eso no se necesita estudiar nada en particular, siempre y cuando los papás tengan la solvencia y la buena voluntad suficientes para pagarle a una la carrera en una universidad supercara. A mí me queda muy claro que ése no será mi caso, porque mis antepasados no han tenido nunca la habilidad de amasar grandes fortunas. Mi mamá se las vio y se las sigue viendo negras para pagarme la escuela, no heredó ni medio centavo de mi abuelo (que era despilfarrador y medio borrachín), y no sólo no recibió jamás un peso de parte de mi papá, sino que no lo volvió a ver desde aquella vez que fue a Acapulco a tomar medidas de un terreno que iba a vender. Eso pasó antes de que yo cumpliera cuatro años. Así que digamos que es una gran ventaja que yo no tenga interés en salir en una revista de las altas esferas sociales.

Como ocupante de ese lugar privilegiado que es el de mejor amiga, sé que Regina quisiera estudiar actuación y dedicarse al teatro. Pero sus papás nunca la dejarían, eso también lo sé.

Una de tantas veces que me quedé a dormir en su casa, durante la cena mencionó sus inquietudes artísticas. Ni siquiera lo afirmó, fue una insinuación más bien tímida. El discurso de sus papás podía habernos obligado a permanecer ahí toda la noche (e indigestarnos la cena), pero sólo alcanzaron a decir dos cosas. La mamá, que ése no era un trabajo serio, que el ambiente estaba lleno de payasos y que además ahí había de dos sopas: o te andabas acostando con medio mundo para conseguir papeles, o te morías de hambre. Su papá le recordó por enésima vez que ella era la única heredera de su empresa, que cuando él muriera o estuviera demasiado viejo para administrarla (es una fábrica de champús, cremas y esas cosas) iba a necesitar a alguien que lo hiciera. Pues sí, pero pobre Regina. Está bien tener un padre con una empresa y un futuro asegurado, pero sería aún mejor si todo eso viniera acompañado de algún hermano. Tener hermanos puede ser una real monserga muchas veces, pero a Regina le vendría bien uno para que se hiciera cargo de ProBeauty, S. A. de C. V., y ella pudiera dedicarse a lo que en realidad quiere.

Pero igual, así es la vida: injusta. Sé que es una frase hecha, pero la uso mucho últimamente porque tengo ese sentimiento muy alborotado. Y es que hace unos días, sin siquiera dejarnos aclimatar un poco en este último año de preparatoria, tuvimos las primeras noticias del Comité Organizador de la Graduación Escolar. El comité lo conforman Sandra, Ana Lucía, Armando y José Ramón, que obviamente son los lidercitos de todo sexto. Por supuesto que el término escolar resultaba innecesario, pero también fue obvio que no iban a perder la oportunidad de usarlo para completar las siglas que hacen el comité mucho más divertido: el COGE.

A un año de que ocurra el famoso evento, votamos por fiesta de graduación en lugar de viaje, porque en la secundaria escogimos viaje. Entonces el COGE (que ya había sospechado que la elección se iría por la fiesta) nos informó sobre los varios presupuestos que solicitó tanto de salones como de anillos, fotógrafos y floristas; nos propuso varios menús para la cena, y a pesar de que al final se votó por el más barato, lo que va a costar por boleto es una cantidad que no tengo. Y por supuesto no voy a pedírsela a mi mamá. Es mi graduación, se supone que yo debería invitarla. Así es que me temo que no me va a quedar otro remedio que conseguir un trabajo para poder pagar los dos boletos. A Claudia la invitaré si consigo uno donde paguen muy bien, cosa que dudo seriamente. Digo, ella no es mi mamá, sólo mi hermana. Y además, no sé si el protocolo indicaría que si la invito tengo que invitar también a su concubino (Claudia detesta que le diga así a Mauricio, pero pues cómo le voy a decir, la decisión de no casarse fue de ellos, y decir “su pareja” siempre me ha sonado un poco gay o un poco policial). Bueno, si no, les haré un bonito álbum con las fotos.

