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HIGUCHI ICHIYŌ

Crecer

Traducción de

Paula Martínez Sirés

Introducción de

Margarita Adobes

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COLECCIÓN GRANDES CLÁSICOS - 4

Títulos originales (en orden de aparición de los relatos): たけくらべ, 大つごもり, ゆく雲, にごりえ, 十三夜

Copyright de la traducción © Paula Martínez Sirés, 2014

Copyright de la introducción © Margarita Adobes, 2014

Copyright de la ilustración de cubierta © David González García, 2014

Copyright de la presente edición © Chidori Books S.L., 2014

Archiduque Carlos, 64-1º-4ª, 46014 Valencia

http://chidoribooks.com

Realización técnica: digitalebooks.es

ISBN: 978-84-943351-0-5

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Tabla de contenido

Portada

Portadilla

Créditos

Tabla de contenido

INTRODUCCIÓN

BIBLIOGRAFÍA

Notas aclaratorias

CRECER

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

EN EL ÚLTIMO DÍA DEL AÑO

Primera parte

Segunda parte

NUBES QUE SE ESFUMAN

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

AGUAS ACIAGAS

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

LA DECIMOTERCERA NOCHE

Primera parte

Segunda parte

Notas

Enlaces

INTRODUCCIÓN

En la primavera de 1872, a las ocho de la mañana del segundo día de mayo, nació Higuchi Ichiyō bajo el nombre real de Natsuko. Segunda hija, y cuarta en orden de descendencia, de los cinco hijos habidos del matrimonio formado por Noriyoshi y Taki, fue el ojito derecho de su padre, que vio en ella las mismas inquietudes intelectuales que había albergado él mismo en su juventud, pues tras el frágil y poco llamativo físico de Ichiyō, con su baja estatura, su rostro alargado y una vista deficiente que requería el uso de lentes correctoras, se escondía el genio de una niña precoz y lectora voraz desde muy temprana edad, como lo demuestra el hecho de que, según parece, con tan solo siete años ya era capaz de leer en voz alta para su padre, aquejado de una considerable falta de visión que no le permitía leer por sí mismo. No obstante, la vida no fue un camino de rosas para Natsuko.

El padre de Ichiyō, Noriyoshi, provenía de una familia de agricultores instruidos y relativamente prósperos con grandes aspiraciones sociales asentados en la provincia de Kai, actual prefectura de Yamanashi, colindante con la de Tokio. El padre de Noriyoshi, Hachizaemon, fue quien primero logró asentar las bases de la ascensión familiar en la jerarquía social al conseguir hacerse con el apellido Higuchi, a pesar de que, teóricamente, en el período Edo (1603-1868) poseer un apellido estaba prohibido para las clases humildes. Sea como fuere, Noriyoshi creció sabiendo apreciar los refinamientos culturales y con la idea fija de ascender a rango de samurái. Con este fin, cuando contaba con veintiséis años de edad, marchó a la capital Edo en 1857, diez años antes de que se instaurara la Restauración Meiji (1868-1912) que tantos cambios socio-políticos traería consigo. Junto a él partió también su prometida, todavía bajo el nombre de Furuya Ayame —pues más adelante lo cambiaría por Taki— y ya encinta de su primer hijo. Pese a que contaban con ciertos contactos, en la capital del sogunado los principios tampoco fueron fáciles para la joven pareja. Mientras Ayame hubo de emplearse como nodriza de la hija de un samurái al servicio directo del sogunado, Noriyoshi pasó por varios trabajos, desde ayudante de un médico, hasta conserje de la Bansho-shirabesho o Instituto para el Estudio de los Libros Bárbaros, puesto este último que Noriyoshi desempeñó con gran entusiasmo, pues se trataba de una institución encargada del estudio y traducción de los libros procedentes de Occidente y que en los últimos años del sogunado comenzaron a llegar a Japón con motivo de su forzosa apertura al exterior y entrada al país de la cultura occidental. Tras unos años de asumir empleos progresivamente mejores —pese a que le obligaran a estar constantemente viajando y fuera del hogar—, en 1867 Noriyoshi logró al fin alcanzar el tan ansiado sueño al comprar el rango de jikisan, samurái al empleo directo del sogunado —fórmula de gobierno, sin embargo, ya agonizante, pues tan solo le quedaba un año de vida—, reforzando su ascenso social al ser adoptado por la familia Asai. Tras la caída del sogunado, no obstante, Noriyoshi no cejó en su intento por medrar con el advenimiento de la nueva era Meiji, en que los puestos burocráticos precedentes estaban siendo transformados. Fue entonces cuando Noriyoshi comenzó a ejercer como prestamista, actividad económica que funcionó bien y trajo prosperidad a la familia, como lo demuestra el nacimiento en años sucesivos de varios hijos, el cuarto de los cuales fue Ichiyō.

La educación recibida por Ichiyō desde muy tierna edad tuvo un corte tradicional, acorde con los deseos de su padre, que veía más apropiada para su talentosa hija las enseñanzas que las escuelas privadas impartían y que se alejaban más de los nuevos planes de estudios fomentados desde el Gobierno. Así, Ichiyō pasó por varios centros educativos en donde recibió instrucción en diversas materias básicas hasta que su madre, menos culta que su esposo, decidió que para su hija era más conveniente abandonar la escuela. Ichiyō, con once años y una avidez irrefrenable por aprender, se sintió desolada. Las razones más determinantes para que su madre Taki tomara esta desgarradora decisión, a la que su marido se oponía, eran fruto de la mentalidad de la época, pues temía que para una hija demasiado instruida fuera más difícil encontrar un buen marido. Además, la enfermedad del hijo mayor, Sentarō, venía a complicar la situación familiar y, por ende, sus finanzas. Así pues, tendrían que pasar varios años hasta que Ichiyō lograra reanudar sus estudios.

