Portada: El ataúd de la novia. Unni Lindell
Portadilla: El ataúd de la novia. Unni Lindell

 

Edición en formato digital: mayo de 2016

 

Título original: Brudekisten

En cubierta: fotografía de © Indukas / Shutterstock.com

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Unni Lindell, 2014

First published by Aschehoug, Norway.

Published by arragement with Nordin Agency AB, Sweden

© De la traducción, Lotte Tollefsen

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16749-57-7

 

Conversión a formato digital: María Belloso

EL ATAÚD DE LA NOVIA

 

La casa de la caldera estuvo muchos años cerrada. Me he instalado en la pequeña casa de ladrillo. La madreselva se aferra a sus paredes como yo me aferro al futuro. Aquí lo tengo todo, paz, silencio y oscuridad. No debo distraerme con mis problemas personales, solo llevar a cabo mi tarea. Me siento como el único superviviente de una tragedia espeluznante. La angustia se enrolla en mi cuerpo como los hilos negros de una araña. No he asesinado a nadie, en la práctica no.

Fue aquí donde todo sucedió hace ya mucho tiempo. Fue como desplomarme por un respiradero, pero el tiempo ha pasado y he salido adelante. Todo sigue igual: la escalera metálica cubierta de musgo, los gorriones que picotean el asfalto. Los zorros en la linde del bosque, insectos que en verano zumban y chocan contra las pequeñas ventanas de cristales emplomados. Nadie puede ver el interior, pero en verano, desde dentro, se distinguen las grandes sombras de las copas de los árboles sobre la hierba. Oigo las ratas moviéndose por el sótano y el frío olor de los muros se cuela por las rendijas de la tapa de madera de la alcantarilla. Está nevando. Las paredes huelen a invierno. La parcela está amortajada, cubierta de una capa de hielo blanca entre los edificios. Solo se libra un perímetro de césped de un metro de ancho, el que cubre los túneles subterráneos cuyo calor impide que la nieve cuaje. El pasadizo parte del edificio principal. El vigilante de Securitas cree que puedo estar aquí. No cuestiona nada. A menudo charlamos un rato y luego sigue su ronda. Cuando llegue el momento, me marcharé. Seguramente será esta noche. Ya he introducido la cesta de mimbre en el horno. Cuando su cuerpo se haya quemado, me iré de aquí para siempre.

 

Hospital Psiquiátrico de Gaustad

27 de noviembre de 1988

 

Querida Berit:

 

El suceso de la semana pasada fue terrible. Es espantoso que Maike Hagg haya muerto a los doce años. La policía ha venido a tomarme declaración y sé que también han ido a tu casa. Pero ¿qué hacía esa niña en el archivo del sótano? He cancelado los días de visita de los niños. ¿De verdad crees que era buena idea que los hijos de los pacientes psiquiátricos tuvieran la oportunidad de relacionarse entre sí? Los hombres de la sección restringida son pacientes peligrosos, tú lo sabes. ¿Cómo consiguió Maike la llave? Les has enseñado los sótanos a los niños, los has dejado ver la habitación clausurada con los viejos bancos de madera y las correas para atar a los pacientes. Has entrado con ellos en las conducciones del agua, les has permitido recorrer las catacumbas y les has dicho dónde estaban el cuarto del electrochoque y el archivo. Tal vez Maike estaba buscando algo en el archivo, ¿quizá por encargo de su padre?

¿Por qué te quedas en casa? ¡Tienes que volver al trabajo! He comentado los diagnósticos y los informes médicos contigo. Has cometido infracciones informando a los pacientes de sus diagnósticos con más detalle que yo como director médico. No se lo he dicho a la policía. Desde ahora te prohíbo que te acerques a los pacientes con tu pretendido interés por su bienestar. A partir de ahora seremos Norma y yo quienes nos ocupemos de la necesidad de los pacientes de hablar de sus problemas. Ella es sacerdote, tú una secretaria, Berit.

La pintura de labios con la que habían embadurnado la boca de la niña despertó las sospechas de la policía. Tendrás que responder de eso. Ahora lo más importante es proteger y cuidar al resto de los niños. Especialmente los hermanos de Maike, Jan y Piet, pero también de Aud y mi Emmy.

Saludos,

CARL

 

Emmy Hammer se puso el abrigo y caminó deprisa hacia la puerta de cristal y su tirador de bronce combado. Tenía que alejarse del Café del Teatro. Por un instante vio su figura reflejada en la puerta. El abrigo blanco parecía un disfraz de fantasma y sus tirabuzones, como si fueran rastas, cuerdas enrolladas. Tenía las pestañas y las cejas muy claras y la boca ancha. Tiró de la puerta y logró salir al aire frío. La noche estaba estrellada. Los puntos de luz parecían huellas de dedos sobre la cúpula del Teatro Nacional. Lanzó una mirada al cartel que anunciaba la programación sobre la pared iluminada del teatro y volvió a oír el desagradable sonido de una cuchara golpeando con fuerza el plato. Eran las 19:35 de la última noche de octubre. Se volvió para echar un vistazo a los luminosos ventanales del Café del Teatro. Aud seguía sentada en el mismo sitio, de espaldas. En contraste con el vestido amarillo, su pelo negro y corto parecía el cáliz de un girasol. Emmy se tropezó con un matrimonio mayor que iba agarrado de la cintura y vestido de fiesta. El largo pañuelo azul de la mujer se escurrió y desapareció entre unos jóvenes enmascarados. Emmy la dejó estar y pasó con prisa frente a la puerta del hotel, la floristería y el quiosco de la esquina. Se le había hecho extraño volver a verla. Habían cumplido treinta y siete años. Aud había afirmado cosas dolorosas. Sintió que se encontraban en un decorado mal hecho donde nada se correspondía con la realidad. Estaban envueltas en el sonido de cubiertos sobre loza blanca. Emmy se sintió anulada, a pesar de que las acusaciones no tenían nada que ver con ella. Pero no podía seguir escuchando aquello y acabó por coger su bolsa, apretarla contra su regazo e ir corriendo al ropero.

