Cubierta

Neuromitos en educación

El aprendizaje desde
la neurociencia

Anna Forés, José Ramón Gamo, Jesús C. Guillén, Teresa Hernández, Marta Ligioiz, Félix Pardo y Carme Trinidad

Plataforma Editorial

Índice

  1.  
    1. Prólogo, de Pere Estupinyà
    2. Introducción, de Anna Forés
  2.  
    1. 1. ¿Qué materias son las importantes?,
    2. 2. Aprender por todos los canales,
    3. 3. Rutinas y asombros. ¿Aprendemos solo de la novedad?,
    4. 4. Dos hemisferios, dos mentes: ¿dos estilos de aprendizaje?,
    5. 5. Y ¿si Piaget se equivocara con las matemáticas?,
    6. 6. Más es menos. Cuantas más horas estamos en la escuela, ¿más aprendemos?,
    7. 7. La educación, una cuestión muy seria. Una mirada hacia la dopamina,
    8. 8. ¿Utilizamos solo el 10 % de nuestro cerebro?,
    9. 9. El sueño: una dulce necesidad cerebral,
    10. 10. El efecto Mozart,
    11. 11. La gimnasia cerebral,
    12. 12. La imaginación, ¿elemento secundario en educación?,
  3.  
    1. Conclusiones, de Félix Pardo

Prólogo

El Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés) es una de las mejores universidades del mundo. Sin embargo, sus alumnos están dejando de asistir a las clases. ¿Por qué? Porque han encontrado formas más eficientes de optimizar su tiempo de estudio. El valor tradicional del aula se ha puesto en entredicho. Y los próximos capítulos de este libro explicarán que, también en educación, «menos es más».

Algunos de los alumnos del MIT prefieren aprovechar los maravillosos laboratorios y los grupos de investigación de la universidad para realizar proyectos en grupo. Pueden construir robots o pensar en cómo crear una empresa; el hecho es que apasionándose por un tema específico y trabajando en equipo hacia un objetivo concreto aprenderán más que escuchando de manera pasiva a un profesor. Además, ahora tienen otras maneras de acceder a la información académica. De hecho, ya hay profesores que han implantado el concepto de clases invertidas o flipped classrooms. El modelo convencional consistía en que el estudiante iba primero a clase a escuchar a un profesor y después hacía los ejercicios en casa. Pero la tecnología permite invertir este orden. El profesor puede grabar en vídeo sus clases y colgarlas en la página web de la asignatura; los alumnos pueden ver primero estos materiales en casa –en el horario que más les convenga y, si lo necesitan, haciendo pausas–, e ir luego a clase a discutir y a realizar los ejercicios en grupo. ¿Funciona? Contestar esta pregunta es uno de los principales objetivos del libro que tienes en las manos, pero, te adelanto, la respuesta es la ciencia.

Seguramente, entre quienes lean estas líneas habrá partidarios y detractores de las flipped classrooms. Pero intentemos no llamar a sus posturas «opiniones», sino hipótesis, y confiemos en los métodos científicos y no en los prejuicios para encontrar una respuesta. Varios profesores del MIT han evaluado, rigurosa y objetivamente, los resultados de sus estudiantes, y ven que a ellos sí les funciona esta modalidad de clases. ¿Es extrapolable a todos los entornos educativos? Es obvio que no, pero sí marca una tendencia, y no excluye que cada caso pueda analizarse más a fondo con un enfoque de «educación personalizada».


Dos semanas atrás, unos análisis de sangre revelaron que mi colesterol estaba cerca de superar el límite de lo normal. «¿Qué valores has tenido en el pasado?», me preguntó el médico en Washington. «Ni idea», respondí. Puesto que durante los últimos quince años he vivido en diferentes ciudades, mi historial clínico está repartido en carpetas abandonadas en diferentes consultas. Es absurdo –pensé–, ¿cómo es posible que en pleno siglo XXI no tuviese acceso electrónico a mi historial clínico y al registro de mis hábitos de vida, con el fin de que cualquier médico o programa informático detectase tendencias en el tiempo, riesgos, y pudiese hacer recomendaciones a mi medida? Este planteamiento –acumular información para procesarla con herramientas de macrodatos–, cuyo fin es buscar una medicina más personalizada, puede aplicarse también en la escuela. Que los alumnos hagan sus ejercicios y sus exámenes en papeles que serán relegados al fondo de los armarios o se tirarán a la basura es desaprovechar información valiosísima sobre su evolución. Ya hay programas informáticos que analizan los ejercicios matemáticos hechos a través del ordenador, y con el tiempo son capaces de distinguir cuáles son las áreas más débiles de cada alumno y les ofrecen tareas adaptadas a sus necesidades. Se acabó la costumbre de dar la misma pastilla a todos los enfermos y de poner los mismos deberes a todos los alumnos. La tecnología ofrece diversas posibilidades en el ámbito educativo, y la ciencia, una manera de evaluarlas.


