Cubierta

Hiperpaternidad

Del modelo mueble
al modelo altar

Eva Millet

Plataforma Editorial

Índice

  1.  
    1. Introducción. Del modelo «mueble» al modelo «altar»
  2.  
    1. Primera parte
      1. 1. ¿Cómo se ha llegado hasta aquí?
        1. Cordón umbilical tecnológico
        2. Un símbolo de estatus
        3. La infancia como training camp
        4. ¡Corre, que llegamos tarde!
        5. El derecho a unos padres relajados
      2. 2. Guardaespaldas, madres-tigre y papás-bocadillo: tipos de hiperpadres
        1. Padres en la escuela
        2. Los padres-mánager
      3. 3. Características de la hiperpaternidad
        1. En busca de la escuela perfecta
        2. Con las nuevas tecnologías
        3. El maestro ya no tiene la razón
        4. Con vistas a practicar puenting
        5. Las agendas repletas
        6. Los reyes de la casa
      4. 4. Niños hiperprotegidos e hipermiedosos
        1. ¿Quién educa a tus hijos?
        2. Los niños ya no van solos
      5. 5. ¿Cómo son los niños híper?
        1. «Es que tiene baja tolerancia a la frustración»
        2. ¿Qué pasó con el esfuerzo?
        3. Estrés y fracaso precoz
      6. 6. Test: ¿es usted un hiperpadre o una hipermadre?
    2. Segunda parte
      1. 7. ¡Relájese!, practique el underparenting
        1. Demasiadas preguntas
        2. La sana desatención
        3. Los deberes y la escuela
        4. La cuestión de la imagen
        5. Conclusiones
      2. 8. El derecho a ser frustrado
        1. La importancia de los límites
        2. La generación non stop
        3. Hay que empezar a parar…
        4. Conclusiones
      3. 9. La importancia de poder jugar y arriesgarse
        1. Déficit de recreo
        2. El riesgo es necesario
        3. Benevolentes arrestos domiciliarios
        4. Conclusiones
      4. 10. ¿De qué son capaces los niños?
        1. Los niños pueden
        2. Mayordomos de los hijos
        3. Educar a ayudar en casa
        4. Nunca es tarde
        5. Conclusiones
      5. 11.Contra los miedos, ¡a todas!
        1. ¿Cómo?
        2. A lo toro miura
        3. Más trucos contra el miedo
        4. Los miedos de los padres
        5. Conclusiones
  3.  
    1. Agradecimientos

Introducción Del modelo «mueble»
al modelo «altar»

Hubo un tiempo no muy lejano en el que a los niños no se les hacía demasiado caso. Sin ir muy lejos, cuando un nieto o una nieta se ponían pesaditos, la abuela de quien esto escribe recomendaba actuar ante ellos «como si fueran muebles»: una mesa, una silla, un armario, una cómoda… Ignorarlos hasta que se les pasara la rabieta o dejaran de dar la lata. El «Ya encontrarás algo para hacer» era asimismo otra respuesta habitual al clásico «Me aburro». Se consideraba que el distraerse era tarea de los niños, no de los padres, y que uno era capaz de hacerlo solo.

El escritor inglés D. H. Lawrence (1885-1930) también creía que no hacer mucho caso a los críos era lo más conveniente para su bienestar. Sus tres reglas para empezar a educarlos («Dejarlos en paz, dejarlos en paz y dejarlos en paz») lo atestiguan. Se trata de una faceta de la respetada educación inglesa, que ha tenido como una de sus bases un cierto desapego de los hijos (no en vano son los inventores de las nannies y de los internados). También lo era el no comentar en público las virtudes de un retoño, lo que se consideraba totalmente inadecuado. Algo similar, aunque pasado por el tamiz más cálido del Mediterráneo, sucedía aquí: si en una reunión social alguien preguntaba por los niños, estos estaban «bien» o «muy bien» y punto. Y hasta no hace mucho, las tardes libres y las agendas se resolvían con espacios en blanco con un vago «Id a jugar por ahí» muchos sábados y domingos.

«La frase de “hacer como si fueran muebles” era habitual durante mi infancia –recuerda Antonio, un barcelonés de sesenta y seis años, abuelo de seis nietos–. Y cuando mis hermanos y yo tuvimos hijos pequeños, la utilizábamos de vez en cuando… En vez de mimarlos y consentirlos, como se hace ahora, se optaba por no hacerles tanto caso a los niños. Que se distrajesen solos. No iba tan mal: considero que ahora se les presta demasiada atención».