Pasó el tranvía con gran estruendo. A la luz blanca del vagón vio a jóvenes disfrazados de esqueletos y murciélagos. Pensó en la posibilidad de llamar a la policía, pero no estaba segura de cómo expresarse para que la entendieran bien. Tenía que pensar, y rápido. Aud lo llamó «reencuentro». Después de casi veinticinco años. Sentía frío y calor a la vez. Algo le había dado miedo desde el mismo momento en que se sentaron a la mesa. Aud ya no era la misma. Era periodista y la había convocado a ella, a la hija del psiquiatra, el día de los difuntos, para hablar de Maike, que perdió la vida cuando tenían doce años. Cayó de una escalera de mano y se golpeó la cabeza contra el suelo de cemento del sótano de Gaustad.

El camarero les sirvió vino y dejó una cestita de pan sobre la mesa. Aud dijo con voz cristalina: «Qué bien que pudieras venir. Hace mucho que quiero hablar contigo. El plazo de prescripción de un asesinato es de veinticinco años. Quedan tres semanas para que venza el plazo del caso Maike». Emmy la había mirado con la boca abierta. Esa expresión «el caso Maike». Como si hubiera un caso. El malestar se extendía por su cuerpo como un veneno. «¿Has sabido algo de Berit Adamsen? He intentado contactar con ella».

Hacía veinticinco años que Emmy no veía a la secretaria de su padre. Lo único que tuvo oportunidad de contar de su vida fue que tenía un hijo y que iba a hacer una exposición. Exageró bastante. No mencionó que era probable que la cancelaran ni que en el último mes había vendido un solo cuadro. Los cuadros se acumulaban en el estudio, en realidad había tirado la toalla, había aceptado que nunca llegaría a ser más que una pintora aficionada. Las grandes ideas que tenía al empezar un óleo se encogían hasta transformarse en un motivo patético, poblado de figuras rígidas, casi infantiles, que daban a su obra un aire amateur.

Echó una mirada distraída a un vestido de rayas en el escaparate de la boutique de Norway Designs y se apresuró a entrar en Burns. El viejo bar estaba lleno. La acústica era mala, voces y risas retumbaban por el local. Emmy se abrió camino y encontró una mesa en el rincón más alejado de la puerta, dejó la bolsa y cogió el móvil.

Se quitó el abrigo y se acercó a la barra para pedirle un gin-tónic a un camarero delgado de pelo negro. Cogió el vaso y se dejó caer sobre la silla. Se aisló del ruido. Se echó a llorar en silencio. Pensó en Maike, que murió. En su pobre padre, Werner Hagg. Era alto, se parecía a Bruce Willis. Le llamaban el gigante. Había cometido un asesinato a hachazos y acabó internado en la sección de su padre, ahora tendría más de sesenta años. Y los dos hermanos de Maike, Jan y Piet: uno alto y atractivo, el otro un desastre. Se secó la nariz con la manga de la blusa. También recordaba claramente al padre de Aud, John Johnsen, un paciente delgado y macilento vestido con una larga gabardina.

A los doce años se reían de tonterías. Jugaban a que los edificios del hospital eran palacios en los que ocurrían cosas extrañas. El cielo surcado por vetas rojas sobre los tejados hacía que en otoño los edificios parecieran enigmáticos y sombríos. Pensaba en cómo se sentaban en el banco del parque, frente al hospital, charlaban, oían el seco viento de verano atravesar la hierba, y compraban helados en el quiosco de piedra, frente a la recepción. Jugaban a la rayuela en el pasadizo, saltaban sin pisar la raya mientras la sombra de los grandes árboles oscurecía el suelo. Sus padres estaban encerrados. Ese era el trabajo de su padre. Maike era compacta y bajita, sus piernas eran cortas y robustas y tenía el pelo castaño y graso, sin brillo. Una vez presumió de que cuando era pequeña, sus dientes de leche se habían puesto negros y se habían podrido. Aud y ella no siempre se portaban bien con Maike. En todos los grupos alguien tiene que ser el más débil. Emmy se había inventado que Maike tenía lombrices. Se había hecho con una botella de aceite de trementina en la casa de la caldera. La obligaron a bebérselo. Las descubrieron y Berit Adamsen se enfadó muchísimo. Norma Winter también, pero de otra manera, era sacerdote y más indulgente.

Emmy Hammer se tomó la bebida transparente a grandes tragos mientras pensaba en los tiempos de Gaustad. El calor se extendió por su estómago y dejó el vaso con el trocito de limón mustio sobre la mesa con un golpe. El calor y los pinchazos bajaban por su garganta, volvía a escuchar la voz de Aud en su interior. «Mañana he quedado con Norma, la sacerdote, y volveré a ponerme en contacto con Ole Porat porque la última vez que le llamé no contestó al teléfono. Creo que aquella vez se dio cuenta de algo».

Ole Porat era el joven estudiante de medicina que hacía la residencia con su padre y que vivía en la casa de la caldera por aquel entonces. Porat, ahora se acercaría a los cincuenta. Su padre se había jubilado y nunca hablaba de aquellos tiempos, pero algo había sucedido con Porat. «No es de fiar». ¿Fue eso lo que dijo su padre? De todo aquello hacía casi un cuarto de siglo. Emmy Hammer le dio la espalda a un borracho pesado. Luego buscaría sus números de teléfono en el iPhone para advertirles. Primero llamaría a Jan para decirle que Aud había descubierto que la muerte de Maike no fue un accidente, sino un asesinato. Y que Aud creía que era él quien había matado a su hermana. Y luego llamaría a su hermano, Piet. Y a Ole Porat, por ese orden. Los tres se llevarían una desagradable sorpresa cuando se lo contara, porque había más. El asesino del hacha Werner Hagg, el padre de Jan, Piet y Maike, no había matado a su mujer. Fueron sus hijos. Ahora Jan y Piet tenían cuarenta y uno y treinta y nueve años, y Aud Johnsen iba a publicar un artículo sobre ello. Y se iba a poner en contacto con la policía antes de que el delito prescribiera. Emmy Hammer pidió otra copa y levantó la vista cuando un tipo la llamó «nena».

