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LÍMITES Y FRONTERAS

Saïd El Kadaoui Moussaoui

Prólogo de Ignasi Riera

© Saïd El Kadaoui Moussaoui, 2008

© del prólogo: Ignasi Riera i Gasiot, 2008

© de esta edición: Editorial Milenio, 2008

Editorial Milenio

Sant Salvador, 8 - 25005 Lleida

www.edmilenio.com

editorial@edmilenio.com

Primera edición: noviembre de 2009

Esta edición corresponde a los contenidos de la segunda edición en formato papel,de diciembre de 2008

ISBN: 978-84-9743-323-5

A Eva. Por ser la madre de mis dos hijos: Elies, nuestro amor y este libro que ya deja de pertenecernos.

A mis padres y hermanos. Juntos hemos vivido la aventura del viaje.

A Amina Bargach. Por haberme abierto las puertas de tu casa y las de un país que anhelaba.

A Jordi Marfà. Desde su lugar, me ha ayudado a encontrar el mío.

A los amigos que ha deparado mi paso por la clínica Llúria.

A los pacientes de la clínica Llúria que he tenido el privilegio de cuidar.

Me gustaría nombrar a varias personas que me han ayudado con sus comentarios y sugerencias a hacer posible este libro:

Ignasi Riera. Me emociona pensar que ha leído mi libro en dos ocasiones con la “atención de censor perverso” como le gusta decir. Su generosidad, sus comentarios sabios y sus ánimos son unos de los mejores recuerdos a los que estará ligada esta novela.

Rafael Argullol. Después de la lectura de la primera versión del libro y de su comentario, empecé a creer que su publicación era posible. Agradezco profundamente que encontrara el tiempo y las ganas de leer el libro de alguien que “en un arrebato de locura” tuvo la osadía de pedirle que lo hiciera.

Carme Villabona. Guardo todavía los dos folios con sus comentarios y sugerencias. Contemplarlos hace que me sienta querido. Ha dedicado tiempo, atención y cariño a este libro.

Laura Rossell. Ha vivido y sufrido conmigo parte de la gestación de este libro y sus comentarios y sugerencias han sido de gran ayuda.

Abdelhay Sijelmassi. De alguna manera, él propició el encuentro con la editorial que publica este libro.

Rosa Barenys. Gracias a ella he podido contar con los inestimables consejos de Ignasi Riera.

Gracias.

Índice

El sentido de un viaje

Adiós

La clínica

El eterno extranjero

David

Confusión

Carla y Francesc

Límites

Terapia familiar

Venganza

La Fiesta

Contar pelos

Volver

Trastorno límite

El jardín

Despedida

Taller de revista

Poseer o soñar

Un ‘affaire’ con Roser

Ciudadano del mundo

Usted era un niño

Gracias por el sueño

La cordura no permite coger atajos

Viaje a Marruecos

Conversación con el hermano de David

História de un teléfono

Última entrevista con don Jorge

27 de septiembre de 2004. Hola

Glosario

El sentido de un viaje

El ‘viaje’ es uno de los referentes incuestionables de la literatura universal. Religiones, filosofías y creencias aluden al viaje del ser humano que no es, en definitiva, más que un viajero en tránsito en una tierra de paso. O el náufrago de un mar al que algunos llamarán “Mare Nostrum” pero que, como decía el poeta: “es el morir”. Ulises, el héroe homérico, fértil en recursos, viaja para regresar a Itaca, su patria. El viaje no será fácil: todo tipo de tempestades, algunas en forma de tentación, le alejarán de su objetivo. Los caminos de mar y tierra confunden al peregrino al que un cielo sin estrellas —y el hambre y el desaliento y la desesperación— tratan de disuadir de su objetivo. El viaje suele convertirse en una metáfora trágica de la aventura humana. Pues bien: la novela de Saïd El Kadaoui Moussaoui es el relato tenso, hondo, de un doble viaje, interior y exterior, de alguien que no sabe si llegará alguna vez a la tierra prometida.

