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Fondo de Cultura Económica

Fotografía de portada:
EL PASO PUBLIC LIBRARY,
AULTMAN COLLECTION

MARIANO AZUELA

Los de abajo

BIBLIOTECA UNIVERSITARIA DE BOLSILLO

Mariano Azuela

Los de abajo

Liminar
La Ilíada descalza
CARLOS FUENTES

Fondo de Cultura Económica

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 1916
Segunda edición (FCE, Col. Popular), 1960
     46ª reimpresión, 2006
Tercera edición (Biblioteca Universitaria de Bolsillo), 2007
Primera edición electrónica, 2010

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LIMINAR

La Ilíada descalza

Carlos Fuentes

I

¿De veras quiere irse con nosotros, curro?… Usté es de otra madera, y la verdá, no entiendo cómo pueda gustarle esta vida. ¿Qué cree que uno anda aquí por su puro gusto?… Cierto, ¿a qué negarlo?, a uno le cuadra el ruido; pero no sólo es eso… Siéntese, curro, siéntese para contarle. ¿Sabe por qué me levanté?… Mire, antes de la revolución tenía yo hasta mi tierra volteada para sembrar, y si no hubiera sido por el choque con don Mónico, el cacique de Moyahua, a estas horas andaría yo con mucha priesa, preparando la yunta para las siembras… Pancracio, apéate dos botellas de cerveza, una para mí y otra para el curro… Por la señal de la cruz… Bueno. ¿Qué pasó con don Mónico? ¡Faceto!… Una escupida en las barbas por entrometido y pare usted de contar… Pues con eso ha habido para que me eche encima a la Federación. Usté ha de saber el chisme ese de México, donde mataron al señor Madero y a otro, un tal Félix o Felipe Díaz, ¡qué sé yo!… Bueno: pues el dicho don Mónico fue en persona a Zacatecas a traer escolta para que me agarraran. Que dizque yo era maderista y me iba a levantar. Pero como no faltan amigos, hubo quien me lo avisara a tiempo, y cuando los federales vinieron a Limón, yo ya me había pelado. Después vino mi compadre Anastasio, que hizo una muerte, y luego Pancracio, la Codorniz y muchos amigos y conocidos. Después se nos han ido juntando más, y ya ve: hacemos la lucha como podemos.

—Mi jefe —dijo Luis Cervantes después de algunos minutos de silencio y meditación.

II

En este discurso del célebre libro de Mariano Azuela, Los de abajo, en el que Demetrio Macías expone sus motivos para irse a la bola, está cifrada tanto la naturaleza épica del relato, como la imposibilidad de renunciar a un arañazo novelístico que hace imposible esta misma épica, la desnuda y la degrada.

Hay más: basta este pasaje de Azuela para situar una realidad económica, social y política que es el trasfondo, horizonte y tierra común de algunas conocidas novelas hispanoamericanas: Cien años de soledad, La casa verde, La muerte de Artemio Cruz, Yo el Supremo, El otoño del patriarca, El recurso del método: todas ellas, subespecie temporalis, novelas de la colonización y el patrimonialismo latinoamericanos.

Quizás vale la pena, hoy, estudiar un poco más de cerca esa realidad colonialista y patrimonial. Los de abajo ofrece la mejor oportunidad para hacerlo dada su naturaleza anfibia, épica vulnerada por la novela, novela vulnerada por la crónica, texto ambiguo e inquietante que nada en las aguas de muchos géneros y propone una lectura hispanoamericana de las posibilidades e imposibilidades de los mismos. En Gallegos, y en Rulfo, germina un mito a partir de la delimitación de la realidad narrativa: la naturaleza lo precede en Gallegos; la muerte, en Rulfo. El mito que puede nacer de Azuela es más inquietante porque surge del fracaso de una épica.