 

El taxista observaba por el retrovisor a la mujer morena de rasgos marcados. La había recogido frente al Café del Teatro. Parecía estresada. El reloj del salpicadero marcaba las 19:47.

—A la calle Sandaker 22 G —dijo por segunda vez.

—Sé dónde es. Las viejas fábricas junto al río Aker. Transformadas en apartamentos —respondió mientras pasaban junto al Congreso de los Diputados.

 

 

Aud Johnsen sostuvo la mirada del taxista en el espejo. La calefacción del coche zumbaba. Nadie la esperaba en casa, solo el perro. Dentro de tres años cumpliría los cuarenta, tenía las comisuras de los labios demasiado marcadas, la piel blanca de la frente cortada por dos arrugas horizontales, la boca era una línea malhumorada pegada a su barbilla. Emmy estaba muy guapa esa tarde, con pantalones y una blusa clara y el pelo casi blanco sobre los hombros. Sus ojos azul claro brillaban bajo las cejas blancas. Con un toque de pintalabios hubiera resultado hermosa. Ella llevaba un vestido amarillo de corte deportivo con bolsillos debajo de un abrigo fino. El vestido le iba bien a su cabello negro azabache.

Las cosas habían ido más o menos como había previsto. Era demasiado para Emmy. Sentía que era demasiado para ella también. La palabra «disociativo» daba vueltas por su cabeza. «Pérdida de memoria como consecuencia del estrés y las fuertes tensiones durante la infancia».

Emmy parecía desconcertada. Solo se relajó al hablar de su hijo Philip. Tenía veintiún años y estudiaba medicina en Polonia. Le había resultado sorprendente que Emmy fuera una artista. Suponía que todo el mundo pensaba que debería llegar lejos, ella que era la hija del psiquiatra.

El taxi cruzó la plaza de Alexander Kielland y pasó la casa de «Lovisa, la de las gallinas». La vieja vivienda obrera se había transformado en una casa de cultura y café, y le habían puesto el nombre de uno de los personajes de las novelas de Oskar Braaten. Buscó el número de Berit Adamsen en el iPhone por tercera vez y volvió a llamarla. Llamó y llamó, pero esta vez tampoco contestó. Aud pensó en Berit Adamsen y sintió la ira reprimida a presión durante todos esos años. Berit trabajaba en Gaustad y junto con la sacerdote se había encargado de organizar los días de visita de los niños. Sus padres estaban en el edificio de ladrillo rojo, en la parte alta de la parcela del hospital. Jugaban a la rayuela, Maike, Emmy y ella mientras los hermanos de Maike, Jan y Piet, hacían de espectadores. A veces jugaban a conquistar terrenos clavando un cuchillo en la parcela del contrario. Lo hacían con la navaja de Piet.

Maike fue asesinada. Faltaban tres semanas para que el delito prescribiera. Al día siguiente iba a entrevistarse con Norma Winther en su despacho de la parroquia. Claro que sabía algo, pero seguro que se escudaría en el secreto profesional. También tenía que dar con Ole Porat. Seguro que temía por su futuro laboral. Escribiría el artículo y luego hablaría con la policía. Pero esa noche no. Al fin y al cabo no era una situación de emergencia que la obligara a llamar a un número de guardia. Maike no iba a regresar en ningún caso, así que bastaría con que lo hiciera al día siguiente.

El taxi recorrió la calle adoquinada que llevaba al que fuera el edificio de los tradicionales Talleres Myren. Ya eran las 19:55. Pagó, dijo que no necesitaba recibo y se bajó. A través de los grandes ventanales iluminados del gimnasio vio a gente que corría en una cinta. Junto a la puerta habían colocado dos calabazas con velas dentro. Las luces rojas del taxi se perdieron cuesta arriba. Anduvo deprisa hacia el oscuro callejón que separaba los edificios y dio la vuelta a la esquina para alcanzar la puerta en el alto muro. Solo quería llegar a casa, sentir el calor de su perro entre las manos y deshacerse del ruido que tenía instalado en la cabeza. La farola apenas iluminaba el patio del edificio industrial.

Había intentado localizar a su padre para advertirle de lo que se avecinaba, pero no contestaba al teléfono. Estaba segura de que se encontraba en su cabaña de la huerta de Sogn. Pasaba por una mala racha. Él había sido diagnosticado como esquizofrénico y había pasado ingresado la mayor parte de la infancia de Aud. Recordaba que, de niña, le hablaba de pájaros con ojos de diamante que le vigilaban. Y de Dios y de Jesús y de los ángeles. «El ángel es un demonio, la gente cree que son criaturas bondadosas». Podía oír su voz pausada. Ahora estaba medicado y se apañaba bastante bien, pero seguía creyendo que la gente iba a por él y había vuelto a empezar con el tema de la publicidad. Recogía montones de folletos de los buzones, los metía en grandes sobres y los remitía de vuelta a los anunciantes.

 

 

El perro mestizo, no muy grande, que tenía desde hacía siete años, vino hacia ella moviendo la cola. Su Bruff. Le dio unas palmaditas, encendió la luz, se quitó las botas, fue al cuarto de estar y tiró el abrigo sobre una silla. Levantó la vista para consultar la hora en el reloj de pared. Se detuvo junto a los grandes ventanales industriales para mirar hacia el río, hacia las luces de las viejas viviendas obreras de la otra orilla. Esas casas llevaban allí ciento cincuenta años. Volvió a llamar a su padre y esta vez sí contestó.

—Padre —dijo imaginando su rostro afilado y grisáceo—, sé que estás en la cabaña.

Se quedó en silencio. Oyó que doblaba un periódico. Lo leía con detalle en busca de delitos y accidentes que confirmaran su visión del mundo. «Allí afuera suceden cosas espantosas. Hay que estar preparado». Miró por encima de la fila de tuyas, se dio la vuelta y se quedó frente a los pósteres enmarcados de las paredes, sin verlos.

—No pasa nada, papá. Quédate allí si quieres, yo voy a estar muy ocupada los próximos días, pero tengo que decirte algo. ¿Recuerdas a Maike, la hija de Werner Hagg, la que murió?