A mí no me interesa mucho la graduación. Graduarse de preparatoria no me parece muy emocionante y sí demasiado caro. Pero ya muchas veces, por no ser discreta con mis opiniones tan nerds, he quedado muy mal con el grupo. Así es que durante toda la deliberación sobre el arreglo de las mesas, el tipo de vajilla y el repertorio del conjunto, yo decidí callarme la boca e imitar el voto de Regina, que fue por el menú de filete en lugar del de pollo, por las rosas en lugar de los claveles, y en lugar de DJ, por un grupo que además de la música en vivo lleva sombreros, maracas y güiros para que los asistentes hagan ruido y se diviertan más. Entonces los votos de Regina fueron muy aristócratas y los míos, en consecuencia, también. Por suerte la mayoría del grupo parece tener apuros económicos y ganó el voto por el pollo, los claveles y el DJ, de modo que tendremos una graduación relativamente modesta (y para mí, de todos modos carísima). Tendré que ver dónde consigo el dinero que necesito. Al menos se organiza con suficiente tiempo. Me quedan meses para pensar y ejecutar algo.

Dos

 

Mediados de agosto, 2006

 

C como idiota. Es que el anuncio en el periódico sonaba muy bien. Decía: “Invierta cuatro horas contestando teléfonos, trabaje en casa, cuatro mil pesos semanales. Buena presentación”. Cuatro mil pesos semanales no sólo resolverían mi precaria situación, sino que me convertirían en una persona muy adinerada. Sin duda tengo cuatro horas libres todas las tardes para contestar teléfonos, y no hay nada mejor para mí que trabajar en casa. Era mi trabajo ideal. Lástima.

Llegué a la dirección que ahí decía y estaba lleno de gente. Por un momento pensé que me había equivocado y había llegado a una especie de boda, porque todos los hombres iban de traje y las mujeres con falda, medias y tacones. A mí no me hacen ponerme unas medias ni muerta. No fui de jeans, pero llevaba un conjunto café que es lo más cercano que tengo a la “buena presentación” que pedían en el anuncio. Una señorita me aclaró que estaba en el lugar correcto y me llevó a sentar. La que estaba junto a mí me miró de arriba abajo y puso cara de que mi presentación no le parecía muy buena que digamos. Y eso que no había visto mis calcetines de santacloses. Son muy bonitos, porque los santacloses están tejidos en el calcetín y las barbas les salen como pelos de verdad. Aunque también es cierto que estamos en verano. Regina siempre me critica eso; dice que el día que sorpresivamente me encuentre en una situación de riesgo con un fulano, va a ser muy vergonzoso que a la hora de desvestirme se tope con mis calcetines navideños (y peor, claro, si me desviste en fechas como éstas). Yo dudo muchísimo que algún día me vaya a encontrar en una situación tan embarazosa, porque Pablo, que es el único con quien desearía verme así, ni siquiera está enterado de que me gusta. Tengo unos gustos muy raros, ya lo sé. Pablo es ratón de biblioteca y conocido como “el Cerebelo”. Me imagino que debe de tener la misma experiencia con el sexo opuesto (al suyo, claro) que yo, si no es que menos, así que es poco probable que algún día vea mis calcetines de monitos.

No hablé con nadie, pero el ambiente estaba muy animado. Un rato después pasó un tipo al frente y calló a los que platicaban. Empezó a hacer preguntas que sólo admitían respuestas muy obvias, como: “¿Quién de aquí quiere tener muuucho dinero?” “¿A quién le gustaría ser dueño de este automóvil?” (Aquí enseñó una foto de un coche rojo muy interesante.) Luego preguntó lo mismo con la foto de una casa enorme con piscina. Pues claro que todos levantábamos la mano y gritábamos “¡Yoooo!”

Se tomaron horas para al final decir que si queríamos tener todo ese dinero (y la casa y el coche) debíamos empezar por comprar un kit que consta de catálogos, muestras y un bonito maletín para iniciarse en la venta de un menjurje mágico importado de Hawai, que sirve para todo, desde los juanetes hasta la insuficiencia cardiaca. Está bueno, eso sí, dieron a probar en un vasito como de tres mililitros —porque es muy caro—, y sabe como a nopal. El kit cuesta la módica cantidad de dos mil cuatrocientos pesos. Una vez que se adquiere, hay que hacer dos cosas: por un lado, vender el jarabito, y también ir por todos nuestros círculos sociales invitando gente a que haga lo mismo. Es decir, que compre el kit y venda menjurje hawaiano. En tres meses te puede llegar, ya sin hacer gran cosa, un cheque por doscientos mil pesos.

