Así se acaba el mundo: Cuentos mexicanos apocalípticos / Antologado por Edilberto Aldán – 1ª ed. – México: Ediciones SM, 2016

Formato digital – (Gran Angular)
ISBN: 978-607-24-2430-2

1. Cuentos mexicanos 2. Fin del mundo – Literatura juvenil
Dewey 863 A85

Between the potency

And the existence

Between the essence

And the descent

Falls the Shadow

For Thine is the Kingdom

For Thine is

Life is

For Thine is the

This is the way the world ends

This is the way the world ends

This is the way the world ends

Not with a bang but a whimper.

THE HOLLOW MEN

T. S. ELIOT

Presentación

ESTE libro que tienes entre las manos comenzó como inician todas las cosas buenas de la vida: con una conversación. Una noche en un café, una amiga y yo le rascábamos el lomo a la aburrición, y cuando uno le pasa los dedos por encima a ese perezoso animal, suelta ideas que las más de las veces se quedan sobre el mantel, pero otras se prenden del pecho de uno y lo acompañan un buen rato hasta que logran penetrar la piel, pasar de imagen a palabra y luego a acción.

Decía que una noche platicaba con Sofía acerca de todo y nada, mientras el indolente animalito de la aburrición se dejaba mimar. En uno de esos tramos que implica ir de todo a nada —eso es una conversación entre amigos, un diálogo que intenta abarcar el universo entero— terminamos cayendo en la profecía maya que anuncia el final del mundo.

Dicen que en la cuenta larga del calendario maya se establece que en el 2012 finaliza el decimotercer ciclo B'ak'tun, lo que implica que tendrá lugar un cambio radical en el mundo. Según una interpretación que ha corrido con mucha suerte y mejor difusión, esto implica que será el fin del mundo. Incluso se indica una fecha precisa: 21 de diciembre.

Platicamos entonces de lo lejos que parecía la fecha, pero ya teníamos el cuándo, así que comenzamos a intercambiar posibles finales del mundo, a contar historias acerca de cómo podría suceder, a emocionarnos inventando final tras final hasta que se agotaron las tazas de café, hasta que los meseros nos miraron con cara de que ya era hora de irse a casa.

El animalito de la aburrición se extinguió, dejando sus ideas en mi cabeza. Estas se fueron diluyendo hasta convertirse en impulso: tenía ganas de más historias, de más finales del mundo. No importaba ya la profecía, sino escuchar al otro, entenderlo a través de atender su imaginación.

Con esta idea invité a varios autores para que escribieran su visión de cómo sería el Fin. De esa manera se armó Así se acaba el mundo: una compilación de textos, de visiones personalísimas de cómo podría ser el último día de la Tierra tal y como la conocemos.

Este libro es la respuesta generosa de algunos escritores a la pregunta “¿Cómo crees que se acabará el mundo?”. Las historias que contiene abarcan un amplio registro: desde la fantasía hasta el realismo crudo, de la historia íntima a la histeria colectiva, del sentido del humor a la revelación trágica, de la ruptura amorosa como desenlace a robots asesinos y fantasmas. Son visiones absolutamente distintas, incluso opuestas. Esa variedad es la virtud mayor de esta compilación, así como la libertad de la que gozaron los autores para generar sus escenarios apocalípticos.

Los escritores incluidos en Así se acaba el mundo son todos talentosísimos; no representan otra cosa más que eso, talento. No son una banda de amigos ni un grupo literario. Sí, algunos de ellos se han ganado diversos premios nacionales e internacionales, otros son autores de libros que ya forman parte de la historia de la literatura, pero el único criterio para reunirlos fue que sus textos sorprenden siempre a los lectores, en papel o a través de la red.

El valor de esta compilación reside en la capacidad fabuladora de estos escritores maravillosos, cada uno comprometido con el respeto a la inteligencia del lector y la idea de la escritura como una forma de provocar placer y conversación.