—Bueno...

—Yo jugaba con ella y con la hija del doctor Hammer cuando estabas ingresado. Delante de los edificios, ¿te acuerdas? En verano. Y también íbamos al desván y al sótano. Quiero que leas mi diario. Está debajo del tablón suelto del suelo, junto a la puerta del jardín. Esta noche he visto a Emmy Hammer. —Él seguía callado, así que ella prosiguió—: Estoy intentando ponerme en contacto con Berit Adamsen. Y mañana veré a Norma Winther, la que ejercía de sacerdote allí, ¿recuerdas?

—Sí.

Se lo imaginaba despeinado, con la mirada perdida, idiotizada.

—Cuando hayas leído el diario, lo entenderás todo, papá. Solo tienes que volver a dejarlo debajo del tablón cuando acabes. ¿Está bien? Papá, ¿estás de acuerdo?

Él murmuró algo.

—Ahora voy a apagar el móvil, papá. Estoy cansada, mañana hablamos.

El perro la siguió mientras abría una botella de vino tinto, se servía una copa bien llena y se la bebía. Se tumbó en el sofá, se echó una manta sobre las piernas y miró fijamente al alto techo. «Haz lo que tienes previsto, escribe el artículo y luego podrás derrumbarte». Cerró los ojos. Estaba de vuelta en Gaustad, los largos pasillos con la pintura amarillenta, el silencio tras las puertas cerradas, la vajilla del comedor, porcelana blanca. Gruesa, para que no pudieran estallarla; y las albóndigas en salsa con repollo de guarnición. Desde la primera visita supo que no volvería a ser la misma. Como si fuera la parada final, incluso cuando el cielo estaba azul y era verano o estaba de vuelta en casa con mamá, durmiendo segura en su cama. Sabía que el mundo se había acabado, había que esconder algo, negarlo. Volvía para visitar a su padre una y otra vez. Y luego conoció a los demás niños. Podía verlos, flotaban frente a ella en la luz marrón del sótano, Emmy y Maike. En cualquier momento era capaz de revivir el frío de las piedras, el suave olor a moho que desprendían las paredes de los túneles subterráneos. Las conducciones de agua iban a todas partes debajo de los edificios. El agua corría por las tuberías, en el interior de las paredes, y se convertía en un río. Y las voces de los chicos. Aguda la de Jan, grave la de Piet. Se sentó. Sus pensamientos eran como una lente de aumento que recogía los rayos de sol de la infancia para incendiar un mapamundi. Sintió pena cuando Emmy salió corriendo del Café del Teatro y tuvo la certeza de que había una conexión entre los dos universos. La historia que iba a contar era siniestra y peligrosa. Pronto alguien se vería obligado a salir a la luz y morir un poco.

 

John Johnsen se sentó en el banco de madera junto a la gastada mesa de cocina de la cabaña. Había encontrado el cuaderno rosa pálido de Aud debajo del tablón suelto, junto a la puerta del jardín, como ella le dijo. Las huertas y las cabañas estaban detrás de una valla metálica muy alta con un portón cerrado, como si fuera un campo de concentración. Faltaba mucho para el verano, para que el sol pudiera abrirse paso entre la rejilla y dibujar cuadrados de luz sobre la tierra. El invierno estaba a punto de llegar y la oscuridad sería opresiva durante muchos meses. El calefactor estaba a tope. La alacena contenía la cristalería y también libros, algunos de ellos propiedad de distintas bibliotecas. Unos pocos eran de los viejos tiempos, cuando el bibliobús llegaba al hospital de Gaustad con auténticas joyas, como El Principito, entre otros, o uno de las oscuras colecciones de poemas de Sylvia Plath y Los testigos mudos. La estantería de abajo estaba reservada a una caja de porcelana y unas figuritas de madera. Puso el cuaderno de su hija sobre la mesa y se pasó la mano por el escaso cabello gris. Alguien le dijo una vez que recordaba a un caracol. Nunca lo había olvidado. Las gafas le venían grandes a su rostro afilado. Se las quitó y las limpió cuidadosamente con el mantel, un buen rato. A través de la ventana, a la luz del farol de la puerta, vio pasar una mujer mayor. Sabía quién era, la de la nariz ganchuda, la dueña de la cabaña azul que estaba cerca de los cubos de basura. Había encendido una antorcha, seguro que para conmemorar que era la noche de Todos los Santos. De octubre a marzo no había nadie más allí. La zona estaba llena de cabañas diminutas. El silencio solo se veía interrumpido por el rumor del tráfico de la calle Sogn. Le gustaba estar en paz. Todos los días iba andando de la calle Vøyensvingen hasta la cabaña de la huerta, pero nunca pasaba la noche, siempre volvía a su apartamento. Su cuerpo era delgado y resistente, podía caminar durante días. Las mayoría de los psicóticos como él eran fáciles de reconocer. Hombres que llevaban botas de goma y gabardina larga un día de sol, que tenían cuidado de no pisar las franjas blancas en el paso de peatones y que alertaban sobre el fin del mundo en las esquinas. Pero él ya no hablaba en voz alta. Antes, los que eran como él estaban internados a la fuerza, los escondían. Pero ya no. A su hija no le gustaba que estuviera allí, pero aun así le dejaba la llave sobre el marco de la puerta. Habían llegado a un acuerdo tácito. Él tenía que recoger antes de marcharse y no aparecer los fines de semana. Ella compraba café y galletas y bizcocho navideño que dejaba en la panera. Tenía presente su mirada oscurísima. Se preocupaba por tomarse las pastillas, sabía que si no lo hacía, las cosas se torcerían. Nadie le entendía. Siempre había sido así y así seguiría siendo. Veía a su hija en contadas ocasiones, pero notaba que ella se sentía intranquila en su presencia. A él también le alteraba. Estaban demasiado unidos, nunca sería capaz de relacionarse normalmente con nadie, con nadie.

