Él ha abierto en los hombres
un espacio para el nacimiento,
les ha revelado un espacio de vida,
más allá de las corrientes que pasan,
más allá de la muerte.

KAROL WOJTYŁA, Piedras de luz

PRÓLOGO

Las cartas que ahora presentamos al lector de lengua española representan un pequeño «tesoro» para el que está interesado en la vida y en la obra de ese sacerdote milanés, fundador de Comunión y Liberación, que fue Mons. Luigi Giussani (1922-2005). Cubren fundamentalmente el período que va de 1945, año en el que Giussani es ordenado sacerdote, a 1951, ya establecido como asistente en la Facultad de Teología de Venegono. A partir de entonces la correspondencia se hace más intermitente. Son los primeros años de sacerdocio, marcados por la enfermedad y por los prolongados retiros junto al mar, en soledad, que ponen al joven don Giussani ante la prueba.

Se trata de un pequeño tesoro porque estas cartas constituyen un testimonio único del recorrido personal de su autor en unos años que van a resultar decisivos y de los que no se poseen otras referencias. Impresiona pensar que el iniciador de una realidad fecundísima, que iba a suponer una auténtica novedad en el panorama de la Iglesia italiana a partir de los años sesenta, pasara sus primeros cinco años de sacerdocio enfermo y en el «dique seco». Un tiempo al que se añadirían otros cinco años más hasta su entrada en liceo Berchet en 1954, sin ningún «resultado pastoral» visible. Algunas de las insistencias que caracterizarán al enérgico fundador de Comunión y Liberación se pueden descubrir ya en estas líneas. Del mismo modo, descubrimos en ellas las huellas nítidas de lo que el paso por el Seminario había dejado en el joven sacerdote milanés.

Por último, estas cartas nos revelan algunos aspectos poco conocidos de su autor. Ilustrémoslo con algunos ejemplos.

Ante todo el descubrimiento de la amistad como un don vocacional, como una gracia que nos introduce en el misterio de Cristo. Ya en el Seminario don Giussani tuvo ocasión de sorprenderse por este don de algunas relaciones preferenciales en cuyo horizonte todo tiene que ver con Cristo. Así fue la amistad con Enrico Manfredini (que llegará a ser arzobispo de Bolonia) y Carlo de Ponti (que muere muy joven).

«A veces acontece que dos o tres se entienden tan bien que es bello dialogar entre sí. Toda mi experiencia posterior, como sacerdote, ya la había pensado en tercero de bachillerato junto a dos de mis compañeros a los que siempre me unía, cuando íbamos de paseo, dos veces a la semana. Siempre nos juntábamos los tres para hablar de estas cosas y era bellísimo. A veces se acercaba a nosotros alguno y decía «buff» y se iba. En cambio para nosotros no era así. Y os juro que lo que estábamos diciendo —ahora me acuerdo muy bien: estábamos pasando por debajo del puente ferroviario al lado de Meda, que está cerca del seminario de Seveso (a mi izquierda estaba Manfredini, el otro compañero en el centro, y yo a la derecha)—, lo que estábamos diciendo en ese momento, después ha llegado a ser realidad literalmente»1.

La relación con Angelo Majo se encuadra en este misterio de la preferencia sobre el que don Giussani no deja de meditar. Majo conoce a don Giussani en 1944, cuando éste era prefecto de su clase en Venegono. Así lo recuerda Majo:

«Don Giussani se debió dar cuenta de que me agobiaba un poco ese ambiente de masa y, quizá por ello, me acuerdo de que cada mañana me esperaba al salir de la Capilla y me preguntaba: ‘¿Qué tal va?’. El Rector, que después fue Cardenal, Giovanni Colombo, cuando nos veía decía: ‘He aquí cómo se amaban los caballeros de antaño’. Don Giussani, precisamente por su método de ‘preferir’, provocaba respecto a su persona afinidades intensas o encendidas diferencias»2.

¿Cuál era el contenido de esa preferencia, de esa amistad? La pasión por Cristo y la mirada que esta pasión genera sobre todas las cosas. Estas cartas son una ejemplificación riquísima. En ellas ya encontramos esa mirada sobre la realidad cargada de asombro que será una de las constantes en la propuesta educativa de don Giussani y uno de los criterios fundamentales para sorprender la gracia de una amistad que suscita la adhesión:

«Hace algunas noches, pensando, he descubierto que tú eres mi único amigo: no por exclusivismo estéril; esa vibración inefable y total de mi ser ante las «cosas» y las «personas» no la sorprendo más que en tu modo de reaccionar. Pero tú eres una vibración armónica. Yo, violenta» (Carta 48, septiembre de 1952).

Pero en estas cartas sobresale, por encima de cualquier otra cosa, una experiencia sorprendentemente adulta del Misterio del Ser, de Dios como caridad, y de Jesucristo como donación total por nosotros, toda ella cargada de afecto. Esta experiencia empapa la conciencia del joven don Giussani en medio de la postración y la soledad a las que le sometía la enfermedad:

«No soy capaz, en esta oscura tarde de viento, atrio del invierno, de responder al estado de ánimo particular con el que me escribiste. Estoy demasiado cansado. Y lo único que siento —y mi fidelidad a los amigos más queridos es un símbolo experimental de ello— es que la esencia de la vida, de las aspiraciones, de la felicidad, es el amor. Un amor infinito, inmenso, que se ha inclinado hacia mi nada, y ha creado de ella un ser humano, un grano de polvo en cuanto al cuerpo, pero sin límites en la apertura ávida de verdad y de amor que constituye su inteligencia y su corazón. Un Amor infinito, enorme, que ha realizado el disparate de hacerme infinito como Él, a mí que, como ser creado, soy polvo finito: ‘similes ei erimus’» (Carta 15, diciembre de 1946).

