Inés Mendoza

 

 

El otro fuego

 

 

 

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Inés Mendoza, El otro fuego

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-506-4

 

© Inés Mendoza, 2010

© De la ilustración de cubierta: Pierre Bailey, 2006

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 138

 

 

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Para Ángel,

por lo que todavía seremos juntos

 

Índice

 

La perseguidora, por Eloy Tizón

 

El otro fuego

Cuento neoplástico

Origami

Rosas amarillas

Un hombre con sombrero negro

Motivos del sábado

Jardín

A pesar de la lluvia

La jungla del ojo

Mutaciones

La estela nocturna

Estación del destierro

 

Dedicatorias

 

La perseguidora

Eloy Tizón

 

Quisiera saber qué pretenden de mí mis libros.

Clarice Lispector

 

Un escritor es alguien que trata de imponer a otros su alucinación. ¿Por qué lo hace? ¿Por necesidad, cálculo, orgullo? Seguramente una de las menos malas razones para componer un libro es el delirio de añadir una nota más, de no despertar aún, de prolongar un poco más ese sueño ligero que es la literatura.

 

La literatura puede ser un sueño o un medio de locomoción. Los cuentos sirven para desplazarnos de un lugar a otro, viajar dormidos de un castillo a otro, cruzar de una metáfora a la de enfrente, desplazarnos de aquí allá a través de un sonambulismo de palabras y vértigos.

 

Si no me equivoco, el cuento no es el lugar en el que se descubre un secreto, sino el lugar en el que se custodia un secreto. La literatura no descubre nada, no mejora nada, no enseña nada que no supiéramos de antemano. La literatura es más bien un espacio donde alojar el misterio; un espacio que, a su vez, crea misterio, lo esparce a su alrededor. Porque en algún sitio hay que depositar el misterio, guardar su luz. A falta de otro mejor, lo ponemos en el arte.

 

Los cuentos de Inés Mendoza son cajas. Cajas con cosas dentro. Para disfrutarlos no hay que abrirlos demasiado rápido (mejor no precipitarse sobre ellos, pues son obra de la lentitud y el amor), sino imaginar qué clase de sorpresas puede aguardarnos en su interior. Lápices. Cartas. Corales. Un silbato de madera. Un billete de metro plegado por la mitad. Un carrete de película velada a medias. Un espejo que silba. Un fulgor como de rodaja de limón o pájaro en llamas.

 

Son textos vivos que invitan a soñar, a divagar, a mentir, a emprender cortos viajes imaginarios. En los cuentos de Inés Mendoza a lo mejor es París y llueve y resuena la música del piano de Berthe Trépart a lo largo de calles que van a dar a muelles desconocidos o al sonido de otras cajas. También hay cajas dentro de cajas y en el cofre más recóndito de todos está la literatura. Ese otro fuego.

 

En los cuentos de Inés Mendoza hay paraguas amarillos y molinillos de viento y lirios mojados y un pez sonámbulo y el recuerdo de los mundos entresoñados de Leonora Carrington o Georgia O’Keefe y la sombra puntiaguda de monsieur Hulot que cruza en bicicleta saludando a la cámara (qué bien saluda Hulot) mientras se aleja silbando una canción triste que sin embargo nos reconforta y pone contentos. Y mucho aire y viento en las velas y fuegos artificiales y al otro lado del tabique un llanto bajito que tal vez sea el del bebé bebé bebé Rocamadour.

 

Los cuentos de Inés Mendoza se sabe cómo empiezan pero no cómo terminan, porque siempre hay en ellos como un quiebro, un destello furtivo, un deslizamiento del sentido, una prórroga que desmiente o desautoriza o al menos pone en entredicho a la llamada «realidad» y sus pompas vacuas y periodísticas de catarro y humo, de termómetro y servilleta, una bofetada dulce al sentido común que hace de cada cuento una pieza imprevisible y díscola, un tanto fantasmal, cuentos de Inés.