Placer y conversación, eso es lo que distingue y une a los autores de este libro: son el grupo de personas con los que te gustaría sentarte a platicar para escuchar sus historias, relajarte, sentirte cómodo, en libertad para fabular con ellos.

Algo más. Tengo la certeza de que las historias que contamos permiten incluso desmentir al filósofo Baruch Spinoza cuando decía que el hombre ha de asumir que la libertad no es más que una ficción producto de su ignorancia sobre el orden racional y necesario que impera en el mundo. Estas múltiples versiones del fin del mundo permiten introducir una ligera variación: todo es azaroso en el universo, al grado de que ese azar compone un orden. El hombre es libre por medio de la ficción. Con ella, gracias a ella, inventamos el origen del mundo (ya sea a partir del caos, campos gravitatorios fortísimos, el Verbo, Big Bang, materia oscura, pulsaciones, voluntad divina...). Ahora, como ha sido siempre, gracias a la ficción somos también capaces de contar, inventar cómo será el final: por agua, por fuego, en un beso, por robots o extraterrestres, incluso por un simple cerrar de ojos; ahora es posible enmendarle la plana a Spinoza: Fabula sive Natura.

Bienvenido. Aquí tienes varios finales: mézclalos, descomponlos, descártalos, elige el tuyo.

EDILBERTO ALDÁN

Se hace tarde

AGUSTÍN FEST

Ante la perspectiva del gran final, habrá quien decida que lo mejor que puede hacer es tirarse en un sillón y pasar las últimas horas jugando Super Mario All-Stars. Lo que Agustín logra con esta historia es argumentar a favor del libre albedrío. “A comer y a jugar, que el mundo se va a acabar” sería el estribillo de fondo a lo largo de este cuento en el que nunca será demasiado tarde para dar el salto final, pasar al siguiente nivel y rescatar a la princesa.

Agustín Fest vive en Cholula con su esposa y dos perros: un french miniatura que tiene nueve años, y una basset hound que pesa veinte kilos, pero se siente de dos. Ha publicado varios libros gracias a las argucias digitales, y siempre lo puedes leer en su blog personal: http://arbol217.com.

“¡SE TE hace tarde!”, oyó Ablanedo. La voz venía del recuerdo. Miró el televisor. Bufó cuando se dio cuenta de que el reportero había perdido la dignidad y el decoro. Escuchó su discurso mientras se rascaba la entrepierna apenas por debajo de los shorts.

—Nos informan que a lo mejor África sí la libra y que las luces no borrarán todo lo que existe de ese lado. Si alguno de ustedes puede viajar a África, este reportero se congratula, porque... —estática, líneas, el reportero perdiéndose en ruido blanco— valemos madre en aproximadamente tres —estática.

Ablanedo miró por la ventana. Pequeños destellos de luz atravesaban las persianas. Abrió el bote de mayonesa que tenía a su derecha, metió la mano y sacó un puñado para después zampárselo en la boca. Jamás había comido tanta mayonesa con tal descaro. Gerardo, su hermano, así la comía. Lo llamaba Rata, porque era voraz con todo, incluyendo los aderezos.

—¿Verdad que sí se puede carnalito? —le preguntó su hermano. En sus ojos se veía una candorosa necesidad de aprobación.

Ablanedo se carcajeó y respondió afirmativamente para que su madre se enojara por la forma tan animal en la que comía su hermano. La noticia podría sorprenderla lavando una de sus playeras llenas de grasa, salsa de espagueti o salsa verde de los chilaquiles de ayer.

—Tú puedes comer como quieras, carnalito, ¡como quieras! —había agregado Ablanedo, y después acarició el pelo de la Rata como si fuera un perro, con todas las ganas de darle un refuerzo positivo.