No es ésta la sucesión normal, al menos en Occidente, de las genealogías formales de la literatura. En el mundo mediterráneo el mito lo precede todo, la épica lo trasciende y lo prolonga también en la acción del héroe. Pero al demostrar la falibilidad heroica, la epopeya se revela ella misma como tránsito, puente hacia la tragedia. El dolor infinito del héroe vencido, dice Nietzsche, ejerce una influencia benéfica sobre su sociedad: el héroe épico, convertido en hombre trágico, crea con sus acciones “un círculo de consecuencias superiores capaces de fundar un nuevo mundo sobre las ruinas del viejo”.

Mundo nuevo, viejo mundo: ¿en qué medida la imposibilidad de cumplir esta trayectoria en plenitud —del mito a la épica y de la épica a la tragedia— es inherente a las frustraciones de nuestra historia, en qué medida apenas un pálido reflejo de la decisión moderna, judeo-cristiana primero, pero burocrático-industrial en seguida, de exilar la tragedia, inaceptable para una visión de la perfectibilidad constante y la felicidad final del ser humano y sus instituciones?

Stanley y Bárbara Stein, los historiadores de la colonia latinoamericana en la Universidad de Princeton, distinguen varias constantes de esa herencia:

– la hacienda, la plantación y las estructuras sociales vinculadas al latifundismo;

– los enclaves mineros;

– el síndrome exportador;

– el elitismo, el nepotismo y el clientismo.

Habría que añadir a esto otro nivel de persistencia: el patrimonialismo que Max Weber estudia en Economía y sociedad bajo el rubro de “Las formas de dominación tradicional” y que constituye, en verdad, la tradición de gobierno y ejercicio del poder más prolongada de la América española y portuguesa, según la interpretación del historiador norteamericano E. Bradford Burns. Como esta tradición ha persistido desde los tiempos de los imperios indígenas más organizados, durante los tres siglos de la colonización ibérica y, republicanamente, a través de todas las formas de dominación, la de los déspotas ilustrados como el Dr. Francia y Guzmán Blanco, la de los picapiedras cavernarios como Trujillo y Somoza, la de los verdugos tecnocráticos como Pinochet y la junta argentina, pero también en las formas institucionales y progresistas del autoritarismo modernizante, cuyo ejemplo más acabado y equilibrado es el régimen del PRI en México, vale la pena estudiarla de cerca y tener en cuenta que, literariamente, ésta es la tierra común del Señor Presidente de Asturias y el Tirano Banderas de Valle Inclán, el Primer Magistrado de Carpentier y el Patriarca de García Márquez, el Pedro Páramo de Rulfo y los Ardavines de Gallegos, el Supremo de Roa Bastos y el minúsculo don Mónico de Azuela.

El cuadro administrativo del poder patrimonial, explica Weber, no está integrado por funcionarios sino por sirvientes del jefe que no sienten ninguna obligación objetiva hacia el puesto que ocupan, sino fidelidad personal hacia el jefe; no obediencia hacia el estatuto legal, sino hacia la persona del jefe, cuyas órdenes, por más caprichosas y arbitrarias que sean, son legítimas.

A su nivel más lúcido, este poder del capricho se traduce en las palabras del Supremo de Roa Bastos: “La quimera ha ocupado el lugar de mi persona”.

A su nivel más parroquial, es don Mónico echándole encima la Federación a Demetrio Macías porque el campesino no se sometió a la ley patrimonial y le escupió las barbas al cacique.

La burocracia patrimonialista, advierte Weber, está integrada por el linaje del jefe, sus parientes, sus favoritos, sus clientes; los Ardavines, Fulgor Sedano, el jefe Apolonio, el Sute Cúpira. Ocupan y desalojan el lugar reservado a la competencia profesional, la jerarquía racional, las normas objetivas del funcionamiento público y los ascensos y nombramientos regulados.

Rodeado por clientes, parientes y favoritos, el Jefe patrimonial también requiere un ejército patrimonial, compuesto de mercenarios, “guaruras”, guardaespaldas, halcones, guardias blancas.

Para el jefe y su grupo, la dominación patrimonial tiene por objeto tratar todos los derechos públicos, económicos y políticos, como derechos privados: es decir, como probabilidades que pueden y deben ser apropiadas para beneficio del jefe y su grupo gobernante.