Sé que cuando las cosas parecen demasiado buenas hay que sospechar. Y más si hay un tipo trepado en una tarima alborotando a una multitud que grita enardecida “¡Sííí, todos queremos ser millonarios!” Y yo sospeché todavía más cuando reflexioné que en el anuncio pedían buena presentación para trabajar contestando teléfonos en casa. Así es que mejor me paré y me fui.

Regina se rio muchísimo de mi aventura con el menjurje hawaiano. Ella toma los asuntos económicos más a la ligera porque evidentemente a su papá le va mucho mejor de dueño de la fábrica de champús que a mi mamá de asalariada. Para compensar mi frustración, Regina me invitó a Ixtapan de la Sal, porque sus papás tienen una boda allá y no quiere irse sola con ellos. También me dijo que quisiera que fuéramos en bola algunos del salón. Como en lugar de viaje de graduación escogimos fiesta, ella no se quiere quedar sin esa oportunidad.

—Mis papás me enseñaron un folleto del hotel, se ve superbién, como todo acogedor, y no está tan caro.

A Regina se le ocurrió que convocáramos a un grupo del salón para ir el mismo fin de semana a Ixtapan de la Sal, donde no hay mar, sino un balneario con grandes toboganes y un hotel donde podíamos aprovechar para deshacernos de la virginidad de una vez por todas. Eso dice siempre, pero sé que a ella la virginidad le estorba tanto como a mí: o sea, nada. Mencionó a un “grupo selecto”, pero grupo selecto, mangos; obviamente lo que quiere es que vaya Manolo. Ahora, no me hago la santa, la verdad es que si fuera Pablo, yo también tendría sucias intenciones con él. Pero Pablo es igual o más nerd que nosotras. Y tampoco creo que pudiera ir. Obviamente no lo sé, pero no tiene un tipo muy independiente que digamos.

—¡Sería nuestra gran oportunidad para el Plan!

Ese Plan, así con mayúscula, es uno que tenemos hace tiempo, con el que hemos fantaseado muchas veces y cada una de ellas le agregamos algún detallito romántico. También hemos intentado llevarlo a cabo, pero a última hora —o a primera también, por qué no— hemos tenido que cancelarlo por diferentes motivos. El Plan consiste en que alguna de las tantas noches que los papás de Regina se vayan de fin de semana o de viaje largo, invitemos a nuestros galanes. El ambiente está muy platicado: unas bebidas sofisticadas (los Alfonso XIII no, porque ésos nada más empalagan y luego tanta cafeína no deja dormir), la chimenea encendida, una cena sugerente (que dadas nuestras capacidades para cocinar es obvio que tenemos que comprar hecha), una lista de reproducción de puras rolas cachondas, y lo que resulte de todo eso. No se nos ha hecho porque nunca han coincidido todos los elementos necesarios, empezando por el más importante: los invitados.

—En serio, no sabes qué padre está el hotel, es como si lo hubieran construido exactamente para eso; tienen chimenea en los cuartos, y bien harías en aprovechar la oportunidad ahora, ya que no pudimos en…

No terminó de decirlo, pero sé que esa última frase terminaba con “el viaje a Vallarta”. O sea, el de la graduación de secundaria. Hacía tiempo que no mencionaba eso. Bueno, ahora tampoco lo mencionó propiamente, pero estoy segura de que lo estaba pensando. Y yo no desaproveché el viaje: simplemente, a la mitad deshice el pacto que habíamos hecho antes de irnos. No sé por qué en aquel momento sí pensábamos que la virginidad estaba empezando a ser un lastre. Quizá porque a esa edad uno hace lo que sea para dar la impresión de poseer una actitud vanguardista ante la vida, y yo seguía esa corriente, aun cuando ni siquiera había alguien en el salón que me gustara. En cambio Regina llevaba medio año con su primer novio. Fue un gran acontecimiento. Julio era de un tipo muy distinto al de Manolo. No era muy guapo, ni del grupo de los populares, pero era muy buena onda, muy diferente. Y ella estaba en verdad enamorada.