Tras una noche de descontroles encadenados, Ismaïl, que se ha proclamado entre euforias etílicas como “el Che de los bereberes”, despierta en una clínica psiquiátrica preguntando: “¿Dónde está mi madre?” Arremete a quienes quieren retenerlo. Le tienen que sedar hasta que le aclaran que ha sido víctima de un brote psicótico con delirios de grandeza. No lo entiende. No entiende nada: “Me sentía como un niño indefenso que no encontraba un papá que le explicara las cosas.” Le atenaza la frustración. Y la sensación de claustrofobia “insufrible, cuando sentía que mi vida había pasado a depender de otras manos”: “¡Me siento humillado!”, decía al rechazar a la persona que le hablará y le escuchará, el doctor Jorge, que le va a aplicar, durante dos años azarosos, la terapia de la palabra. Pronto Ismaïl se sitúa (aunque nunca de forma definitiva), en su nuevo espacio: “empecé a ver en qué consistía esto de estar loco. No, no es una enfermedad como otras (…). La locura es una enfermedad del cuerpo, pero sobre todo del alma.”

El odio, que a lo largo de su vida le ha ayudado a huir de su sentimiento de inferioridad por el hecho de saberse extranjero, le acerca a David, el artista loco, con el que traba amistad: “lo que nos unió fue el hecho de ser dos locos fascinados por la locura”. Fascinados, también, por la muerte, como recordaba David: “cuando abría los ojos, lo que veía era tan deprimente, que sólo pensaba en la muerte”. Junto a la palabra locura, en la novela adquieren relieve palabras como sexo, celos, infancia, desesperación. El protagonista recuerda sus muchos enamoramientos infantiles, frustrados, en ocasiones, por su condición de extranjero. Se ha enamorado de Mónica. Y Mónica le corresponde. Pero el entorno de la clase imposibilita este amor. Y tienen que dejarlo. Se lo explica Albert: “sabes que te queremos un montón. Pero para el resto, tú eres un moro. ¿Y cómo va a salir un moro con Mónica? Ismaïl se debate, una vez y otra, sobre el sentido de su doble “nacionalidad”, en la que aspira a sentirse cómodo. Pero se le impone la realidad de extranjero en todas partes. De “alienado”, en el sentido literal de la expresión marxista. Se lo explicará así en la última entrevista de despedida a don Jorge: “Me recibió siendo el príncipe de los bereberes y me despediré de usted siendo un amazig que se siente europeo, que quiere tanto como odia a Marruecos y que se siente siempre sin propiedad porque cree que ser emigrante es alejarse irremediablemente no sólo de una tierra sino de un trocito de lo que uno es.”

Si, como toda persona que viaja recuerda con nostalgia —o con rencor— sus orígenes, siente la necesidad de agarrarse a una referencia sólida: que será la escritura y la palabra. Le decía el Dr. Jorge que, a medida que iba entrando en la palabra, su cuerpo necesitaba menos miligramos de pastillas. Lo cual no le libera del estigma de la locura: “Me enfada hasta el agotamiento ver que el jardín, el mejor espacio de la clínica, se convierte en un cementerio. Estoy cansado de mi locura y de la de los demás.” Vive bajo la sensación de alguien que asocia dos binomios: marroquí-enfermo, europeo-normal. La muerte de David agrava las cosas. En conversación virtual con el amigo, le dice: “Tú sabes de mi obsesión por encontrar el límite, esa delgada línea que separa la cordura de la locura. Ahora, tu desaparición me ha traído otra: ¿dónde está la delgada línea que separa la vida de la muerte?”

Viaje interior de alguien que vive escindido por su origen y por su asentamiento. Siente terror e indignación cada vez que los medios de comunicación hablan de pateras hundidas en el estrecho: “Me siento hermano de todos ellos y es tan grande mi dolor que preferiría ser uno de ellos y dejar que el mar hiciera con mis despojos aquello que le viniera en gana.”

Novela tensa e intensa. De alguien a quien le trepana un pensamiento: “No se puede ser de dos lugares”, pero que se acaba curando y sale del centro a sus 31 años. Con una lección aprendida, para el futuro que le espera: “La cordura no permite coger atajos.”