En el MIT recuerdo también a un neurocientífico que me mostró el vídeo de una neurona del hipocampo haciendo sinapsis. Me dijo: «Esto es un recuerdo». Quedé alucinado por la imagen; nunca olvidaré la sorpresa y la emoción que sentí al ver cómo se forma la memoria. De hecho, el investigador me explicó –como también lo hará para ti este libro– que la emoción lleva a que estos patrones sinápticos sean más fuertes y se dupliquen de manera más sólida en las áreas asociadas con la memoria a largo plazo. En los próximos capítulos verás todo lo que la neurociencia ha aportado a la comprensión de los procesos de aprendizaje y a la construcción de entornos y métodos educativos más eficientes. Qué lejano, anticuado y erróneo ha quedado aquello de que «la letra con sangre entra». Esta expresión debería ser sustituida por «la letra con dopamina entra».

De todos los consejos inteligentes sobre neuroeducación de este libro, varios han activado mis neuronas. Uno de ellos se refiere al horario de las clases de gimnasia. Cuando era estudiante me preguntaba si era mejor tenerlas al principio, a la mitad –para tener un tiempo de descanso– o al final –para no estar cansados el resto del día– de la jornada. Me sorprendía que no hubiese un consenso sobre algo tan fácil de modificar. En el primer capítulo de este libro ya se propone una solución sustentada en diversos análisis; en estos se observa cuándo hay un mayor flujo sanguíneo y mejores resultados tras el ejercicio, y que sería ideal que la hora de las clases de gimnasia en la escuela fuese la primera, por la mañana. Encontrarás los detalles al respecto en cada una de las páginas de este importante libro, junto con muchas otras reflexiones.

No puedo cerrar este prólogo sin agradecer la confianza de los autores al proponérmelo y sin compartir un pensamiento que me sugirió el capítulo dedicado al sueño. Si para aprender es tan fundamental tener el cerebro descansado, ¿qué hacer cuando un alumno se duerme en clase? Si de verdad buscamos maximizar su aprendizaje, servirá de poco despertarlo, pues al estar agotado no va a retener las palabras del profesor. Lo neurocoherente sería permitirle unos minutos de sueño, para que luego –como lo confirman un sinnúmero de estudios– su rendimiento intelectual sea mucho mejor.

PERE ESTUPINYÀ,

escritor y divulgador científico

Introducción

Cuando estudiamos el aprendizaje, lo hacemos a menudo en busca de respuestas, como, por ejemplo, saber cuál es su esencia. Sin embargo, son mucho más importantes las preguntas, pues son estas las que nos abren la mente, las que nos hacen buscar, reflexionar, intuir, analizar e ir más allá del lugar en el que estamos. Y esto es justamente lo que queremos hacer en este libro: cuestionar nuestras creencias sobre cómo aprendemos con el fin de que nuestra actitud crítica y a la vez dialogante desplace los hábitos mentales que nos conducen a una conformidad autocomplaciente y nos lleve a buscar y a investigar siempre. Porque lo que hoy es cierto quizá demostremos que mañana no lo es. Si algo nos enseña el conocimiento científico, es que el porvenir siempre es mayor y tiene más posibilidades de lo que pensábamos o imaginábamos y que contamos con más capacidades y más recursos de los que creíamos. La finalidad de este libro es poner de manifiesto todo esto; en este sentido, es una invitación a seguir haciéndonos preguntas, a acercarnos a los nuevos avances de una ciencia cognitiva como la neurociencia, a dialogar con estos avances y, de este modo, mejorar nuestra praxis educativa.

Dicho esto, queremos subrayar el hecho de que nuestro cerebro aprende de una manera integral y holística. Aunque aquí nos centraremos en los avances en el estudio del cerebro, la educación nunca es fragmentada, como no lo es tampoco el ser humano, en la medida en que constituye una unidad psicofísica. Tal como nos ha advertido el neurocientífico Manfred Spitzer, la neurociencia será a la educación lo que la biología ha sido a la medicina. En un futuro próximo, será difícil encontrar principios pedagógicos y prácticas educativas que no estén informados por la neurociencia. Pero conviene no olvidar que, a pesar de sus facultades superiores, el cerebro no es el único órgano que constituye nuestra identidad. En esta construcción intervienen todos nuestros órganos y sus funciones. De ahí que se hable también de un segundo cerebro, el estómago, de un tercero, el corazón, etcétera. Lo que es más importante, sin embargo, es que en la construcción de nuestra identidad representa un papel fundamental nuestra relación con los demás, con el conjunto de los seres vivos y con la naturaleza. En este sentido, cuando se utiliza la categoría «social» para definir el fenómeno nuclear del cerebro humano, hay un amplio consenso en la comunidad neurocientífica.

