Cubierta

EL CRIMEN DEL
GANADOR

TRILOGÍA DEL GANADOR: LIBRO DOS

MARIE RUTKOSKI

Plataforma Editorial neo

Índice

    1. Capítulo 1
    2. Capítulo 2
    3. Capítulo 3
    4. Capítulo 4
    5. Capítulo 5
    6. Capítulo 6
    7. Capítulo 7
    8. Capítulo 8
    9. Capítulo 9
    10. Capítulo 10
    11. Capítulo 11
    12. Capítulo 12
    13. Capítulo 13
    14. Capítulo 14
    15. Capítulo 15
    16. Capítulo 16
    17. Capítulo 17
    18. Capítulo 18
    19. Capítulo 19
    20. Capítulo 20
    21. Capítulo 21
    22. Capítulo 22
    23. Capítulo 23
    24. Capítulo 24
    25. Capítulo 25
    26. Capítulo 26
    27. Capítulo 27
    28. Capítulo 28
    29. Capítulo 29
    30. Capítulo 30
    31. Capítulo 31
    32. Capítulo 32
    33. Capítulo 33
    34. Capítulo 34
    35. Capítulo 35
    36. Capítulo 36
    37. Capítulo 37
    38. Capítulo 38
    39. Capítulo 39
    40. Capítulo 40
    41. Capítulo 41
    42. Capítulo 42
    43. Capítulo 43
    44. Capítulo 44
    45. Capítulo 45
    46. Capítulo 46
    47. Capítulo 47
    48. Capítulo 48
    49. Nota de la autora

Para Kristin Cashore

1

SE CORTÓ AL ABRIR EL SOBRE.

Kestrel se había dejado llevar por la emoción, había sido una idiota, se había abalanzado sobre la carta simplemente porque estaba escrita en herraní. Se le resbaló el abrecartas. Unas cuantas gotas de sangre cayeron sobre el papel y dejaron unas manchas brillantes.

No era de él, naturalmente. La carta era del nuevo ministro de Agricultura herraní. Le escribía para presentarse y comunicarle que estaba deseando reunirse con ella. «Creo que vos y yo tenemos mucho en común, y mucho de qué hablar», le decía.

No estaba segura de a qué se refería con eso. No lo conocía, ni siquiera había oído hablar de él. Aunque suponía que tendría que reunirse con el ministro en algún momento (después de todo, era la embajadora imperial ante Herrán, que ahora era un territorio independiente), a Kestrel no la entusiasmaba precisamente tener que pasar tiempo con el ministro de Agricultura. Ella no tenía ni la más remota idea sobre rotación de cultivos ni fertilizantes.

Captó el tono arrogante de sus pensamientos. Notó cómo le hacían apretar los labios. Se dio cuenta de que estaba furiosa con aquella carta.

Consigo misma. Con la forma en la que se le había acelerado el corazón al ver su nombre escrito en el sobre empleando el alfabeto herraní. Había anhelado tanto que fuera de Arin…

Pero hacía casi un mes que no tenía contacto con él, desde que le había ofrecido la libertad de su país. Además, él no había escrito el sobre. Conocía su letra. Conocía los dedos con los que sostendría la pluma. Las uñas recortadas, las cicatrices plateadas de antiguas quemaduras, el roce áspero de sus manos encallecidas… nada de eso concordaba con su elegante letra cursiva. Debería haber sabido de inmediato que la carta no era de él.

Pero aun así: el rápido vistazo al papel. Aun así: la decepción.

Apartó a un lado la carta. Se desamarró el fajín de seda que llevaba a la cintura, sacándolo de debajo de la daga que portaba a la cadera, como todos los valorianos. Se envolvió la mano ensangrentada con el fajín. Estaba estropeando la seda de tono marfil. La tela se manchó de sangre. Pero un fajín estropeado carecía de importancia, al menos para ella. Kestrel estaba prometida con el príncipe Verex, heredero del imperio valoriano. La reluciente línea oleosa que le dibujaban cada día en la frente era la prueba de ello. Poseía montañas de fajines, montañas de vestidos, ríos de joyas… Era la futura emperatriz.

Sin embargo, se tambaleó al levantarse de la silla de ébano tallado. Recorrió con la mirada el estudio, una de las numerosas habitaciones que componían sus aposentos, y la invadió la inquietud al contemplar las paredes de piedra, las esquinas que formaban con insistencia perfectos ángulos rectos, la forma en la que dos estrechos pasillos daban a la habitación. No debería extrañarse, pues sabía que el palacio imperial también era una fortaleza. Los pasillos angostos servían para frenar el avance de una fuerza invasora. No obstante, tenía un aspecto extraño y hostil. No se parecía en nada a su casa.

Kestrel se recordó que, en realidad, su casa en Herrán nunca le había pertenecido. Puede que se hubiera criado en esa colonia, pero era valoriana. Estaba donde se suponía que debía estar. Donde había elegido estar.

El corte había cesado de sangrar.

Dejó la carta y fue a cambiarse de vestido para la cena. Eso era su vida: telas lujosas y adornos de muaré de seda. Una cena con el emperador… y el príncipe.

Sí, esa era su vida.

Debía acostumbrarse.


El emperador estaba solo. Sonrió al verla entrar en el comedor de paredes de piedra. Llevaba el cabello gris muy corto, siguiendo el mismo estilo militar que su padre, y la perspicacia se reflejaba en sus ojos oscuros. No se levantó de la larga mesa para recibirla.

–Majestad Imperial –dijo ella, inclinando la cabeza.

–Hija –respondió él. Su voz resonó en la sala abovedada, rebotando contra los platos y vasos vacíos–. Siéntate.

Kestrel se dispuso a obedecer.

–No –repuso él–. Aquí, a mi derecha.

