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Créditos

Título original: Slottet i Pyreneene

Edición en formato digital: noviembre de 2012

© W. Aschehoug & Co. (W. Nygaard) AS, Oslo, Norway, 2008

© De la traducción, Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, 2009

© Ediciones Siruela, S. A., 2009, 2012

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-15723-74-5

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

www.siruela.com

Índice

El castillo de los Pirineos

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

Notas

Créditos

Notas

1 Niels Henrik Abel (1802-1829), insigne matemático noruego. (N. de las T.)

2 El autor alude a la obra de Ibsen La dama del mar. Gregers Werle y Relling son personajes de otra obra de Ibsen, El pato salvaje. (N. de las T.)

El castillo de los Pirineos

I

Aquí estoy, Steinn. Fue mágico volver a verte. ¡Y justo allí! Te quedaste tan aturdido que casi te caes de espaldas. Aquello no fue una «casualidad». ¡Intervinieron las fuerzas! ¡Las fuerzas!

Pudimos disfrutar de cuatro horas para nosotros solos. Aunque, para decir la verdad, después Niels Petter no estaba muy contento que digamos. No abrió la boca hasta que llegamos a Førde.

Tú y yo nos fuimos derechos valle arriba. Media hora después nos encontrábamos de nuevo en la arboleda de abedules...

Ninguno de los dos dijimos ni una palabra durante el paseo. Sobre aquello, quiero decir. Hablamos de un montón de cosas, pero no de eso. Igual que entonces. Éramos incapaces de enfrentarnos juntos a lo que había sucedido. Así se nos secó la raíz, tal vez no la tuya, ni la mía por separado, sino la de los dos como pareja. Aquella vez hace tantos años ni siquiera conseguimos darnos las buenas noches. Recuerdo que esa última noche dormí en el sofá. Y recuerdo el olor a ti, fumando en la habitación contigua. Me parecía ver tu nuca inclinada a través de la pared y la puerta cerrada. Estabas inclinado sobre el escritorio fumando. Al día siguiente me marché de la casa, y no nos volvimos a ver en más de treinta años. Resulta increíble.

Y de repente nos despertamos tras un sueño de Bella Durmiente de años y años, ¡como con el mismo y milagroso despertador! Y los dos vamos de nuevo a ese lugar, sin saber que el otro está haciendo lo mismo. El mismo día, Steinn, en un nuevo milenio, en un nuevo mundo. ¡Qué te parece! ¡Después de más de treinta años!

¡No me digas que es una casualidad! ¡No me digas que no existe la Providencia!

Lo más surrealista de todo fue cuando de repente salió a la terraza la dueña del hotel, que entonces era la joven hija de la casa. También por ella habían pasado treinta años. Creo que se encontró con el mayor déjà-vu de toda su vida. ¿Recuerdas lo que dijo? Cuánto me alegro de que sigáis juntos. Esas palabras fueron hirientes, a la vez que algo cómicas, teniendo en cuenta que tú y yo no nos veíamos desde una mañana a mediados de los setenta, en que cuidábamos a las tres niñas de la mujer. Era un favor que le hacíamos en agradecimiento por habernos prestado las bicicletas y una radio.

Me están llamando. Es una noche de julio y estamos aquí, junto al mar, pasando las vacaciones como manda la tradición. Creo que ya han puesto algunas truchas en la barbacoa, y Niels Petter entra a servirme una copa. Me concede diez minutos para acabar lo que estoy haciendo, y necesito esos minutos porque tengo que pedirte algo importante.

¿Podemos llegar al acuerdo solemne de borrar todos los correos electrónicos que nos enviemos, conforme los vayamos leyendo? Quiero decir inmediatamente, enseguida, y claro, ni pensar en imprimirlos.

Me imagino este nuevo contacto como una vibrante corriente de pensamientos entre dos almas más que como un intercambio de cartas que quedarían tras nosotros para siempre. Así podremos permitirnos el lujo de escribir sobre cualquier asunto.

Están además nuestros cónyuges e hijos. No me gusta la idea de tener almacenada cualquier cosa en el ordenador.

No sabemos cuándo nos marcharemos. Pero un día escaparemos de este carnaval con todas sus máscaras y roles, dejando sólo unos fugaces accesorios tras nosotros, antes de que también ellos sean barridos del escenario.