Si dicen que el viaje enseña a definir la vida, el de esta novela no te deja indiferente. Al contrario: como lector puedo certificar que el texto le devuelve a la literatura una de las claves para ahondar en ese misterio tortuoso al que llamamos “vida”.

Ignasi Riera

Madrid, 2 de marzo de 2008

Adiós

Le di un beso en la calva a mi jefe, dos más en la mejilla —¡el pobre me miraba con una cara!— y le dije que él, bien mirado, era un buen hombre que se había dejado seducir por el poder del dinero. Había caído en la trampa que esta sociedad nos depara a todos. “Crees ser un triunfador por haber armado esta mierda de restaurante, pero ¿sabes qué te digo? Sigue explotando a otros. A mí ya no. Ya encontrarás a otro moro dispuesto a trabajar por la miseria que me pagas. ¡Ah! No te lo había dicho nunca, pero me apetece hacerlo ahora. Esa mujer de allá, tu madre, con sus aires de marquesa, es una puta bruja; encuéntrale a alguien que se la folle y le quite las manías que tiene. Porque... ¿debe de hacer tiempo que no se come una polla, verdad?... ¡no! No te preocupes, ya me voy. Con mi finiquito puedes pagarte un chapero que te reviente el culo, ¿vale?”

Le di un abrazo que lo sorprendió y salí del restaurante. Me sentía eufórico y desinhibido. Tenía ganas de abrazar a todo el mundo. Mi “yo” quedó despojado de toda conciencia racional y solamente era sentimiento a flor de piel. Sentía mucho amor por la mayoría de la gente de la calle —llegué a abrazar a tres o cuatro personas desconocidas diciéndoles que les quería— y mucho odio por mi trabajo, el jefe y los árabes. Gritaba que yo era Amazig y no un puto árabe. “Yo soy libre, completamente libre.” Creí que toda la gente me miraba y hablaba de mí. Pensaba que los turistas de la calle me hacían fotos y que quizás alguno de ellos fuera periodista. “Mañana seré la portada de todos los periódicos”, me decía, y me encaramé a una barandilla de cemento para pedir un minuto de atención. Rápidamente se hizo un coro a mi alrededor que interpreté como muestra de interés por mis palabras: “queridos amigos, voy a hacer todo lo posible para liberar a los beréberes de ese miserable país que es Marruecos. Los emaziguen somos un pueblo único, con un idioma pisoteado por los bárbaros árabes, con una cultura propia. Los emaziguen somos un pueblo combatiente, con raza y nadie nos va a seguir explotando. Pido ayuda a la nación catalana para que me ayude a llevar esta revolución que hoy emprendo. La nación catalana sabe de lo que hablo y tampoco debe dejarse pisotear por un estado opresor como es España. España, un país explotador de sus inmigrantes. España invasora del pueblo catalán y llena de gente como el jefe al que acabo de plantar deseándole lo mejor a él y a su madre...”

Hubo quien me aplaudió. Entre ellos estaba Hasan que se quedó hasta el final para decirme que él también era amazig, pero de Cabilia. Lo abracé como si de un hermano se tratara y le propuse que se uniera a mi lucha. Nos fuimos los dos y despilfarré todo el dinero que me quedaba en la tarjeta de bar en bar. ¡No recuerdo la cantidad de alcohol que tomamos!

Hasan me debió dejar en alguno de aquellos bares y acabé deambulando por las calles de Barcelona proclamando que era el Che beréber y que liberaría a mi pueblo de la opresión que sufría. En estos momentos no se imaginan como tengo la cara y no se imaginan el esfuerzo que tengo que hacer para seguir escribiendo. ¡Me invade una sensación de vergüenza tremenda!

Según me comentaron después, debí pasar dos días enteros con esta historia recorriendo la ciudad sin rumbo fijo y con una desorientación total. Tengo unos recuerdos muy vagos de todo aquello y no sé si son reales o si son producto de mi imaginación. La imagen de un policía hablándome, la luz naranja de las sirenas, dos hombres vestidos con el jersey de la Cruz Roja y algún que otro grito son los únicos recuerdos que guardo de aquellos dos días, que han pasado a ser una especie de paréntesis que enmarcan un tiempo en blanco que yo no viví.