–Ese es el sitio del príncipe.

–Al parecer, el príncipe no está presente.

Kestrel se sentó. Los esclavos trajeron el primer plato y sirvieron vino blanco. Podría haberle preguntado por qué la había convocado para que cenara con él y dónde estaba el príncipe, pero había comprobado que al emperador le encantaba emplear el silencio para avivar la inquietud de los demás. Kestrel dejó que el silencio aumentara hasta que fue tanto cosa suya como de él, y solo habló cuando sirvieron el tercer plato.

–Tengo entendido que la campaña contra el este va bien.

–Eso cuentan las cartas de tu padre desde el frente. Debo recompensarlo por el brillante desarrollo de la guerra. O tal vez debería recompensarte a ti, lady Kestrel.

Ella bebió de su copa.

–Yo no he tenido nada que ver.

–¿Ah, no? Tú insististe en que pusiera fin a la rebelión herraní concediéndole autogobierno a la región bajo mi autoridad. Tú argumentaste que eso liberaría tropas y dinero para dedicarlos a la guerra del este, y hete aquí –hizo un gesto pomposo con una mano– que así ha sido. Un consejo muy inteligente de alguien tan joven.

Aquellas palabras la pusieron nerviosa. Si el emperador supiera la verdadera razón que la había llevado a abogar por la independencia herraní, le costaría muy caro. Kestrel probó la comida preparada con tanto esmero. Había barcos hechos de pastel de carne, con velas de gelatina transparente. Comió despacio.

–¿No te gusta?

–No tengo mucha hambre.

El emperador hizo sonar una campanilla de oro.

–El postre –le indicó al muchacho que apareció al instante–. Pasaremos directamente al postre. Sé cuánto les gustan los dulces a las jóvenes.

Sin embargo, cuando el chico regresó portando dos platitos de porcelana tan delicada que la luz se filtraba a través de los bordes, el emperador repuso:

–Para mí no.

El joven depositó un plato delante de Kestrel, junto con un tenedor extrañamente ligero y traslúcido.

Se calmó. El emperador no sabía la verdad acerca del día en que lo había instado a poner fin a la rebelión herraní. Ni él ni nadie. Ni siquiera Arin sabía que había comprado su libertad con unas cuantas palabras estratégicas… y la promesa de contraer matrimonio con el príncipe heredero.

Si Arin se enteraba, se opondría. Se autodestruiría.

Si el emperador se enteraba de por qué lo había hecho, la destruiría a ella.

Kestrel contempló la nata montada rosada que se amontonaba en su plato y el tenedor transparente, como si compusieran todo su mundo. Debía hablar con cautela.

–¿Qué más recompensa iba a desear, cuando me habéis concedido a vuestro único hijo?

–Sí, mi hijo es todo un premio. Sin embargo, aún no tenemos fecha para la boda. ¿Cuándo será? No te has pronunciado sobre el tema.

–Me pareció que debería decidirlo el príncipe Verex.

Si la elección quedara en manos del príncipe, la fecha de la boda sería nunca.

–¿Por qué no decidimos nosotros?

–¿Sin él?

–Querida, si la endeble mente del príncipe no puede recordar algo tan simple como el día y la hora de una cena con su padre y su prometida, ¿cómo podemos esperar que planifique cualquier parte del acontecimiento de Estado más importante de las últimas décadas?

Ella no dijo nada.

–No estás comiendo.

Kestrel hundió el delicado tenedor en la nata y se lo llevó a la boca. Los dientes del tenedor se fundieron contra su lengua.

–Azúcar –comentó, sorprendida–. El tenedor está hecho de azúcar endurecido.

–¿Te gusta el postre?

–Sí.

–En ese caso, debes comértelo todo.

Pero ¿cómo iba a terminarse la nata si el tenedor no dejaba de fundirse cada vez que comía un bocado? Todavía sostenía la mayor parte del cubierto en la mano, pero no duraría.

Un juego. El postre era un juego, la conversación era un juego. El emperador quería ver cómo iba a jugar.

–Creo que finales de este mes sería perfecto para una boda –propuso él.

Kestrel comió más nata. Los dientes se fundieron por completo, dejando algo parecido a una cuchara deformada.

–¿Una boda en invierno? No habrá flores.

–No necesitas flores.

–Si sabéis que a las jóvenes les gustan los postres, también debéis saber que les gustan las flores.

–Supongo que entonces preferirías una boda en primavera.

Ella encogió un hombro.

–Sería mejor en verano.

–Por suerte, en mi palacio hay invernaderos. Incluso en invierno, podríamos alfombrar el gran salón con pétalos.

Kestrel comió más postre en silencio. El tenedor se convirtió en un palo plano.

–A menos que desees posponer la boda –añadió el emperador.

–Estoy pensando en nuestros invitados. El imperio es inmenso. Vendrá gente de todas las provincias. Resulta horrible viajar en invierno, y las cosas no mejoran mucho en primavera. Llueve. Los caminos se llenan de barro…

El emperador se recostó en su silla, estudiándola con una expresión divertida.

–Además, odiaría desperdiciar una oportunidad. Ya sabéis que los nobles y gobernadores os darán todo lo que esté a su alcance (favores, información, oro…) a cambio de los mejores asientos en la boda. El misterio de qué me pondré y qué música sonará distraerá al imperio. Nadie se daría cuenta si tomarais una decisión política que, de otro modo, indignaría a miles. Yo, en vuestro lugar, disfrutaría de mi largo compromiso. Sacadle el máximo provecho.

Él se rió.

–Ay, Kestrel. Serás una emperatriz magnífica. –Alzó su copa–. Por vuestra feliz unión, el día del solsticio de verano.