Las consecuencias económicas, indica Weber, son una desastrosa ausencia de racionalidad. Puesto que no existe un cuadro administrativo formal, la economía no se basa en factores previsibles. El capricho del grupo gobernante crea un margen de discreción demasiado grande, demasiado abierto al soborno, el favoritismo y la compraventa de situaciones.

Esta confusión patrimonial de las funciones y apropiaciones públicas y privadas encaja perfectamente tanto con las tradiciones imperiales indígenas como con la tradición hispánica que la prolonga al tiempo que aplasta y niega la revolución democrática en la España erasmista y comunera del ocaso de Juana la Loca y el ascenso de Carlos I. Una nación colonial coloniza a un continente colonial. Vendamos mercancía a los españoles, ordenó Luis XIV, para obtener oro y plata; y Gracián exclamó en El Criticón: España es las Indias de Francia. Pudo haber dicho: España es las Indias de Europa. Y la América Española fue la colonia de una colonia posando como un Imperio.

Exportación de lana, importación de textiles y fuga de los metales preciosos al norte de Europa para compensar el déficit de la balanza de pagos ibérica, importar los lujos del Oriente para la aristocracia ibérica, pagar las cruzadas contrarreformistas y los monumentos mortificados de Felipe II y sus sucesores, defensores de la fe. En su Memorial de la política necesaria, escrito en 1600, el economista González de Celorio, citado por John Elliot en su España imperial, dice que si en España no hay dinero, ni oro ni plata, es porque los hay; y si España no es rica, es porque lo es. Sobre España, concluye Celorio, es posible, de esta manera, decir dos cosas a la vez contradictorias y ciertas.

Temo que sus colonias no escaparon a la ironía de Celorio. Pues, ¿cuál fue la tradición del imperio español sino un patrimonialismo desaforado, a escala gigantesca, en virtud del cual las riquezas dinásticas de España crecieron desorbitadamente, pero no la riqueza de los españoles? Si Inglaterra, como indican los Stein, eliminó todo lo que restringía el desarrollo económico (privilegios de clase, reales o corporativos; monopolios; prohibiciones), España lo multiplicó. El imperio americano de los Austrias fue concebido como una serie de reinos añadidos a la corona de Castilla. Los demás reinos españoles estaban legalmente incapacitados para participar directamente en la explotación y la administración del Nuevo Mundo.

América fue el patrimonio personal del Rey de Castilla, como Comala de Pedro Páramo, el Guararí de los Ardavines y Limón, en Zacatecas, del cacique don Mónico.

España no creció, creció el patrimonio real. Creció la aristocracia, creció la Iglesia y creció la burocracia al grado que en 1650 había 400 000 edictos relativos al nuevo mundo en vigor: Kafka con peluca. La militancia castrense y eclesiástica pasa, sin solución de continuidad, de la Reconquista española a la Conquista y colonización americanas; en la península permanece una aristocracia floja, una burocracia centralizadora y un ejército de pícaros, rateros y mendigos. Cortés está en México; Calisto, el Lazarillo de Tormes y el Licenciado Vidriera se quedan en España. Pero Cortés, hombre nuevo de la clase media extremeña, hermano activo de Nicolás Maquiavelo y su política para la conquista, para la novedad, para el Príncipe que se hace a sí mismo y no hereda nada, es derrotado por el imperium de los Habsburgos españoles; la anacronía impuesta a España primero por la derrota de la revolución democrática en 1521 es seguida por la derrota de la reforma católica en el Concilio de Trento.

La América Española debe aceptar lo que la modernidad europea juzga intolerable: el privilegio como norma, la Iglesia militante, el oropel insolente y el uso privado de los poderes y recursos públicos.

Tomó a España ochenta años ocupar su imperio americano y dos siglos establecer la economía colonial sobre tres columnas, nos dicen Bárbara y Stanley Stein: los centros mineros de México y Perú; los centros agrícolas y ganaderos en la periferia de la minería; y el sistema comercial orientado a la exportación de metales a España para pagar las importaciones del resto de Europa.