Saldremos del tiempo, saldremos de lo que llamamos la «realidad».

Transcurren los años, pero nunca me abandona el miedo de que algo relacionado con lo que sucedió aquel día vuelva a aparecer de repente. Tengo la sensación de que algo me pisa los talones, como si alguien estuviera a punto de atraparme.

No me olvido de las luces azules de Leikanger, y aún hoy me estremezco cada vez que noto que tengo un coche de policía detrás. Una vez, hace unos años, un policía uniformado llamó a mi puerta. Tuvo que darse cuenta del susto que me llevé. Sólo quería preguntar por una dirección en el barrio.

Seguramente pensarás que me preocupo innecesariamente. Además, ha prescrito cualquier responsabilidad penal.

Pero la vergüenza no prescribe...

¡Prométeme que lo borrarás!

No me dijiste por qué estabas allí hasta que nos sentamos en la ruinas de aquella vieja granja de verano. Intentaste contarme lo que habías hecho durante los últimos treinta años, y me explicaste lo de tu proyecto climático. Luego te dio tiempo justo a decir algo de un sueño muy intenso que habías tenido justo la noche antes de encontrar nos en la terraza. Un sueño cómico, dijiste, pero no pudiste decir nada más antes de que esas vaquillas vinieran brincando y nos echaran de allí, haciéndonos bajar de nuevo al valle. No volviste a decir nada sobre ese sueño.

Pero claro, el que tengas sueños cómicos forma parte de todo esto... Íbamos a dormir unas horas, pero estábamos demasiado nerviosos para dormir, y nos quedamos tumbados susurrándonos cosas con los ojos cerrados. Sobre estrellas, galaxias y cosas por el estilo. Sólo sobre cosas grandes, lejanas y superiores, por así decirlo...

Resulta extraño pensar en todo eso hoy. Aquello sucedió antes de que yo empezara a creer en algo. Eso sí, justo antes.

Me están llamando otra vez. Sólo un último comentario antes de enviarte esto. El lago de entonces se llama Eldrevatnet, es decir, el lago de los Mayores. ¿No te parece un nombre extraño para un pequeño lago de alta montaña, lejos de la gente y del ganado? Quiero decir: ¿quiénes eran, en su tiempo, los «mayores» de ese lugar de allí arriba, entre picos y cormoranes?

Esta vez, viniendo en el coche con Niels Petter, no hacía sino mirar fijamente el libro de carreteras. No había estado allí desde entonces, y era incapaz de levantar la vista cuando llegamos al lago. Unos minutos después pasamos también por el otro lugar, me refiero al del precipicio, ése fue el punto más doloroso por el que pasamos.

Creo que no levanté la mirada del mapa hasta que nos encontramos abajo en el valle. Así aprendí un montón de topónimos que iba leyendo a Niels Petter en voz alta. Tenía que hacer algo. Temía derrumbarme y tener que contarle todo.

Luego llegamos a los nuevos túneles. Insistí en que fuéramos por ellos en lugar de pasar por la iglesia medieval y luego bajar hasta la vieja carretera a lo largo del río. Me inventé una tontería de que era tarde y que andábamos mal de tiempo.

Conque el lago de los Mayores...

La Mujer de los Arándanos sí que era «mayor». Al menos nos lo parecía entonces. Una señora mayor, decíamos. Una señora mayor con un chal carmesí sobre los hombros. Teníamos que asegurarnos de que habíamos visto lo mismo. Eso era mientras aún nos hablábamos.

La verdad es que ella tenía la misma edad que yo tengo hoy, ni más ni menos. Era lo que se suele llamar una mujer de mediana edad.

Cuando saliste a la terraza fue para mí como encontrarme conmigo misma en la puerta. Hacía treinta años que no nos veíamos. Pero no sólo eso. Tuve una sensación muy real de verme a mí misma desde fuera, desde tu punto de vista, quiero decir, y con tu mirada. De repente yo era la Mujer de los Arándanos. Una sensación inquietante se me vino encima.

Vuelven a llamarme para que salga. Ya es la tercera vez. Envío y borro. Un abrazo, Solrun.