No le habría quedado más remedio que brindar por eso, si el príncipe Verex no hubiera entrado en el comedor y se hubiera detenido en seco. En sus grandes ojos se reflejó una gama de emociones: sorpresa, dolor, ira…

–Llegas tarde –le espetó su padre.

–Claro que no –repuso Verex con los puños apretados.

–Kestrel se las ha arreglado para llegar a tiempo. ¿Por qué tú no?

–Porque me dijisteis mal la hora.

El emperador chasqueó la lengua.

–La entendiste mal.

–¡Me estáis haciendo quedar como un tonto!

–Yo no estoy haciendo nada de eso.

Verex cerró la boca de golpe. Su cabeza se balanceó sobre el delgado cuello como si fuera algo atrapado en una corriente.

–Ven –dijo Kestrel con dulzura–. Toma el postre con nosotros.

La mirada que le lanzó le indicó a Kestrel que, por mucho que odiara los juegos de su padre, detestaba aún más que ella le tuviera lástima. Salió huyendo de la sala.

Kestrel jugueteó con el trozo que quedaba del tenedor de azúcar. Incluso después de que el silencio hubiera vuelto a imponerse tras la ruidosa retirada del príncipe por el pasillo, sabía que no debía hablar.

–Mírame –le ordenó el emperador.

Ella levantó la vista.

–No quieres que la boda sea en verano por las flores ni los invitados ni el beneficio político. Quieres posponerla lo máximo posible.

Kestrel aferró el tenedor con fuerza.

–Te concederé lo que quieres, dentro de lo razonable –anunció–, y te diré por qué. Porque no te culpo, teniendo en cuenta al novio. Porque no gimoteas cuando quieres algo, sino que tratas de lograrlo. Como haría yo. Cuando me miras, ves en quién te transformarás. Una soberana. Te he elegido, Kestrel, y te convertiré en todo lo que mi hijo no puede ser. Alguien digna de ocupar mi puesto.

Kestrel se quedó mirándolo, buscando su futuro en los ojos de un anciano capaz de tratar con crueldad a su propio hijo.

El emperador sonrió.

–Mañana me gustaría que te reunieras con el capitán de la guardia imperial.

No conocía al capitán, pero estaba familiarizada con su labor. Oficialmente, era responsable de la seguridad personal del emperador. Extraoficialmente, sus servicios incluían otros de los que nadie hablaba: vigilancia, asesinatos… Al capitán se le daba bien hacer desaparecer a la gente.

–Tiene algo que enseñarte.

–¿El qué?

–Es una sorpresa. Alegra esa cara, Kestrel. Te estoy dando todo lo que podrías desear.

A veces, el emperador era generoso. Había presenciado audiencias en las que les había concedido a algunos senadores terrenos privados en nuevas colonias o puestos de poder en el Cuórum. Pero también había visto que su generosidad tentaba a otros a pedir un poquito más. Entonces, el emperador entrecerraba los ojos, como un gato, y Kestrel comprobaba cómo sus regalos hacían que la gente revelase lo que quería de verdad.

Sin embargo, no podía evitar desear que la boda pudiera posponerse más de unos pocos meses. El solsticio de verano era mejor que la semana que viene, por supuesto, pero seguía siendo pronto. Demasiado pronto. ¿El emperador aceptaría esperar un año? ¿Más?

–El solsticio de verano… –dijo.

–Es la fecha perfecta.

Kestrel posó la mirada en su mano cerrada. Un olor dulce se extendió cuando la abrió y la apoyó, vacía, sobre la mesa.

El tenedor de azúcar se había desvanecido por el calor de su palma.

2

ARIN SE ENCONTRABA EN EL ESTUDIO DE SU PADRE. Probablemente nunca conseguiría considerarlo suyo, por mucho que envejecieran los fantasmas de su familia muerta.

Era un día despejado. Desde la ventana del estudio se podía contemplar la ciudad con todo detalle, con las zonas en ruinas que había dejado la rebelión. El pálido sol invernal le otorgaba un resplandor borroso al puerto de Herrán.

No estaba pensando en ella. Por supuesto que no. Estaba pensando en lo despacio que se estaban reconstruyendo las murallas de la ciudad. En la cosecha de nueces de crisol que pronto maduraría en la campiña meridional, y que le proporcionaría a Herrán la comida y el comercio que tanto necesitaba. No estaba pensando en Kestrel, ni en el último mes y una semana en los que no había pensado en ella. Pero no pensar era como levantar losas de piedra, y ese esfuerzo lo había distraído tanto que no oyó a Sarsine entrar en la habitación. Ni siquiera se percató de la presencia de su prima hasta que esta le puso delante una carta abierta.

El lacre roto mostraba el sello con las espadas cruzadas. Una carta del emperador valoriano. Por la expresión de Sarsine, Arin supo que no le gustaría lo que estaba a punto de leer.

–¿De qué se trata? ¿De otro impuesto? –Se restregó los ojos–. El emperador debe de saber que no podemos pagar, otra vez no, no tan pronto después de la última recaudación. Esto es una ruina.

–Bueno, ahora sabemos por qué el emperador fue tan amable al devolverle Herrán a los herraníes.

Ya habían hablado de eso antes. Parecía la única explicación para una decisión tan inesperada. Los ingresos procedentes de Herrán solían acabar en los bolsillos de los aristócratas valorianos que lo habían colonizado. Entonces llegó la Rebelión del Solsticio de Invierno y el decreto del emperador, y aquellos aristócratas regresaron a la capital, y las tierras que perdieron se consideraron un coste de la guerra. Ahora el emperador podía exprimir a Herrán mediante impuestos a los que su pueblo no podía oponerse. La riqueza del territorio iba a parar directamente a las arcas imperiales.

Una jugada artera. Pero lo que más preocupaba a Arin era la persistente sensación de que se le escapaba algo. Le había costado pensar aquel día, cuando Kestrel le había comunicado la oferta y las exigencias del emperador. Le había costado ver nada aparte de la línea dorada que llevaba pintada en la frente.