Con estos tres párrafos empezaba un artículo mío, publicado en el diario La Vanguardia,1 en el que quise abordar un tema que desde hacía tiempo me fascinaba: la excesiva atención que, en el siglo XXI, los padres le prestan a los niños en los países desarrollados. El Antonio citado es mi tío, criado en una familia de siete hermanos –todos con una fuerte personalidad–, en una época en la que lo importante para los padres era que crecieran sin padecer demasiadas enfermedades, se alimentaran bien y alcanzaran la mayoría de edad sanos y salvos, y, a ser posible, con el bachillerato terminado.

Era una crianza sin extraescolares, ni clases de refuerzo ni tampoco experiencias «mágicas» junto a los padres. Ni con constantes preguntas a los hijos para saber qué querían hacer, qué les gustaba y qué no: no puedo imaginarme a mi abuela preguntándole a uno de sus siete hijos: «¿Quieres irte a la cama?» o «¿Qué te apetece para cenar?»; ese tipo de cosas que se preguntan a los hijos ahora. En aquellos tiempos, además, la autoridad de los progenitores y de los maestros era casi incuestionable, otro aspecto que ha cambiado notablemente, para lo bueno y para lo malo.

Era, en definitiva, otra época. Hoy, gracias a Fleming, a las vacunas y a la cobertura sanitaria universal, el tema de la salud se ha superado. Salvo algunas excepciones, en el siglo XXI criar hijos sanos no debería ser un problema. Asimismo, los métodos anticonceptivos han repercutido en familias más reducidas y, en principio, más fáciles de gestionar, tanto en el tiempo y en los recursos económicos como emocionalmente. Los padres, por su parte, están cada vez más implicados en la crianza de sus hijos, y no se cortan a la hora de cambiar pañales, acompañarlos al cole e involucrarse en su día a día.

Todo ello podría haber resultado en núcleos familiares más tranquilos y felices, en los que lo principal no es que los hijos sobrevivan, sino que estudien, jueguen, crezcan y se desarrollen como personas decentes. Sin embargo, esto no es así. En el siglo XXI, los padres y las madres quieren otras cosas para sus hijos. Muchas otras cosas, y ello provoca grandes dosis de estrés. En especial en esas familias de clases medias y medias-altas que practican o viven un nuevo modelo de educación, conocido como la «hiperpaternidad»: un tipo de crianza que consiste en estar encima del niño o la niña constantemente, atendiendo o anticipando cada uno de sus deseos, estructurándoles sus jornadas (ocio incluido) y solucionándoles cada problema que les surja.

Este modelo de paternidad se origina, como tantas otras cosas, en Estados Unidos. Y, como la Coca-Cola, los productos Apple y la fiesta de Halloween, ha llegado hasta aquí con una pasmosa naturalidad. Así, en unos pocos años, la crianza de los niños en esta parte del Mediterráneo ha evolucionado del modelo «mueble» –por el que abogaba mi abuela en momentos de crisis– al modelo «altar». En miles de hogares contemporáneos, los niños se han convertido en el centro de la familia, en el astro rey alrededor del cual orbitan los progenitores, dispuestos a ejercer, con la mejor de las intenciones, de hiperpadres, superpadres o ultrapadres. Padres y madres cuya misión es darles lo máximo posible a su prole, cueste lo que cueste: los mejores colegios, las mejores extraescolares, el mayor número de experiencias, los últimos gadgets, juguetes, viajes, espectáculos, actividades lúdicas y entretenimientos varios. El objetivo: que estén sobradamente preparados para un futuro que, dada la inversión de tiempo, dinero y esfuerzo, tiene que ser por fuerza brillante.

La hiperpaternidad tiene distintas formas y grados, aunque el fondo (los hijos como el eje sobre el que giran las vidas de sus progenitores) es el mismo. Encontraríamos figuras pioneras, como la de los padres-helicóptero: aquellos que sobrevuelan sin descanso la existencia de sus retoños desde el momento de su nacimiento. Este modelo tiene diversos nombres, en función de su localización geográfica o de las costumbres locales. Por ejemplo, a los también estadounidenses padres-apisonadora (quienes allanan los caminos de los hijos para que estos no se topen con ninguna dificultad), se los conoce como «padres-quitanieves» en los fríos países del norte de Europa y en Canadá. Los padres-chófer (que pasan los días llevando a sus hijos de extraescolar en extraescolar) son universales, pero abundan en los barrios más pudientes de las ciudades y suelen ser mujeres, normalmente al volante de gigantescos todoterrenos dentro de los cuales los niños parecen diminutos. Los padres ultrasufridores, cuya función es evitar cualquier posible accidente de sus retoños (por lo que algo que antes era natural para un niño, como subirse a un árbol, ahora les resulta impensable), son asimismo un modelo global, aunque abundan en la franja Mediterránea. En especial, en su vertiente «Hijo, ponte la chaqueta que puede venir un golpe de aire y puedes resfriarte». Y son genuinamente españoles los padres-bocadillo: esos progenitores que persiguen a sus hijos o hijas en el parque con la merienda en la mano o, si son menos activos, se limitan a ser su paciente sombra. Todos los hemos visto: se quedan de pie, cerca del niño o niña, bocadillo en mano, a la espera de que se digne darle un mordisco.