En agosto de 1886, finalmente, los padres de Ichiyō llegaron a un acuerdo y la joven, con catorce años, ingresó en el Haginoya, institución considerada de manera general como la mejor en cuanto a enseñanza de poesía. Allí, de la mano de la reputada poetisa Nakajima Utako, Ichiyō no sólo practicaría la composición poética —género en el que destacó de manera brillante—, sino que también estudiaría los clásicos que tanto influyeron en su estilo literario. Sin embargo, el gran placer que encontraba Ichiyō en su materia de estudio contrastaba con los sentimientos de inferioridad que, a pesar de su gran talento, siempre sintió con respecto a sus compañeras, ostentadoras de una holgada posición económica frente a la más modesta que poseía su propia familia. Precisamente, al año siguiente de ingresar en el Haginoya, la familia de Ichiyō comenzó a ver peligrar la tranquilidad que tanto había costado construir. Al divorcio de la hija mayor, Fuji, se sumaron los desmanes de Toranosuke, el segundo de los hijos, y el despido de Noriyoshi —que ya contaba con cincuenta y siete años de edad— del Departamento de Policía Metropolitana por reorganización del personal. Y apenas unos meses después, en diciembre, con tan solo veintitrés años, moría Sentarō, el mayor de los hijos y en quien tenían puestas todas las esperanzas de futuro de la familia. Noriyoshi nunca se recuperó de la muerte de su primogénito. El golpe de gracia para su deteriorada salud llegó tras el fracaso de un proyecto empresarial en el que había invertido sus últimas posesiones. Abandonado por sus socios, con la compañía en bancarrota y severamente enfermo, Noriyoshi murió en 1889 a la edad de cincuenta y nueve años y dejando a su familia en la pobreza.

Pasados los preceptivos cuarenta y nueve días tras el entierro, las mujeres de la familia hubieron de buscar una manera de sostenerse económicamente, pues no solo el dinero había desaparecido, sino que también lo había hecho el prometido de Ichiyō. Una de las soluciones vino de la mano de Nakajima Utako, que, atendiendo al brillante expediente académico de Ichiyō, le ofreció la posibilidad de incorporarse como su asistente en el Haginoya, lugar a donde se trasladó como interna en mayo de 1889. Sin embargo, la ilusión inicial pronto se esfumó, pues, a pesar de su posición como hija de samurái y de su buena formación y talento, grande fue el desencanto al comprobar que pasaba más tiempo ayudando en las cocinas que ejerciendo como profesora. En consecuencia, en otoño abandonó la residencia estudiantil, aunque continuaba acudiendo cada sábado para ayudar a Nakajima en sus clases, con la esperanza, todavía mantenida, de que se confirmara un puesto de profesora para ella. Fue en esta tesitura que Ichiyō encontró un revulsivo en la persona de una antigua alumna del Haginoya: Tanabe Tatsuko, más conocida por el nombre literario de Miyake Kaho (1868-1943), que había cosechado éxitos con una novela publicada a sus veinte años, la misma edad que Ichiyō estaba a punto de cumplir. La constatación de este hecho la condujo a tomar la determinación de convertirse en escritora. La primera consecuencia de esta decisión sería que, a partir de este momento, Ichiyō afrontaría más seriamente su diario, convertido a su muerte en una obra monumental.

En abril de 1891, Ichiyō conoció al que se convertiría en su mentor y gran amor de su vida: Nakarai Tōsui (1860-1926). Ichiyō vio en este hombre un posible punto de apoyo, quizá por encontrar que era la única persona de cierta relevancia a la que podía tener acceso. Parece ser que Ichiyō y su hermana se encargaban de la colada y la costura para la familia Nakarai, pero fue a través de una amiga de la hermana de Tōsui, también vinculada al Haginoya, Nonomiya Kikuko, el modo en que Ichiyō consiguió una primera entrevista con él. Fue amor a primera vista, aunque, eso sí, no correspondido, pues Ichiyō, con su apariencia discreta y su físico poco favorecido, no llamó la atención de Nakarai, que había estado casado con una beldad (fallecida por tuberculosis) y que, a sus treinta y un años, tenía fama de ser un mujeriego empedernido. Esta circunstancia, pese al gran amor que le profesó, nunca pasó desapercibida para Ichiyō, que siempre la tuvo muy presente.

