001
001
001
001

ÍNDICE

Christoph Strosetzki

Prefacio

Aurora Egido

«No entender entendiendo». La discreta ignorancia de santa Teresa en el Libro de la vida

Emilio Blanco

Conflicto de saberes en los manuales de confesores: conflictos entre lecturas

Wolfgang Matzat

Coordenadas del concepto de naturaleza en textos del Siglo de Oro

Dominique de Courcelles

Una visión medieval del siglo XVI. El Entierro del conde de Orgaz, 1586-1588, por El Greco. Arte de la perspectiva y teología, la nube y lo infinito

Fernando Romo Feito

Filología profana y exégesis bíblica: los amigos de fray Luis

Folke Gernert

La legitimidad de las ciencias parcialmente ocultas: fisionomía y quiromancia ante la Inquisición

José Montero Reguera

Conflictos con el saber en la dramaturgia alarconiana

María José Vega

El saber como conflicto: curiosidad herética y saberes inmoderados en la temprana modernidad

Mechthild Albert

Conflictos entre los saberes en la novela corta áurea

Pedro Ruiz Pérez

Estudio, oficio y juego en la poesía bajobarroca

Sobre los autores

Agradecemos a la Fundación Alemana de Investigación /
Deutsche Forschungsgemeinschaft (DFG)
el patrocinio de este libro.

001

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Reservados todos los derechos

© Iberoamericana, 2014
Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid
Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97

© Vervuert, 2014
Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main
Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43

info@iberoamericanalibros.com
www.ibero-americana.net

ISBN 978-84-8489-825-2 (Iberoamericana)
ISBN 978-3-95487-369-2 (Vervuert)
eISBN 978-3-95487-808-6

Depósito Legal: M-26593-2014

Cubierta: Carlos Zamora

Impreso en España

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

PREFACIO

El Schloss Mickeln de la ciudad alemana de Düsseldorf, bajo el patrocinio de la Westfälische Wilhelms-Universität Münster, acogió del 3 al 5 de noviembre de 2011 un nuevo coloquio internacional titulado «Conflictos entre los saberes» dirigido por Christoph Strosetzki dentro de la red de investigación Saberes humanísticos y formas de vida en la temprana modernidad.

En este volumen se recopilan las diez contribuciones de investigadores internacionales, que tuvieron lugar en esta reunión y en la que se abordaron diversos e interesantes temas en torno al desarrollo literario y la disputa entre saberes en el Siglo de Oro español.

Así, en primer lugar Aurora Egido abre esta recopilación con un análisis del Libro de la vida de Santa Teresa, ya que la autobiografía de la santa propone un lenguaje literario desde los fundamentos de una particular ignorancia, asentada no solo en la tradición mística, sino en la propia condición de mujer aparentemente iletrada. De esta manera, Teresa de Jesús se nos dibuja como alguien que dice no tener «autoridad de escribir» y que se avergüenza de tratar de la oración, pero que también dice aprender de los libros y de la vida de los santos. Su Libro ofrece los más altos conceptos en un estilo humilde, que automáticamente se eleva de rango, pero sin perder por ello su sencilla apariencia.

En el siguiente trabajo, Emilio Blanco estudia cómo a partir del siglo XII, el estatuto de la penitencia en el panorama teológico de la Edad Media cambia considerablemente. Entre los siglos XII y XIII se abandonan los «libros penitenciales» y se sustituyen por los nuevos «manuales de confesores». Además, la enseñanza se hace también necesaria para el pecador, que busca orientación en este tipo de libros a la hora de preparar su confesión oral. Desde un enfoque profesional, los manuales de confesores se convierten, a partir de 1550 y hasta mediados de la siguiente centuria, en un excelente banco de pruebas para el análisis del conflicto de saberes en aquella época. Así, los libros confesionales aportan muchos datos interesantes para el estudio del conflicto de saberes en el Renacimiento.

Dominique de Courcelles reflexiona acerca del tratamiento de la nube como dato característico de la pintura religiosa desde la Edad Media hasta casi la actualidad, ya que abre espacios nuevos vinculados a los movimientos de los personajes que inician una historia. Es aquí donde las figuras de las obras de El Greco aparecen como figuras sin frontera definida, siempre dispuestas a volver al fondo del que emergen. Según de Courcelles, el Entierro del conde de Orgaz nos lleva audazmente de la visión maravillosa, estupenda de un cadáver en el instante de su entierro por santos, hasta otra visión maravillosa, estupenda, la de Cristo en gloria a través de una nube de amplias volutas en donde las figuras se mezclan con las nubes. De esta manera, en El Entierro del conde de Orgaz se confirma la relación estrecha y moderna entre cosmología, mística y humanismo.

En cuarto lugar, Fernando Romo Feito examina la filología profana y la exégesis bíblica y su relación con los amigos de Fray Luis. Romo Feito recuerda que, según Dilthey y Gadamer, estamos ante una historia claramente orientada a partir de la Reforma luterana que acabaría por desembocar en la hermenéutica filosófica de Heidegger y la del propio Gadamer. La versión espacial típica del siglo XVI se vería reformulada en términos temporales por Heidegger y se convertiría en eje de la hermenéutica filosófica. De esta manera, Fray Luis de León y sus amigos persiguieron la pregunta rectora de si se da en ellos algo equivalente a la conciencia metódica del círculo hermenéutico y qué conflictos de saberes aparecen enlazados a ella.

En el estudio número cinco de este volumen, Folke Gernert hace un repaso de los libros sobre fisonomía y quiromancia que tuvieron gran difusión y despertaron gran interés a partir del siglo XVI. Esta pseudociencia tuvo un estatus problemático ya que sus textos se emparedan como precaución incluso antes de la publicación del índice de Quiroga en 1583 y antes de las bulas papales que a partir de 1586 prohibieron paso a paso la astrología judiciaria y disciplinas afines por contradecir los dogmas tridentinos. Aún así, los índices españoles no prohibían explícitamente todas las obras fisiognómicas que circulaban por el país. El estudio de inventarios de bibliotecas particulares demuestra que hubo bastante interés en las ciencias ocultas entre lectores de diferente procedencia social y de distintos niveles de educación.