Es como si tuviera que cuidarme de no escribir «tu Solrun», porque nunca llegó a haber entre nosotros una ruptura. Simplemente cogí algunas de mis cosas y me fui aquel día. Pero no volví nunca. Pasó casi un año entero hasta que te escribí desde Bergen para pedirte que embalaras mis cosas y me las enviaras, y ni siquiera entonces mencioné que se trataba de una ruptura formal, sino sólo que sería lo más práctico, después de llevar tanto tiempo al otro lado de las montañas, es decir, en Bergen. Pasaron aún unos años hasta que conocí a Niels Petter. Y ahora sé que transcurrieron más de diez hasta que Berit y tú os conocisteis.

Tú sí que fuiste paciente. Fue como si nunca dejaras de creer en nosotros dos del todo. Yo, por mi parte, he tenido a veces la sensación de ser una bígama.

Jamás olvidaré lo que ocurrió arriba, en el puerto de montaña. Tengo la sensación de que no pasa ni una hora sin que piense en ello.

Pero luego ocurrió algo, en realidad algo maravilloso y esperanzador. Hoy lo considero un regalo.

Imagínate que hubiésemos sabido recibir juntos ese regalo. Pero estábamos aterrados. Primero caíste fulminado y yo tuve que consolarte. Luego te levantaste de repente y echaste a correr.

A los pocos días ya mirábamos cada uno hacia un lado. Habíamos perdido la habilidad o la voluntad de mirarnos a los ojos.

Nosotros dos, Steinn. Fue increíble...

¡Solrun, Solrun! ¡Qué bella eras! ¡Qué espléndida con aquel vestido rojo, de espaldas al fiordo, el jardín y la barandilla blanca!

Te reconocí al instante, claro que sí. ¿O estaba viendo visiones? No, eras tú, como esculpida de otra época.

Y que quede claro: no te asocié en ningún momento con la «Mujer de los Arándanos».

¡Qué bien que me hayas escrito! Durante las semanas que han pasado desde que volví a verte he albergado la esperanza de que lo hicieras. Fui yo el que sugerí que nos enviáramos correos, pero en el último momento fuiste tú la que dijiste que te pondrías en contacto conmigo cuando surgiera la ocasión. Y de esa manera la iniciativa estaba en tu mano.

Me resulta abrumador habernos vuelto a encontrar justo en ese mismo recoleto lugar de entonces. Era como si hubiéramos vivido con un acuerdo ancestral de volvernos a reunir justamente allí y entonces. Pero no teníamos tal acuerdo. Fue una exuberante casualidad.

Yo salía del comedor con una taza de café en un plato y me llevé tal sorpresa que se me cayó un poco de café y me quemé la muñeca; tienes razón al decir que apenas conseguí mantenerme en pie, pues tuve que sujetar la taza para que no se fuera al suelo.

Saludé escuetamente a tu marido, al que le entró una repentina necesidad de ir a por algo al coche, y así tú y yo pudimos intercambiar un par de frases. En ese momento llegó la dueña del hotel, tal vez me hubiera visto pasar por la recepción y me reconociera de treinta años atrás, de cuando su madre era la jefa del hotel.

Ella nos vio muy compenetrados y nos tomaría por un matrimonio de mediana edad que en un tiempo remoto habíamos estado allí de novios, antes de establecernos y vivir juntos toda una vida —he intentado imaginármelo— y que, por fin, tal vez por un arrebato de nostalgia, habíamos vuelto al escenario de nuestra aventura juvenil. Y luego, después del desayuno, salimos a la terraza, aunque, claro está, acordes con los tiempos, los dos habíamos dejado de fumar, faltaría más, pero salimos a contemplar el haya roja, el fiordo y las montañas. Porque así lo hacíamos siempre entonces.

Habían reformado la recepción del hotel y también habían puesto un nuevo café para la gente de paso. Pero los árboles, el fiordo y las montañas eran las mismas. También lo eran los muebles y los cuadros del salón de la chimenea, incluso la mesa de billar estaba exactamente igual que entonces, y dudo de que el viejo piano se haya afinado alguna vez. Tocaste a Debussy en ese instrumento, y algunos nocturnos de Chopin. No se me olvida cómo los demás huéspedes se agrupaban en torno al piano para escucharte, y que te aplaudían mucho.

Habían transcurrido treinta años, pero el tiempo apenas se había movido.

Acabo de olvidarme del único verdadero cambio. ¡Los túneles eran nuevos! En aquellos tiempos llegabas en barco y te ibas en barco. No había otra posibilidad.