Leyó el diario. «Hoy fuimos al desván, arriba del todo, hasta la torre, con Berit. Está sucio y da miedo. Pero luego nos colamos en el sótano. Allí abajo hay un archivo con papeles en fundas de plástico y hojas de otoño por los rincones, han entrado por las ventanas empujadas por el viento. Los hermanos de Maike, Jan y Piet iban delante; las tres chicas les seguíamos. Entramos en un cuarto oscuro y lleno de polvo. Jan dijo que era una especie de cámara de tortura. Con bancos y correas. Jan dice que antes era la sala de los electrochoques. No sé qué quiere decir. Corrimos por los túneles. El moho del techo olía mal y había grandes tuberías en las paredes. Eran estrechos y no se veía nada. Allí te puedes perder y no encontrar nunca el camino de vuelta a la luz. Pero entonces llegó Berit y nos gritó que saliéramos de allí».

Sobre la sacerdote Norma Winther. «Es maja. Y sobre el joven estudiante de medicina. En la casa de hormigón blanco, la que está junto a la cuesta de los Castaños, le cortan a la gente algo del cerebro. Lo ha dicho Ole Porat. Trabaja en la sección restringida. Se parece a Bjørn Borg, el jugador de tenis. Nos gasta bromas y dice que se va a casar con nosotras. Pero Norma dice que no le hagamos caso. Quiere que le demos la razón, que digamos que Jesús es el más bueno que ha habido sobre la tierra».

John Johnsen estudiaba la caligrafía infantil. Se veía venir que sería periodista. Aud tenía dos personalidades; solía ser alegre y enérgica, pero también podía enfadarse muchísimo. Vivía rodeada de un campo de energía. Vivía sola, o eso creía él, escribía y daba paseos con el perro. Tenía que haber una razón por la que le había pedido que leyera el diario, así que continuó.

«Berit Adamsen es una secretaria buenísima. Escribe a máquina. Y el padre de Emmy es médico y al final va a curar a papá. Y a lo mejor al padre de Maike también. Pero, pobre Maike, da pena, porque a Emmy y a mí no nos cae muy bien. Pero nos gustan sus hermanos, Jan y Piet. Mi padre tiene algo mal dentro de la cabeza, pero no ha hecho nada terrible, no como el padre de Maike. Werner Hagg tiene habitación individual porque mató a su mujer con un hacha».

 

Werner Hagg estaba en el granero lijando el lateral de un ataúd. Olía a madera, a frío. Durante el día, la niebla se había posado sobre los campos renegridos y amarillentos que bordeaban el camino, pero ahora se veían las estrellas en la oscuridad. La gente de la zona le llamaba el fabricante de ataúdes. A los niños de las casas vecinas les encantaba espiarle y golpear las paredes del granero, y cogían el atajo que pasaba por sus campos camino del colegio o se acercaban si ya era de noche. Le llamaban el gigante, como cuando estaba ingresado. Llevaba la cabeza afeitada, tenía la nariz ganchuda y las orejas enormes. Sus brazos eran musculosos y estaba en buena forma a pesar de tener sesenta y tres años. Llevaba diez años viviendo en la pequeña granja a las afueras de Ski. Nadie de la zona sabía que era un asesino y expaciente de una clínica psiquiátrica. Cuando los niños pasaban de noche, se agachaba a la luz de la pequeña lámpara de pie que tenía junto a su banco de trabajo. Había tapado la ventana con papel de estraza, pero la pared estaba agrietada y los chicos sabían que estaba allí cuando veían luz por las rendijas.

Las herramientas colgaban de la pared. Las cuidaba bien. Llevaba puesta la gastada bata gris de trabajo. Mientras trabajaba escuchaba las noticias de las 20:30 en la radio. La voz del transistor hablaba sin inmutarse del nuevo Gobierno y los recién estrenados ministros. ¿Serían capaces de transformar Noruega tal y como habían prometido? Hoy era el día de los difuntos, pero para él era el día de los difuntos todo el año. Su hijo Jan llevaba la funeraria Vita con su mujer Ingrid. A menudo, Werner había pensado que había que estar un poco loco para ser capaz de sacar adelante un negocio así. O a lo mejor no loco, si no desconectado. Fabricaba ataúdes para ellos. Exclusivos, de pino o abeto. La veta de la madera siempre asomaba de formas distintas en la superficie. Eso era lo que más le gustaba, ver cómo la estructura de la madera empezaba a manifestarse según iba trabajando y lijando el material.

Dejó caer el peso de su gran cuerpo sobre la herramienta y siguió lijando.

Al rato soltó el instrumento, se estiró, pasó los puños sobre la estufa de aceite y bebió un trago de la taza de café sucia y gris. En ese momento le llamaron al móvil. Dejó la taza sobre el banco de trabajo y contestó.

Era su hijo, Jan. Estaba en un lugar lleno de gente.

—¿Padre?

—Sí, ¿dónde estás?

—En el gimnasio. No tengo mucho tiempo, así que seré breve. Si estás en el granero, tal vez sea mejor que te sientes.

—Estoy en el granero. —Se sentó en la silla de pino torcida.

—Se trata de los tiempos de Gaustad. Me acaba de llamar Emmy Hammer, llamaba desde un bar de Oslo. ¿Te acuerdas de ella?, ¿la hija del psiquiatra? Jugaba con Maike cuando íbamos a verte.

—¿Sí?

—Me resulta difícil decirte esto, padre, porque es una absoluta estupidez, pero Aud Johnsen insinúa que ha descubierto que tú no mataste a madre. —Werner Hagg se percató de lo pequeña e insignificante que parecía cuando su hijo la llamaba así, «madre». Un ser suave y distante del que no quería acordarse.

Sintió que se le aceleraba el pulso.

—Aud Johnsen es periodista y dice tener pruebas de que fui yo quien lo hizo, y que después Piet prendió fuego a la casa. Va a publicar que tú no fuiste el asesino, que asumiste la culpa de todo para protegernos.

Las palabras de su hijo se agolpaban en su mente.

—No entiendo de qué me hablas, Jan. Teníais diez y doce años, fui yo quien mató a vuestra madre.

—Sí. Éramos unos niños, pero hay más, padre. Aud Johnsen opina que la muerte de Maike no fue un accidente, que fui yo quien la empujó contra el suelo de cemento o le causé las lesiones craneales de otra manera, porque iba a chivarse.

