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Jorge Volpi

 

 

Mentiras contagiosas

 

Ensayos

 

 

 

 

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Jorge Volpi, Mentiras contagiosas

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-548-4

 

© Jorge Volpi, 2008

© De la fotografía de cubierta, Lola Álvarez Bravo, 2008

© De esta portada, maqueta y edición, Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Ensayo 96

 

 

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Para Fernando Iwasaki

y Edmundo Paz Soldán

 

I
LIBROS, ESCRITORES, LECTORES

RÉQUIEM POR LA NOVELA

 

Certifico la muerte de la novela. Según los cronistas, el último ejemplar de esta especie apareció hace cien años: un pobre remedo de Las aventuras del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, perpetrado por un tal Menard y publicado en la ciudad de México en 2605. Basta hojearla para comprobar la decadencia del género: sus artificios estructurales, la inverosimilitud de sus personajes y su miseria estilística explican por qué el público dejó de leer –y los editores de editar y los escritores de escribir– esta variedad de la literatura conocida como ficción (un término ausente en nuestras librerías). Ante obras como esta no debe sorprender que la novela se haya extinguido, sino que no lo haya hecho antes.

La ficción siempre tuvo una vida artificial: concebida como un engaño similar a la magia o la hechicería, sólo podía haber prosperado en sociedades con un precario desarrollo intelectual. De otro modo, ¿cómo entender que adultos racionales se consagrasen a tramar estos divertimentos, que seres inteligentes disfrutasen con sus engaños, que lectores sensatos se conmoviesen con sus mentiras? Durante siglos las novelas sirvieron para confundir a las mentes menos preparadas: su público estaba conformado por mujeres crédulas, adolescentes infatuados, viejos prematuros, solteros insatisfechos: gente ociosa. Yo siempre me estremecí al imaginar esos volúmenes plagados de fantasías. Cientos de páginas que representaban horas, días o incluso semanas tirados a la basura.

¿Cuánto hubiese avanzado la humanidad si, en vez de malgastar sus energías con estos delirios, las hubiesen invertido en tareas más provechosas? ¿Si, en lugar de demorarse con peripecias de espías, enamorados y facinerosos, nuestros antepasados hubiesen agotado libros de filosofía, de historia, de matemáticas? ¿Cuánto hubiese avanzado la humanidad? ¿De qué manera se hubiese acelerado nuestro desarrollo económico, nuestra civilidad política, nuestra andadura tecnológica? Pero nuestros ancestros padecían una predisposición natural hacia la mentira. Tuvieron que pasar mil años antes de poder extirpar esta distracción: demasiado tiempo, si se compara con el empleado en erradicar enfermedades menos perniciosas. ¿Dónde radicaba el poder de las novelas? ¿Por qué un género tan nocivo fascinó a los seres humanos? ¿Cómo logró seducir a naciones y épocas enteras?

Si bien desde mi época de estudiante yo me negué a bucear en las aguas de la ficción –mi tesis doctoral versa sobre el estilo de las actas del tribunal de cuentas de Rouen en el siglo xix–, la reciente muerte de mi madre despertó en mí el virus de la curiosidad. Aunque la infeliz pertenecía a la primera generación que podía jactarse de nunca haber leído una novela, su testamento reveló que desde hacía años se empolvaban en nuestro sótano las novelas que mi abuelo acumuló a lo largo de su vida. Al parecer ella nunca tuvo corazón para desembarazarse de esa carga y, segura de que ninguno de sus hijos se atrevería a deshonrarla, se olvidó de aquella incómoda herencia, convencida de que las termitas la convertirían en su alimento. La pobre no podía sospechar que su primogénito terminaría por abrir aquellas cajas de Pandora.

Poco después de sus exequias bajé a la cava, arranqué los precintos y descubrí la desvencijada biblioteca de mi abuelo. A primera vista el gusto del viejo se mostraba ecléctico: de las más de ochocientas obras que acumuló en su sigilosa existencia de notario, identifiqué ejemplares de diversos países y lenguas, si bien una manía indescifrable parecía guiarlo hacia la literatura mexicana del siglo xxi. Sólo para contrariar su memoria inicié mis pesquisas con los ingleses. El azar me condujo hacia la Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy de Laurence Sterne. En cuanto abrí el ejemplar fui presa de un espasmo: si bien la lectura de ficción no estaba prohibida –sólo a un loco se le hubiese ocurrido censurar libros que no interesaban a nadie–, me extrañó descubrir en mí semejante ánimo subversivo.