¿Te acuerdas del alivio que sentimos cuando supimos que había llegado el último trasbordador? El pueblo entero quedó cerrado al exterior, y pudimos aprovechar lo que quedaba de tarde, la noche y la mañana siguiente antes de que el trasbordador M/FNesøy saliera por el fiordo para volver más tarde con nuevos pasajeros. Una tregua, dijimos. Si hubiera sido hoy, habríamos estado sentados en la terraza toda la noche mirando los coches que salían del túnel. ¿Se dirigirían todos hacia el oeste o se desviaría alguno donde el Museo Glaciar para venir a recogernos? Para arrestarnos, quiero decir.

Por cierto, me había olvidado de que un día cuidamos a sus hijas. Como ves, no me acuerdo de todo.

Me parece estupenda tu sugerencia de borrar los correos electrónicos inmediatamente después de haberlos leído, contestar a continuación y borrar la respuesta en cuanto se haya enviado. Tampoco a mí me gusta tener demasiados asuntos almacenados en el disco. A veces resulta liberador airear pensamientos y asociaciones. En nuestros días se almacenan y se guardan demasiadas palabras, en la red, en lápices de memoria o en discos duros.

Ya he borrado el correo que me enviaste, y ahora me he sentado cómodamente a contestarte. Debo reconocer que lo de borrar también tiene sus desventajas, porque ahora, en el momento de escribirte, echo de menos la posibilidad de volver a leer alguna de tus frases. Tendré que fiarme de mi memoria, y así ha de continuar nuestro intercambio de correos electrónicos.

Insinúas que detrás de nuestro flagrante reencuentro en la terraza del hotel puede haber fuerzas sobrenaturales. Respecto a asuntos de esa índole debo decirte desde el principio que me expresaré con la misma sinceridad que en aquella ocasión. No puedo sino considerar esa clase de coincidencias como sucesos casuales, detrás de los que no hay ni una voluntad ni una «providencia». Cierto es que en este caso se trató de una enorme coincidencia nada trivial. Tenlo presente todos esos días en los que no ocurre nada parecido.

Aun arriesgando animar tu tendencia a lo oculto, voy a confesarte algo. Cuando el autobús en el que llegué salió del largo túnel en Bergshovden, el fiordo estaba como empaquetado en niebla, y no veía nada debajo de mí. Veía las cimas, pero tanto el fiordo como los valles estaban como borrados del paisaje. Luego entramos en otro túnel, y cuando salimos me encontraba ya debajo de la capa de nubes. Veía el fiordo y los fondos de los tres valles, pero ya no podía avistar las laderas de las montañas.

Pensé: ¿Estará ella? ¿Vendrá ella también?

Y llegaste. A la mañana siguiente estabas en la terraza con un vestido casi de niña cuando salí del comedor balanceando una taza rebosante de café.

Tuve la sensación de que te había creado allí, en ese instante, en ese lugar, como si hubieras salido de mi imaginación, como si te hubiera colocado en ese viejo hotel de madera justo ese día. Era como si nacieras en esa terraza, como si nacieras de mi recuerdo y mi añoranza.

Ahora bien, tampoco es de extrañar que te tuviera tan presente en mis pensamientos, pues me encontraba de nuevo en aquello que tú y yo habíamos llamado un «recoleto lugar erótico». Pero el que llegáramos al mismo tiempo claro que no era más que una increíble casualidad.

Había desayunado en el comedor del hotel pensando en ti, mientras bebía el zumo de naranja y picaba el huevo pasado por agua. Me sentía muy aturdido tras el impresionante sueño que había tenido, así que me llevé el café a la terraza. ¡Y zas! ¡Allí estás tú!

Me dio pena tu marido. Sentí mucha simpatía por él cuando una hora más tarde tú y yo le dimos la espalda y subimos juntos a la montaña, en soledad dual.

La manera en la que andábamos y empezamos a conversar se me antojó una dulce réplica de aquella vez en que, de jóvenes, estuvimos allí. El valle era el mismo, y, como te dije: tú aún pareces joven.

Pero yo no creo en el destino, Solrun. Decididamente no.

Vuelves a mencionar a la «Mujer de los Arándanos». Con ello tocas uno de los sucesos más extraños que he vivido. Porque no la he olvidado, y tampoco niego que fuera real. Pero espera un momento. Fui testigo de algo camino de casa.