La hiperpaternidad puede llegar a ser agotadora para los hijos, porque en general implica agendas frenéticas y muchas exigencias a nivel académico y social. Pero también lo es para los padres y, en especial, para las madres, porque suelen ser ellas quienes cargan con el peso: los llevan de una actividad a otra, hablan con frecuencia con sus maestros (y, si fuera necesario, llegan al enfrentamiento), supervisan sus deberes y, a menudo, los hacen con ellos (o, directamente, se los hacen). Además recogen sus cuartos, preparan su ropa y sus mochilas, meriendas, cenas y desayunos y ponen y quitan mesas (porque los niños van tan cansados y son tan especiales que no tienen tiempo para este tipo de tareas). Y, por supuesto, planifican sus agendas, sus escasos ratos de ocio e, incluso, sus amistades, interviniendo ante el menor conflicto.

La hiperpaternidad es un verdadero trajín que puede durar muchos años y que, en opinión de los expertos, puede tener consecuencias muy negativas. Para empezar, coarta en los hijos algo tan vital en la vida como es la adquisición de la autonomía. «Este tipo de crianza, basada en llevar a los hijos siempre entre algodones y resolverles como norma sus problemas, lo que hace es inutilizarlos tanto a nivel emocional como para cosas pragmáticas», asegura Maribel Martínez. Esta psicóloga, experta en temas de educación, advierte también que con tanto control y seguimiento «el mensaje que acabamos dándoles a los hijos es: “Me pongo aquí contigo, sistemáticamente, a hacer los deberes o a organizar tus tareas, por ejemplo, porque tú solo no puedes”. Entre líneas, se les está diciendo que no son capaces». Así, la hiperpaternidad produce niños dependientes, que se sienten «incapaces –insiste Martínez–, con todo lo que esta sensación conlleva. Además –añade–, tener a alguien que no permite que te equivoques (porque ya están mamá o papá para solucionarte los problemas) impide aprender a partir de los errores cometidos, algo clave en el desarrollo personal».

La psicóloga estadounidense Madeline Levine, una de las expertas en padres-helicóptero, pionera en el análisis de este fenómeno, alerta asimismo del peligro de producir niños con un sentido agudizado de «tener derecho a todo», aunque no hayan movido un dedo para ello. Estos «derechos adquiridos –explica Levine en su libro Teach your children well–2 no dejan de ser lógicos si desde que nacieron les has transmitido a tus hijos que la Luna y las estrellas giran alrededor suyo». El narcisismo, la autocomplacencia excesiva, es otra de las consecuencias de esta atención desmedida hacia la prole.

Levine lleva treinta años tratando a adolescentes en una de las zonas más ricas de San Francisco y está cansada de oír en su consulta a chicos y chicas que, objetivamente, lo tienen todo, pero que se sienten frustrados e infelices. Chicos y chicas que instan a sus padres, que han revoloteado a su alrededor desde que nacieron, «a tener una vida» fuera de la suya.

Los niños de entornos privilegiados, de los que siempre se ha asumido que han sido protegidos por los recursos y las oportunidades de sus familias, están experimentando depresión, trastornos de ansiedad, trastornos psicosomáticos y abuso de estupefacientes a niveles más altos que los de familias socioeconómicamente menos favorecidas, que tradicionalmente se han considerado en un mayor riesgo.

A Levine la experiencia le ha enseñado que el modelo de crianza basado en una constante atención y grandes expectativas por lo que los hijos hacen, estudian, llevan, tienen o logran, no funciona. Alerta sobre familias muy estresadas debido a la preocupación por el brillantísimo futuro que sus retoños han de tener. Familias con niños permanentemente cansados, que recurren a los estimulantes para paliar la casi crónica falta de sueño –una grave consecuencia de agendas sin espacios en blanco–. Familias en las que el rendimiento de los hijos se antepone a la vida en pareja y en las que prácticamente se han acabado esas tardes perezosas o de actividades sencillas, en familia, como salir a dar un paseo… Levine lamenta que este estrés lo vivan, sobre todo, las madres: «Ser madre es un trabajo lo suficientemente duro como para que se le añada una presión prematura, en forma de preocupación, sobre a qué universidad va a ir el recién nacido». O el trabajo que implica coordinar un horario de actividades centradas en los niños, «que supondría un reto para el director de animación de un crucero». Sin olvidar la sensación de culpa por no estar haciendo lo suficiente por los hijos, que se ve auspiciada por un ambiente de fuerte competencia entre padres.