En este libro abordamos doce neuromitos o creencias populares presentes en muchas praxis educativas, así como en muchas propuestas curriculares e, incluso, en leyes sobre educación. No pretendemos ninguna clase de apología ni buscamos demostrar taxativamente nada; solo intentamos presentar los avances de la neurociencia en relación con estos neuromitos, y confrontarlos con los principios pedagógicos y las prácticas educativas vigentes en muchos centros de enseñanza. Partimos de la consideración de que los neuromitos son una representación social, y, como tales, su análisis es útil para la comprensión del funcionamiento del cerebro. No podemos eliminar las ideas preconcebidas sin más; debemos ser conscientes de ellas y someterlas a una deliberación racional con el fin de evitar sus consecuencias más perjudiciales y, en la medida de lo posible, sustituirlas por nuevas creencias que estén acordes con el conocimiento científico. Es decir, no nos motiva ninguna pretensión de verdad con mayúsculas.

Podemos considerar el cerebro un objeto social y de análisis en la medida en que se estudia, así como de las interacciones y la comunicación social. Una representación social se constituye en tres fases: la objetivación, el anclaje y la comunicación social.

La objetivación consiste en reducir la incertidumbre ante lo desconocido por medio de una transformación simbólica y una imagen. Se selecciona, retiene y reconstruye solo aquello acorde con el sistema de valores. Por ejemplo, se retiene el hecho de que conocemos algo sobre el cerebro, pero nos queda mucho camino, pues este conocimiento es de difícil acceso. Y este conocimiento se destila: organizamos un núcleo figurativo del constructo –el cerebro tiene dos mitades–, lo sintetizamos y lo condensamos; lo abstracto se convierte en una imagen, en un icono que constituye el núcleo figurativo de la representación social; en nuestro caso, la imagen del cerebro: una masa blandita encapsulada en un cráneo frágil, pero todopoderoso («¿Cómo vamos a utilizar solo el 10 % de nuestro cerebro?»).

Entonces, esa imagen se convierte en natural, en un «siempre ha sido así», en un «no podría ser de otra manera». Porque así podemos aprehenderla, explicarla y convertirla en objeto de conocimiento cotidiano, con ideas como que en el cerebro residen los pensamientos y no podemos verlos. Y eso sitúa y califica al cerebro como algo misterioso.

El anclaje es el proceso que permite insertar lo desconocido en un entramado de esquemas conocidos y preexistentes, y permite instrumentalizar el objeto –el cerebro– en la comunicación, en las interacciones sociales. De hecho, estos esquemas se convierten en instrumentos para resolver o –también– crear problemas. Por ejemplo, nos permiten razonar y explicar el hecho de que si envejecemos, el cerebro también lo hace, y a lo largo de la vida sus neuronas van muriendo.

Contamos, además, con sistemas sociales de comunicación –prensa, programas divulgativos– que generan comparaciones y metáforas, y que construyen el significado último del objeto. Así nos encontramos con el hecho de que las neuronas mueren a partir de una edad determinada, o de que solo utilizamos una pequeña parte del cerebro, o de que el cerebro tiene dos mitades y cada una de ellas gobierna unas funciones determinadas.

Las prácticas sociales –investigaciones, educación y relaciones sociales– son coherentes con esa representación social. Por eso es importante que el conocimiento científico se transmita de manera rigurosa y que las prácticas sociales sean coherentes con este conocimiento y no con la representación social. La suerte está en que esa forma de conocimiento –la representación social– es dinámica, viva y cambiante.

Antes de concluir, queremos manifestar que la redacción del libro ha sido coral e interdisciplinaria. El libro es fruto de un grupo de trabajo sobre neuroeducación y neurodidáctica, que ha creado el posgrado sobre Neuroeducación de la Universidad de Barcelona. Por lo tanto, es un libro en el que, como consecuencia de la formación de sus autores, pedagogía, medicina, neurología, física y filosofía se unen.

Para finalizar, entendemos que si bien no podemos ignorar las contribuciones de la neurociencia para ampliar el mapa de referencia de la comprensión de nuestro cerebro, debemos tener la humildad de saber que son pasos evolutivos en un campo de investigación inmenso y todavía misterioso: nuestro cerebro, el núcleo de nuestra identidad. De ahí que debamos ser prudentes en la aplicación de los aportes de la neurociencia en la educación. Con todo, no podemos seguir ignorando contribuciones que sin lugar a dudas han sido fecundas para la transformación de la escuela tradicional y la innovación educativa. Así lo decía Einstein: «La mente que se abre a una nueva idea jamás volverá a su tamaño original».

Investiguemos, cuestionemos y exploremos esa región fronteriza y de necesario mestizaje entre la neurociencia y la educación. Buena lectura.

ANNA FORÉS