José Montero Reguera analiza los conflictos con el saber en la dramaturgia alarconiana. La nobleza que aparece en el teatro alarconiano encuentra con frecuencia en el estudio un camino para sobrevivir a la institución del mayorazgo, por medio de la pretensión de puestos de responsabilidad en consejos y otras entidades de la administración real. El teatro de Juan Ruiz Alarcón se presenta en muchas ocasiones como un espejo de príncipes o reyes y de nobles en el que se encuentra «mucha doctrina moral y política». Por tanto, la posesión de la sabiduría conlleva que numerosos personajes entren en conflicto con otros que carecen de ella y que esta circunstancia permita el ascenso en la clase social a aquellos.

Por su parte, María José Vega aborda el tema del saber en la temprana modernidad como conflicto, ya que la idea de «saberes inmoderados» procede de la teología moral quinientista. En este trabajo se pretende destacar la contigüidad de las ideas de saber, curiosidad y herejía en el pensamiento moral y teológico de los siglos XVI y XVII. Así, se revisa el conflicto entre studiositas y curiositas en los tratados de virtutibus; el análisis del lugar de la curiosidad en relación con la herejía y en oposición a la simplicitas, en la tradición heresiológica; la proposición de un examen de los tipos y formas de la ignorancia en el pensamiento teológico altomoderno, y, sobre todo, de sus muchos beneficios.

Mechthild Albert compara los conflictos entre los saberes en la novela corta áurea ya que la literatura de entretenimiento se relaciona con la erudición, la corte y el mundo del saber y su particular forma de vida. En este trabajo se considera, en primer lugar, la cuestión de los dueños de los saberes y del acceso a estos últimos, y en segundo lugar, su tipología; es decir, las diversas disciplinas y, en particular, la dicotomía entre la ciencia teórica y empírica. De esta manera, los conflictos entre los saberes, que se van perfilando a lo largo de los Siglos de Oro, tienen un carácter más bien latente. Habrá que esperar hasta la Ilustración para que salgan a la luz y se expliciten.

En el noveno estudio del presente volumen, Pedro Ruiz Pérez reflexiona sobre la poesía del Bajo Barroco. Así, Ruiz Pérez explica cómo el desplazamiento del saber como patrimonio marcado por el principio de conservación a un sentido educativo, ligado al valor de difusión, se encuentra en la base de muchos cambios. De ellos, se van dando cuenta unos planes de estudio que, de las artes liberales a los studia humanitatis y de estos a la ratio studiorum, pautan las sucesivas fases del Antiguo Régimen antes de que este se enfrente a su definitiva superación con la aparición de la nova sciencia, en la frontera con la moderna Ilustración.

Y, por último, cierra este volumen Wolfang Matzat con un análisis sobre las coordenadas del concepto de naturaleza en textos del Siglo de Oro, ya que desde la Antigüedad surgen dos dimensiones del concepto de naturaleza que todavía hoy en día resultan importantes. Este trabajo aborda, por un lado, la discusión en cuanto a la dependencia de la naturaleza de la voluntad divina; y por otro, la posible valoración de la naturaleza como un principio de orden en el que se basa la vida humana a través de algunos textos de Luis Vives, Juan Huarte de San Juan, Antonio de Torquemada y fray Luis de Granada.

Antes de finalizar, quisiéramos dar las gracias muy especialmente a la Fundación Alemana de Investigación (DFG) por su patrocinio para la publicación de la presente obra, así como a Irene Rodríguez Cachón y Christina Münder y Estellés por su colaboración en la revisión y edición de los diferentes capítulos de este volumen.

Esperamos que este libro satisfaga en gran medida la curiosidad, el interés y la inquietud de quienes se acerquen al muy apasionante conflicto entre los diferentes saberes en la España del Siglo de Oro.

Christoph Strosetzki

«NO ENTENDER ENTENDIENDO» LA DISCRETA IGNORANCIA DE SANTA TERESA EN EL LIBRO DE LA VIDA

Aurora Egido
Universidad de Zaragoza

Para Anne J. Cruz

Sabido es que el debate sobre la verdadera sabiduría, que tanto abundó entre los místicos del siglo XVI, venía de lejos, y tuvo en Nicolás de Cusa un claro exponente al realzar la ignorancia a la categoría de docta, siguiendo las huellas de san Agustín y san Buenaventura a la hora de entenderla como camino para la unión con Dios1. El asunto no afecta únicamente a la perspectiva sobre los saberes y al contenido de las obras, sino que atañe por igual a las cuestiones elocutivas, toda vez que el lenguaje debe ajustarse también a semejantes parámetros. En ese capítulo, las obras de santa Teresa de Jesús y, en particular, el Libro de la vida, brillan con luz propia, al expresarse mediante un estilo desconcertado y libre, sin las aparentes ataduras de la retórica, pero que va mucho más allá de la elegancia sin afectación que promoviera el cuidadoso descuido de la sprezzatura. Alejada de los presupuestos de ingenio y juicio de Trissino, Boscán y otros muchos, la autobiografía teresiana formulará su lenguaje literario desde los fundamentos de una particular ignorancia que no solo se asentaba en la tradición mística, sino en su propia condición de mujer aparentemente iletrada2.