–Suéltalo de una vez. ¿Cuánto va a costar esta vez? –le dijo a Sarsine.

Su prima frunció los labios.

–No es un impuesto. Es una invitación.

A continuación, salió de la estancia.

Arin desdobló el papel. Sus manos se quedaron inmóviles.

Como gobernador de Herrán, se le pedía que asistiera a un baile en la capital valoriana. «Para celebrar el compromiso de lady Kestrel con el príncipe heredero Verex», decía la carta.

Sarsine lo había denominado una invitación, pero Arin reconocía lo que era en realidad: una orden. Una orden que no podía desobedecer, aunque se suponía que ya no era un esclavo.

Levantó la vista del papel y contempló el puerto. Cuando trabajaba en los muelles, a uno de los esclavos se lo conocía como el «Guardafavores».

Los esclavos carecían de posesiones o, al menos, de cualquier cosa que sus conquistadores valorianos consideraran como tal. Y, aunque Arin hubiera contado con algo de su propiedad, no tenía bolsillos para guardarlo. La ropa de los esclavos domésticos era la única con bolsillos. Así era la vida bajo el dominio de los valorianos: los herraníes conocían el lugar que les correspondía dependiendo de si tenían bolsillos y la ilusión de poder mantener algo en privado dentro de ellos.

Sin embargo, los esclavos sí tenían una moneda. Intercambiaban favores. Comida extra. Un jergón más grueso. El lujo de unos pocos minutos de descanso mientras otra persona trabajaba. Si un esclavo del puerto quería algo, se lo pedía al Guardafavores, el herraní de mayor edad entre ellos.

El Guardafavores tenía una bola de hilo con una hebra de diferente color para cada hombre. Si Arin hubiera solicitado algo, su hebra se habría hilado y enlazado y enrollado alrededor de otra, puede que de una amarilla, y esa hebra amarilla podría haber rodeado una verde, dependiendo de quién debiera qué. El ovillo del Guardafavores lo registraba todo.

Pero Arin no tenía hebra. No había pedido nada. No había dado nada. Incluso entonces, de joven, había detestado la idea de estar en deuda con alguien.

Estudió la carta del emperador valoriano. Estaba escrita con trazos elegantes. Redactada con habilidad. Encajaba bien con el entorno de Arin, con el barniz de aspecto líquido de la mesa de su padre y las ventanas de vidrio emplomado que dejaban entrar la luz invernal en el estudio.

La luz hacía que resultara demasiado fácil leer las palabras del emperador.

Estrujó el papel con la mano y apretó el puño con fuerza. Deseó contar con un Guardafavores. Renunciaría a su orgullo para convertirse en una simple hebra, si así pudiera tener lo que quería.

Arin cambiaría su corazón por un enredado ovillo de hilo si eso significaba que no tendría que volver a ver a Kestrel nunca.


Pidió la opinión de Tensen. Los pálidos ojos verdes del anciano relucieron mientras estudiaba la invitación estirada y aplanada. Colocó la gruesa página arrugada sobre el escritorio de Arin y golpeó la primera frase con un dedo escuálido.

–Esto supone una oportunidad excelente.

–Entonces irás tú –propuso Arin.

–Por supuesto.

–Sin mí.

Tensen frunció los labios y le dedicó aquella mirada de maestro que le había sido tan útil como tutor de niños valorianos.

–Arin. Dejemos el orgullo a un lado.

–No es orgullo. Estoy demasiado ocupado. Tú representarás a Herrán en el baile.

–No creo que el emperador se conforme con un simple ministro de Agricultura.

–Me importa un bledo lo que quiera el emperador.

–Enviarme a mí, solo, ofenderá al emperador o le indicará que soy más importante de lo que parezco. –Se frotó la mandíbula entrecana, observando a Arin–. Tienes que ir. Debes representar el papel. Eres buen actor.

Arin negó con la cabeza.

Los ojos de Tensen se ensombrecieron.

–Yo estaba allí aquel día.

El día, el verano pasado, que Kestrel lo compró.

Arin pudo sentir de nuevo el sudor bajándole por la espalda mientras esperaba en el redil situado debajo del foso de subasta. La estructura estaba techada, lo que significaba que no podía ver a la multitud de valorianos alineados encima, al nivel del suelo, solo a Tramposo en el centro del foso.

Notaba el hedor que emanaba de su propia piel, sentía la arena bajo sus pies descalzos. Estaba dolorido. Mientras escuchaba cómo la voz de Tramposo se alzaba y descendía adoptando el sonsonete bromista de un subastador experto, se llevó los dedos con cuidado a la mejilla amoratada. Su cara parecía una fruta podrida.

Tramposo se había puesto furioso con él esa mañana.

–Dos días –había gruñido–. Te alquilo solo dos días y regresas con esta pinta. ¿De verdad era tan difícil empedrar un camino y mantener la boca cerrada?

Mientras aguardaba en el redil, sin prestarle atención al zumbido de la subasta, procuró no pensar en la paliza ni en todo lo que la había ocasionado.

En realidad, los moretones no cambiaban nada. Arin no se engañaba creyendo que Tramposo lograría venderlo para trabajar en una casa valoriana. A los valorianos les preocupaba el aspecto de sus esclavos domésticos, y él no encajaba en ese papel ni siquiera cuando no tenía media cara oculta tras varias tonalidades de púrpura. Tenía aspecto de peón. Era un peón. Los peones no entraban en las casas, y era en las casas donde Tramposo necesitaba infiltrar a esclavos consagrados a la rebelión.

Arin reclinó la cabeza contra la madera áspera de la pared del redil. Combatió la frustración.