Cuando su hermano cumplió seis años dejó de comer así. En la escuela se burlaban de sus maneras animales, y le habían apodado el Cáver, por cavernícola. Con gusto Ablanedo habría propuesto el apodo de Rata, para que su hermano lo sintiera más familiar y fueran menos los problemas, pero el niño había entrado en los juegos sociales, y de pronto comer como rata o cavernícola era lo que menos deseaba en este mundo. Crecería —había pensado con tristeza Ablanedo— como todos y escondería sus demonios y los sueños que pensara tontos y erraría caminos para dejar tranquila a la sociedad que lo estaba formando. Sentía culpa por haberle enseñado a la Rata que royera y comiera de ese modo, pero era peor darse cuenta de que no había podido enseñar a su hermano que el camino más primitivo es, quizá, el mejor de todos. “Hacer lo que quieres — pensó Ablanedo—. ¿Por qué no lo hice?”

Se chupó los dedos llenos de mayonesa. Miró el ruido blanco en la televisión. El reloj redondo colgado de la pared señalaba las 02:21 de la mañana. Tomó el celular, trató de llamar a su hermano, pero no se enlazó la llamada. Las comunicaciones móviles habían muerto dos horas atrás. Su hermano debía de estar lejos, con su familia: su esposa y dos niñas. “Ojalá que sí”, pensó Ablanedo. Quizá también habría logrado alcanzar a su madre para no dejarla sola. No vivían tan lejos. Ablanedo sí, porque había aceptado esa chamba en Guadalajara con ganas de dejar atrás el divorcio. Luego apareció Mireya.

—Acéptalo. Es un buen trabajo. La paga es buena —Mireya le besó la comisura de los labios y apretó su mano suavemente. Se sentía bien. Ablanedo tuvo que juntar fuerzas para empujarla. Le miró el cuello moreno y la sonrisa pintarrajeada.

Ablanedo dejó caer el bote de mayonesa. Estaba de nuevo en el presente. El recuerdo le había hecho mal. Mireya no estaba ahí. Nunca estuvo. Trató de llamarla y solo oyó ruido blanco. Quiso llamar después a su ex esposa y tronó los labios arrepentido. Miró las líneas del televisor. Extrañaba al reportero.

Apagó el aparato. Se miró como si fuera el conductor de un programa, el reportero que narra la situación tan bonita en que se encuentra. Sería un programa absurdo e intermitente.

Miró en el reflejo su rostro cuadrado, su cabello rubio y ensortijado, su barba de tres días que se había dejado crecer cuando los medios avisaron que, probablemente, estábamos frente al fin del mundo.

—¿Ahora sí? —había bromeado con sus compañeros de trabajo, y luego de una carcajada había agregado—: ¡Es que el mundo siempre se está acabando! El mundo siempre se acaba para alguien: si no es cuando a un chamaco se lo roban Los Zetas para hacerlo sicario, es cuando en África una madre se muere de hambre y entrega la última hogaza de pan a sus niños, o cuando una estrella pop se mete un par de pastillas que, recetadas o no, dictarán su última noche. El mundo siempre se está acabando.

—Man, pero usted no sabe de lo que está hablando. ¿Qué no entiende las noticias? Esta vez se le salió de control a su gobierno —dijo el colombiano que trabajaba con ellos, pero Ablanedo ni siquiera pudo oírlo: se echó otra carcajada, sus ojos azules enrojecieron por las lágrimas y cayó en cuenta de que su cerebro no deseaba registrar respuesta ni deseaba aceptar que la realidad era que esta vez se nos acababa y no había de otra.

Lo dejaron comiendo solo. Mireya también lo abandonó, con una expresión entre lástima, asco y quién sabe qué más. Cuando se dio cuenta del abandono y de que la oficina se quedaría sola, excepto por un vigilante que tampoco sabía qué hacer, decidió llamar por teléfono a su familia. Su hermano no respondió y su madre le dijo adiós en medio de explosiones de gas y el comienzo de los derrumbes.

—Está pasando en la ciudad, mi niño —le dijo su madre—. Estoy bien, no te preocupes por mí. Cuídate mucho, escóndete, abrígate. Tu hermano... —entonces dejaron de funcionar los teléfonos fijos.