Más allá de la santa ignorancia que emana de los prólogos de Teresa de Jesús y de la presencia de libros y lecturas en sus obras, nuestro propósito es analizar en el Libro de la vida los alcances de un no saber sabiendo o «no entender entendiendo» al que ella apela constantemente hasta erigirse en el eje conceptual de su escritura3. Sabido es que, ya desde los inicios autobiográficos, los «buenos libros» aparecen como premisa educacional en el perfil culto de unos padres como los suyos, que aleccionan a sus hijos en el doble ejercicio de la oración y la lectura, configurándola a ella como lectora de vidas de santos que preparan el futuro trazado de su vocación religiosa4. La presencia de dichos libros y su doble calidad, virtuosa o viciosa, se da ya en los dos primeros capítulos, cuando alude al «vano ejercicio de leer libros de caballerías» como mero «pasatiempo o medio para evitar otras cosas»5. Los términos horacianos del provecho y del deleite están así perfectamente delineados desde el comienzo, al igual que el bivio de la doble y antitética elección moral que se abre en este y otros casos6. No en vano el delectare nunca fue ajeno a la finalidad buscada por la literatura ascética y mística, en la que tanto contaron el gusto y el deseo, insertados en la sabiduría misma7.

Capital al respecto es la fuerza de la palabra como medio para cambiar una vida, con la primera cita del Evangelio: «Muchos son los llamados y pocos los escogidos», que además sitúa a la propia Teresa entre los últimos.8 El papel de la lectura va así cobrando nuevos relieves vitales, como ocurre con los «buenos libros de romance» (p. 111), que pone en sus manos un tío suyo que iba para fraile. Pero será la aparición en escena del Tercer Abecedario de Osuna (p. 111) —tan afecto a la docta ignorancia— la que marcará el itinerario futuro junto a otros volúmenes de igual calidad que paliarán la carencia de entendimiento con sus confesores9. El libro actuará además como maestro y como medicina contra la soledad y la sequedad espirituales a lo largo de diez y ocho años. Todo ello dicho desde la presunción de un entendimiento ignorante e incapaz de encarecer las mercedes recibidas (pp. 121-122), y que destaca permanentemente el papel curativo de la lectura. Se une así la confesión de quien presume ser «amiguísima de leer buenos libros» con la praxis vital de un sufrimiento que encuentra en ellos consejo y alivio.

Paso a paso, Teresa de Jesús se nos dibuja como alguien que dice no tener «autoridad de escribir» (p. 137) y que se avergüenza de tratar de la oración, pero que, a renglón seguido, dice aprender de los libros y de la vida de los santos (pp. 137-140). Las imágenes librescas van así ganando terreno, incluso en el terreno neoplatónico de la visión de Dios, que, more garcilasista, ella siente impreso en su alma, aunque la imagen no fuera ajena a los espirituales, como fue el caso de Bernabé de Palma, entre otros10. El momento es crucial, toda vez que se plantea en él ese no saber que recorrerá toda la obra11. Pero aunque lea y rece en soledad, ella vinculará los libros a la figura de su padre y los regalará a otras personas, concibiéndolos como vía de salvación y curación espiritual. Pronto sin embargo los sobrepasará, convirtiéndose en maestra de oración y médico de almas (p. 151), de modo que aprender y enseñar se hacen reversibles; siempre desde la asunción paradójica de un aparente desconocimiento que también aconseja a los demás, pues «aún sin entender cómo, enseñará a sus amigos» (p. 156).

Pero si el mundo libresco va a ir apareciendo en el recuento de su vida, será el saber basado en la «espiriencia» (p. 160), llena de dificultades, el que, en definitiva, le marcará los caminos del Señor, en un doble ejercicio que une a la par oración y lección. Perspectiva que, por otro lado, no era ajena a la armonía entre lo intelectual y lo vivencial, presente en buena parte de la espiritualidad española del siglo XVI, particularmente entre los jesuitas, como san Francisco Javier, que incluso creía en el «libro vivo» de la personas y confiaba más en la experiencia que en las letras para la función de los misioneros en Oriente12. La Vida de santa Teresa entronca además con toda una corriente neoaristotélica de carácter práctico a la que no fueron ajenos Cervantes o Lope de Vega entre otros13. Pero erraríamos pensando que es la experiencia vital y de oración la que marca únicamente la pauta de la obra, pues también va a contar, y mucho, la experiencia lectora. Lo interesante radica precisamente en el beneficio de las dudas que todo el proceso del conocimiento supone en la autora, así como en el estilo paradójico (entre humildad y soberbia) que de ello se deriva en las páginas de su Libro14.

Se trata de toda una sutil percepción de los saberes, que incluye también la oralidad de los sermones, en los que ella siempre encuentra algo bueno por malos que fueran15. Claro que no falta en dicho concurso el aprendizaje cum figuris, tan fundamental para el buen entendimiento de sus visiones, auténticos ejercicios de éckprhasis en numerosas ocasiones, como la del Cristo llagado, descrita al pie de un cuadro, aunque hecha con todas las cautelas de quien presume estar ciega y a oscuras, y prefiere, en definitiva, pensar en Cristo como hombre (pp. 167-170) 16.

Lo cierto es que la sabiduría es cada vez más un sendero de experiencia y de mercedes divinas alcanzadas, de las que se derivan lágrimas, sentimientos y conversiones, gracias a la mediación de los libros, fundamentales como medio y no como fin en sí mismos. Es el caso de Las confesiones de san Agustín, que caen providencialmente en sus manos y en las que Teresa se siente «leída»: «Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón» (p. 172).

Para ella, todos los conocimientos, incluidos los del canon literario y artístico que va trenzando a lo largo de la Vida, confluyen en el único y verdadero conocimiento, que es el de Dios. Perspectiva llena de peligros e incertidumbres que marca la obra con numerosas dudas vivenciales y elocutivas que agrandan la verosimilitud de la misma17. Los modelos escritos o leídos no la abandonan, sin embargo, viniendo fortuitamente en su socorro en el momento de construir imágenes («que como tengo mala memoria, ni sé adónde ni a qué propósito», p. 187)18. Ese no saber se irá agrandando cada vez más, y, conforme avance la oración, disminuirá la presencia de los libros, aunque estos no falten nunca, como ocurre de nuevo con el Tercer Abecedario de Osuna, que le ayuda a construir las imágenes del riego para explicar las cuatro formas de oración. En este, como en otros casos, la duda intelectiva se transforma en duda metaliteraria, a la búsqueda del lenguaje exacto o aproximado que traduzca la experiencia19. El hecho es que ella parte de la suspensión del entendimiento (p. 198) y de la ignorancia que le es propia, escudándose en su condición y pidiendo a su confesor que supla sus carencias y hasta comente sus escritos. También conviene recordar cómo Osuna entendió, en paralelo con otros muchos espirituales, que acercarse al árbol de la ciencia suponía apartarse del árbol de la vida20.