Desperté con una sensación de cansancio en todo el cuerpo. Apenas podía mover mis brazos y piernas; mi cuello estaba rígido y tenía verdaderos problemas para moverlo y mi boca estaba seca y pastosa. No sabía dónde estaba.

Cuando se percataron de que había abierto los ojos, se acercó hacia mí una enfermera, me tocó la frente muy suavemente y me preguntó que cómo estaba. “¿Dónde estoy?” Le pregunté intentando humedecer mis labios con la lengua. Ella me dio un vaso de agua, me ayudó a incorporarme y me dijo que no me preocupara. Cuando hube acabado de beber, abrí mejor los ojos y miré a mi alrededor. No vi nada más que una habitación chiquitina, mi cama y la enfermera que estaba de pie a mi lado. “¿Dónde estoy?”, le volví a preguntar ya más consciente de que aquello no era un sueño. “En un hospital”, respondió ella. Entonces recordé vagamente algunas escenas de baile y gritos con Hasan y supuse que había bebido más de la cuenta. “Ah, debe de ser el alcohol”, le dije con una media sonrisa, “pero ahora ya me siento bien y ya puedo ir a casa.” “No, aún no, deja que venga el psiquiatra a hablar contigo.” “¡Cómo que el psiquiatra! ¡Acaso crees que estoy loco!” “No te pongas nervioso que no es bueno para ti, ahora vendrá el doctor.”

Empecé a sentir calor por todo el cuerpo y una sensación de ahogo tan grande que agarré a la enfermera de la bata y le dije: “déjame salir de aquí”. “Ayuda”, gritó ella. Vinieron dos enfermeros más y me forzaron a soltarla. “Tranquilo, tranquilo”, iban repitiendo. “¡Me quiero ir de aquí, sólo ha sido una borrachera!” “O te calmas o te vamos a tener que pinchar.” “¡Pero qué dices hijo de puta! Suéltame ahora mismo.” “Aquí está el psiquiatra”, exclamó uno de ellos. “Bueno”, dijo con una sonrisa aquel hombre, “¿Ismaïl, no? ¿Cómo has pasado estas doce horas? Veo que necesitabas dormir porque no te has despertado en todo este tiempo.” “¿Quién es usted?”, le pregunté. “Soy el doctor Pere, tu psiquiatra.” “¿Dónde estoy?” “En la Unidad de Psiquiatría, pabellón de Agudos.” “Creo que se han equivocado conmigo. Quiero irme a mi casa.” “Sí, ya irás, pero tendrás que esperar un poco.” Entonces lo agarré a él también de la bata y le dije que no quería esperar ni un minuto más. “Cálmate Ismaïl”, y se giró haciéndole un gesto a la enfermera que en un espacio muy corto de tiempo ya tenía una jeringuilla en la mano. “¿Pero qué hacéis? ¿Os habéis vuelto locos?” “Tranquilo Ismaïl, la enfermera te va a inyectar algo que te calmará.” “No quiero que me pinche nada, quiero irme a casa, ¿me oyes?” Cuando acabé de pronunciar esta frase, ya tenía a dos enfermeros aguantándome y la enfermera que esperaba a que no me moviera. Al cabo de muy poco rato me quedé dormido.