Werner Hagg tragó saliva. Alargó el brazo para bajar el volumen de la radio.

—Mañana irá a la policía a contarlo todo, padre. El plazo para que prescriba el delito vence en tres semanas. Y va a publicarlo en el periódico. ¿Te lo imaginas? Es todo tan absurdo.

—¿En qué periódico trabaja Johnsen?

El Diario de Oslo.

—Averiguaré dónde vive y cojo el coche ahora mismo.

—No, padre, no hagas eso. He intentado llamarla, pero tiene el teléfono apagado. No puede estar bien de la cabeza, una persona que quiere mentir para tener éxito.

—¿Quién más está informado de esta mentira absurda?

—De momento solo Emmy Hammer.

 

John Johnsen descolgó su gabardina del gancho que estaba junto a la puerta y volvió a dejar el cuaderno rosa pálido debajo del tablón del suelo. Lo había leído todo, el horror. Entendía que Aud quisiera que estuviera advertido. Por la mañana había visto tordos, estaban frente al seto pelado con la cabeza ladeada para ver si escuchaban voces. Con una regla de madera midió la puerta de cristal que daba a la terracita. Luego empujó la cómoda desde la pared opuesta para que cubriera el lugar en el que estaba el diario. Resultaba extraño, era un despropósito que estuviera delante de la puerta del jardín. Afuera, el viento había reunido montones de hojas rojas y amarillas. En primavera pintaría la barandilla de madera tallada. La mujer de la cabaña azul había recogido la antorcha. Sacó un par de libros de la alacena y los dejó sobre la mesa. Se trataba de El Principito y la Biblia. Faltaba aislante bajo el escalón. Se ocuparía de eso. Dejaría el diario sellado para siempre. En cuanto pudiera iría a visitar a su único amigo, Werner Hagg. Vivía en una pequeña granja, en algún lugar de la carretera de Moss.

No es que se vieran con mucha frecuencia. No se veían nunca. No había vuelto a ver a Werner desde 2003, cuando los dos tuvieron que dejar la sección restringida del hospital porque había que sacarlos a la calle a todos. Bueno, se habían visto una vez. Werner le había visitado en la calle Vøyensvingen.

El tráfico pasaba a toda velocidad por la ronda de circunvalación 3. Menos mal que tenía dinero. Dinero ahorrado. Veía claro lo que debía hacer. Descolgó la bolsa de la compra de nailon de detrás de la puerta, dio un portazo y salió por el portón. Empezó a caminar. Los coches pasaban veloces a su lado, las temperaturas habían descendido. El frío subía por su espalda, la gabardina le quedaba ancha. Al principio cojeaba un poco, aunque luego cogió el ritmo. Las botas eran pesadas, pero era un peso agradable. Estaba enfadado. Un sentimiento que le recordaba a los viejos tiempos. Había que ser prudente. Lo último que Aud había escrito estaba fechado en noviembre de 1988: «La maldad es como una estrella. No siempre puedes verla, pero sabes que está ahí».

 

 

Emmy Hammer llamó a Aud. Tenía el móvil apagado. «El teléfono está apagado o fuera de...». No daba con el número de Piet Hagg. Puede que tuviera un número secreto o que viviera en el extranjero, o tal vez hubiera muerto. Ya en aquella época tenía un halo de tristeza. Buscó el número de Ole Porat. Respondió con voz grave.

—No sé si te acordarás de mí... —empezó—. Perdona el ruido pero estoy en Burns. Soy Emmy, la hija de Carl Hammer. Fuiste uno de los estudiantes de su departamento en el hospital de Gaustad, hace años.

—He tenido que hacer memoria —contestó Ole Porat. Su voz era agradable—. Estoy algo ocupado, pero claro que me acuerdo de ti, la hija del psiquiatra, uno de los niños que me perseguían —rio en voz baja.

—No voy a andarme con rodeos. —Emmy Hammer se enroscó unos cabellos en el dedo índice—. Tengo algo importante que preguntarte. Seguro que también te acuerdas de la hija de John Johnsen, Aud. Nos hemos visto esta noche. Me contó que conoces secretos de la época de Gaustad, que tienes datos que indican que no fue Werner Hagg quien mató a su mujer con el hacha, que fue su hijo Jan. ¿Es verdad?

Se quedaron en silencio. De fondo se escuchaba un ruido, un carrito o algo así.

—¿Supongo que recuerdas a Werner Hagg? —Se mordió los nudillos.

—Lo siento, pero esto son tonterías. Estoy en la montaña y no entiendo qué quieres de mí.

—Aud es periodista en el Diario de Oslo. Lo quiere publicar.

Él colgó.

 

Werner cruzó presuroso la entrada de la granja en su viejo Volvo 240. Tenía una fina capa de hielo sobre el capó. Eran las 20:57. Su corazón latía como el puño de un boxeador. «Mierda, demonios». Golpeó el volante con la mano. «Él mató a Elsa». No fueron ni Jan ni Piet. Se sentía cada vez peor. Sobre la bata de trabajo se había puesto un viejo chubasquero con el cuello de pana. Había empezado a nublarse, pero de pronto apareció la luna llena detrás de un montículo. Subió por el camino plagado de baches. A la luz de la luna vio los restos del trigo segado asomando, como los pinchos de un puercoespín, en los campos renegridos.