Cuando vosotros os habíais marchado, yo me quedé para estar presente en la inauguración del nuevo centro climático a la mañana siguiente. Te dije que me tocaría pronunciar un pequeño discurso durante el almuerzo. El viernes por la mañana me fui en el barco expreso de Balestrand a Flam, y después de estar allí un par de horas, cogí el primer tren para Myrdal y luego me vine a Oslo.

Como sabes, justo antes de llegar a Myrdal, el tren se detiene junto a una imponente cascada llamada Kjosfossen. A los turistas casi los obligan a salir del tren para sacar fotos de la cascada o al menos echar un vistazo a esa espumeante catarata.

Mientras estábamos en el andén, en la ladera de la derecha de la cascada apareció de repente una hulder, una diablesa. Fue como si saliera de un salto de la nada. Desapareció igual de repente, pero sólo durante una fracción de segundo, porque volvió a aparecer a unos treinta o cincuenta metros de distancia.

Eso se repitió varias veces.

¿Qué me dices? ¿Acaso esa clase de subterráneos no están sujetos a las leyes naturales?

Ahora bien, no saquemos conclusiones precipitadas. ¿Vi visiones? Vamos a ver: había allí unas doscientas personas que vieron exactamente lo mismo que yo. ¿Fuimos todos testigos de algo sobrenatural, de un auténtico duende o espíritu de la naturaleza? No, no... era algo preparado para los turistas, claro está, y lo único que ignoro respecto del suceso es lo que le pagan a la chica por hora.

Pero ¿me he olvidado de algo? Sí, porque fuera como fuera, esa chica no se movía de un modo natural por el paisaje, sino que saltaba de lugar en lugar a la velocidad del rayo. Eso también, sí, sí. ¡Era un truco! No conozco el número exacto de «diablesas» que actuaban aquella tarde en Kjosfossen. Supongo que eran dos o tres. Recibirían la misma paga, digo yo.

Escribo estas líneas porque ahora se me ocurre que aquella vez hace treinta años quizá hubiera algo en lo que no reparamos, pero que, en mi opinión, aún no es demasiado tarde tomar en consideración. También la «Mujer de los Arándanos» podría haber sido colocada allí. Pudo haber desempeñado un papel, pudo habernos gastado una broma, y tampoco es seguro que fuéramos las únicas víctimas de su existencia «arandanera» tan exhibicionista. En todas partes hay originales locales de ese tipo.

Pero me he olvidado de algo más, ¿no? También esta vez. No sólo parecía llegar de la nada y de ninguna parte. También fue como si simplemente se la tragase la tierra al término de su pequeña actuación. Y tal vez fuera exactamente eso lo que ocurrió. Tal vez fuera una bromista que se dejaba caer en un viejo foso de animales, o justo detrás de unos montones de hojas o algo por el estilo, ¿qué sé yo? Tú y yo no investigamos a fondo aquel suelo, la verdad es que salimos corriendo valle arriba, como si tuviéramos al mismísimo diablo en los talones.

A veces decimos: Si no lo veo, no lo creo. Pero tampoco es seguro que tengamos que creerlo ni siquiera al verlo. Algunas veces tenemos que frotarnos los ojos antes de pronunciarnos. Tenemos que preguntarnos cómo algo o alguien puede haber logrado engañarnos por completo. Nosotros no lo hicimos entonces. Estábamos aterrados. Estábamos además muy tocados por lo que había sucedido unos días antes. Si uno de los dos hubiera perdido los estribos, estoy convencido de que también los habría perdido el otro.

No debes sentirte rechazada. Me alegré mucho de volver a verte, y estos días sonrío un montón. No es que piense que haya algo indiferente o absurdo en esas casualidades. Pueden ser muy significativas simplemente porque nos emocionan y se nos quedan grabadas en la mente. Además, pueden resultar decisivas para lo que ocurra más adelante.

De todos los sitios posibles, tenía que ser ése el lugar de nuestro reencuentro. Y sin más, subimos de nuevo hasta Fjellstølen. ¿Quién habría dicho que algo así volvería a ocurrir?

Una marcha de cuatro horas no es mucho tiempo si se tienen pequeños encuentros, digamos una o dos veces al año. Pero cuando han pasado varias décadas, cuatro horas es mucho tiempo, y la diferencia entre ese único encuentro y nada se hace inmensa.