Al concluir aquella obra mi decepción no pudo ser mayor: como preconizan los grandes críticos literarios contemporáneos, se trataba de un enorme disparate. En pocas palabras, no entendí nada. Y no por incapacidad de adentrarme en las sutilezas del inglés antiguo o porque despreciase el mundo de Sterne: simplemente no me interesaba lo que este narraba o, más bien, cómo lo narraba. La época resultaba fascinante pero, ¿qué aportaban aquellas páginas frente a los estudios eruditos? ¿Cómo enriquecían a nuestro conocimiento del siglo xviii británico? ¿De qué servía esa acumulación de dislates cuando existen tan sólidos libros de historia? La novela estaba plagada de caricaturas, experimentos y divagaciones que aniquilaban toda noción de objetividad. Al concluir el libro seguí convencido de la inutilidad de la novela e incapaz de explicarme cómo mi abuelo pudo considerar esas piruetas provechosas y honorables.

Para paliar mi frustración me concedí otra oportunidad y me precipité sobre Austen, Dickens, las hermanas Brontë, Hardy, Forster y Henry James: todos me parecieron intolerables. Si acaso incubaba algún prejuicio contra los escritores de Albión, dirigí mi curiosidad hacia sus enemigos del otro lado de la Mancha: Hugo (un bodrio), Stendhal (un escándalo), Flaubert (cursi), Céline (un asco), Yourcenar (patética). Sin escarmentar, alterné autores rusos y estadounidenses: Tolstói y Melville, Bulgákov y Hawthorne, Dostoievski y Faulkner, Nabokov y Bellow, Pasternak y Philip Roth… Ni siquiera vale la pena mencionar los nombres de los españoles, italianos, brasileños, japoneses, checos o turcos que revisé después. Fatigado, me adentré por fin en la extravagante pasión de mi abuelo: la novela mexicana del siglo xxi. Apenas pude comprender su entusiasmo por escritores tan desiguales.

Confieso que, a pesar de su vulgaridad, llamó mi atención el aire de familia que unía a novelistas de naciones y tiempos tan lejanos. Aunque provenían de épocas y lugares distintos, era posible reconocer una corriente secreta. Los mejores pertenecían a una sola estirpe y mentían de maneras cada vez más refinadas, como si la novela fuese una artesanía que se torna más sutil y estilizada con el tiempo. Los enlazaba algo huidizo e indescriptible. Comprendí entonces que, si bien su empresa era absurda, poseía cierta coherencia. Pese a su ceguera, esos hombres estaban convencidos de que la novela no era una acumulación de falsedades, sino una forma legítima de explorar la realidad. Y, sobre todo, de conservar la memoria lejos de la severidad de la historiografía o las ciencias sociales. Sería estúpido afirmar que la lectura de Mann, Kafka o Broch me permitiese comprender mejor los albores del siglo xx, pero estos autores poseían intuiciones sobre su tiempo que jamás descubrí en un manual.

Por desgracia, los novelistas de los siglos xxii y xxiii olvidaron esta lección. Al apostar por una novela nacida del folletín decimonónico, los escritores de estos siglos fueron responsables de la extinción de la novela. Obsesionados con repetir modelos cansinos y con simular efectos de los medios audiovisuales, sus mentiras ya no buscaban perturbar a sus contemporáneos, sino adormecerlos. La ficción dejó de acercarse oblicuamente a la realidad y se limitó a regodearse en sí misma con el único fin de entretener.

La novela no murió de muerte natural: fue asesinada por sus adeptos. A fuerza de repetir hasta el cansancio las mismas estructuras, de exacerbar artimañas y machacar temas, el género sentimental y el policiaco, los novelistas destruyeron su forma de vida. A mediados del siglo xxii la novela se había convertido en un género desfalleciente: aunque entonces se escribieron, publicaron, compraron y leyeron más títulos que en cualquier otro momento, casi no se escribieron auténticas novelas, sino sucedáneos.

El resto de esta historia resulta conocido: durante los siglos xxiii y xxiv esta tendencia se acentuó: los editores continuaron publicando millones de libros en cuyas guardas aparecía la palabra «novela», pero poco a poco los lectores dejaron de frecuentarlas, asqueados ante su desfachatez. De pronto resultaba más útil, e incluso más divertido y estimulante, leer ensayos, reportajes o entrevistas que empantanarse con aquella bazofia imaginaria. Tras la crisis de 2666, las grandes editoriales abandonaron sus colecciones de novela para dedicarse a lo que entonces aún se conocía como no-ficción. Desacreditado el poder evocador de las mentiras, los lectores ya sólo se interesaron por la realidad o, al menos, por lo que se les vendía como tal.