Se produjo un largo silencio en el foso. La calma significaba que Tramposo había cerrado la venta mientras Arin no estaba prestando atención y había entrado en la casa de subastas para descansar un momento.

Entonces, un zumbido parecido al de las langostas se extendió entre la multitud. Tramposo había regresado al foso y se había acercado a la plataforma a la que estaba a punto de subirse otro esclavo. Anunció a su audiencia:

–Os he traído algo muy especial.

Todos los esclavos del redil se enderezaron. El letargo de la tarde se desvaneció. Incluso el anciano, que Arin sabría más tarde que se llamaba Tensen, se puso alerta bruscamente.

Tramposo había hablado en código. «Algo muy especial» tenía un significado secreto para los esclavos: la oportunidad de que los vendieran de una forma que contribuyera a la rebelión. Para espiar. Robar. Tal vez asesinar. Tramposo tenía muchos planes.

Fue la forma en la que Tramposo dijo «muy» lo que hizo que Arin se sintiera asqueado consigo mismo, porque esa palabra indicaba la venta más importante de todas, la que habían estado esperando: la oportunidad de infiltrar a un rebelde en la casa del general Trajan.

¿Quién estaría allí arriba entre la multitud de valorianos?

¿El propio general?

Y Arin, el estúpido de Arin, había desaprovechado su oportunidad de vengarse. Tramposo nunca lo elegiría a él para aquella venta.

Sin embargo, cuando el subastador se volvió hacia el redil, sus ojos se clavaron directamente en los de Arin. Tramposo movió los dedos dos veces. La señal.

Lo había elegido a él.

–Ese día –le dijo Arin a Tensen mientras permanecían sentados en el estudio de su padre, bañados en la luz invernal– fue diferente. Todo era diferente.

–¿En serio? En aquel entonces, estabas dispuesto a hacer cualquier cosa por tu gente. ¿Ahora no opinas lo mismo?

–Es un baile, Tensen.

–Es una oportunidad. Como mínimo, podríamos aprovecharla para averiguar qué parte de la cosecha de nueces de crisol planea quedarse el emperador.

Habría que recoger la cosecha pronto. Los herraníes la necesitaban desesperadamente para alimentarse y comerciar. Arin se apretó la frente con los dedos. Notaba crecer un dolor de cabeza detrás de los ojos.

–¿Qué hay que saber? Da igual con cuánto se quede, será demasiado.

Durante un momento, Tensen no dijo nada. Luego, respondió con tono grave:

–Hace semanas que no tengo noticias de Thrynne.

–Tal vez no haya podido salir del palacio e ir a la ciudad para reunirse con nuestro contacto.

–Quizá. Pero contamos con poquísimas fuentes en el palacio imperial. Este es un momento delicado. Debido al compromiso, la élite del imperio está gastando oro a manos llenas para prepararse para la temporada de invierno más fastuosa de la historia valoriana. Y el resentimiento aumenta entre los colonos que antes vivían en Herrán. No les gustó tener que devolvernos las casas que nos robaron. Son una minoría, y el ejército apoya incondicionalmente al emperador, así que podemos ignorarlos. Pero todo indica que la corte es un lugar inestable, y no debemos olvidar que estamos a merced del emperador. ¿Quién sabe qué decidirá hacer luego? ¿O cómo nos afectará? Esto… –Tensen señaló la invitación con un gesto de la cabeza– sería un buen modo de averiguar qué ha provocado el silencio de Thrynne. Arin, ¿me estás escuchando? No podemos permitirnos perder un espía tan bien situado.

Igual que Arin había estado bien situado. Situado con pericia. Aquel día en el mercado, no estaba seguro de cómo había sabido Tramposo que él era el esclavo perfecto para la puja. Tramposo tenía una habilidad especial para detectar debilidades. Para percibir deseos. De algún modo, había atisbado en el corazón de la postora y había sabido cómo manipularla.

Al principio, Arin no la había visto. El sol lo había cegado cuando entró en el foso. Alguien soltó una carcajada. No podía ver a la masa de valorianos situados por encima de él. Pero los oía. Le dio igual la punzante vergüenza que le recorrió la piel. Se dijo que le daba igual. Le daba igual lo que dijeran o lo que oyera.

Entonces se le aclaró la vista. Parpadeó contra el resplandor del sol. Vio a la chica. La joven alzó la mano para pujar.

Aquella imagen fue como una agresión. No podía verle bien la cara… no quería verle la cara, pues todo en ella le hacía desear cerrar los ojos. Parecía muy valoriana. Toda ella tonos dorados. Reluciente, casi, como un arma apuntando hacia la luz. Le costaba creer que fuera un ser vivo.

Y estaba limpia. Piel y forma inmaculadas. Lo hizo sentir asqueroso. Eso lo distrajo y tardó un momento en darse cuenta de que era pequeña. Menuda.

Qué absurdo. Era absurdo pensar que alguien así pudiera tener algún tipo de poder sobre él. Sin embargo, así sería, si ganaba la subasta.

Arin quería que ganara. Aquella idea hizo que lo invadiera una alegría inquietante y despiadada. Nunca la había visto, pero supuso de quién se trataba: lady Kestrel, la hija del general Trajan.

La multitud escuchó la puja de la joven. Y, de pronto, Arin se convirtió en alguien valioso.

Se olvidó de que estaba sentado ante el escritorio de su padre, dos estaciones después. Se olvidó de que Tensen estaba esperando a que dijera algo. Arin se encontraba allí de nuevo, en el foso. Recordó cómo levantó la mirada hacia la chica mientras lo inundaba un odio tan fuerte como puro.

Como un diamante.