Nakarai accedió a leer uno de los manuscritos de Ichiyō. De ellos, lo único que apuntó fueron sus desmesuradas reminiscencias Heian y su excesiva longitud para ser publicado en un periódico. Ichiyō no conocía el estilo de Nakarai, ya que a pesar de buscar su apoyo, nunca había llegado a leer sus obras. Nakarai era, en primera instancia, periodista, mientras que como escritor estaba encasillado como autor gesaku, género literario que había conocido su mayor esplendor en la segunda mitad del período Edo y que se distinguía por tratarse de obras populares y muy comerciales que nada tenían que ver con la literatura de corte más serio y profesional que se perseguía en los nuevos tiempos de Meiji. Así pues, Ichiyō no se aproximó a este hombre tomando como referencia su estilo narrativo, del que nada conocía, sino buscando en él una puerta abierta que la sacara a ella y a su familia de las estrecheces económicas. A pesar de sus críticas que instaban a Ichiyō a escribir con una prosa más cercana al lenguaje de calle y de su aparente falta de entusiasmo, Nakarai se prestó a presentar a Ichiyō a otros escritores. Y ella, lejos de amilanarse, no cejó en su empeño de convertirse en una escritora profesional. A lo largo del año siguiente acudió en repetidas ocasiones a casa de su protector en busca de orientación, si bien ya había sido advertida de que sus frecuentes visitas podrían dar rienda suelta a las habladurías. Cierto es que el trato mutuo amplió la confianza entre ellos, pero, al parecer, Nakarai nunca le correspondió sentimentalmente.

Ichiyō utilizó por vez primera su nombre literario en una colección de pequeños relatos que aparecen en el último volumen de su diario de 1891. En la elección de su seudónimo no deja de apreciarse una cierta ironía y sentido del humor, pues Ichiyō —que literalmente significa «una hoja»— hace referencia a la pobreza que la acuciaba a ella y a su familia. El sobrenombre remite a la leyenda del barco, consistente en un sencillo junco, que Bodhidharma empleó para cruzar el río Yangtze tras entrevistarse con el emperador Wu-ti (502-550). Cuenta la leyenda que, tras desembarcar milagrosamente, se retiró a meditar durante nueve años, período durante el cual permaneció inmóvil. Pasado este tiempo, cuando alcanzó la iluminación y salió de su retiro, Bodhidharma, debido a la postura de meditación adoptada y a la falta de movimiento, había perdido las piernas[1]. Como derivación de esta leyenda, existe la expresión en japonés «no tener piernas» (oashi ga nai), que significa «no tener dinero». Así, Ichiyō, al elegir este nombre, sutilmente ironizaba con su penosa situación económica.

A principios de 1892, en febrero, Nakarai puso en conocimiento de Ichiyō su propósito de poner en marcha una revista, que con el título de Musashino vería la luz el 23 de marzo de ese mismo año. La contribución de Ichiyō para el debut de la publicación —a pesar de la distancia que separaba su estilo literario con respecto al de la revista y al de su propio creador—, sería un relato titulado Yamizakura (Flores de cerezo en la oscuridad), su primera obra publicada. La breve ópera prima de Ichiyō, pese a su débil argumento, obtuvo alabanzas por su estilo narrativo, repleto de reminiscencias del esplendor Heian, por parte del crítico del Asahi. La historia, todavía inmadura desde el punto de vista literario y que relata el amor no correspondido de una muchacha, parece que se inspira en los propios sentimientos de Ichiyō hacia su mentor, al tiempo que prefigura, en cierto modo, su posterior Takekurabe (Crecer).

A partir de entonces, otras de sus historias fueron publicadas en Musashino antes de su desaparición y en alguna otra revista literaria de menor calibre. Asimismo, Nakarai se comprometió a presentar a Ichiyō a una persona que podría ayudarla mejor que él en su carrera como escritora: Ozaki Kōyō, editor del prestigioso Yomiuri Shinbun. Sin embargo, antes de producirse la prometida entrevista, el 12 de junio de 1892 tuvieron lugar unos hechos inesperados: durante la preceptiva ceremonia celebrada tras el fallecimiento de la madre de Nakajima Utako, la mejor amiga de Ichiyō, Itō Natsuko, le hizo saber que corrían rumores sobre la respetabilidad de su relación con Nakarai. Ichiyō, conocedora de la reputación de su mentor, los negó. Pero, puesta sobre aviso, unos días más tarde visitó a Nakajima. Y fue de la conversación con ella mantenida que quedó horrorizada, pues, según parecía, Nakarai iba divulgando abiertamente que Ichiyō era su mujer. A la consternación se sumaron el desencanto y el resentimiento, que se mezclaron con sentimientos encontrados de amor y gratitud… al parecer, lo que realmente había dicho Nakarai era que, de darse las circunstancias, no le hubiera importado casarse con ella; quizá fueron estas las palabras que desencadenaron los rumores. En todo caso, el mal estaba hecho y la ruptura entre mentor y pupila se hizo efectiva de manera inevitable e inmediata por mor de la propia dignidad y el buen nombre.

Frente al desencanto, Ichiyō buscó refugio en la literatura. En ese mismo año de 1892 vieron la luz varias de sus obras, entre las que destaca Umoregi (En la oscuridad), relato en el que se aprecia el peso de la influencia de Kōda Rohan. Publicada en el prestigioso Miyako no Hana, esta obra no solo contribuiría a aliviar las finanzas familiares, sino que también la consagraría como escritora profesional gracias a su modesto éxito. A lo largo de los dos años siguientes publicaría en el Bungakkai —revista literaria de fuertes influencias occidentales, especialmente de la poesía romántica inglesa—, otros relatos cortos —entre los que podrían citarse Yuki no Hi (Un día de nieve), Koto no Ne (El sonido del koto) o Yamiyo (Noches oscuras)— que, con un estilo sentimental y protagonizados por seres indefensos e inocentes vapuleados por la sociedad, concluirían su primera fase como escritora en 1894.