Ablanedo se echó otra carcajada, tan fuerte que el poli, envuelto en una sábana, le ofreció un abrazo porque creyó que lloraba. Ablanedo se abrazó con el policía, y su espíritu de alguna forma se dio cuenta de que se estaba despidiendo de todos.

Se levantó y abrió el cubo donde guardaba un Super Nintendo. “No hay otra cosa que hacer”, pensó, como si tuviera que buscarse una excusa para jugarlo ahora que el mundo se estaba terminando.

—El celular es un ladrillo, internet no sirve desde hace horas, salir a la calle es pedir que me maten, se acabaron las raciones, no tengo el valor para colgarme de una viga ni sé hacer los nudos —una voz en su cabeza se burló de que estuviera hablando solo y en voz alta como un loco.

Recordó un artículo que había leído donde un científico confirmaba que el libre albedrío no existe y que el cerebro toma las decisiones unos milisegundos antes de que nosotros seamos conscientes de ellas. El científico explicaba después que el libre albedrío consiste en cancelar esa primera decisión de hacer algo para hacer otra cosa y, además, ser firme en la cancelación para que el cerebro no insista en la primera acción. ¿Acaso él negaba que matarse era mejor que perder sus últimas horas jugando un videojuego? ¿O era lo opuesto? Pensó divertido que su cerebro lo había mandado a jugar Super Nintendo, que él formaba parte de alguna simulación virtual donde un usuario aburrido había puesto en su cuota de acciones que jugara un videojuego antes de que se acabara el mundo. Un juego dentro del juego. Qué novedoso. Al menos para Ablanedo era novedoso. Mientras conectaba el sistema a su pantalla plana (rojo con rojo, amarillo con amarillo, y blanco con blanco) recordó los lentes de su ex esposa y su suéter naranja. Pudo volver a oírla cuando dijo:

—Si te preocuparas por leer más, sabrías que incluir una historia dentro de una historia no es una novedad y es un método efectivo para crear una ilusión de profundidad, ofrecerle una noción al lector de que él también existe dentro de ella. Ojalá pudiera explicártelo.

Ablanedo sonrió mientras jalaba los controles, prendía el sistema y prendía el televisor. La ex siempre suponía que Ablanedo era un idiota. Por eso la amaba. Se tiró en el sillón mientras la pantalla desplegaba los verdes, los naranjas y los amarillos de Super Mario All-Stars. Era el único juego de Super Nintendo que tenía. No pudo oír la música y trató de mover los cables de audio, para ver si tenían algún falso.

“¡Se te hace tarde!”, oyó Ablanedo. Era la voz de la Rata. Dejó en paz los cables de audio y escogió el juego dentro de un menú de selección: Super Mario Lost Levels. Empezó a jugar. Recordó cuando su amigo Cancino le había enseñado la revista de Nintendo que hablaba del juego y cómo le había repetido letra por letra lo que decía el reportaje. Super Mario Lost Levels era una compilación de los juegos clásicos de Nintendo pero con gráficas y sonido de 16 bits; además incluía los niveles perdidos de Mario, que en realidad habían sido la segunda parte en Japón. Luego Cancino añadió de su cosecha: “Dicen que Lost Levels está tan perro que te arranca lágrimas de sangre”.