La minería pagó los costos administrativos del imperio pero también protagonizó el genocidio colonial, la muerte de la población que entre 1492 y 1550 descendió, en México y el Caribe, de 25 millones a un millón, y en las regiones andinas, entre 1530 y 1750, de seis millones a medio millón. En medio de este desastre demográfico, la columna central del imperio, la mina, potenció la catástrofe, la castigó y la prolongó mediante una forma de esclavismo, el trabajo forzado, la mita, acaso la forma más brutal de una colonización que primero destruyó la agricultura indígena y luego mandó a los desposeídos a los campos de concentración mineros porque no podían pagar sus deudas.

III

Valiente mundo nuevo: ¿qué podía quedar, después de esto, del sueño utópico del Nuevo Mundo regenerador de la corrupción europea, habitado por el Buen Salvaje, destinado a restaurar la Edad de Oro? Erasmo, Moro, Vittoria y Vives se van por la coladera oscura de una mina en Potosí o Guanajuato; la tristísima Edad de Oro resultó ser la hacienda, paradójico refugio del desposeído y del condenado a trabajos forzados en la mina: la historia de la América Latina parece escribirse con la ley jesuita del malmenorismo y comparativamente el hacendado se permite desempeñar este papel de protector, patriarca, juez y carcelero benévolo que exige y obtiene, paternalistamente, el trabajo y la lealtad del campesino que recibe del patriarca raciones, consolación religiosa y seguridad tristemente relativa. Su nombre es Pedro Páramo, don Mónico, José Gregorio Ardavín.

Debajo de esta losa de siglos salen los hombres y mujeres de Azuela: son las víctimas de todos los sueños y todas las pesadillas del Nuevo Mundo. ¿Hemos de sorprendernos de que, al salir de debajo de la piedra, parezcan a veces insectos, alacranes ciegos, deslumbrados por el mundo, girando en redondo, perdido el sentido de la orientación por siglos y siglos de oscuridad y opresión bajo las rocas del poder azteca, ibérico y republicano? Emergen de esa oscuridad: no pueden ver con claridad el mundo, viajan, se mueven, emigran, combaten: se van a la revolución. Cumplen, lo veremos ahora, los requisitos de la épica original. Pero también, significativamente, los degradan y los frustran.

La épica fue vista por Hegel como un acto: un acto del hombre que, ambiguamente, se desprende de la tierra original del mito, de su identificación primaria con los dioses como actores, para asumir él mismo la acción. Una acción consciente de sí, advierte Hegel, que perturba la paz de la sustancia, del Ser idéntico a sí: la épica es un accidente, una ruptura de la unidad simple que épicamente se divide en partes y se abre al mundo pluralista de los poderes naturales y las fuerzas morales.

La épica nace cuando los hombres se desplazan y desafían a los dioses: ¿vas a viajar conmigo a Troya o te vas a quedar cerca de las tumbas en Argos y Tanagra? La primera victoria del hombre sobre los dioses es obligarlos a acompañarlo a Troya, obligarlos a viajar. La épica nace de esta peripecia. El mito —nadie, entre nosotros, sabrá esto mejor que Juan Rulfo— permanece junto a las tumbas, en la tierra de los muertos, guardando a los antepasados, viendo que se queden quietos.

Pero por su carácter mismo de viaje, de peregrinación, la épica es la forma literaria del tránsito, el puente entre el mito y la tragedia. Nada existe aisladamente en las concepciones originales del universo, y Hegel, en la Fenomenología del espíritu, ve en la épica un acto que es violación de la tierra pacífica —vale decir, de la paz de los sepulcros—: la épica convierte a la tumba en trinchera, la vivifica con la sangre de los vivos y al hacerlo convoca el espíritu de los muertos, que sienten sed de la vida, y que la reciben con autoconciencia de la épica transmutada en tragedia, conciencia de sí, de la falibilidad y el error propios que han vulnerado los valores colectivos de la polis. Para restaurar esos valores, el héroe trágico regresa al hogar, a la tierra de los muertos, y cierra el círculo en el reencuentro con el mito del origen: Ulises en Ítaca y Orestes en Argos.