 

Los personajes de Inés Mendoza son criaturas atrapadas en jaulas demasiado estrechas (jaulas de obligaciones e interruptores, prisiones hechas de goma de borrar y oficinas, tanto más insoportables cuanto menos sólidas) y pugnan por fugarse, por limar los barrotes de su encierro y escaparse de allí a todo correr saltando de caja en caja hasta alcanzar otro recipiente mayor, otro verano. Y a veces lo consiguen y a veces no y ese es el cuento.

 

En La dolce vita de Fellini hay una secuencia muy bella en que los personajes –guapos, ricos, cínicos, hastiados– se reúnen a medianoche en el lujoso apartamento de uno de ellos para escuchar grabaciones de sonidos de la naturaleza: retumbar de truenos, mecerse de ramajes, trino de pájaros. Este peculiar concierto queda interrumpido por la aparición en pijama de dos niños, los hijos del dueño de la casa, que no pueden dormir a causa de los ruidos, que los han desvelado. Poco les costaría a los adultos sacudirse la pereza, dar unos cuantos pasos, salir al exterior y oír directamente todos esos sonidos. Pero no. Eso no puede ser, ese es un esfuerzo sobrehumano que está fuera de su alcance. La llave se ha extraviado para siempre y ya es imposible retroceder, recuperar el tiempo perdido, los sueños de aquella edad en que, como escribe Inés Mendoza, «éramos tan niños que casi daba pena».

 

La alegría de fugarse de la cárcel no es nada comparada con la alegría de preparar minuciosamente la fuga. Y cómo eso nos va alterando y nos cambia la mirada. Los cuentos de Inés Mendoza son planes de evasiones (o de intentos de evasiones, da igual), con túneles excavados en secreto, tierra en los bolsillos de los reclusos y sábanas atadas formando lianas con nudos de palabras.

 

Al igual que sus personajes, Inés Mendoza persigue algo, se escapa de algo, de qué. ¿Del realismo? Puede que sí, si tenemos en cuenta lo que escribe James Wood en Los mecanismos de la ficción: «La ingenua creencia de los autores del siglo xix de que cada palabra tiene un vínculo necesario y transparente con su referente ha quedado anulada. Nos movemos simplemente entre distintos géneros de composición de la ficción, que están en competencia, de los cuales el realismo es precisamente el más confuso y quizá también el más obtuso, porque es el menos consciente de cuáles son sus propios procedimientos. El realismo no se refiere a la realidad; el realismo no es realista. El realismo, como dijo Barthes, es un sistema de signos convencionales, una gramática tan ubicua que no notamos la forma en que estructura la narrativa burguesa».

 

Son intentos de cuentos. Es posible que ya no tenga sentido sentarse a «escribir un cuento» como hace cincuenta años, y ni siquiera esté a nuestro alcance, ya no, sino todo lo más tentativas de cuentos, merodeos de cuentos, adivinaciones, hipótesis, arrepentimientos, tachaduras, sospechas de algo que puede parecerse remotamente –o no– a un cuento. Por eso Brodkey titula con lucidez su libro Relatos a la manera casi clásica. Los cuentos de Inés también lo son a la manera casi clásica. ¿Acaso puede haber otra? Todos los cuentos que hoy nos merecen respeto lo son. Son casi cuentos. En ese casi pendiente de un hilo tal vez palpita hoy en día toda la posibilidad, el temblor y el romanticismo de un cuento. Y el resto es tierra quemada.

 

Como los personajes de Fellini, ya no podemos salir de la habitación de los sueños. Algo (¿la civilización?) ha atrancado la puerta; una fuerza nos retiene e impide escuchar directamente la agitación verde del viento entre los árboles, sino tan sólo su reproducción mecánica a través de grabaciones, de sucedáneos digitales, de filtros y salvapantallas. Eso era todo, amigos. Y de esa comprobación melancólica quizá brota la necesidad de prolongar la fiesta y de añadir, fuera de horarios, un puñado más de historias, puesto que escribir ficción implica dar un paso –uno solo, pero irreversible– hacia lo desconocido.