3

KESTREL DECIDIÓ VESTIRSE DE MANERA EXTRAVAGANTE para su encuentro con el capitán de la guardia imperial. Escogió un vestido de brocado blanco y dorado con cola. Como siempre, se ató la daga con esmero, aunque esa mañana apretó las hebillas más de lo necesario. Las soltó y las abrochó de nuevo varias veces.

El capitán fue a buscarla a sus aposentos cuando Kestrel estaba terminándose su taza matutina de leche con especias. Rechazó sentarse mientras ella bebía. Cuando vio el vestido y disimuló una leve sonrisita de suficiencia, Kestrel supo que, adondequiera que fueran, no iba a gustarle. Cuando el capitán no le sugirió que se pusiera algo que no se ensuciara con tanta facilidad, supo que él no le gustaba.

–¿Lista? –le preguntó.

Kestrel bebió un sorbo de su taza, observándolo. Era un hombre corpulento, con una cicatriz que le cruzaba el labio. Se había roto la mandíbula en algún momento y le sobresalía por la izquierda. Sorprendentemente, tenía un perfil elegante, con la nariz recta, pero Kestrel solo había alcanzado a atisbarlo un instante mientras él recorría la sala de estar con la mirada para asegurarse de que estaban solos. Era la clase de persona que prefería mirar a los otros de frente. Entonces, sus facciones se desfiguraron.

Se preguntó qué haría el capitán si supiera que no había sido una cautiva del todo reacia en casa de Arin después de la rebelión herraní.

Depositó la taza vacía sobre una mesita.

–¿Adónde vamos?

El hombre volvió a esbozar aquella sonrisita.

–A visitar a alguien.

–¿A quién?

–El emperador me pidió que no os lo dijera.

Kestrel alzó el mentón y miró al capitán.

–¿Pistas? ¿El emperador os ordenó que no me dierais pistas, aunque fueran minúsculas?

–Pues…

–¿Y confirmar conjeturas? Por ejemplo… –Tocó un arpegio a lo largo del borde de la mesa de ébano–. Supongo que vamos a ir a la prisión.

–Eso no era muy difícil de adivinar, mi señora.

–¿Pruebo con algo más difícil? Tenéis las manos limpias, pero las botas sucias. Con pequeñas salpicaduras. Manchas brillantes, que se han secado hace poco. ¿Sangre?

El capitán se estaba divirtiendo. Le gustaba ese juego.

–Por lo visto, esta mañana os habéis levantado incluso antes que yo –añadió Kestrel–. Y habéis estado ocupado. No obstante, qué extraño es ver sangre en vuestras botas y notar el rastro de un olor tan agradable en vos… un leve aroma. Vetiver. Caro. Un poco de ámbar gris. Un ligero toque de pimienta. Ay, capitán. ¿Habéis estado… cogiendo prestados los aceites perfumados del emperador?

El aludido ya no parecía divertirse.

–Creo que una conjetura tan atinada merece una pista, capitán.

El hombre suspiró.

–Voy a llevaros a ver a un prisionero herraní.

A Kestrel se le cortó la leche en el estómago.

–¿Hombre o mujer?

–Hombre.

–¿Por qué es importante que lo vea?

El capitán se encogió de hombros.

–El emperador no me lo dijo.

–Pero ¿de quién se trata?

El capitán movió los pesados pies.

–Me desagradan las sorpresas –insistió Kestrel–, tanto como al emperador compartir sus aceites.

–Es un don nadie. Ni siquiera estamos seguros de cómo se llama.

No era Arin. Eso era lo único en lo que podía pensar Kestrel. No podía ser él: el gobernador de Herrán no era un don nadie. Encarcelarlo podría desencadenar un nuevo conflicto.

Sin embargo, había alguien encerrado en la prisión.

El dulce sabor de la leche se le había agriado en la boca, pero Kestrel sonrió mientras se ponía en pie.

–Vayamos, pues.


La prisión de la capital se encontraba fuera de los muros del palacio. Estaba situada un poco más montaña abajo, al otro lado de la ciudad, en un desagüe natural que habían ampliado, fortificado y dotado de escaleras que descendían en espiral de manera aparentemente interminable. Era pequeña (corría el rumor de que la prisión del imperio oriental era tan grande como una ciudad subterránea), pero su tamaño se adaptaba bien a las necesidades del emperador valoriano. A la mayoría de los criminales los enviaban a un campo de trabajos forzados en las minas del norte helado. Los que se quedaban aquí eran los peores, y los ejecutarían pronto.

Había candiles encendidos. El capitán condujo a Kestrel por la primera escalera negra y sin aire. La cola del vestido susurraba tras ella. Le costaba no imaginarse que era una prisionera a la que conducían a su celda. Los latidos de su corazón la engañaron; se aceleraron ante la idea de que la culparan de algún crimen, de que la dejaran encerrada en medio de la oscuridad.

Pasaron junto a una celda. Unos dedos asomaron como gusanos blancos a través de los barrotes del ventanuco. Una voz áspera dijo algo en un idioma que Kestrel no reconoció. Hablaba con una especie de ceceo que no consiguió identificar hasta que se dio cuenta de que así debía sonar alguien sin dientes. Retrocedió, sorprendida.

–Manteneos apartada de los barrotes –dijo el capitán–. Por aquí –añadió, como si hubiera otra alternativa aparte de seguir descendiendo.

Cuando al fin terminó la escalera, Kestrel trastabilló al pisar suelo sin escalones. El pasillo olía a roca mojada y aguas negras.

El capitán abrió una celda y le indicó que entrara. Kestrel vaciló un momento, repentina e irracionalmente segura de que planeaba atraparla allí. Se llevó la mano a la daga que portaba a la cadera.

El capitán se rió entre dientes. Aquel sonido provocó un traqueteo metálico en un rincón de la celda. El capitán alzó la lámpara para iluminar a un hombre sentado que tiraba de unas cadenas fijadas a la pared. Sus talones descalzos se arrastraron por el suelo irregular mientras intentaba retroceder, apartándose del capitán.