Salió a la carretera y aceleró calculando que tardaría media hora en llegar a Oslo. No entendía a la hija de John Johnsen. ¿Qué le pasaba? Tuvo un ataque de migraña repentino e intenso. El dolor le rodeaba la cabeza y bajaba por su frente como un alambre de espino. ¿Por qué iba Aud a provocar tal alud de mierda tantos años después? Ya no era considerado peligroso. Había matado a su mujer, pero fue en un arrebato y de eso hacía casi treinta años. Les había robado la madre a sus hijos, había pegado hachazos a Else en la cabeza y en el cuello y después había prendido fuego al sofá. Fue en 1984. Jan tenía doce años, Piet diez y Maike ocho. Pasó una temporada en la cárcel y luego le transfirieron a Gaustad. También era una prisión. Se acordaba de los barrotes de las ventanas, el denso olor a piedra que despedían las paredes. Maike murió cuatro años después, durante una visita. Una mala caída, dijo la policía. Siempre tuvo la sensación de que no era cierto, pero era imposible que Jan tuviera algo que ver. No pensaba en Maike muy a menudo, no podía soportarlo. Era una vergüenza olvidar a su niña, pero era demasiado. Tampoco pensaba en Piet. No sabía dónde se había metido el menor de sus chicos. Alquiló la granja. Hacía ataúdes para Jan. Transcurría el tiempo, la lluvia, el sol, la nieve, y las flores se abrían paso en la superficie del bosque en primavera. Las anémonas azules que Maike adoraba. Esta primavera, nada más acabar el invierno, había salido con una linterna a buscar esas flores. Entonces lloró. Por primera vez.

Aceleró al pasar junto a Kolbotn, salió a la autopista y se colocó detrás de un camión. Hacia el este, las luces anaranjadas de la ciudad parecían la decoración de un pastel sobre las copas de los árboles.

No le gustaba la ciudad. Le resultaba insoportable tener que ir al aserradero a recoger materiales. No le gustaba la gente. Jan e Ingrid eran las únicas personas con las que era capaz de relacionarse. De la familia solo quedaban Jan y él. Quería paz. Y ahora pasaba esto.

 

Berit Adamsen echó la bayeta al cubo y se agarró al marco de la puerta para levantarse. La despensa olía mal, a cerrado, como una caja precintada. Sobre el hule de la mesa de la cocina estaba el móvil silenciado. Le puso el tapón a la botella de lejía y se secó las manos en el delantal. Vio que tenía una llamada perdida. A las 19:52 alguien había vuelto a llamar. Era el mismo número desconocido de unos días antes. ¿Quién estaba intentando localizarla? Su hijo en acogida le había dicho que nunca contestara si no sabía quién llamaba. Pero nunca llamaba nadie. El chico había abierto un paquete de carne picada y se lo había dejado olvidado en la primera balda. Tenía que deshacerse de los bichos marrones que salían de una grieta del fondo de la despensa e invadían la carne picada. Eran pequeños y numerosos, de esos que no hacían ningún ruido y se reproducían sin parar. Dejó el móvil y se estiró para cerrar la ventana de la cocina rematada en formas geométricas de vidrio pulido. El eco de las voces de los chicos y el ruido del balón resultaban molestos. En el portal alguien le había prendido fuego a un neumático viejo, tal vez porque era Halloween. Desprendía un olor intenso, venenoso.

Desde el salón llamó al servicio de información telefónica.

—Quisiera saber de quién es este número —dijo recitando las cifras. El espejo de la consola estaba torcido y lo enderezó mientras esperaba la respuesta. Era tan viejo que el plateado de la superficie tenía manchas grises.

—Es una tal Aud Johnsen —dijo la voz del teléfono después de unos instantes.

Colgó y cerró los ojos un momento. Recordaba a Aud a los doce años, su cabello negro, la mirada castaña y la piel blanca. Muchos años atrás había trabajado en los servicios psiquiátricos. Creyó que podía hacer algo significativo, dejar huella, pero no tuvo éxito. Maike murió en el invierno del ochenta y ocho y desde entonces tenía una pensión por invalidez. Los recuerdos de la sección restringida para hombres del hospital de Gaustad avivaron su angustia. Se arrancó el delantal y le mandó un SMS a su hijo en acogida: «Aud Johnsen ha intentado localizarme. No le he contestado».

Se miró en el espejo, contempló su cara de mejillas blancas y algo redondeadas, los ojos gris turquesa. Sus bonitos rasgos estaban desdibujándose y su cabello tenía vetas grises. Lo llevaba recogido en un moño suelto en la nuca. Había envejecido. Sesenta y ocho años. Tras ella, en el espejo, se le echaba encima el cuarto de estar, los muebles pesados apiñados en la oscuridad, el armario marrón y la cómoda alta, la butaca junto a la librería, el gran sofá gris detrás del que colgaba el cuadro de rosas bordadas y la mesita ovalada. Junto al espejo había una foto tomada en las escaleras del edificio principal de Gaustad. Levantó la mano y quitó un cerco de polvo del marco. En la penumbra las siluetas parecían ratas blancas. Los cuatro empleados estaban arriba, en el último escalón. Norma Winther y ella, el psiquiatra Carl Hammer y Ole Porat, con su flequillo rubio. Los dos hombres llevaban puesta una bata blanca de médico. Carl había insistido en que se pusieran las batas, a pesar de que los médicos ya no las llevaban. Los dos pacientes estaban sentados en el escalón siguiente, Werner Hagg y John Johnsen, con camisa beis. Más abajo estaban los niños. Emmy, la hija de Hammer, con sus rizos blancos, y Aud Johnsen, con pelo moreno y corto. Los hijos de Werner Hagg, Jan y Piet, tenían una expresión seria. Jan era guapo, Piet miraba fijamente al frente. Ya entonces sus pobladas cejas le daban un aire especial a su mirada. Y Maike estaba entre las ramas verdes de los pinos, junto a la escalera, desaparecida entre sus agujas. Berit Adamsen recordaba cómo había metido la cabeza entre las ramas, como si quisiera esconderse. Solo asomaban sus piernas cortas y gruesas, con las punteras de sus zapatos rojos apuntándose entre sí.

Rebuscó en el cajón de la cómoda del recibidor. El puesto que había ocupado exigía profesionalidad. Pero no había sido capaz de ser sincera. No había podido salvar a Maike. Encontró la carta debajo de un montón de revistas viejas. ¿Por qué la había conservado? Dejó que sus ojos recorrieran las primeras líneas.

 

Querida Berit:

Fue terrible el suceso de la semana pasada. Es espantoso que Maike Hagg haya muerto a los doce años. La policía ha venido a tomarme declaración y sé que también han ido a tu casa. Pero ¿qué hacía esa niña en el archivo del sótano? He cancelado los días de visita de los niños. ¿Tú crees de verdad que era buena idea que los hijos de los pacientes psiquiátricos tuvieran la oportunidad de relacionarse entre sí?