Un poco antes, mediado 1893, las mujeres de la familia Higuchi, hundidas en la pobreza, se habían visto obligadas finalmente a vender sus últimas posesiones y a mudarse a una zona más humilde y alejada de su anterior vecindario, en la que, pese a que hubieron de endeudarse para ello, abrieron una pequeña tienda de artículos de papelería y chucherías, para gran vergüenza de Taki, pues con su mentalidad de la época Edo, los comerciantes (chōnin) estaban en el escalafón más bajo de la sociedad. La nueva residencia de Ichiyō estaba localizada en Ryūsenji, próxima al distrito de placer de Yoshiwara. Su estancia aquí solo duraría nueve meses. Las esperanzas que habían depositado en la tienda pronto se desvelaron poco reales, pues debido a sus escasos medios no les reportaba los suficientes beneficios como para hacer de la tienda un próspero negocio. Además, la dedicación a la que obligaba a Ichiyō le restaba tiempo para escribir. Sin embargo, la dolorosa y aciaga permanencia en Ryūsenji, tan próximo a Yoshiwara, tendría su contrapartida al inspirar la que se considera obra cumbre de Ichiyō: Takekurabe (Crecer).

Hubo, además, otra feliz coincidencia en 1894, como fue la publicación de las obras completas de Saikaku (1642-1693), maestro en retratar los amoríos y la vida de los barrios licenciosos característicos de las grandes urbes de su época, y cuyas reminiscencias e influencia son claramente apreciables en Ichiyō. La transición hacia la segunda época de la trayectoria literaria de la escritora viene marcada por la publicación, el 30 de diciembre de 1894 en el Bungakkai, de Ōtsugomori (En el último día del año), obra más dramática y realista que sus creaciones más tempranas y cuyo título se inspira en un relato de Saikaku (Ōtsugomori wa ichinichi senkin) y en su propia vida, pues narra la desventura de una muchacha acuciada por las penurias económicas de su familia, incapaz de devolver un préstamo a final de año, cuando era costumbre cerrar la contabilidad y zanjar cuentas.

El siguiente relato de Ichiyō fue publicándose por entregas a lo largo de todo un año, entre 1895 y 1896, en el Bungakkai, y antes de su conclusión ya se hizo patente que se trataba de una obra maestra que brindaría a su autora el reconocimiento general, pues Takekurabe (Crecer), por su talla, sutileza, lirismo y profundidad, es considerado uno de los tesoros de la literatura japonesa de todos los tiempos.

El título de Takekurabe (que literalmente significa «comparación de estaturas») se inspira en dos poemas de la obra del siglo X Cuentos de Ise, recogidos en su capítulo 23, que comienza así:

Hace tiempo, el hijo y la hija de dos hombres que vivían en el campo jugaban cerca de un pozo. Al hacerse mayores, ambos empezaron a sentir una extraña turbación ante el otro. El muchacho estaba decidido a casarse con ella, y la muchacha también sentía que él debía ser su marido y rechazó todas las propuestas de casamiento que le hicieron sus padres. La muchacha recibió este poema de él:

Jugando, antaño,

en el pozo grabamos

nuestra escasa estatura,

y el brocal hace tiempo

que supero en altura.

Ella le respondió:

El cabello que antaño

comparé con el tuyo

me llega al hombro.

¿Para qué recogerlo,

sino para ofrecértelo?[2]

La trama de la obra cumbre de Ichiyō se desarrolla en el decurso de todo un año en el distrito del placer de Yoshiwara. Los personajes masculinos principales se enamoran de la misma muchacha, Midori, que se convertirá en el centro, no solo del triángulo amoroso, sino también de toda la historia, nostálgico retrato del paso de la inocencia de la infancia al mundo adulto, marcado en todo momento por el entorno en el que crecen y maduran los jóvenes.