La ignorancia se convierte así en poética y hasta en escudo cara a posibles críticas («Comencé a decir de mística teulojía, que creo se llama así», p. 185), aunque ella se afirme cada vez más en sus años de vivencias espirituales21. De ahí que no dude en adoptar un estilo con el que pretende darse a entender (p. 196) y comunicar dichas experiencias. Teresa de Jesús asume plenamente el «lenguaje de espíritu» (p. 198), que entenderán los experimentados, a sabiendas de las limitaciones que encuentra para expresarlo. El «no lo sé de decir» (p. 199) es así compatible con una experiencia asumida y compartida entre iguales que llena los capítulos diez y doce de esa mística teología en la que no opera el entendimiento, «porque le suspende Dios» (p. 199), y que convierte en bobos a quienes la practican. Surge así la noción de un conocimiento divino por encima del humano y que es inalcanzable, pues Dios «sin discurrir entiende más en un credo que nosotros podemos entender con todas nuestras diligencias de tierra en muchos años» (p. 199).

Teresa de Jesús recoge así la tradición de la vía apofática que, desde el Areopagita a la Subida de san Juan de la Cruz, abogó por ese «ir no entendiendo», superior al «queriendo entender», propio de la teología mística que, en puridad, equivalía a «sabiduría secreta de Dios»22. Dicha teología no estaba sujeta además a ningún método, por tratarse de una experiencia más allá de toda ciencia23.

Frente a la cortedad de los libros y del magisterio humano, que la hace incapaz de entender lo que lee, el magisterio divino, que «en un punto lo enseña todo» (p. 200), no solo le da a Teresa de Jesús la facultad de entender, sino la de escribir. A medida que avanza el tema de la experiencia oracional, su escritura va afirmándose cada vez más, como surgida de un imperativo divino que suple todas sus carencias y le permite —desde la humildad paulina y agustiniana— ir dando lecciones sobre oración y consejos contra los peligros del entendimiento y de los conceptos (p. 207). De este modo, su discurso se extiende o se repliega cuando discurre sobre su experiencia o ve la parquedad de las palabras al expresarla, mostrando además la enorme distancia entre lo leído y lo vivido:

Mi torpeza no da lugar a decir y dar a entender en pocas palabras cosa que tanto importa declararle bien, que —como yo pasé tanto— he lástima a los que comienzan con solos libros, que es cosa extraña cuán diferentemente se entiende lo que después de espirimentado se ve24.

El maestro experimentado se alza así, como ella misma, por encima del letrado que no lo es, a la hora de tratar de la oración, e incluso acude a la imagen natural del niño que aprende solo a mamar del pecho de la madre, como buen principiante (p. 209). Pero ello no quita para que, aunque no sea menester tener letras, abogue finalmente por la bondad de las mismas, sobre todo si se trata de personas espirituales. Teresa de Jesús va así jugando a dos bandas y en lucha permanente consigo misma, inclinándose del lado de los espirituales, pero sin olvidar a los letrados que conocen las Escrituras25. Ese es, en definitiva, el camino para los bobos e «ignorantes» como ella, aunque tales presupuestos sirvan para la construcción de todo un arte nuevo de hacer oración surgido de sus propios hábitos. No es por ello extraño, que tras su indagación sobre las limitaciones del entendimiento, sea la potencia de la voluntad la que gane terreno al tratar del segundo grado de oración, donde hay evidentes paralelos con los comentarios sanjuanistas, incluida la inutilidad de los mensajeros a los que hace referencia el Cántico26.

Las constantes reflexiones sobre la escritura y el juego que en ella opera la memoria suponen un constante viaje hacia atrás, entre una y otra, que pone de manifiesto la cortedad del entendimiento y del lenguaje para poder contar sus experiencias. Pero la seguridad va creciendo a medida que avanza el camino de oración, habida cuenta de que el entenderse con Dios y que Dios nos entienda va más allá de la cortedad del entendimiento humano (p. 218). Llegada a ese punto, no temerá confesar que no sabe cómo escribe lo que escribe y que no fue su entendimiento quien lo ordenó (p. 220), por lo que cada vez se va haciendo en ella más evidente la inspiración divina, luego convertida en dictado.

Santa Teresa hace constantes reflexiones sobre su propia escritura, desdoblándose en su condición de espiritual y escritora cuando estalla en salmos de alabanza a Dios «como se le representa, escriviendo, lo mucho que le debe» (p. 222). Por todo ello, no es extraño que, al revés de lo que ocurría en capítulos anteriores, ella pida a Dios previamente la guíe para contar sus vivencias en tema tan delicado como la oración de quietud, con el fin de darse «a entender bien» y pese a confesar que no entiende lo que dice (pp. 224-225). Semejante perspectiva no solo dignifica cuanto sigue, sino que da sentido a imágenes aparentemente encontradas desde tal instancia, caso de la centella del amor. A partir de ahí ya no temerá afirmar lo mucho que aprenderán de ello los letrados, habida cuenta de que, en ese estado de quietud, «quédense las letras al cabo» (p. 228). La experiencia espiritual hace además milagros en las operaciones cognitivas, casi infusas, de las que presume:

Y es ansí que me ha acaecido estando en esta quietud, con no entender casi cosa que rece en latín, en especial del Salterio, no sólo entender el verso en romance, sino pasar adelante en regalarme de ver lo que el romance quiere decir. (p. 228)

Se trata evidentemente de un tipo de conocimiento que nada tiene que ver con el humano, cimentado en la soberbia, como tantas veces lo expresaron Nicolás de Cusa y otros ignorantes doctos: «mas delante de la Sabiduría infinita créanme que vale más un poco de estudio de humildad y un acto de ella que toda la ciencia del mundo» (p. 229). Por lo mismo, la voluntad sobrepasa al entendimiento, pues es aquella la que ilumina los caminos de la oración y prepara al alma para un morir a las cosas del mundo y gozar de Dios. El progreso, en esa dirección, supone un sin fin de negaciones más allá de las que implica el desconocimiento, engarzando tales carencias con el tópico de las enfermedades amorosas elevadas a lo divino, pues, en semejante estado, el alma ni sabe si habla, calla, ríe o llora, entendiendo es Dios quien la embriaga, pero sin entender «cómo obrava» (p. 236). Se trata de «una santa locura celestial» (p. 236), que forma parte del secreto de los iniciados que comparten una experiencia común (pp. 238-241) y que se irá agrandando conforme la autora vaya avanzando en los grados de oración.