 

Dobló la carta y volvió a meterla en el cajón. Hacía frío en el sótano cuando Maike murió. Era noviembre. Se lo explicó todo a la policía. Maike estaba tirada en un charco de sangre sobre el suelo de piedra del archivo del sótano. Caída desde la escalera de mano, fue la conclusión. De pronto recordó el olor a moho. Había recogido ramas de enebro en el bosque de Kroks, y las había colocado en jarrones junto al acceso a las conducciones de agua, porque el enebro tiene la maravillosa cualidad de limpiar el aire de malos olores. Y mantenía alejadas a las ratas.

Cerró el cajón con fuerza, se dejó caer sobre el banco y se puso las botas. En la cocina buscó con prisa una bolsa de plástico y sacó algunos alimentos de la nevera, carne de cordero y un repollo. A su hijo en acogida le encantaba el guiso de cordero con repollo. Apagó la luz. El cubo con el agua de fregar tendría que esperar. Miró el reloj. En realidad era demasiado tarde para ir al bosque de Kroks, estaba muy oscuro. Se puso el abrigo marrón, cogió las llaves del coche que estaban encima de la cómoda, se agachó para tirar las grandes zapatillas de deporte de su hijo al interior del armario, fue hacia la puerta de la entrada de cristal rugoso, salió y bajó las escaleras. El pequeño Micra rojo estaba aparcado en la calle. Tenía que largarse, no podía arriesgarse a que Aud Johnsen llamara a su puerta.

 

El plástico blando de la máscara de demonio desprendía un intenso olor y se pegaba a su cara. Hacía un grado bajo cero, pero la gabardina estaba húmeda. Tenía la nuca sudada. Los guantes de látex se adherían a sus manos. En la bolsa de deporte llevaba toallitas húmedas y la hoz pequeña. Junto a la entrada del gimnasio del Taller Myren alguien había colocado unas calabazas que desprendían luces anaranjadas y parecían calaveras. Tenían dientes, ojos y un corte en forma de triángulo a modo de nariz.

La puerta de la alta valla de piedra que daba a la calle Sandaker 22 G estaba cerrada con llave. Una rápida inspección de la parte de atrás dejó claro que era posible llegar hasta los pisos de la planta baja por el sendero peatonal que daba a la ladera. Grandes arcos de hierba marchita colgaban sobre el rugiente cauce del río Aker. Un periódico, con la foto de la flamante presidenta del Gobierno Erna Solberg, se agitaba despacio sobre un banco. Era bueno que los socialdemócratas tuvieran que irse, eran una panda de idiotas del primero al último.

A la gente se le advertía que no caminara por allí de noche. Los propietarios de las viejas casas de madera de la otra orilla del río cerraban sus puertas temprano. Los niños dejaban de jugar y volvían corriendo a sus casas en cuanto oscurecía. Y todos tenían alarma, por supuesto. Había mucha escoria humana moviéndose junto al río: mendigos, traficantes y clientes.

El seto de tuyas no era muy alto y estaban muy juntas para evitar que se pudiera mirar hacia el interior, pero el muro de la fábrica se vislumbraba a la luz de una farola. La ladera estaba embarrada y escurridiza, las malas hierbas le llegaban por la cintura. La gabardina resultaba incómoda y las botas de agua eran pesadas. Su mano rozó una tela de araña blanquecina y turbia. Se pegó a la piel desnuda entre el guante y la manga de la gabardina. El césped de la plataforma superior tenía un velo de escarcha. El frío hacía que sus pies dejaran huellas bien definidas. Las grandes ventanas iluminadas parecían pantallas de cine puestas en fila. La hierba amarilla brillaba. El repentino ulular de la sirena de una patrulla policial le produjo una alarmante sensación de terror. Pero aún no había ocurrido nada, y la sirena desapareció. Al final de la ladera, el río rugía como el mar.

 

 

Aud Johnsen había apagado el móvil y buscó «amnesia disociativa» en el ordenador portátil. Era como seguir un mapa en la pantalla, un sendero rojo que atravesaba un pantano enlodado. Después de la muerte de Maike tuvo la sensación de estar en una cámara frigorífica con el termostato a cero grados. La soledad de su juventud persistió hasta que se hizo adulta. Todo lo que rodeaba la muerte de Maike se había convertido en una incapacidad que parecía flotar a su alrededor y le impulsaba a hacer cosas innecesarias, tonterías como invitar a hombres desconocidos a acompañarla a casa apenas cumplidos los dieciséis. Pensó en Emmy, en que se parecían. Se habían aislado para protegerse, cada una a su manera. El perro apoyó la cabeza sobre sus pies. Bebió un trago de vino tinto. Todavía no había empezado a escribir el artículo, pero sabía que tardaría poco una vez que se pusiera en marcha. En la redacción sabían que tenía un tema potente, pero no de qué se trataba. Ya había decidido el titular: «¿Qué pasó con Maike?». Sabía que todo el asunto tendría consecuencias también para personas inocentes y por eso quería avisar a aquellos que le importaban: su padre, Emmy. Le pareció que se lo debía, pero al día siguiente iría a la cabaña para coger el diario y llevárselo a la policía. Era 31 de octubre y faltaban tres semanas para que el delito prescribiera. El 20 de noviembre quien fuera culpable quedaría libre, habrían pasado veinticinco años de la muerte de Maike.

 

 

La ventana parecía una pantalla de cine. Tenía un ordenador portátil en el regazo, el reflejo bañaba su cara y llenaba sus ojos de luz tan blanca como la de un quirófano. El móvil estaba encima de la mesa. Después lo tiraría al río. Aud Johnsen era tonta. Se había puesto de pie. Tenía un aire rígido y falso, ese traje amarillo mostaza, típico de ella, un poco ama de casa y un poco puta. El pelo negro cortado a tazón le daba un aire a estrella de cine mudo, y se movía como si lo fuera. Iba de un lado a otro tras el cristal con gestos rápidos, nerviosos. Tenía treinta y siete años, pero aparentaba más.