Yoshiwara era el único barrio de placer legalizado en Edo (actual Tokio) durante el régimen Tokugawa (1603-1868), cuyas autoridades, en un intento por mantener la prostitución bajo un mínimo control, adoptaron la decisión de licenciar determinados barrios en donde ejercerla, tanto en Edo, como en otras grandes ciudades. Lejos de ser una simple acumulación de prostíbulos, Yoshiwara era toda una institución. Localizado al norte de la zona central de Tokio y próximo a Asakusa, el distrito estaba encintado por sus cuatro costados por un muro y por el llamado Foso O’haguro o Foso de los Dientes Negros, cuyo nombre deriva del tinte negro con el que las cortesanas, siguiendo los gustos de la época, teñían sus dientes. Junto a su entrada principal o Puerta Grande, se erguía el llamado «sauce de las despedidas», pues se decía que aquellos que regresaban al amanecer a sus casas tras una noche de placer y diversiones volvían su anhelante mirada atrás, en su deseo de un pronto regreso. El seductor ambiente que veían los clientes, en el que flotaban alegres melodías y resonaba el bullicio de las juergas nocturnas, no hacía sino camuflar un mundo particular y muy lucrativo que se nutría de la prostitución y en el que las cortesanas con licencia —rígidamente jerarquizadas en un escalafón que iba desde las simples aprendices a las prostitutas de alto rango— gozaban de una posición social relativamente elevada. No obstante, los años de esplendor del distrito, en el siglo XVIII, hacía tiempo que habían quedado atrás en la época en que Ichiyō escribió Takekurabe, aunque el barrio de placer todavía se mantendría en funcionamiento algunos años más, prolongando su existencia durante más de tres siglos, desde principios del siglo XVII, en que fue institucionalizado, hasta la década de 1950, en que la prostitución fue ilegalizada. Curiosamente, al inicio del relato, nunca se cita explícitamente Yoshiwara, pese a lo cual no cabe duda de en qué lugar nos hallamos, pues sí que se nombran otras referencias clave para la correcta ubicación del lector: el «sauce de las despedidas» y la Puerta Grande. Y es que habría que puntualizar que Takekurabe no transcurre exactamente dentro de Yoshiwara, sino en sus aledaños, en el llamado Daionji-mae (es decir, en la zona situada tras el barrio de placer, literalmente «frente al templo Daionji»), donde las mujeres de la familia Higuchi vivían y donde se acumulaba una pléyade de personas que desempeñaban los más variados empleos a la sombra de Yoshiwara, de cuya actividad dependían para su sustento. Por tanto, «Takekurabe es la historia del Daionji-mae y su relación con Yoshiwara, no una historia sobre el propio Yoshiwara», en palabras de Van Compernolle[3]. En cada uno de los pasajes del relato se aprecia la mutua interdependencia de ambos ámbitos, tanto a nivel económico y material, como a nivel psicológico y social. No obstante, no solo encontraremos referencias a Yoshiwara, sino también a otros aspectos sociales, religiosos e incluso educativos que reflejan el particular microcosmos de esta población satélite del más afamado barrio de placer del Tokio de la era Meiji, al que nos aproximaremos a través de los ojos de unos jóvenes que se debaten entre su individualismo y la inevitabilidad de la sociedad en la que se desenvuelven, circunstancia especialmente palpable en la incipiente relación entre Nobu y Midori, personaje central de la novela, en cuyo interior nos adentra la narradora omnisciente (pues casi nos atreveríamos a afirmar que podemos escuchar, a medida que fluyen las palabras, la resonancia de la voz de la mismísima Ichiyō). Midori del Daikokuya, una vez toma consciencia del ineludible destino al que desde el principio está abocada, será incapaz de verbalizar sus sentimientos, condensados en una amalgama dispar en la que su amor frustrado se entremezcla con la desesperación, la impotencia, el rencor y la humillación. Con todo, Takekurabe refleja la atmósfera de la época Meiji, plagada de promesas de futuro y anhelos de libertad que se estrellaban contra una realidad en la que los sueños, inalcanzables, no llegaban a abandonar el onírico mundo que los vio nacer y pocas veces llegaban a materializarse. Según Danly, «La historia es la metáfora de Ichiyō de esta afligida sociedad[4]».

Mediado 1894 las tres mujeres Higuchi finalmente cerraron la tienda de chucherías que regentaban y, ante la falta de fondos, se mudaron a un barrio aún más humilde que el anterior: Maruyama-Fukuyama, distrito de placer de inferior categoría que Yoshiwara. Descartada la vida de comerciantes, hubieron de buscarse el sustento por nuevos medios. Mientras su madre y su hermana retomaron su actividad como costureras —contando entre sus mejores clientes, precisamente, con las prostitutas de Maruyama-Fukuyama—, Ichiyō hubo de tragarse el orgullo y ejercer de nuevo como asistente de Nakajima Utako, actividad que, pese a que no le conducía a ningún lugar, al menos le permitió dedicarle más tiempo a la escritura. Así, 1895 fue un año prolífico para Ichiyō, pues una tras otra fueron viendo la luz varias de sus obras, entre ellas, Yuku kumo (Nubes que se esfuman), que, tras ser publicada en Taiyō, contribuyó a asentar definitivamente el reconocimiento generalizado de Ichiyō como escritora al recibir el relato alabanzas tanto del público como de los críticos. El nuevo vecindario de Maruyama-Fukuyama, conocido de primera mano por la escritora, se convertiría en el escenario de Nigorie (Aguas aciagas, 1895). El relato está protagonizado por O’Riki, abocada a la prostitución debido a la pobreza, y por Genshichi, comerciante caído en desgracia, y en él se narra el desgarrador mundo interior en el que vive la joven, atrapada en una existencia infeliz. Asimismo, la protagonista de la siguiente obra de Ichiyō, Jūsanya (La decimotercera noche, 1895), también será una desdichada mujer, O’Seki, casada con Harada, quien antepondrá su ascenso político a la felicidad conyugal. La acción transcurre en una sola noche, como apunta el título de la obra, en la que se evidenciará la angustiosa situación en la que se encuentra la protagonista y, por extensión, reflejará la debilidad social que padeció la mujer en la época que plasma el relato. Wakare michi (Caminos separados), la última de las obras completas de Ichiyō, fue publicada en enero de 1896. En ella se confirma la madurez de su creadora, que siempre abogó en sus relatos por los más débiles, oprimidos por la alienante sociedad moderna.