Cancino eventualmente convenció a su padre de que le rentara el juego, y los dos amigos se encerraron durante horas a tratar de jugar los niveles perdidos. En algún momento Ablanedo se aburrió y simplemente se dedicó a comer papitas y tomar refresco mientras Cancino trataba una y otra vez de brincar en el mismo lugar antes de que lo matara de nuevo la misma tortuga alada. “Llevas como cincuenta vidas ahí, Cancino”, y Cancino volteó a mirarlo como si fuera a matarlo. Los papeles habían cambiado, en una ironía metafísica: podía visualizarse a sí mismo, quince años más joven, comiendo papitas y tomando refresco mientras él, Ablanedo, se convertía en Cancino y trataba de resolver un último laberinto. Si había perdido a la ex, a la amante, a su familia; si había perdido la cordura y la seguridad de vivir en el mundo, lo último y lo mínimo que podía hacer era jugar, acabar con el mundo en la pantalla. Si terminaba el juego podía traspasar el mundo, dijo la voz en su cabeza. Podía atravesarlo y llegar a otro. ¡Podía encontrar el tubo que lo llevara a casa!

Las luces intermitentes a veces lo cegaban y no le permitían dar el brinco en el momento exacto. Ablanedo tronó los labios pero se aguantó las ganas de aventar el control.

Un temblor tiró un pedazo de pared. Que las persianas estuvieran cerradas ya no importaba. De todos modos las luces entraban de lleno quemando un poco la vida con cada intermitencia. “Están jodiendo la simulación —pensó Ablanedo—. El tipo que tiene el mouse está prendiendo y apagando su monitor y por eso nos estamos quemando. Somos leds a punto de fundirse en cualquier momento, pero no parece importarle a nadie. Sí, a nadie le importa tirar un televisor o un monitor y luego salir a comprarse otro porque es una excusa excelente para comprarse el modelo más reciente, que tenga unas cuantas pulgadas más de poder. Nos van a cambiar por un modelo mejor, y lo peor es que será el mismo jugador ocioso el que nos controle y nos llevará a lo mismo.”

Su mirada se desvió al pedazo roto de pared y recordó cuando besó a Mireya en el balcón de su departamento. Ablanedo buscó una fecha para su recuerdo. Revisó su reloj de pared: las 02:21 de la mañana (¿el reloj había dejado de funcionar?, ¿el tiempo ya no corría?), del 21 de diciembre pasado. La fecha no era la misma, pero ¿qué importaba? Todo moría. El reloj no avanzaba.

Desde uno de los balcones de los departamentos de enfrente los miraba una pareja de ancianos cuyo rostro se mantenía inexpugnable. Ablanedo y Mireya se besaron con más intensidad. Él la apretaba, la tensaba, y ella le ofrecía la boca. Ablanedo quería interrumpir deliberadamente la tranquilidad de los ancianos. “Lo hiciste todo mal —pensó Ablanedo, como si hablara con su ex esposa—. Si no hubieras sido tan fría habrías sido tú quien compartiera conmigo ese momento, ese raro momento”. Su esposa le habría respondido con la verdad: “No te engañé. Nunca quise ser otra persona para ti”. Ablanedo se pasó una mano por los ojos. Las luces quemaron ligeramente sus retinas. “Ojalá hubieras estado ahí —pensó—, y habría sido para ti la celebración que hicieron los viejos.”

“Lo estás haciendo todo mal. Hazlo bien, no te queda mucho tiempo”. Era la voz de la Rata de nuevo. ¿Cuánto tiempo llevaba hablándole? La Rata sonrió con la boca llena de mayonesa. “No prestes atención a otra cosa que el juego, y en el juego no prestes atención a otra cosa que seguir adelante. ¿Miras la esquina superior derecha? Es el tiempo que te queda. En el juego el tiempo todavía existe. Super Mario es un juego de correr y de brincar, de no detenerse, de saltar hasta llegar al final del recorrido.”

Ablanedo apretó el control en sus manos. Podía confiar en la Rata y en su voz, que se había hecho parte del mundo. La Rata le decía cómo jugar.