Santa Teresa va así progresando en un nuevo modo de conocimiento singular para el que solicita ayuda al dictado divino («El Señor me enseñe palabras cómo se puede decir algo de la cuarta agua», p. 250), con objeto de superar las limitaciones del entendimiento humano y las derivadas de ser mujer ruin, baja, flaca «y de tan poco tomo»27. La inefabilidad de su experiencia asalta a cada paso en una doble dirección, que afecta tanto al curso vital como al discurso autobiográfico, uniéndose así el plano de lo vivido con el elocutivo, hasta recibir de la misma divinidad la intelección y la expresión:

Ahora vengamos a lo interior de lo que el alma aquí siente. ¡Dígalo quien lo sabe, que no se puede entender, cuánto más decir. Estava yo pensando cuando quise escribir esto (acavando de comulgar y de estar en esta mesma oración que escrivo) qué hacía el alma en aquel tiempo. Díjome el Señor estas palabras: «Deshacése toda, hija, para ponerse más en Mí; ya no es ella la que vive, sino Yo. Como no puede comprehender lo que entiende, es no entender entendiendo» (p. 258).

Esa experiencia trascendente contrasta con el fracaso de los letrados, cuyos consejos nada le sirven a la hora de explicar el estado de oración, aunque uno de ellos (fray Vicente Varrón, probablemente), la consuele y saque de dudas. Todo el capítulo 19 se moverá después en esa misma dirección, al exponer a las almas flacas cuanto supone el estar fuera de sí y enajenada (p. 262), pero luchando como quien se siente perseguida y denunciada por quienes la acusan de hacerse pasar por santa (p. 265). Pese a todo ello, Teresa de Jesús tratará por todos los medios de detallar su experiencia, proponiéndose como espejo de almas en lo bueno y modelo a evitar en lo malo (p. 271).

Llegado el arrobamiento o éxtasis (cap. 20), todo es un no saber qué ni adónde; puro abandono, que sin embargo ella trata de comunicar y hacer creíble, detallándolo a lo vivo y con una clara conciencia de la inefabilidad expresiva («desasimiento estraño que yo no podré decir cómo es», p. 276). Pero, en este caso, la negación del entendimiento va unida a la de la voluntad, pues Teresa de Jesús dice que «no sabe lo que quiere» (p. 279) y mantiene una lucha titánica consigo misma, con su confesor y con el estilo, mostrando constantes vacilaciones a la hora de expresarse: «No sé yo si atino a lo que digo o y si lo sé decir, mas, a todo mi parecer, pasa ansí» (p. 281). De ahí que recurra permanentemente a los símiles, como sucedáneo expresivo de su impotencia al no poder hacerlo atinadamente. La retórica es así consustancial a la experiencia, como lo son las paradojas y el oxímoron empleados al comunicarla28.

El proceso se intensifica en el último grado de oración (cap. 21), aunque luego rebaje el tono, advirtiendo que la vía iluminativa no es para todos (cap. 22) y eche un guante tanto a los letrados como a los espirituales, «que saben lo que dicen» y hasta entenderán lo que escribe (p. 299). Pero Teresa de Jesús habla siempre desde su perspectiva, enfrentándose a los libros y a los que los leen. Así le ocurre con un maestro suyo que leía libros en los que ella trataba de aprender, aunque sacando escaso fruto de ello:

Yo pudiera poco con los libros deprender, porque no era nada lo que entendía hasta que Su Majestad por espiriencia me lo daba a entender (p. 300).

Desde tan altas premisas, la vuelta al recuento de su vida en el capítulo 23 cambiará radicalmente el punto de vista de la narradora y, por ende, la misma recepción de cuanto escribe, pues ella misma afirma que «Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva» (p. 311). Abandonado aparentemente cuanto se refiere a la oración, no renunciará sin embargo a la inefabilidad narrativa, pues la identificación libro nuevo-vida nueva hace que el curso y el discurso se identifiquen cada vez más. La narración sin embargo bajará de tono, al descender de nuevo a las miserias humanas, aunque ella encuentre apoyo en algún maestro bondadoso y de buen entendimiento (caso de Gaspar Daza), pero incapaz de conducirla. Y es en ese momento cuando un nuevo libro acudirá en su ayuda para salvarla, pues la Subida del monte de Bernardino de Laredo le mostrará todas las señales que ella necesitaba en lo tocante a la unión del alma con Dios29. Y no deja de ser curioso constatar la fisicidad de ese libro, que ella subraya en las partes que trataban del más elevado tipo de oración, y que insta a que vaya de mano en mano, cuando confiesa habérselo dado a dos clérigos para que lo mirasen y le dijeran lo que debía hacer (p. 318).