Volví a despertar al cabo de unas cuantas horas y recordé en seguida que me habían inyectado algo tras pedirles a unos cuantos batas blancas que me dejaran ir a casa. “No puede ser que me esté pasando esto, Ismaïl”, pensé. “Quiero irme a mi casa a descansar y no entiendo qué hago aquí”, le dije a otra enfermera que había venido a ver cómo estaba. “Ahora es muy tarde, son las cinco de la mañana, ya tendrás tiempo de irte a casa.” “¿Pero qué os pasa a todos? ¿Me tenéis por un niño pequeño o por un retrasado? Tengo casi 30 años y puedo tomar mis decisiones solo. ¿Quiénes sois para impedirme que vaya a casa?” “Hola Ismaïl, soy el doctor X”, ya no recuerdo aquel nombre. “¿Cómo te encuentras?” “Me encuentro bien y quiero irme a casa.” “Sí ya irás.” “Ahora.” “Ahora no.” “Le exijo que...” “No te pongas nervioso, sólo queremos cuidarte.” “Yo sé cuidarme solito y he dicho...” “No grites que despertarás al resto de compañeros.” “¡Me voy!” e hice el gesto de salir de la cama. Quise apartar con toda la fuerza que podía a aquel hombre que me lo impidió sin mucho esfuerzo porque yo me encontraba muy débil. “No hagas más difícil la situación.” Esta expresión del psiquiatra me violentó más porque sentía que eran ellos los que ponían las cosas difíciles. “¡He dicho que me voy!” Y nuevamente me sujetaron y me volvieron a pinchar.

Después de dos días dedicando todo mi esfuerzo mental al enfado con aquella gente que no me quería dejar marchar, me rendí y me convertí en una persona totalmente extraña hasta para mí. ¿Estaba viviendo una pesadilla de la que despertaría algún día? ¿Había un complot organizado con el fin de acabar conmigo? ¿Aquella gente era realmente quien decía ser? ¿Toda mi vida iba a ser así a partir de ahora? Sentía una angustia que me era totalmente desconocida. No era miedo a que me pasara algo, no era un sufrimiento por verme de aquella manera, no era un malestar con mi vida, no era nada a lo que pudiera agarrarme. Aquello debía ser algo parecido a lo que puede sentir un recién nacido cuando está en manos del médico que lo tiene cogido por los piececitos y dándole palmaditas en el culo. Sólo, en manos ajenas y un inmenso vacío que no tiene nombre. “¿Dónde está mi madre?”, pensé, y justo después de aquel pensamiento un temor inquietante: “¿Tengo madre?”

Los días fueron pasando y, resignado con mi situación, acepté hablar con el doctor Pere, que quiso saber si sabía por qué estaba allá. “No, no lo sé y nada de esto me parece real.” Entonces él me explicó que habían hablado con mi familia y que le habían dicho que sí que me habían visto extraño estos últimos meses pero que no sabían por qué. También me comentó que habían hablado con el propietario del restaurante donde yo trabajaba y, junto con el informe de la policía y de la cruz roja, pensaban que había sufrido lo que ellos llamaban brote psicótico. En mi caso con delirios de grandeza y creo que no hace falta explicar el porqué.

Cuando recuperé un poco el sentido, caí en una profunda depresión. No sabía qué me pasaba y, a veces, sentía que todo yo desaparecía y me transformaba en pequeñas partículas esparcidas en aquel enorme vacío.

Había momentos en que todo me resultaba extraño e incluso llegaba a dudar de si yo era yo; de si yo existía o todo era pura invención. En aquellos momentos tenía miedo de todo y de todos. Me acurrucaba en un rincón y sólo quería que me dejaran a mi aire y que nadie se me acercara.

Después de un mes, un poco más recuperado, aunque extraño con todo lo que me rodeaba, me dijeron que consideraban oportuno un traslado a la clínica, donde podía hacer un tratamiento más activo.

La clínica

Mi ingreso en la clínica lo viví con tranquilidad al principio. Fueron sucediéndose una serie de hechos rápidos e incontrolables que no me permitían pensar en nada más que no fuera el día a día, el minuto a minuto. Pero una vez superada la excitación que produce entrar en un mundo totalmente nuevo, desconocido y plagado de caras nuevas y rutinas nuevas, me di cuenta de dónde estaba. Tuve momentos de alienación total en que no reconocía ni mi cuerpo ni mi pensamiento. Era como si me desdoblara y un yo le preguntara a otro yo: ¿y tú quién eres? ¿Eres tú o soy yo? ¿Si soy yo, quién soy? ¿Y por qué estás aquí? ¿Esto es un psiquiátrico? ¿Estás loco? ¿Si tú estás loco, eso significa que yo también lo estoy?