Ese Amor infinito se ha hecho carne y ha muerto en la cruz por nosotros. El deseo de identificación con Cristo en la cruz, en cuyo sufrimiento don Giussani era consciente de participar con su enfermedad, constituye otra de las constantes de estas cartas:

«Esta limitación, esta soledad, esta silenciosa y fatigosa renuncia a la expansión viva de la impetuosidad del afecto que bulle en mi corazón, es verdaderamente un gran sacrificio (...). Yo no quiero vivir inútilmente. Es mi obsesión. Y además, entre dos amigos profundos, ¿qué se desea? La aspiración de la amistad es la unión, es la de identificarse, llegar a ser una sola cosa, llegar a ser la misma persona, tener la misma fisonomía del Amigo. Pero Jesús está en Cruz» (Carta 5, agosto de 1945).

Y ese afecto a Cristo llega a convertirse en el afecto dominante, origen del resto de los afectos:

«Durante los estudios de teología yo sentía el ansia del apostolado, casi exclusivamente motivada - en el sentimiento - por la obsesión de la felicidad de los hombres. No me parecía que pudiese existir un porqué más concreto, más experimentable, más apasionado que éste. Y en cambio, hay «uno» más experimentable, más apasionado, porque es más universal incluso que todos los hombres juntos y, al mismo tiempo, más encarnado en nuestra personal individualidad. Universal, porque mayor que el universo; encarnado, porque amor personal y, por ello, completamente propio de nuestro ser individual. Y es el amor por Él, por su gloria. Por Él» (Carta 23, junio de 1948).

¿Por qué esta pasión por Cristo aferra toda su vida hasta fascinarla por completo? Aquí tocamos una clave decisiva de la personalidad de don Giussani. Para él Cristo es el cumplimiento del deseo de felicidad, de plenitud que vibra en cada fibra de su ser. Esto explica el lugar privilegiado que tiene en su vida la figura de Leopardi, el poeta de Recanati, famoso por haber expresado como ningún otro, el «misterio de nuestro ser» hombres. En él encuentra toda la vibración de la humanidad de un hombre con todos sus deseos y exigencias constitutivas. El posterior encuentro con sus profesores Gaetano Corti y Giovanni Colombo, que le dan la clave de lectura del poeta de Recanati, será decisivo para reconocer a Cristo como objeto último al que tienden todos nuestros deseos. Este drama vibra en don Giussani con una potencia única. Fue la lealtad con toda la amplitud del deseo humano lo que le permitió descubrir a Cristo como el único capaz de colmarlo.

«Pues, ¿qué es el amor? ¿Qué «sentimos» en todas las «formas», qué es lo que buscamos en todos los deseos-sueños, quizás con los ojos abiertos? ¿De qué sentimos la «ausencia» en la experiencia aguda de nuestras tristezas? ¿A qué nos remite esa atracción que absorbe todo nuestro ser y que nos estremece, mente y sensibilidad, con el presentimiento de su dulzura —cuyos ecos lejanos advertimos en las cosas bellas de este mundo—? Más allá de todas las cosas, las formas y las experiencias, más allá de todo lo que nos atrae, nosotros buscamos la nobleza de este Amor» (Carta 24, diciembre de 1948).

El camino educativo de don Giussani estará radicalmente marcado por esa experiencia de sentir a «Jesucristo vivo y palpitante en la carne del propio pensamiento y del propio corazón» que se da en sus años de Seminario:

«Estoy convencido de que el bachillerato dejará también en ti esa profunda ilusión fascinante, que es la fuente de un mundo de ideas, de ‘descubrimientos’, de sentimientos: te deseo que Jesús se encarne en estas experiencias tuyas, del mismo modo inexorable y definitivo con el que se encarnó en el seno de la Virgen María. Porque el mayor gozo de la vida del hombre es sentir a Jesucristo vivo y palpitante en la carne del propio pensamiento y del propio corazón. Lo demás es efímera ilusión o estiércol» (Carta 16, diciembre de 1946).

Precisamente por ello concebirá los primeros años de la adolescencia y de la juventud como decisivos para toda tarea educativa:

«‘Alteza, no olvidéis jamás los ideales de vuestra juventud’, decía el marqués de Puena a Carlos V cuando era adolescente. Te aseguro que la juventud se halla toda en la infinitud de los deseos y de los sueños que ahora agitan tu magnífica alma. Te aseguro que Él nos concede la posibilidad de realizarlos: y que nuestra juventud no cesa jamás. Durante el bachillerato me decían «fuego propio de la adolescencia», entonces ¿cómo es que ha crecido?» (Carta 11, enero de 1946).

Pero no es posible olvidar que gran parte de esta correspondencia epistolar se produce entre un joven recién ordenado (1945) y un candidato al sacerdocio (que cantaría Misa en 1949). En estas cartas rezuma la conciencia del don recibido, de la naturaleza del sacerdocio ministerial y de su misión propia.

Se trata de una conciencia que colma el corazón del joven sacerdote de gozo:

«Y el gozo y la realidad mayor del sacerdote es ser uno con el «Amigo», suyo por excelencia, más semejante e idéntico a Él que cualquier otro ser» (Carta 15, 12 de diciembre de 1946)

y, a la vez, de profunda responsabilidad:

«Y he ofrecido este sacrificio, es decir, este acto de amor, por las muchas almas de mis hermanos los hombres, por cuya felicidad el Señor Jesús murió, por cuya eterna felicidad el Señor Jesús me llamó consigo a dar mi vida» (Carta 6, 2 de septiembre de 1945)

y es que

«la sustancia del sacerdocio es salvar las almas como Jesús, muriendo» (Carta 19, 27de junio de 1947).

agere in persona Christi»