La entrega del libro impreso de Laredo junto a la «relación de mi vida y pecados lo mijor que pude por junto» (p. 320) no deja de equiparar ambas obras a la hora de establecer paralelismos entre dos tipos de escritura que tratan de lo mismo, para que los clérigos las lean y luego le aconsejen, aunque de forma bien distinta. Ese correr de dichas escrituras —la propia y la ajena, la manuscrita y la impresa— se extiende luego a un jesuita, al que también dará cuenta de su vida. Ella sin embargo no parará de llorar y será entonces cuando leerá en otro libro una frase de san Pablo que la consolará más que cuanto le dicen los confesores. En este caso, el jesuita le aclarará bastantes puntos y la impulsará a seguir adelante, pero con la conciencia asumida de que este le habla por boca del Espíritu Santo para así poder curar su alma (p. 321). Se trata, por tanto, de un letrado convertido en mero instrumento divino, como ocurrirá también con el consuelo de otro miembro de la Compañía, el futuro san Francisco de Borja. Las cautelas de Teresa de Jesús son sin embargo cada vez mayores y el capítulo sobre las tentaciones del demonio la llevará a hablar de la necesidad de tener confesor las mujeres, «pues no tenemos letras» (p. 345).

Es interesante al respecto el momento en el que ella habla de los libros prohibidos, vale decir, de cuanto supuso para la censura el índice de Valdés de 1559, pues no tienen desperdicio sus palabras, incluso por lo que afecta al gozo de leer, tantas veces presente desde las primeras páginas del Libro de la vida:

Cuando se quitaron muchos libros de romance, que no se leyesen, yo sentí mucho, porque algunos me dava recreación leerlos, y yo no podía, por dejarlos en latín, me dijo el Señor: «No tengas pena, que yo te daré libro vivo» (pp. 346-347)

El sintagma del libro vivo estuvo también presente, como ya hemos indicado anteriormente, en las cartas orientales de san Francisco Javier, que lo identificaba con las personas mismas, y lo entendió además en relación con lo experimentado. En el caso de santa Teresa, se entiende mejor en el contexto descrito, pues si primero pasó de la vida nueva al libro nuevo, el libro vivo sintetizaba a las mil maravillas la susodicha conjunción de curso y discurso que la obra había ido delineando paso a paso. Porque evidentemente ya no se trataba de uno u otro libro, fuera en latín o en romance, a lo humano o a lo divino, sino de un Dios-libro en el que poder leer y entender:

Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades. ¡Bendito sea tal libro, que deja impreso lo que se ha de leer y hacer de manera que no se pueda olvidar! (p. 348).

Todos los libros, el Libro. Un Libro que ya el Areopagita había identificado con «la verdadera y eterna Vida», mostrando además que todo humano pensamiento era «una especie de error»30. Ello supondría, sin embargo, que quien estuviera unido a la Verdad iba por el buen camino, aunque lo tildaran de loco31. Recordemos que ya san Anselmo había comenzado su tratado Sobre la verdad partiendo de la premisa de que «Dios es la verdad»32. Y no deja de ser curioso ver hasta qué punto es la misma imagen garcilasista de la impresión anímica, ya empleada, la que resurge aquí para mostrar, como en la filografía neoplatónica, lo imborrable de la imagen divina, grabada en su alma para siempre (pp. 347-348).

Desde esa asunción del libro-Dios impreso dentro de sí, Teresa de Jesús asumirá que, pese a la continuidad de las confesiones, es Dios quien le enseña, quien le habla al entendimiento y quien le hace «entender lo que se dice» (pp. 352-353). Dicho lo cual, hablará de «esta manera de entender» (p. 354) de las visiones que poco o nada tienen que ver con las acepciones al uso, pues se trata, en definitiva, del entendimiento del Esposo y de la Esposa en el Cantar de los Cantares, lo que equivalía a equipararlo con un acto extremo de la voluntad e incluso con la locura de Dios experimentada en primera persona.

En medio de tales planteamientos, Teresa de Jesús se aparta de la ejemplaridad de los libros para hablar de la que supone la vida y muerte de Pedro de Alcántara (pp. 358-390). De él volverá a hablar más adelante, calificándolo de «bendito» y situándolo en un ámbito de oración y escritura, encaminado siempre cara al beneficio de los espirituales y que, todo sea dicho, tiene mucho que ver con el suyo propio:

Es autor de unos libros pequeños de oración que ahora se tratan mucho, de romance, porque como quien bien la havía ejercitado escrivió harto provechosamente para los que la tienen (p. 386-387)33.

El asunto no es baladí, por cuanto supone la elección de un modelo de espiritual y escritor cercano que cualquier lector del Libro de la vida podía poner en parangón con las experiencias contadas en este por su autora. Semejante modelo corre en paralelo con el ejemplo de doña Guiomar de Ulloa, de la que elogia su espiritualidad y discreción, pues Dios le concede favores que otros más entendidos no recibían («a quien el Señor hacía harta merced en la oración, quiso Su Majestad darla luz en lo que los letrados ignoraban», p. 387). Teresa pone así en plano de igualdad a los espirituales, cualquiera que fuera su sexo o condición, sintiéndose ella partícipe del regalo divino que otros también experimentaban. A este respecto, cabría mostrar la importancia que supone en su obra la connivencia explícita con los modelos que ella va proponiendo a lo largo de la misma.

Las visiones ya no se describen como un ejercicio de éckprhasis surgido de una pintura o talla artística, sino de un Cristo vivo, que nada debe a la imaginativa (p. 367). El tema de la inefabilidad se centra aquí en el trabajo que le cuesta hablar de su experiencia, en lucha constante con el lenguaje («No se puede encarecer ni decir el modo con que llaga Dios el alma», p. 382), pues además la herida de amor le lleva a que no sepa de sí. Es interesante sobre todo que Teresa de Jesús trate de la humanidad de Cristo, de un Cristo en la Cruz, cuya visión va detallando minuciosamente (pp. 375-379), pues ella también habla desde su propia humanidad miserable y de los peligros del entendimiento (p. 392), siempre en la mejor tradición de los afectos a la docta ignorancia.