Me sentía como un niño indefenso que no encontraba a un papá que le explicara el porqué de las cosas. Recuerdo que, de niño, me hice un corte en el dedo y empezó a sangrar la herida. En aquel momento necesité saber qué era aquel líquido que ya había visto en otras ocasiones; de dónde salía, por qué era rojo y no de otro color y qué pasaría si no dejaba de sangrar. ¿La sangre se acaba?, ¿qué sucede cuando se agota? Y un sinfín de dudas más que me atormentaban. Entonces fui a preguntarle a mi abuelo. No recuerdo su respuesta y no estoy seguro de que la hubiera. Lo que no he olvidado es su mirada cálida, tan diferente de aquellos ojos enormes que parecían no dar más de sí cuando se enfadaba, y la suavidad con que me sentó en su regazo. De pronto, como por arte de magia, desapareció aquella necesidad imperiosa de hallar la respuesta sin la cual, tan solo unos instantes antes, me parecía que no se podía vivir.

Esta vez, me sentía igual que aquel niño. ¡Mi cabeza estaba inundada con tanta pregunta y tantos temores! Y nadie podía hacer lo que mi abuelo entonces.

Las tres primeras semanas han pasado a ser uno de mis peores recuerdos. Cada vez que las evoco siento aquella presión en el pecho que me dificultaba respirar y aquella sensación de claustrofobia tan insufrible que tenía cuando veía que mi vida había pasado a depender totalmente de otras manos. Sospechaba que aquel ingreso no era gratuito, que me había ocurrido algo que requería pararse un tiempo y aclararlo y, sobre todo, veía que estaba inmerso en una situación de confusión permanente porque no acababa de tener claro a qué dedicaba mi vida hasta entonces. Pero la idea de estar ingresado en una clínica psiquiátrica con otra gente rara que se pasaba el día fumando en el bar y haciendo actividades sueltas como si estuviéramos en una especie de parvulario para locos, me sublevaba.

Toda aquella gente, con la que no me apetecía tener contacto alguno, parecía un rebaño de ovejitas indefensas e incapaces de pensar por ellas mismas y sentía un enfado permanente con aquellos batas blancas que organizaban hasta el más mínimo detalle de sus vidas. “Conmigo lo tienen claro”, pensaba; “yo en este refugio de gente imbécil no me quedo ni dos semanas. Total ¿qué vas a hacer aquí? ¡Pintar dibujitos como un idiota y dormir como el resto! No, a mi no me va a cazar esta gente.”

Ya de buena mañana aparecía uno de aquellos batas blancas, despertaba a todo el mundo y no dejaba que nadie se quedara en la cama. Yo no había hecho la mili, una de las pocas ventajas de ser un marroquí en España, pero creía que no podía ser muy diferente de aquella uniformización que nos imponían sin siquiera consultarlo. “¡Y si quiero seguir durmiendo qué!”, le grité a uno de ellos, que luego resultó ser mi cuidador. “Bueno, tranquilo, ya veo que te está resultando difícil esta primera semana. Verás, aquí intentamos...” —aquel tono suyo me encorajinó porque, en aquellos momentos me pareció el de una monja caritativa que me estaba dando una limosna—. “¡Mira, déjate de rollos, haz tu trabajo con los otros locos y olvídate de mí! ¡Voy a seguir durmiendo porque me da la gana!” Aquel bata blanca que ahora sabía que se llamaba Fidae, más tarde supe que él también era de origen marroquí, cambió de tono de voz y me dijo: “Vamos a ver Ismaïl, entiendo que al ser tu primera semana te pueda resultar más difícil. Pero te digo algo: no te vuelvas a dirigir a mí en este tono nunca más. No sé qué problemas tienes, ya los iremos viendo, aquí, que yo sepa, has ingresado voluntariamente y te podemos ayudar. Pero te lo repito: levántate, ve a la ducha y baja a las nueve en punto a desayunar. Si quieres ponértelo más difícil, allá tú, pero te aseguro que cada mañana no va a ser así. O te quedas y te dejas ayudar o te vas.” “¿Pero tú quién eres para hablarme en este tono? ¡Yo hago lo que me da la gana!” Me había sentido desafiado y no lo podía aguantar; hubiera tenido ganas de desahogarme con él a puñetazo limpio. Me quedé en la cama no por sueño sino para demostrarle a Fidae que yo era un hueso mucho más difícil de roer que a los que él estaba acostumbrado. Respiraba como lo puede hacer un toro que está a punto de embestir y necesité una ducha fría para contener mis enormes tentaciones de empezar a destrozar toda la clínica. Bajé a las diez y media y cuando me encontré con Fidae le di los buenos días con cinismo y me fui a desayunar al bar que ya habían abierto dos de los pacientes que estaban ingresados allá. “Mira, explotando a los locos”, recuerdo que pensé.