Para entonces, Ichiyō ya había conseguido afianzar su posición como escritora de talla y contaba con un nutrido grupo de admiradores, entre los que se encontraban literatos de la envergadura de Mori Ōgai o Kōda Rohan —los cuales no dudaron en alabar Takekurabe desde su primera publicación— y a los que habría que sumar una larga lista de renombradas figuras de las letras, especialmente Saitō Ryokū, gran admirador de Ichiyō. Las muestras de reconocimiento no faltaron, pues, tanto de los más destacados círculos literarios como del público general, haciendo que la alegría llegara finalmente, acompañada de una leve mejoría económica a lo largo de 1895 y principio de 1896. Sin embargo, a la altura del mes de abril de 1896 la salud de Ichiyō ya comenzó a resentirse. En verano dejó de escribir. Con una historia inconclusa, la tos y la fiebre la obligaron a guardar cama. A principios de agosto los médicos confirmaron una tuberculosis pulmonar que, debido a su demasiado tardío diagnóstico, resultaría irreversible y precipitaría su fallecimiento el 23 de noviembre de 1896. Desaparecía así, con tan solo veinticuatro años, la escritora que por méritos propios volvería a relanzar la literatura japonesa de autoría femenina, aletargada desde la época Heian, dejando tras de sí un legado que con exquisitez y delicadeza nos habla de sentimientos no correspondidos, sufrimientos de los más desfavorecidos, melancólicos infortunios y anhelos incumplidos, pues estos serán los protagonistas últimos de las obras de Ichiyō, descritos siempre con la elegancia de los clásicos y una sutil sensibilidad de mujer.

Margarita Adobes

Valencia, noviembre de 2014

BIBLIOGRAFÍA

ALTIMIR, M., «Epíleg». En: HIGUCHI, I., El darrer any de la infantesa, Lleida: Pagès Editors, 2012.

DANLY, R. L., In the Shade of Spring Leaves: The Life and Writings of Higuchi Ichiyō, A Woman of Letters in Meiji Japan, New York and London: Norton & Company Inc., 1992.

KEENE, D., Dawn to the West: Japanese Literature of Modern Era, New York: Columbia University Press, 1998. (A History of Japanese Literature; v. 3).

MAS LÓPEZ, J. (trad. y ed.), Cuentos de Ise, Madrid: Trotta, 2012.

OKAZAKI, Y. (ed.), Japanese Literature in the Meiji Era, Tōkyō: Ōbunsha, 1955.

TANAKA, Y., Women Writers of Meiji and Taishō Japan: Their lives, Works and Critical Reception, 1868-1926, North Carolina: McFarland & Company, Inc., Publishers, 2000.

VAN COMPERNOLLE, T. J., The Uses of Memory: The critique of Modernity in the Fiction of Higuchi Ichiyō, Cambridge (Massachusetts) and London: Harvard University Press, 2006.

Notas aclaratorias

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En Japón, antiguamente la edad se contaba de un modo distinto: cuando el bebé nacía tenía ya un año, y cuando cumplía su primer año de vida, cumplía dos años. Para evitar discordancias con el significado del texto original, en esta traducción se ha preferido adaptar el cómputo a la edad real.

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En japonés, los sonidos «gi» y «ge» se pronuncian como «gui» y «gue», respectivamente, como es el caso de «geisha». Por el contrario, «ji» y «je» se pronuncian como en inglés, como en «Jimmy» o «Jennifer».

CRECER

Capítulo 1

Cuando empecéis a recorrer el distrito os daréis cuenta de que la distancia que hay hasta la Puerta Grande donde se encuentra el «sauce de las despedidas» —cuyas finas y quebradizas ramas parece que amparen el regreso de los clientes rezagados— se hace larga, muy larga. Las luces de las mancebías y de los burdeles quedan reflejadas en la superficie del Foso de los Dientes Negros, y el bullicio y risas que provienen del segundo piso de las majestuosas casas es tan palpable que parece estar al alcance de la mano. El constante ir y venir de los jinrikishas[5], tanto de día como de noche, sugiere que el negocio va viento en popa. Los vecinos de la zona se refieren a esta parte exterior del distrito como «enfrente del templo Daionji» y, aunque este topónimo tenga cierto aire budista, nadie osará poner en tela de juicio que, en realidad, se trata de una zona bastante animada.

No obstante, al volver la esquina del santuario Mishima no encontraréis opulentas construcciones, sino más bien hileras e hileras de diez o veinte habitáculos de una sola estancia y de alerones combados. Salta a la vista que se trata de un barrio en el que los negocios no andan demasiado bien. Delante de las destartaladas puertas corredizas —muchas de ellas ya solo pueden cerrarse hasta la mitad— los vecinos trabajan a destajo recortando papelitos en pequeñas formas estrambóticas y rocambolescas para, acto seguido, embadurnarlos con colores llamativos, clavarlos en una especie de pequeños rastrillos de bambú y rociarlos con unos pigmentos blanquecinos. Por su ímpetu y laboriosidad, estos comerciantes más bien podrían equipararse a los bailarines de la danza ritual del arroz. El paisaje que ofrecen estos rastrillos colgando de las partes traseras de las viviendas es, cuanto menos, pintoresco. Pero no se trata de algo aislado; no cuelgan de una o dos casas únicamente, sino que están por todas partes. Se toman todo el proceso muy en serio: al despuntar el día los sacan y cuelgan afuera para dejar secar la pintura, y cuando anochece vuelven a guardarlos dentro. Familias enteras —qué digo, ¡el barrio al completo!— se dedican a esta inusual tarea.

—¿Y qué son esos objetos, exactamente?

—¿Cómo? ¿No lo sabes? Son los preparativos previos al Día del Gallo, que se celebra en noviembre. ¡Son amuletos kumade[6] de la suerte! Tendrías que ver a la gente el día del festival, andan como locos por hacerse con uno y llevarlo al santuario de Ōtori[7] para que se cumplan sus codiciosas plegarias. ¡Compran tantos amuletos que casi ni les caben en las manos!