La vida de santa Teresa, como ocurre con las poesías de fray Luis, no se mueve en una sola dirección ascendente, sino en el vaivén que supone la batalla entre lo divino y lo humano, sujeta a continuos descensos. De ahí que, pese a tener ya en Dios libro vivo, los libros aparezcan, en medio de sus sufrimientos y visiones, como ventanas abiertas al gozo, a la consolación y hasta a la cura, aunque a veces salga frustrada del intento:

Pues quererse remediar con leer es como si no se supiese. Una vez me acaeció ir a leer una vida de un santo para ver si me embevería y para consolarme de lo que él padeció, y leer cuatro u cinco veces otros tantos renglones, y con ser romance, menos entendía de ellos a la postre que al principio, y ansí lo dijé. Esto me aconteció muchas veces, sino que ésta se me acuerda más en particular (p. 394).

Teresa de Jesús habla así al detalle en esta obra no solo de los beneficios o maldad de la lectura, sino de su materialidad, aludiendo a libros y manuscritos que se escriben, van de mano en mano, se escuchan o se leen, se subrayan y traspasan, se disfrutan y remedan, se copian e imitan, se leen sin entender lo que se lee y hasta se rompen o abandonan. Y otro tanto ocurre con la conversación, que finalmente ni le consuela ni le sirve, incluso si se trata de confesión con hombres santos. Solo la comunión le produce descanso, así como las palabras de Dios, que, además de ser libro vivo, es voz viva y dirigida a ella directamente (p. 395). Claro que el peligro que suponía la negación absoluta de los libros, particularmente los de oración, sigue latente, pues confesará que ninguno le decía nada que ella no hubiera experimentado antes, lo que la llevará a predicar la bondad de las vidas de santos, pero apuntalando una vez más el triunfo de la experiencia espiritual (siquiera contada) sobre la teoría34.

Después de todo no deja de enternecer al lector el momento en el que Teresa de Jesús compara su alma con un asnillo que se contenta con comer, una vez que ha confesado su «bovería de alma» (p. 398), empleando con mano maestra la retórica de los afectos. De ahí que el uso permanente de la dubitación y de la paradoja sea consecuencia lógica de ese estado anímico que le lleva a rebajarse a sí misma y a su estilo, tras dejar bien claro que se trata de algo inexplicable. Claro que el aparente desprecio se vuelve del revés, mostrando hasta qué punto sabía manejar los recursos retóricos del atentum parare y del movere para conseguir la atención, la benevolencia y hasta el afecto de los lectores, incluso con el uso de diminutivos. Frases como «No sé si hago bien de escribir tantas menudencias» (p. 400) o «querría saberlo decir» (p. 413), forman parte de esa asunción de ignorancia más o menos docta que además aspira a santificarse. Y lo mismo ocurre cuando dice que no entiende a veces las visiones o confiesa que sabe poco de rezar, después de haber encadenado las primeras y haberlas comunicado por escrito con el confesor, y, por añadido, con los posibles lectores del Libro de la vida (cap. 31). Ella misma tratará de mostrar además el beneficio inmediato de cuanto escribe, como ocurre con el confesor que, al leer sus cartas, se libra de tentaciones (p. 406). La narración está así llena de vaivenes, paradojas y dudas sobre lo vivido y lo escrito o entendido, como cuando describe una visión del infierno que después de pasados seis años todavía le espanta (p. 419).

Los capítulos dedicados a la fundación del monasterio de san José ofrecen al final de la obra un engarce con los primeros capítulos, como si fuera un ouroboros en el que la vida exterior, nunca abandonada realmente, se asomara con nueva fuerza a las páginas del Libro. Con ellos, santa Teresa prueba además el libro vivo y experimentado que supone su fundación, cuya realidad palpable se equipara así a la verosimilitud de su experiencia de oración relatada en los capítulos anteriormente. El desfile de personajes aumenta en este caso, incluyendo a las monjas, que aparecen contentas y alegres en la estrechez y en la oración del paraíso conventual (p. 473), aunque estén solas, como ella, frente al enemigo mundo que las acecha35. Pero pese al rebajamiento sufrido en buena parte por los letrados en los capítulos anteriores, el mismo san José, que da nombre al monasterio, y la entrada en escena de san Pedro de Alcántara, agrandarán la presencia del dominico letrado y la del jesuita espiritual «de gran ánimo y entendimiento y buenas letras», con los que comunica sus visiones y que la reconfortan (cap. 33). Pero ella ya es otra: alguien capaz de beneficiar espiritualmente a quien en principio la confiesa sobre sus visiones (p. 439), y que pasa virtualmente de confesor a confesado.

La relación con letrados y confesores más o menos espirituales desata además momentos inusitados de connivencia, como ocurre con el jesuita de alma pura y santa que le envía el propio rector de la Compañía de Jesús para que la confiese. Pues, en este caso, aparece precisamente el grado expresivo más alto de la inefabilidad balbuciente y del no sé qué del Pseudo-Dionisio, tantas veces invocado a la hora de hablar de sus gozos espirituales, pero ahora suscitado ante la presencia de alguien:

Yo solía sentir grandísima contradicción en decirlo; y es ansí que en entrando en el confesorio sentí en mi espíritu un no se qué, que antes ni después no me acuerdo de haverlo con nadie sentido, ni yo sabré decir cómo fue, ni por comparaciones podía36.

Conforme avanza la obra, no deja de ser curioso que la vida en compañía sustituya cada vez más a las lecturas, obteniendo ella finalmente más descanso junto a confesores letrados que en los libros, aunque siempre con la previsión del peligro que supone no sean espirituales y contemplativos. Como ocurre con el caso de García de Toledo, Teresa de Jesús aboga una vez más en ellos por la unión de estudio y experiencia, siendo la última lo fundamental, habida cuenta de que es un don que da Dios a quien quiere y cuando quiere (pp. 458-459). Claro que, en esa progresión que la retórica de los afectos alcanza en esta última parte, no tiene desperdicio el autorretrato que ella misma hace como afirmación absoluta de quien se siente maestra contemplativa y experimentada, capaz de dar lecciones a cualquier letrado que quiera seguir su camino:

No se espante ni le parezcan cosas imposibles…, sino procure esforzar la fe y humillarse de que hace el Señor en esta ciencia a una viejecita más sabia por ventura que a él aunque sea muy letrado (p. 459).