–No os preocupéis –le dijo este a Kestrel–. Es inofensivo. Tomad.

Le pasó el candil y luego tiró de un extremo suelto de la cadena para apretar al prisionero contra la pared. El hombre se estremeció y lloró. Comenzó a rezarles a los cien dioses herraníes.

Kestrel no lo reconoció. Qué alivio. Luego la invadió la vergüenza. ¿Qué más daba que lo conociera o no? El prisionero iba a sufrir. Podía verlo en los ojos del capitán, iluminados por el candil.

No iba a quedarse. No podía presenciarlo. Se volvió hacia la puerta.

–Eso va contra las normas del emperador –le advirtió el capitán–. Dijo que teníais que estar presente todo el rato. Dijo que, si no cooperabais, debía cortarle los dedos a este hombre en lugar de la piel.

La plegaria del prisionero se interrumpió. Entonces comenzó de nuevo, temblorosa.

Kestrel se sentía como aquella voz débil y gemebunda. Como el sonido de un engranaje al que aprietan y luego liberan.

–Este no es mi sitio –protestó.

–Sois mi futura emperatriz –repuso el capitán–. Recordadlo. ¿O pensabais que gobernar solo implica vestidos y bailes? –Comprobó que la cadena estuviera tensa. El otro hombre colgaba de sus ataduras–. La lámpara, mi señora.

El capitán le hizo señas para que se acercara. El prisionero levantó la cabeza. La luz del candil se reflejó en sus ojos y, aunque sabía que ese hombre destrozado no era Arin (el prisionero era demasiado mayor y sus facciones, demasiado delicadas), a Kestrel se le encogió el corazón. Tenía unos ojos normales y corrientes para un herraní. Pero eran de un tono gris claro, como los de Arin. Y, de pronto, fue como si Arin fuera el que farfullaba el nombre del dios de la clemencia, como si él le estuviera suplicando algo que no tenía ni idea de cómo concederle.

–La lámpara –repitió el capitán–. ¿Vais a darme problemas tan pronto, lady Kestrel?

Se acercó. Entonces vio el contorno de un cubo cerca del prisionero, rebosante de heces y orina, y que la mano derecha del hombre era como una gruesa manopla de gasa.

El capitán le arrancó la gasa. La trémula oración del prisionero se interrumpió.

Le faltaba la piel de tres dedos.

Kestrel vislumbró músculo rosáceo y relucientes tiras de tendón color crema. Se le revolvió el estómago. El capitán acercó una mesita que había en un rincón oscuro de la celda y apoyó la mano del otro hombre encima, con la palma hacia arriba.

–¿Cómo te llamas? –le preguntó. Cuando no obtuvo respuesta, el valoriano desenvainó su daga y le hizo un corte al prisionero en el cuarto dedo. Brotó un chorro de sangre.

–Basta –suplicó Kestrel–. Deteneos.

El prisionero se sacudió, pero estaba atrapado por la muñeca. El capitán alzó de nuevo la daga.

Kestrel lo agarró del brazo. Le clavó los dedos y fue como si el rostro del capitán se iluminara… casi con avidez, con un brillo que le indicó que había aguardado ese fracaso. Pues de eso se trataba. Había fallado la prueba del emperador aun sin conocer las normas. Cada vacilación era un punto en su contra. El capitán anotaba cada indicio de piedad, iba acumulándolos para poder desplegarlos más tarde ante el emperador como si dijeran: «Mirad, no es más que una chiquilla patética. Le falta carácter. No tiene lo que hay que tener para gobernar».

Y era cierto. Si eso era lo que significaba gobernar un imperio.

No estaba segura de cuál habría sido su siguiente paso si el prisionero no se hubiera quedado inmóvil. Estaba mirándola fijamente. Tenía los ojos muy abiertos, anegados en lágrimas. Parecía aturdido. La reconoció. Aunque ella no lo conocía. Sin embargo, la urgencia que vio en su expresión era la de alguien que ha encontrado una llave conocida para una caja que necesita abrir desesperadamente.

–Me llamo Thrynne –le susurró en herraní–. Decídselo…

El capitán se sacudió de encima la mano de Kestrel y se volvió hacia el prisionero.

–Me lo dirás tú mismo. –Hablaba herraní con un fuerte acento, pero con fluidez–. Me alegro de que estés dispuesto a hablar. Bueno, Thrynne. ¿Por dónde ibas? ¿Decirme qué?

La boca del prisionero se movió sin articular palabra. La sangre se extendió por la mesa. La daga del capitán destelló.

Kestrel se había calmado. Se debía a la forma en la que la miraba el prisionero: como si verla fuera un golpe de suerte. No podía traicionar esa emoción, aunque no la entendiera. Se sobrepondría. Soportaría lo que fuera que su expresión estuviera pidiéndole que soportara.

–No me acuerdo –contestó Thrynne.

–Dímelo o te desuello de pies a cabeza.

–Capitán –intervino Kestrel–. Está confundido. Dadle un momento…

–Vos sois la que está confundida si pretendéis interferir en mi interrogatorio. Estáis aquí para escuchar. Thrynne, te he hecho una pregunta. Deja de mirarla. Ella no es importante. Yo, sí.

La mirada de Thrynne saltó entre ambos. De su garganta escapó un sonido gutural, urgente y áspero, acompañado de un leve gemido de dolor contenido. Se centró en Kestrel.

–Por favor –dijo con voz ronca–, él tiene que saberlo.

El capitán le arrancó un trozo de piel y lo lanzó al cubo.

Thrynne gritó. Aquel grito, acompañado de inhalaciones bruscas, resonó en la cabeza de Kestrel.