Los comerciantes de toda la vida inician los preparativos de la manufactura de los amuletos desde principios de año, justo después de descolgar los ornamentos de pino de Año Nuevo de sus entradas, y se dedican en cuerpo y alma durante todo el año hasta que llega el día del festival. También hay quienes lo consideran un trabajo secundario para ganar un dinero extra y no empiezan a ponerse manos a la obra hasta el verano (de hecho, no es de extrañar ver a gente con los brazos y pies llenos de manchas de pintura en esa época). Todos y cada uno de ellos cuentan con que las ventas irán tan bien que podrán incluso permitirse nuevos kimonos para las vacaciones de Año Nuevo. Los comerciantes de la zona, sin excepción, repiten a pies juntillas los mismos cánticos y plegarias («¡Oh, poderoso Ōtori! Si decidís agraciar con una gran fortuna a aquellos que compran los amuletos, ¡no os olvidéis de aquellos que los confeccionan! ¡Apiadaos de nosotros y ayudadnos a que nuestras ganancias se multipliquen por diez mil!»), aunque esas oraciones acostumbran a caer en saco roto, pues no se sabe de casi nadie que haya hecho fortuna por estos lares.

Por lo general, la mayoría de gente que vive en esta zona está relacionada de un modo u otro con el distrito de placer Yoshiwara. El padre, por ejemplo, se dedica a hacer esto o lo otro en algún burdel de poca monta. Cuando empieza a anochecer y oye el ruido de las fichas de madera repiquetear en los armarios sabe que ha llegado la hora de trabajar[8]. Se echa el chaquetón de trabajo encima —cuando la mayoría de hombres se lo quitan— y se pone en pie, haciendo ademán de salir de casa. Detrás de él, su esposa, como tantas otras, hace saltar chispas mediante dos pedernales encima de su marido para que le protejan de todo mal. Su rostro está contrito en una mueca de preocupación. ¿Será esta la última vez que vea a su esposo? Sus preocupaciones no son en vano, pues el lugar al que el hombre acude a trabajar es peligroso en extremo: puede verse involucrado en una riña dentro de algún local en la que un hombre, no contento con acabar con la vida de la cortesana a la que ama, decida matar también al personal, que no tiene la culpa de nada. ¡Y pobre de él si se le cruza por la mente desbaratar los planes de una cortesana y su amante que han decidido de mutuo acuerdo poner fin a sus vidas! En ese tipo de ambientes hostiles, cualquier cosa puede salpicarle y acabar con su vida. Y pese al peligro que corre, día tras día enfila el camino hacia el distrito del placer como si se tratara de un colegial yendo a un festival en pleno fervor primaveral.

¿Y sus hijas, decís? Pues también están metidas en el mundillo: esa jovencita de ahí es la sirvienta de una cortesana en uno de los burdeles más suntuosos; y esa otra de más allá se encarga de atraer la clientela hacia el local «No-se-qué Shichiken». Blande con alegría el farolillo de papel que publicita su local mientras revolotea por las calles dando brincos. Si bien esa es su actual ocupación, ¿qué será de ellas cuando su período de prueba finalice? Si les preguntáis en qué se convertirán, lo más probable es que os respondan que en la cortesana de más renombre del país, tan maravillosa que solo flota entre las tarimas de los teatros más distinguidos. Y, entonces, un buen día se dará cuenta de que en menos que canta un gallo ha arañado la treintena y se ha convertido en una mujer adulta, de aspecto pulcro, vestida con un refinado kimono y un chaquetón a conjunto de algodón azul marino con rayas rojas o azul celeste, a juego con unos tabi[9] del mismo azul marino. Sus sandalias con suela de cuero retumban con fuerza —corre atropelladamente, con prisas— y en los brazos lleva un fardito. Está muy claro qué hay en su interior, sobran las palabras. Alguien deja caer el puente levadizo que hay junto a la casa de té por encima del foso ante los insistentes repiqueteos de las sandalias de la mujer.

—Si iba por la Puerta Grande tenía que dar mucha vuelta… —se excusa. Al final, por esta zona se la conoce, simple y llanamente, como «la que trabaja de costurera».

Aquí, las costumbres tienen poco o nada que ver con la vida ordinaria. Encontrarás pocas mujeres que lleven el lazo del obi[10] bien ceñido por detrás. Una cosa es ver a mujeres de cierta edad vestir kimonos de mal gusto y colores llamativos. Si les gusta vestir holgadas y en lugar de ceñirse el obi como toca prefieren llevarlo más suelto, allá ellas. Pero ¿qué me decís de esas jovencitas de catorce o quince años que se pasean engalanadas con estridentes diseños como si fueran princesas y mastican con desfachatez las bayas del alquequenje[11]? Habrá gente que mirará para otro lado, pero la mayoría de las veces no lo hacen porque ya están acostumbrados: es algo de lo más habitual en el distrito.

Una ramera que hasta hace unos días respondía al nombre artístico de una tal Murasaki (apelativo sacado, sin duda, de La historia de Genji) y que trabajaba en un prostíbulo de tres al cuarto junto a la acequia, ha decidido, justo hoy, juntar fuerzas con un truhán de la zona y tirar adelante un pequeño tenderete nocturno especializado en brochetas de pollo. Pero, como ninguno de los dos tiene experiencia, el negocio no tardará en hacer aguas. Cuando la cortesana se quede más desplumada que los pollos de su negocio empezará a anhelar su anterior oficio y decidirá, a todas luces, que ya será hora de regresar a su antiguo nido. De hecho, son estas las mujeres más veneradas por esos lares, muy por encima de las mujeres ordinarias o amas de casa del montón.