El asunto no solo tiene que ver con las cuestiones relativas a los grados de oración, sino con los problemas materiales de la fundación, pues los letrados fracasan en la tarea de aconsejarle sobre la misma. Teresa afirma, en este caso, de qué poco le servían ni los pliegos de teología que le mandaba un religioso ni los consejos de los letrados (p. 468) y hasta discute con ellos, siendo finalmente el mismo Cristo el que le da los medios y la socorre. Su presencia se hace cada vez más directa, pues él le ordena y le habla constantemente y ello sobrepasa todas las ayudas, aunque se confiese con un buen jesuita (pp. 470-471) o hable de un obispo que favorece al monasterio (p. 477).

Será en medio de los problemas que le plantea la fundación cuando se expresen más a las claras sus miedos a salirse de la obediencia, por lo que hablará de cómo no hacía cosa sin el parecer de los letrados (p. 479). Sintiéndose perseguida, es Dios quien la socorre, aunque también cuente con la ayuda de algún clérigo y sobre todo con la milagrosa aparición de san Pedro de Alcántara, ya difunto (p. 492). De ese modo, la fundación entra en su cauce y el monasterio se crea con todos los parabienes (496-497). Claro que este se erige sobre los pilares construidos desde la experiencia, gracias a la cual, Teresa dignifica, mediante las mercedes divinas, la miseria hominis, tan presente en los capítulos fundacionales, llenos de referencias a trabajos, fatigas, enfermedades y lacras humanas37.

Es curioso además que, en todo el episodio fundacional, santa Teresa hable de asuntos concernientes a la riqueza y a la honra, que tanto le preocupara en los primeros capítulos, y se refiera a que los ricos no son felices o a que ella aborreció «el desear ser señora» (p. 454). A este respecto, cabe señalar que en Idiota de sapientia, el Cusano, al plantear la oposición entre la sabiduría del mundo y la verdadera, introducía también los opuestos de soberbia/ humildad y riqueza/pobreza, que encontramos a lo largo de esta obra teresiana38. Partiendo de la base de que no hace falta ser cortesano para ser santo, ella irá contra la idea de que los monasterios tuvieran que ser «corte de crianza» o escuelas de saber:

He pensado si dijo algún santo que havía de ser corte para enseñar a los que quisieren ser cortesanos del cielo, y lo han entendido al revés (p. 506).

El enemigo mundo aflora a cada paso en sus aseveraciones monásticas, a sabiendas de que había que aborrecerlo. Pero Teresa de Jesús, aún consciente del terreno que pisa, aprovecha para burlarse de las convenciones de la etiqueta epistolar a la hora de dirigirse en términos de «magnífico» o «ilustre» (p. 506), siendo taxativa al afirmar finalmente esa santa ignorancia de la que ella misma ha ido dando tantísimas pruebas. Lo dice al compadecerse de los espirituales que andan por el mundo sin desprenderse de sus miserias, y aconsejando la misma doctrina que vemos tiñe toda la obra:

Si se pudiesen concertar todos y hacerse ignorantes y querer que los tengan por tales en estas ciencias, de mucho trabajo se quitarían (p. 507).

Teresa de Jesús muestra una vez más cómo la discreta, docta y santa ignorancia que conviene a los espirituales es consecuencia clara de la asunción de la miseria del mundo y de los hombres. Desde la experiencia de quien aún no ha cumplido 50 años pero ha visto muchas «mudanzas», practicará ella misma cuanto predica, al reflexionar sobre lo escrito y exclamar: «Mas ¡en qué boverías me he metido! Por tratar en las grandezas (de) Dios, he venido a hablar de las bajezas del mundo» (p. 507)39.

La frescura del Libro de la vida radica tal vez en el vaivén paradójico que todo él conlleva, tanto en el plano de las vivencias como en el del discurso que las relata, sin que ello suponga la progresión lineal, en uno u otro sentido, que se deriva de la mayor parte de las obra narrativas de su tiempo, sobre todo de las alegóricas40. En ello cae también cuanto venimos diciendo sobre los libros, pues la Vita Christi del Cartujano, en la traducción de fray Ambrosio de Montesino, volverá a desencadenar milagrosamente, vísperas del día del Espíritu Santo, una visión que la deja «embovada y tonta» durante toda la Pascua41.

Sin llevar las cosas demasiado lejos, lo cierto es que Teresa de Jesús, pese a confesar su ruindad, se dibujará a sí misma como mediadora entre Dios y los demás, hablando de las mercedes que Él le ha concedido o a otros a través de ella42. Y pese a su alejamiento de los libros, no temerá recordar una referencia sacada de Osuna («como hace el ave fénix —según he leído—», p. 539) o confirmar que, gracias al rezo del salmo «Quicumque vul», entendió el misterio de la Trinidad, cerrando así la doble vía de conocimiento oral y escrito que el Libro de la vida encierra, y que se estrecha cada vez más en torno a la palabra divina.

La obra termina con nuevas visiones celestes y terrestres, como señal añadida a otras muchas mercedes recibidas. Pero el último capítulo corona cuanto se refiere a la sabiduría, mostrando que la búsqueda de la Verdad, así, con mayúscula, solo se alcanza gracias a Dios. Los arrobamientos le llevan a entender cosas inusitadas y es en la unión, que es todo voluntad, donde se logra, ya que las otras dos potencias, memoria y entendimiento, andan desatinadas:

Entendí grandísimas verdades sobre esta Verdad, más que si muchos letrados me lo hubieran enseñado (p. 543).

Téngase en cuenta al respecto que, en La docta ignorancia, el Cusano ya había alardeado de utilizar la mayor claridad estilística a la hora de manifestar la verdad, a sabiendas de que la verdad exacta es incomprensible y que, como luego en Teresa de Jesús, no estaba reñida con la trascendencia de los vocablos e imágenes, elevados en una constante operación anagógica43.

Libro de la vida44