A mediados del siglo xxvii un grupo de agitadores –de guerrilleros– acometió un último intento de resucitar el viejo arte de la novela. Aunque al principio su idea pareció atractiva –se dedicaron a copiar palabra por palabra las grandes obras del pasado–, a la postre también fueron olvidados. Los últimos esfuerzos de estos outsiders, encabezados por el escurridizo Menard –responsable de las reescrituras de Don Quijote, la Biblia, la Odisea, el Ulises y los cuentos de Borges–, se empolvaron irremediablemente en las estanterías. Anulada esta tentativa, la novela desapareció. ¿Debemos lamentarlo? ¿En nuestros días alguien echa de menos las églogas, los versos yámbicos o los cantares de gesta?

Han pasado diez años desde que bajé por primera vez al sótano y leí el Tristam Shandy de mi abuelo. Mi juicio no se ha modificado pero, si bien reconozco que se trata de una debilidad imperdonable, de una adicción malsana, todas las noches vuelvo a bajar al sótano. Y, en mis horas de insomnio, me pasa por la cabeza la idea de tramar yo mismo otra de esas mentiras.

INFORME SOBRE FALSARIOS

 

Advierten los autores del informe que se trata de una de las cepas más virulentas de su raza. Taimados, astutos, diestros para la manipulación y el disimulo, esconden su brutalidad bajo una fachada inofensiva. Pese a los esfuerzos por eliminarlos –no seremos los primeros–, han resistido ataques y vacunas, bien encerrados en sus madrigueras, bien fingiendo una vida anodina como la de sus congéneres. Su capacidad de adaptación sólo tiene equivalente en las cucarachas. ¿Cómo sobreviven? Parasitan las vidas de los otros. Allí radica su amenaza: infectan a sus huéspedes cuando nadie los observa –criaturas etéreas y noctámbulas–, se introducen en sus cerebros y de un día para otro, sin desatar síntomas de alarma, se apoderan de sus víctimas. Cuando las miserables al fin reconocen la patología –respiración entrecortada, taquicardia, cefalea, aunque hay reportes de asfixia, embolias y paros cardíacos–, ya es tarde para administrarles una cura.

Algunos especialistas los comparan, no sin razón, con escorpiones. Su veneno es incurable. Y el mal que provocan, altamente contagioso. Una vez infectados, no hay otra solución sino la cuarentena o la muerte. ¿Cómo surgieron estas bestias, cómo evolucionó su especie, cómo se multiplicaron a escala geométrica? Abundan las leyendas y nuestros especialistas no han sido capaces de capturar un ejemplar vivo. Una misión proclamó hace tiempo su éxito: la criatura llegó viva hasta el laboratorio pero no resistió la densidad de nuestra atmósfera. Como marcan los procedimientos, hubo que devolver su cadáver a la Tierra.

¿Qué impulsa a una raza inteligente a dotarse de falsedades cotidianas? ¿Y por qué alguien querría consagrarse a esta tarea? A nosotros nos cuesta imaginar que alguien viva para maquinar fantasías. La modestia no es, por supuesto, uno de sus rasgos: los infames se piensan elegidos, creen que sus ideas deben contaminar otras mentes y no dudan en proclamarse inspirados por los dioses. ¿Por qué perseveran? Los autores del informe incluyen una casuística tan amplia como inútil. Unos lo hacen por dinero, otros se asumen como defensores del «arte» o la «poesía», y el resto son solitarios incurables: sujetos que no toleran el azar y lo sustituyen con el orden de sus patrañas.

Los humanos poseen gigantescos receptáculos, panales donde se acumula la escoria producida por esta subespecie: otros se introducen en sus celdas, fagocitan sus huevecillos y se contaminan para siempre. Nada detiene la ambición o la certeza de estas criaturas. Se piensan cimas del proceso evolutivo. Para ellos no existen límites de tiempo ni de espacio, se pasean con desfachatez entre las sombras y el futuro, desafían las fronteras y se ufanan en encarnar multitudes. Cuando se sienten en peligro, se fingen locos o se dan muerte a sí mismos. Y entonces el resto los venera, les consagra mausoleos por acomodar frases y palabras. ¿Por qué sus obras –y sus vidas– despiertan tanto interés, tanta curiosidad, tantos homenajes? ¿Acaso no son tan viles o egregios como otros? ¿Por qué los humanos veneran sus sueños y temores?

Los autores del informe recomiendan unánimemente exterminarlos. Han de convertirse en el primer objetivo de la guerra, anterior incluso a soldados y políticos. ¿La urgencia? Hacer más humanos a los humanos. Les permiten creer que cada uno es como cualquier otro, que pueden llegar a comprenderse –aproximarse a la distancia–, que no son tan diferentes. La opinión final de los autores del informe es irrebatible: si queremos conquistarlos, tenemos que liquidarlos cuanto antes. O, como siempre han hecho sus tiranos, obligarlos a trabajar de nuestro lado.

II
EXPERIMENTOS