 

Uno de los mejores cuentos de este volumen lleva por título «Origami», y al lector le resultará inevitable pensar que Inés Mendoza también hace origami con las palabras, también ella dobla esquinas y pliega ángulos para que surjan de entre sus dedos jirafas de papel, flores de celulosa, un frágil y transparente jardín zoológico con que Inés alimenta sus hermosos incendios. Hay algo en su voz, tan llena de sabidurías y paciencias, que impide llamarla nueva. Sus fantasmas son los mismos que los de un escritor del medievo. La hoguera está encendida y ya nada puede apagarla. Cómo encontrar palabras para decir la pena, para inventar la vida, para escribir el fuego.

 

 

El otro fuego

 

La primera navidad que encendí un triquitraque, supe lo que deseaba ser de mayor: el hombre que prende los fuegos artificiales.

Me gustaba el peligro. Y aunque entonces sólo era un niño de nueve años que en lugar de tener mascota jugaba con fuego, esa Nochebuena, después de ver en el cielo cómo estallaba mi triquitraque, me convertí en un fanático de las llamas. En aquella época llegué a coleccionar todo tipo de juegos pirotécnicos: luces de bengala, tronadores, carretillas, y por supuesto triquitraques; leí no sé cuántos manuales que nunca entendía, fotografié todos los fuegos que se encendieron en mi vida desde entonces. También organicé un club con mis amigos del barrio, cuya única actividad consistía en reunirnos en la verja del colegio después de clase, con los bolsillos de los pantalones abombados de fósforos y luces de bengala, y luego irnos hasta el descampado, justo al pie del amasijo de acero que quedaba de una antigua torre eléctrica.

Allí, cada uno de nosotros hacía gala de su habilidad para encender todas las mechas, todas las que pudiera, de una sola vez. Cuando la tarde ya caía y quizá nuestras madres nos esperaran con una cena humeante sobre la mesa, mis amigos y yo nos sentábamos en círculo en la explanada para votar en pequeños trozos de hojas cuadriculadas el nombre de aquel que había encendido el mejor fuego; entonces al ganador le levantábamos en hombros gritando hurras y le dábamos como premio un triunfo de juguete.

Pero lo cierto es que cuando uno crece esas cosas se olvidan. Y yo, como todos, crecí, gané una plaza de Inspector de Escuelas y me casé con una mujer callada que tenía un gato. Por aquel tiempo mi única relación con el fuego era la de prender el carbón esos domingos estivales en que mis camaradas y yo, con nuestras mujeres y el gato, nos reuníamos en el patio de mi casa para hacer una paella. Aunque a veces me invadía una secreta felicidad cuando llegaban los incendios de verano o tenía que encender una hornilla en la cocina si mi mujer estaba muy ocupada.

Hasta aquel momento era como si estuviese fingiendo una vida que no era la mía, pero eso fue antes de la noche en la que vi al hombre-cohete.

Ocurrió un quince de diciembre durante las fiestas del barrio. Yo había salido pronto de una inspección habitual y me fui a dar una vuelta por la feria. Un rato después, mientras curioseaba entre los chismes navideños que vendían en un tenderete, oí el sonido inconfundible de la pólvora y vi que los fuegos artificiales de las fiestas ardían en el cielo, ante mis ojos, como cuando era niño. Me acerqué al descampado; el Ayuntamiento había erigido una tarima y unas gradas para el espectáculo nocturno. Yo me dejé encandilar por la exhibición pirotécnica, viendo las caras de las señoras iluminadas a medias, los ojos de los chavales reflejando esas estrellas de papel, pero nada más terminar los fuegos artificiales me sentí vacío.

Al salir del descampado vi un cartel sujeto a un poste que anunciaba el espectáculo del hombre-cohete: un tipo normal, que no era acróbata ni nada, iba a lanzarse desde un cañón de artillería. Fui corriendo hasta la taquilla y compré una localidad para la función, con la siniestra esperanza de presenciar algo irrepetible. Y sin saber que así sería.