Pasé aquellos días ocupado únicamente en la tarea de desprestigiar todo el tratamiento que ahí se hacía y mostrando mi oposición firme a “dejarme tratar” como decían muchos de aquellos profesionales. Parecía que todo el sentido de mi vida se estaba decidiendo en aquellos instantes y que mi obsesión tenía que ser luchar por mi independencia. Si me dejaba cazar, sería un derrotado más y pasaría a ser una ovejita como el resto.

Aunque tenía algún momento en el que pensaba que si me iba de ahí no sabría por dónde empezar, porque seguía sumergido en una gran confusión que, a veces, se traducía en miedo a prácticamente todo; me podía más aquel otro sentimiento de herida mortal a mi orgullo y de ofensa a mi dignidad. Entonces concentraba todas mis energías en luchar con aquel enemigo, el ejército del cual estaba formado por varios batas blancas que obedecían órdenes de un tal doctor Jorge que se suponía iba a ser mi terapeuta.

Aquel tono contundente que utilizó el doctor me pareció un tremendo desafío a mi capacidad de decisión y sentí un impulso irresistible de destrozarle el despacho. Agarré un lapicero que tenía encima de la mesa, lo lancé contra la ventana y rompí un cristal. Cuando iba a seguir con la silla, noté que Fidae me sujetaba con fuerza e intentaba tirarme al suelo con la ayuda de don Jorge. “¿Estás más tranquilo?”, me iba preguntando Fidae. Cuando me vi totalmente acorralado, me tranquilicé y el doctor Jorge le dijo a Fidae y a la enfermera, que ahora también estaba en el despacho, que me acompañaran a la habitación y que me dejaran descansar allí todo el día.

“Es del todo necesario Ismaïl. No es una decisión fácil pero...” “¡Me siento humillado!”, le grité llorando. Me acarició la frente muy cariñosamente y me dijo que su único objetivo conmigo era que nunca más me volviera a sentir humillado y que si yo me dejaba, en la clínica íbamos a hacer un tratamiento que intentaría conseguirlo.

Pasó aquella semana, sobre todo aquellos dos días, y decidí que mi orgullo no me podía tapar los ojos. Ya que estaba ingresado ahí, debía intentar aprovecharlo y ver si realmente me podían ayudar.

—¿qué me pasa? —le pregunté.

Esta respuesta me sorprendió tanto que tuvo en mí un efecto parecido a los brazos del abuelo. De repente me relajé y tuve una sensación inolvidable. Sentí que todas mis preguntas podían esperar; no era cuestión de vida o muerte darles respuesta en aquel preciso momento.

—Creo que estoy asustado —le dije. Hasta ahora todo ha pasado tan deprisa que no había tenido mucho tiempo para pensar, pero ahora, ahora...

—¿Lo que me pasó fue un ataque de locura? En el otro centro me hablaron de ideas extrañas y delirio. Pero, en definitiva, ¿eso es estar loco, no?

—¡hombre, si no qué hago aquí!

—Sí, algo he oído.

Desde entonces, aquel hombre pasó a ser, para mí, don Jorge (resultaba más literario). Muchas veces esperaba sus entrevistas, dos a la semana, como un acontecimiento.