Vale, Steinn. Me alegra saber de ti. Pero a la vez se me viene a la memoria por qué nos separamos. Una de las razones fue que interpretamos de muy distinto modo ciertas cosas vividas por los dos. Otra, que siempre hablabas de una manera condescendiente de mi manera de interpretar las cosas.

Y sin embargo me resulta grato saber de ti. Te echo de menos. Dame un poco de tiempo y te responderé cuando esté de mejor humor.

No era mi intención mostrarme condescendiente, pero no soy capaz de recordar exactamente las palabras que usé. ¿Qué escribí? ¿No te dije que iba por casa sonriendo porque nos habíamos vuelto a encontrar?

Por cierto, hay algo más que quiero contarte. Me fui al fiordo en un trasbordador que tenía el mismo nombre que ese brazo del fiordo. Primero atracamos en Hella, donde en aquellos tiempos aparcamos nuestro miserable vehículo —resultaba muy extraño estar en cubierta y contemplar de nuevo aquel desembarcadero— y luego cruzamos el fiordo grande hasta Vangsnes, antes de dar la vuelta y desembarcar en Balestrand. Allí estuve haciendo tiempo, en la punta junto al hotel Kvikne, mientras esperaba al barco expreso que me llevaría a Bergen. Por fin llegó, aunque algo tarde, creo que con un retraso de media hora, y ¡cuando embarqué descubrí que el nombre del barco era M/S Solundir!

Me sobresalté. Pensé, claro está, en ti. No pensaba nada más que en ti desde que nos despedimos agitando los brazos en el viejo muelle unos días antes. Al ver el nombre me acordé de aquel verano en que visitamos a tu abuela en las islas de Solund. Ella se llamaba Randi, ¿no? ¿Randi Hjønnevag?

No sólo me puse a pensar, más bien lo llamaría entrar en un estado especial de conciencia, porque de repente se me vinieron encima un montón de viejas vivencias, imágenes vivas e impresiones de aquellos tiempos en que tú y yo, con veinte años, estuvimos como una pareja en esa boca de mar. Parecían tráilers de película, de episodios que ya ni recordaba haber filmado, y no era cine mudo, no creas, pues era como si oyera tu voz, te oía reírte y hablarme. ¿Y no oía también la brisa y los gritos de las aves marinas? ¿Y no podía oler tu largo pelo negro? Olía a mar y a algas. No eran unos pensamientos normales y corrientes, pues me subían empujando por dentro como un géiser de felicidad reprimida, o llegaban como un flashback a aquellos tiempos que fueron nuestros tiempos.

Primero me encuentro contigo en ese viejo hotel de madera tras más de treinta años sin vernos, y cuando me marcho de allí, lo hago en un barco llamado como ese pequeño pueblo isleño de donde es oriunda la familia de tu madre. ¿No me dijiste entonces que en realidad tú te llamabas así por ese pueblo? Por lo demás, hablábamos más bien de Ytre Sula, que era el nombre de la isla más adentrada en el mar, donde vivía tu abuela. ¡Solrun y Solundir! ¡No es de extrañar que me sobresaltara!

De todos modos no debemos dejarnos tentar a sacar conclusiones ocultas de semejantes casualidades. El barco llevaba simplemente el nombre de uno de los municipios costeros de la provincia en la que me encontraba, no era más raro que eso. De manera que me tranquilicé, pero me quedé sonriendo en cubierta.

¿O tú qué crees?

Ahora estoy aquí. En Solund, quiero decir. Estoy en la vieja casa de Kolgrov, mirando los islotes. Lo único que me quita algo de vista en este momento son unas piernas de hombre. Pues Niels Petter está fuera subido en una escalera de aluminio pintando los marcos de las ventanas del piso de arriba.

Cuando tú y yo bajamos de Fjellstølen aquel miércoles, a mi marido le entraron de repente las prisas y quería que nos marcháramos cuanto antes. Debíamos estar en Bergen al menos a la hora del último telediario, dijo.

Fuimos en el coche por el valle Bøyadalen y entramos en el túnel cerca del glaciar sobre las tres de la tarde. Al salir del túnel vimos cómo se disolvía la niebla y el sol irrumpía en las nubes mientras íbamos bordeando el lago Jølstervatn. El único comentario que hizo Niels Petter antes de pasar Førde fue sobre la niebla. Está despejando, dijo, justo en el momento de rodear el lago junto a Skei. Intenté empezar una conversación, pero no pude sonsacarle más. Luego se me ocurrió que ese comentario suyo tal vez tuviera más que ver con su estado mental que con la meteorología.