La joven se lanzó hacia el capitán. Intentó agarrarle la mano con la que sostenía la daga. Pero él la apartó de un empujón con facilidad, sin ni siquiera mirarla, y la hizo caer.

–No me lleves la contraria, Thrynne –lo amenazó el capitán–. «No» ya no existe. Solo «sí». ¿Entendido?

El grito se interrumpió.

–Sí.

Kestrel se puso en pie.

–Capitán…

–Silencio. Solo lo estáis empeorando. –A continuación, le preguntó a Thrynne–: ¿Qué estabas haciendo escuchando tras las puertas de una reunión privada entre el emperador y el líder del Senado?

–¡Nada! Limpiando. Yo solo limpio.

–Eso me suena a «no».

–¡No! Quiero decir, sí, sí, estaba barriendo el suelo. Yo solo limpio. Soy un criado.

–Eres un esclavo –lo corrigió el capitán, aunque el emperador había emitido un decreto que emancipaba a los herraníes–. ¿No es verdad?

–Sí. Es verdad.

Kestrel había desenvainado sigilosamente su daga. Si el capitán se mantenía de espaldas a ella, podría hacer algo. Daba igual que sus habilidades para el combate fueran patéticas. Podría detenerlo.

Tal vez.

–¿Y por qué? –insistió el capitán con voz amable–. ¿Por qué estabas escuchando tras esa puerta?

La daga tembló en la mano de Kestrel. Pudo oler el aceite perfumado del emperador en el capitán. Se obligó a acercarse. La leche del desayuno le subió por la garganta.

Thrynne apartó la mirada del capitán para mirarla a ella.

–Dinero –dijo–. Este es el año del dinero.

–¡Ajá! –exclamó el capitán–. Ahora progresamos. Te pagaron por escuchar, ¿verdad?

–No…

El arma del capitán descendió. Kestrel vomitó y su daga cayó entre las sombras. El sonido del acero al chocar contra la piedra se perdió en medio del chillido de Thrynne. Se limpió la boca con la manga. No estaba mirando, simplemente se tapaba los oídos con las manos. Apenas oyó decir al capitán:

–¿Quién? ¿Quién te pagó?

Pero no hubo respuesta. Thrynne se había desmayado.


Kestrel huyó a sus aposentos sintiéndose enferma. Infectada. Se bañó hasta que le ardió la piel. Dejó el vestido manchado donde estaba, hecho una bola en el suelo del baño. Luego se metió en la cama, con el pelo suelto y húmedo, y se puso a pensar.

O intentó pensar. Intentó pensar en lo que debería hacer. Entonces cayó en la cuenta de que la manta de plumas, gruesa aunque ligera, se agitaba como si fuera un ser vivo. Comprendió que estaba temblando.

Recordó a Tramposo, el líder herraní. Arin respondía ante él, seguía sus órdenes. Lo quería. Sí, sabía que Arin lo quería.

Tramposo siempre había amenazado las manos de Kestrel. Con rompérselas, cortarle los dedos, aplastarlas con las suyas… Parecía obsesionado con sus manos, hasta que se obsesionó con ella de una forma diferente. Lo sintió de nuevo: aquel gélido horror al comenzar a entender qué quería Tramposo y qué haría para conseguirlo.

Ahora estaba muerto. Arin lo había destripado. Ella lo había presenciado. Había visto morir a Tramposo, y se recordó que ya no podía hacerle daño. Se miró las manos, sanas e intactas. No eran una masa ensangrentada de carne despellejada. Dedos finos y uñas cortas para poder tocar el piano. Piel suave. Una pequeña marca de nacimiento cerca de la base del pulgar.

Suponía que tenía las manos bonitas. Al extenderlas sobre la manta, le parecieron el colmo de la inutilidad.

¿Qué podía hacer?

¿Ayudar al prisionero a escapar? Eso requeriría una estrategia basada en conseguir la ayuda de otros. Kestrel no poseía suficiente influencia sobre el capitán. Nadie de la capital le debía favores. No conocía los secretos de la corte. Era nueva en el palacio y allí nadie le era leal, al menos para ayudarla con un plan tan descabellado.

¿Y si la descubrían? ¿Qué le haría el emperador a ella?

¿Y si no hacía nada?

No podía quedarse sin hacer nada. No hacer nada en la prisión ya había costado demasiado.

«Este es el año del dinero», había dicho Thrynne. Había pronunciado aquellas palabras como si estuvieran dirigidas a ella. Era una frase extraña. Sin embargo, le resultaba familiar. Tal vez era lo que había supuesto el capitán: el prisionero estaba revelando que le habían pagado por reunir información. El emperador tenía muchos enemigos, y no todos extranjeros. Un rival en el Senado podría haber contratado a Thrynne.

Sin embargo, a medida que la manta de plumas se quedaba inmóvil, transformándose en un campo nevado sobre sus rodillas dobladas, recordó a su niñera herraní diciéndole:

–Este es el año de las estrellas.

Kestrel todavía era pequeña. Enai estaba curándole una rodilla raspada. No había sido una niña torpe, pero siempre se había esforzado demasiado, y las magulladuras y las heridas eran el resultado predecible.

–Tened cuidado –le había dicho Enai mientras le envolvía la rodilla con una gasa–. Este es el año de las estrellas.

Aquello le había picado la curiosidad y le había pedido una explicación a su niñera.

–Los valorianos marcáis el paso de los años con números –había contestado Enai–, pero nosotros empleamos a nuestros dioses. Recorremos todo el panteón: uno de los cien dioses para cada año. El dios de las estrellas rige este año, por lo que debéis vigilar los pies y la vista. A este dios le encantan los accidentes. Y también la belleza. A veces, cuando está enfadado o simplemente aburrido, decide que un desastre es lo más hermoso.