En septiembre, el distrito se engalana para el festival de otoño de Niwaka[12]. ¡Echad un vistazo a la calle principal! Observad como los niños parodian con gran destreza a Rohachi e imitan los ademanes de Eiki[13]. Es del todo evidente que el esfuerzo de esos niños ha dado sus frutos, ¡y de qué manera! La rapidez de su aprendizaje dejaría sin palabras a la mismísima madre de Mencio[14]. Como siempre hay alguien que les ríe las gracias, lo más probable es que esos chicos vuelvan a las andadas y repitan el recital esa misma noche. Y si creéis que estos niños de seis o siete años son precoces para su edad, ¡esperad a que cumplan catorce y veréis lo que es bueno! Los encontraréis canturreando con descaro las melodías en boga del distrito, ataviados con una toalla de baño encima de los hombros. ¡Esos sí que se las traen, de lo espabilados que son! En las escuelas de la zona, el reparto de canciones de una clase de música normal y corriente puede verse alterado y sustituido por la cantarela típica de los festivales («¡Guichonchón, guichonchón!»). El día del Festival Deportivo no será otra que La canción del árbol la que entonen los estudiantes, dándose aires de grandeza. Si bien la educación ya es una tarea difícil en circunstancias normales, imaginaos por lo que deberán estar pasando los pobres profesores que se encargan de la enseñanza de estos chicos de la escuela de Ikueisha, cerca de Iriya. A pesar de tratarse de una escuela privada de poca monta, cuenta con casi mil alumnos. El recinto escolar es tan pequeño y estrecho que, si le echáis un vistazo, tendréis la sensación de que no cabe ni una aguja de lo apretujados que están los estudiantes. Pero, pese a estas condiciones, el buen renombre del profesorado juega un gran papel en favor de estos chicos. Por esa zona, si alguien pregunta por «el colegio», todo el mundo le dirigirá hacia el Ikueisha.

Entre el ir y venir de niños, el hijo del bombero exclama:

—Mi padre se encarga de la caseta de vigilancia que hay junto al puentecillo de madera, ¿sabes? —Parece un experto en apagar fuegos, pese a que su padre aún no le ha instruido en la profesión—. Tiene que velar por las casas de té de su zona.

—¿Qué más da? ¡Seguro que has sido tú el que ha roto los picos de la valla de bambú que nos protegen de los ladrones! Estarías jugando a los bomberos y has intentado subir la valla como si fuera una escalera de incendios, ¿me equivoco? —refunfuña otro de los chicos, dándose aires detectivescos. Es el hijo de un picapleitos de tres al cuarto (de ahí esa actitud, seguramente)—. En cuanto a ti —continúa, dirigiéndose a otro—, tu padre es un cobrador de deudas del burdel, ¿a que sí?

Cualquiera enrojecería de la vergüenza ante estas palabras, por muy pequeño que fuera. El chico en cuestión no puede más que bajar el rostro —cuyos pómulos empiezan a asemejarse a dos tomatitos— con sumisión, azorado, incapaz de desmentirlo. En el barrio tampoco podía faltar el hijo del amo de uno de los burdeles más exitosos. Su familia no vive cerca del epicentro de la zona del placer, por descontado, sino en una gran mansión lejos de la zona. No es de extrañar que el niño se dé aires de grandeza; es evidente que es el ojito derecho de papá. Lleva puesto un gorro de flecos según la última moda. Su expresión insolente hace pensar que su familia no pasa penurias económicas, hecho que queda confirmado al observar el deslumbrante traje de estilo occidental que viste con gallardía. Y no lo sabéis todo: hay algún que otro niño que incluso lo llama «señorito» con actitud casi reverencial. ¡Todo un espectáculo!

Entre todos estos estudiantes de la escuela se encuentra también Shin’nyo, del templo Ryūge, conocido asimismo como Nobuyuki[15]. Su pelo es oscuro y abundante, pero ¿cuánto tiempo le queda hasta que llegue el momento de rapárselo? No a mucho tardar la tonalidad de su kimono pasará a teñirse del color de la tinta negra, tal como corresponde a la vestimenta de los bonzos. Pero la pregunta que debemos hacernos es: ¿habrá tomado esa decisión por voluntad propia? Sea como fuere, es un estudiante brillante y todo parece indicar que heredará el oficio de su padre, el abad del templo. Aun así, Nobuyuki es un joven de actitud calmada por naturaleza y, quizás por eso, el resto de estudiantes solían tenerlo cruzado. En el pasado le hicieron bastantes jugarretas.

Una vez, unos chicos ataron con cuerda a un gato muerto y se lo tiraron encima.

—Te dedicas a esto, ¿no? Venga, recítale un cántico para que su alma llegue al Más Allá —se mofaron algunos mientras le arrojaban el gato encima una y otra vez.

No obstante, eso ya es agua pasada. Ahora se ha convertido en el número uno del colegio y, en consecuencia, ya nadie se mete con él, ni por descuido. Es de mediana estatura y tiene catorce años. Lleva su oscura cabellera muy corta según la moda estudiantil, pero, aun así —aunque quizás son imaginaciones mías—, hay algo en él que lo hace diferente al resto de gente. Pues por mucho que su nombre sea Fujimoto Nobuyuki, carente de connotación religiosa alguna, proyecta una imagen que se asemeja más bien a la de un acólito del Buda Gautama.