Yendo hacia el sur desde Førde, Niels Petter se volvió de repente hacia mí y dijo que le parecía un viaje muy largo para un día, y que podríamos quedarnos una noche en la casa de la familia de mi madre, a la que ahora sólo llamamos «la casa de verano». En un principio pensábamos volver directamente a casa, sobre todo por sus compromisos para el día siguiente, pero su sugerencia era su aportación a una reconciliación, tanto por habérselo tomado tan mal cuando yo insistí en dar un largo paseo contigo –por primera vez en treinta años, Steinn– como por haber ido tan callado en el coche. Y así fue. Cruzamos el fiordo desde Rysjedalsvika hasta Rutledal, y desde allí fuimos hasta las islas de Solund. Pasamos un espléndido día junto al mar mientras tú estabas en la inauguración de ese centro climático. Como es natural, te dediqué algún pensamiento a lo largo de aquel día, recuerdos, quiero decir, instantáneas, momentos que vivimos juntos entonces, y seguí recordándote en los días siguientes; eran recuerdos intensos, y veo que algunos te llegaron en forma de pequeños tráilers que no recordabas haber filmado.

Volvimos a nuestra casa de Bergen el jueves por la noche, y temprano a la mañana siguiente bajé al muelle Strand para ver zarpar al M/S Solundir. Sale de Bergen a las ocho. Sabía que tú te ibas de Balestrand esa mañana, me lo habías dicho, y como de todos modos me había levantado temprano, me di un paseo matutino y bajé al muelle. Con el fin de desearte buen viaje, Steinn, para despedirme de nuevo. Seguramente algo muy irracional, pero se me antojó y quise hacerlo. No me digas que ese saludo no te llegó. Me parecía divertido que fueras en el Solundir, y me imaginé que pensarías en mí y en nuestra aventura veraniega en ese lugar.

El barco no lleva su nombre por mí, sino como bien dices por ese municipio isleño en el oeste, junto a la desembocadura del fiordo de Sogn, donde había pasado casi todo el día anterior, y donde estoy sentada en este momento, mirando el mar. Por suerte han desaparecido ya esas piernas, pues estorbaban bastante, tanto a la vista como a los pensamientos...

Solundir es simplemente una forma plural de Solund en antiguo nórdico, pues aquí hay varios cientos de islas Solund. Sól significa «surco» y -und significa «equipado con». Es decir que las islas Solund están equipadas de surcos. No es una mala descripción de la geología de este lugar. Como dice nuestro himno nacional «Con surcos, curtido por la intemperie y el agua...».

Supongo que recordarás cómo corríamos por aquí jugando al escondite entre las psicodélicas formaciones de piedras, constituidas por un conglomerado de colores, y tampoco habrás olvidado que nos pasábamos horas y horas recogiendo piedras del escultural paisaje. Tú coleccionabas mármol, yo unas piedras rojas. Aquí siguen brillando, tanto las tuyas como las mías. Las uso para los macizos de flores.

Es verdad que mi abuela se llamaba Randi, y me da un poco de pena que tenga que recordártelo, con lo bien que os caíais el uno al otro. Recuerdo que una vez describiste a mi abuela como la persona más cálida y maravillosa que habías conocido jamás, y ella, por su parte, salía constantemente al jardín canturreando para sus adentros: Ese tal Steinn. «Ese tal Steinn» era algo muy especial. La abuela no había conocido a un hombre más maravilloso en su vida.

También mi madre se crió aquí, ya lo sabes, en el lugar más al oeste del país. Su apellido era Hjønnevág, eso también lo recuerdas, y cuando mis padres me pusieron el nombre de Solrun no fue por casualidad, sino que se inspiraron en la historia de nuestra familia.

Ahora estamos aquí los cuatro, antes de que la vida cotidiana y la rutina diaria nos reclamen dentro de unos días. Ingrid ya va a la universidad. Aquí, tan cerca del mar, hay una calma inusual, y ayer hicimos una barbacoa en el jardín, lo cual no es nada frecuente por estos lares.

El mundo no es un mundo de casualidades, Steinn. Es coherente.