El cristianismo primero y el humanismo individualista y mercantil en seguida rompieron esta gran rueda de fuego de la antigüedad para sustituirla por un hilo de oro y excremento: no hay por qué mirar hacia atrás, la salud no está en el origen sino en el futuro: el porvenir trascendente de la religión, o el paraíso inmanente de la ingeniería secular.

La novela, en la medida en que es producto histórico de una pérdida —la de la unidad medieval— y de una ganancia —la del asombro descentrado del humanismo— es la primera forma literaria que sucede linealmente a la épica y no circularmente a través de la tragedia que reintegra la épica al mito.

Sucesión, sí, pero también rebelión: desde su nacimiento moderno, la novela, como si intuyese la dolorosa vocación de una ausencia, busca desesperadamente aliarse de nuevo al mito —de Emily Brontë a Franz Kafka— o a la tragedia —de Dostoievsky a Faulkner—. En cambio, rechaza su parentesco épico, lo convierte —del Don Quijote de Cervantes al Ulises de Joyce— en objeto de burla.

¿Por qué? Acaso porque la novela, siendo el resultado de una operación crítica propia del Renacimiento que seculariza, relativiza y contradice sus propios fundamentos críticos, siente primero la necesidad de criticar la forma de la cual emerge y en la cual se apoya, negándola: la épica caballeresca de la Edad Media, el romance paladino; y, en seguida, experimenta la nostalgia del mito y la tragedia pero ahora cómo nostalgia crítica: hija de la fe en el progreso y el futuro, la novela siente que su función se degrada si no es capaz de criticar esa ideología y que, para hacerlo, necesita las armas del mito y la tragedia. Don Quijote busca aquéllas en el fondo de la Cueva de Montesinos; Dostoievsky, éstas en el sedimento de la herencia cesaropapista de la Tercera Roma, la Santa Rusia; y Kafka, en los sótanos de las fábulas germánicas y hebreas. Pero Dostoievsky, Kafka, Faulkner y Beckett rompen también la línea de la sucesión futurizante: los destinos de Iván Karamazov, el agrimensor K, Miss Rosa Coldfield y Malone no son los de Julien Sorel, David Copperfield o Rastignac: éstos dependían totalmente de una progresión disparada hacia el futuro; para aquéllos, en cambio, el destino tiene el rostro de los tiempos simultáneos: la forma de todos los tiempos es aquí y ahora, dijo Thomas Mann en Jacobo; y Jorge Luis Borges le devolvió un eco latinoamericano en El jardín de senderos que se bifurcan: “Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos”.

Pero para Ortega la épica posee un solo tiempo, el pasado, y no admite lo actual como posibilidad poética. El presente de la épica es sólo su actualización en la repetición: “El tema poético existe previamente de una vez para siempre; se trata sólo de actualizarlo en los corazones, de traerlo a plenitud de presencia”, escribe el filósofo español en las Meditaciones del Quijote.

El tiempo de la épica es un pasado absoluto pero indiscriminado. Como si el poeta de la epopeya supiese el carácter transitivo de su empresa, le cuesta dejar algo afuera de la misma, quiere meterlo todo en su saco épico. Ortega hace notar que en Homero la muerte de un héroe ocupa el mismo espacio —cuatro versos— que el cerrar de una puerta. En Mímesis, Eric Auerbach explica que en la épica nada queda a medio decir o en la penumbra. El primer plano permanente, la omniinclusión, las interpolaciones con las que el poeta épico da actualización a su pasado absoluto y transitivo entre el mito y la tragedia crean esa sensación “retardadora” a la que se refieren Goethe y Schiller en su correspondencia de 1797, donde contrastan la lentitud e indiscriminación épicas con la tensión y selección trágicas.