La segunda noche del viaje me arrepentí cuando por alguna misteriosa razón acabé besándome con uno que se llamaba Fermín y que sólo estuvo en la escuela ese año. No me gustó nada porque Fermín tenía unos frenos muy rasposos y me lastimó los labios. Llegué al cuarto esa noche con la boca floreada y le dije a Regina que, con la pena, iba a echarme para atrás en el pacto, y que durante todo el viaje no volvería a buscar un encuentro cercano con nadie.

Al final regresaríamos las dos con nuestra anatomía completa. Incólumes, como decía “el Bolillo”, que era nuestro tutor en tercero de secundaria y a quien le tocaría la pésima suerte de acompañarnos en ese viaje. Pronto se convirtió en un recuerdo borroso; nadie quiso hablar de eso durante mucho tiempo. Regina había reservado la última noche para, por fin, perder su virginidad con Julio. Estaba muy resuelta. Tal vez porque era como una modita. Algunas del salón ya lo habían hecho —o eso decían al menos—; para muchas había sido espantoso y para otras, regular. Hasta la fecha no me he encontrado con alguien que me cuente de esa primera vez como algo maravilloso, como se ve en las películas, en las que parece francamente entretenido. Bueno, pues Regina no me pudo contar nada acerca de su primera vez porque un acontecimiento trágico impidió que se llevara a cabo. Un acontecimiento del que siempre nos ha costado trabajo hablar.

Fue la última noche. Nos habíamos portado bastante bien hasta ese momento, pero como ya al día siguiente nos íbamos, a Emiliano y a José Miguel se les ocurrió ir a comprar una botella de ron y, sin que “el Bolillo” se diera cuenta, rellenaron con cuba unas botellas de Coca. Y pues nos las fuimos tomando entre todos. No era la primera vez que yo bebía, porque mi mamá siempre ha sido de la idea de que beber es como una disciplina que se debe llegar a dominar para no andar haciendo ridículos por la vida, así que desde chiquitas mi hermana y yo hemos tomado rompope, vino y cerveza (o sea, es como si mi casa tuviera licencia tipo “A”). Hasta la fecha no he logrado dominar mucho el asunto. Algunas bebidas ni siquiera me gustan, pero hay que admitir que a veces sirven para quitarse de encima la timidez y también para sacudirse un poco la imagen de inadaptada. Aquella vez Regina tuvo la idea de hacer una fogata en la playa. Hacía un calor endemoniado, pero ella pretendía llevar a cabo sus planes allí mismo, cuando todos se hubieran ido a dormir. La fogata quedó muy a medias: otra vez, nada que ver con las de las películas.

Serían ya como las ocho de la noche cuando de pronto, mientras “el Bolillo” se iba a arreglar nuestra salida del día siguiente, varios se metieron al mar. Puros hombres. Se quisieron hacer los valientes, aunque la mayoría apenas dejaron que el agua les mojara las rodillas. Pero otros se fueron metiendo más y más; se clavaban en las olas y gritaban pura estupidez muertos de risa. Nosotras nos aburrimos rápido de verlos y nos pusimos a platicar alrededor de la fogata. A cada momento Regina me echaba miraditas de complicidad. Su plan nada más lo conocía yo. Al rato empezó a soplar el aire y los nadadores se salieron poco a poco. La playa estaba iluminada a medias por las luces del hotel, y la fogata ya nada más echaba un humito maloliente. Cuando parecía que habían salido todos, nos dimos cuenta de que faltaban dos. No venían ni Emiliano ni Julio.

—Se han de haber salido antes, igual y están en el cuarto —dijo alguien, y nosotras quisimos pensar lo mismo, pero nos parecía muy raro no haberlos visto. Regina y yo nos fuimos al hotel a buscarlos.