Qué bien que hayas contestado. No tardaste mucho en ponerte de mejor humor.

Me resulta muy curioso pensar que estás ahora allí. Es como si yo también estuviera, por el hecho de estar enviándonos correos, quiero decir. Pues opino que dos seres pueden estar cerca el uno del otro a pesar de que la distancia física que los separa sea grande. En ese sentido estoy de acuerdo en que el mundo es coherente.

Me ha emocionado saber que bajaste al muelle Strand aquella mañana para enviarme un saludo con el barco expreso. Te imagino bajando las escaleras de Skansen, y esa visión me hace pensar en una película española. Te aseguro que tu saludo me llegó.

Subiendo un día por el valle Mundal dijiste que rechazas cualquier tipo de «fenómenos llamados sobrenaturales». Dejaste muy claro que ni siquiera creías en la telepatía, ni en ninguna forma de clarividencia. Lo dijiste después de que yo te contara unos jugosos ejemplos de sucesos de esa clase. En tu caso tal vez se trata de no aprovechar tus antenas, de no querer quitarte las anteojeras, o de no admitir que de vez en cuando «recibes» lo que sólo crees son tus propios impulsos.

Ahora bien, no eres tú solo, Steinn. Hay mucha ceguera psíquica en nuestros tiempos, mucha pobreza espiritual.

En cambio yo soy tan ingenua que no me siento capaz de calificar como una simple casualidad el que nos volviéramos a encontrar en aquella terraza. Creo que hay algo que dirige todo eso. No me preguntes cómo, porque no lo sé. Pero no entender, no es lo mismo que cerrar los ojos. El rey Edipo tampoco descubrió los hilos del destino que tiraban de él, y cuando le fueron mostrados, se sintió tan avergonzado que se cegó. En cuanto a su destino, había estado ciego siempre.

Esto es como un partido de ping-pong. Tal vez deberíamos seguir enviándonos correos toda la tarde. Así yo también me doy una vuelta por Solund en este día de verano. ¿Te parece?

Pues sí, es como si estuviéramos charlando. Yo estoy de vacaciones, y en esta casa hay una ley no escrita de que durante las vacaciones todos hacemos lo que nos apetece. Únicamente nos atenemos a ciertas reglas respecto a las comidas, que se hacen todas en común excepto el desayuno, que cada uno tomamos conforme nos vamos levantando. Ahora hace poco que hemos comido, así que no tengo ninguna obligación hasta la cena de esta noche. Si no se levanta viento, tal vez hagamos una barbacoa también hoy.

¿Y tú? ¿Por dónde te darás una vuelta esta tarde?

Lamento no poder ofrecer nada parecido a tu entorno. Estoy sentado en un aburrido despacho de la Universidad de Oslo, y aquí seguiré hasta casi las siete, que he quedado con Berit en Majorstua. Vamos a ir a Bærum a visitar a su padre —viejo, aunque muy despierto y con la mente muy despejada—. Pero para eso todavía falta, aún podemos disfrutar de unas horas juntos.

No te olvides de que yo estudié en esa universidad durante cinco años. Aquellos años, Steinn... A mí me resulta ya exótico soñar con esa época.

No creo que ni soñaras con llegar a ser catedrático de la Universidad de Oslo en aquel entonces. ¿No aspirabas a un puesto de profesor de instituto?

Cuando te marchaste me encontré con un excedente de tiempo casi amenazador, de modo que me puse a trabajar en una tesis doctoral, y luego conseguí una beca postdoc de investigación. Pero tal vez deberíamos esperar para hablar de «entonces». Lo que ahora quiero saber es quién eres hoy.

Bueno, yo sí que acabé siendo profesora de instituto, ya lo hablábamos entonces. Nunca me he arrepentido de esa elección. Considero un privilegio ganarme el sustento pasando todos los días unas cuantas horas en compañía de unos jóvenes comprometidos, en un contexto profesional que me interesa. Eso de que siempre se aprende de los alumnos no es un tópico. En una de cada dos clases que me han tocado, siempre había algún chico de rizos rubios que me recordaba a ti, a nosotros dos en aquella época. Un año hubo uno que se te parecía de verdad, y casi tenía tu misma voz.

Pero tú tienes la palabra ahora. Creo que mencioné que no considero una casualidad el que de repente nos encontráramos de nuevo en esa terraza.