Por todo ello, esta experta concluye que el trabajo más importante que tenemos los padres, esto es, proveer a nuestros hijos de un ambiente tranquilo, seguro y afectuoso a medida que se enfrentan al reto de crecer, «se ha visto comprometido de forma profunda».

En su superventas You are not special,3 el profesor David McCullough habla de chicos y chicas «con una inflada noción de sí mismos», que no dicen sentirse superiores porque no es políticamente correcto, pero sí se consideran, sencillamente, «especiales». Al fin y al cabo, llevan toda su vida escuchando de boca de sus padres lo especiales que son.

McCullough, profesor de lengua inglesa, se convirtió en héroe por un día en Estados Unidos después de pronunciar el discurso de fin de curso en la escuela bostoniana en la que trabaja. En él cuestionó con un gran savoir-faire a esos padres «bienintencionados», pero que sobrevuelan y dirigen las vidas de sus hijos sin descanso, presionándolos para que sean excepcionales, pero a la vez allanándoles el camino para ello. Tanta presión, conjugada con tanta intervención, hace que los estudiantes tengan terror al fracaso y pierdan la oportunidad de cometer errores y aprender de ellos y, en consecuencia, «se pierdan la oportunidad de tener una vida plena y feliz».4

Otra de las consecuencias más comunes de la hiperpaternidad es el aburrimiento. Esta nueva generación de niños, al estar tan estructurados y sobreestimulados desde muy pequeñitos, se aburre con pasmosa facilidad. Muchos son prácticamente incapaces de jugar solos, algo fundamental para su desarrollo.

Además, en las semanas de asueto, la moda actual son nuevas actividades de verano y viajes culturales –incluso para párvulos–, en vez de las antiguas vacaciones tranquilas en la montaña o en la playa, paseando por el campo o jugando con un cubo y una pala. Sin olvidar los clubs de actividades para bebés, los campamentos desde edades muy tempranas, los talleres para desarrollar su creatividad, los últimos métodos educativos que harán del bebé un futuro Einstein o un Picasso… Un trajín, vaya, orquestado por padres y madres, y auspiciado por un mercado (el del ocio y la educación infantil) cada vez más sofisticado.

límites

Otra derivada de las crianzas híper es la baja tolerancia a la frustración, que se ha convertido en una frase con la que los padres justifican comportamientos poco justificables. Un niño escupe a otro porque este no le ha prestado un juguete que quería, o se tira al suelo, rabioso, porque ha perdido en un juego, y sus padres ladean un poco la cabeza y, sin decirle ni pío al crío, lo justifican porque «tiene una baja tolerancia a la frustración», como si se tratara de un diagnóstico de una enfermedad crónica contra la que no pueden hacer nada.

Y en un mundo plagado de frustraciones, la baja tolerancia hacia ella tiene consecuencias serias, que pueden derivar en adolescentes conflictivos, con síntomas de ansiedad, que pueden llegar a deprimirse porque la vida les resulta insoportable. Michael Yapko, uno de los mayores expertos mundiales en el estudio y el tratamiento de la depresión, concluye que la familia que evita responsabilidades a los hijos puede crear el clima ideal para hacer emerger trastornos en la adolescencia.

Dudo que ningún padre ni madre en su sano juicio quiera criar unos hijos ansiosos, incapaces de decidir por ellos mismos e insatisfechos. Y menos aún en unos tiempos tan complicados como los actuales, en la era de la «modernidad líquida», como dice el filósofo Zygmunt Bauman: tiempos en los que ya nada es seguro; lo primero, el trabajo. La tolerancia a la frustración, la resiliencia y la capacidad de adaptarse a los cambios son cada vez más fundamentales en nuestra sociedad. Por ello es urgente dejar de estar tan encima, dejar de sobreproteger y de ponérselo todo tan fácil a nuestros hijos, porque la vida, nos guste o no, es una carrera de obstáculos. Nadie tiene su existencia resuelta.

Por ello, lo que los padres y las madres debemos hacer no es preparar el camino a sus hijos, sino preparar a nuestros hijos para el camino. Con amor, firmeza y sentido común. Olvidándonos ser los padres perfectos. Relajándonos un poco. Dando tiempo libre a nuestros hijos para permitir que todos podamos disfrutar de nuestros roles. Deseamos que este libro ayude a ello.