Pero puesto que la épica ya no es sucedida por la tragedia, sino por la novela, ¿qué le opone ésta, la ficción moderna, en resumidas cuentas? Al hablar de Bernal Díaz del Castillo llamé a su obra “épica vacilante” de la crónica de la conquista. Las aventuras de la epopeya en la América Española nos dicen, en primer término, que en el momento del descubrimiento y la conquista la historia de los tiempos negaba la seriedad del impulso épico: Europa se dirige a la centralización administrativa en tensión con la difusión del comercio: los conflictos entre la burocracia real y la burguesía mercantil no tendrán nada de épico. En cambio, los eventos que tienen lugar en el Nuevo Mundo exigen la epopeya: Colón, Coronado, Cortés, Cabeza de Vaca, Pizarro, Valdivia y Lope de Aguirre son una exigencia épica que resumen las palabras maravilladas de Bernal cuando compara a Tenochtitlán con las visiones del Amadís y las de Ercilla cuando convierte al jefe araucano Caupolicán en una especie de Héctor del Nuevo Mundo. Los conquistadores viajan con lo que el crítico norteamericano Irving Leonard llama “los libros de los valientes”: como don Quijote, buscan la analogía entre su gloria y la de los poemas épicos. Pero detrás de ellos, en España, son otros los libros que anuncian las nuevas realidades urbanas, inestables, pasajeras: tantos peligros y aventuras corren la Celestina en una misión amatoria de alcahuetería o el Buscón de Quevedo en el cruce picaresco de una plaza como Lope de Aguirre en la Amazonía o Cortés rumbo a las Hibueras.

La vulneración de la épica paladina por Fernando de Rojas y la novela picaresca no encuentran paralelo en el Nuevo Mundo sino por el atajo de la vacilación en la Crónica de Bernal, este amor y respeto por la figura del vencido, este lamento por el mundo desaparecido que su propia espada contribuyó a matar.

Pues si en Europa la sucesión privativa de la antigüedad clásica (mito-epopeya-tragedia) es vencida en la modernidad cresocristiana por la sucesión epopeya-novela, en el Nuevo Mundo las expectativas exageradas de la Utopía, su victimación por la Épica y el refugio de aquéllas en un Barroco doloroso establece de inmediato dos grandes tradiciones: la crónica que apoya políticamente la versión épica de los hechos y la lírica que crea otro mundo, otra historia en la cual todo lo asesinado y sofocado por la historia épica tenga cabida. Bernal es la fuente secreta de la novela hispanoamericana: su libro recuerda, recrea, ama y lamenta, pero se ofrece como “crónica verdadera”.

Los de abajo da también prueba, cuatro siglos más tarde, de esta vacilación épica. Estamos ante una crónica épica que pretende establecer la forma de los hechos, no de los mitos, porque éstos no nutren la textualidad inmediata de Los de abajo. Pero también es una crónica novelística que no sólo determina los hechos sino que los critica imaginativamente.

La descripción de los hechos generales es épica, sintética a veces:

Los federales tenían fortificados los cerros de El Grillo y La Bufa de Zacatecas. Decíase que era el último reducto de Huerta, y todo el mundo auguraba la caída de la plaza. Las familias salían con precipitación rumbo al Sur; los trenes iban colmados de gente; faltaban carruajes y carretones, y por los caminos reales, muchos, sobrecogidos de pánico, marchaban a pie y con sus equipajes a cuestas.

Y a veces yuxtapone la velocidad y la morosidad, el panorama presentado curiosamente como primer plano:

El caballo de Macías, cual si en vez de pesuñas hubiese tenido garras de águila, trepó sobre estos peñascos. “¡Arriba, arriba!”, gritaron sus hombres, siguiendo tras él, como venados, sobre las rocas, hombres y bestias hechos uno. Sólo un muchacho perdió pisada y rodó al abismo; los demás aparecieron en brevísimos instantes en la cumbre, derribando trincheras y acuchillando soldados. Demetrio lazaba las ametralladoras, tirando de ellas cual si fuesen toros bravos. Aquello no podía durar. La desigualdad numérica los habría aniquilado en menos tiempo del que gastaron en llegar allí. Pero nosotros nos aprovechamos del momentáneo desconcierto, y con rapidez vertiginosa nos echamos sobre las posiciones y los arrojamos de ellas con la mayor facilidad. ¡Ah, qué bonito soldado es su jefe!

[…]