Recordó cuando lo acompañó a Las Vegas porque había obtenido un patrocinio para participar en uno de los torneos más importantes de videojuegos de pelea. Primero le pareció fantástico: le pagaban por jugar; después, cuando lo miró actuar, sentía que miraba a un boxeador dar lo mejor de sí. Lo ovacionaba. “Esta es su chamba —se había convencido Ablanedo—, ¡esta es su verdadera chamba!”. Su hermano llegó a quinto lugar mundial. Ablanedo tuvo imágenes de las veces en que lo ayudó a entrenar. Eran pocas, porque su hermano más bien buscaba oponentes en la calle y en internet. Cuando Ablanedo tomaba el control su hermano le pedía hacer una serie de cosas para bloquearlas, saltarlas, evitarlas, acostumbrarse a la velocidad y al ritmo.

—Esto no me sirve de mucho —había dicho la Rata con una madurez repentina—, pero me ayuda a sopesar la velocidad del juego para que mis reacciones sean las indicadas.

“Dejaré que me guíe mi hermano —pensó—. La Rata me puede llevar a través de este laberinto”. Las luces intermitentes quemaban un poco, pero no sentía dolor alguno. La televisión y su juego todavía funcionaban, aunque con cada luz se presentaba cierta interferencia electrostática que modificaba los colores y hacía saltar la imagen. “No importa que el mundo se esté acabando”, pensó Ablanedo, y dejó que sus manos, su mente, aprendieran las nuevas reglas conforme jugaba. Llegó al mundo 2-2 después de que el primero lo pasó saltando, ignorando las cajas de pregunta y sin regresar para saltar sobre los enemigos. Su mirada de inmediato buscaba la esquina y se aseguraba de que en el mundo de Mario todavía existiera el tiempo. Tenía la verdadera esperanza de que si lograba terminar la aventura algo sucedería: se iba a salvar, iba a pasarse al mundo de Mario o su vida valdría para algo. No le importaba, como cuando era niño, conocer la verdad lamentable y evidente de cada castillo falso que había dentro del videojuego: “Muchas gracias, Ablanedo, pero la princesa se encuentra en otro castillo.”

Cancino y su boca llena de papas le dieron un golpe en la cabeza. Lo sintió duramente porque su cabello caía o se quemaba. “Recuerda: en este juego las salidas no están en lugares visibles. Aquí puedes ir de manera lineal, sí, pero debes estar alerta porque escondieron algunos bloques para que puedas salir de los niveles. No es tan fácil, zopenco. ¿No te acuerdas de cuando lo jugamos?”. Entonces Ablanedo recordó el cuarto de Cancino lleno de pósters de muñecas voluptuosas japonesas y juguetes de superhéroes. Cómo le gustaba ese lugar. Recordó el día que lo jugaron, las papitas que se tragó y los diez vasos de refresco; miraba tediosamente la pantalla y oía los gritos de frustración de Cancino cuando se moría o cuando se le terminaba el tiempo sin haber encontrado la salida.

“Está bien morir y enojarse. Este juego necesita de repetición —dijo la voz de la Rata—. Gracias a la repetición memorizas el camino. No tengas miedo de la muerte.”

“Si repites el camino te lo aprenderás de memoria —resumió Ablanedo—. ¿O qué? ¿No tienes tiempo? ¿Tienes que ir a trabajar? Ah, sí, siempre el maldito trabajo.”

La ex esposa se divorció de él porque trabajaba demasiado. Su hermano dejó de jugar con él porque tenía que trabajar, hacer algo de provecho, el trabajo dignifica. Por eso se sorprendió tanto cuando a su hermano le pagaron por jugar. “Tal vez podría hacer lo mismo”, pensó entonces, y ahí quedó. “Pensamiento clásico. Animal de costumbres, de rutinas”, susurra la ex esposa, y luego Mireya la hacía a un lado y le susurraba “No hagas caso, ¿para qué ir a tu casa? Así nos conocimos”.

Toda necesidad la solventó el trabajo.

El avatar de Ablanedo cayó por la rendijita minúscula cuando no calculó bien la velocidad con la que estaba corriendo y el salto le salió débil. “No temas a morir. No tienes que ir a trabajar. Lo mejor que puedes hacer es seguir jugando, terminar los niveles secretos.” Pedazos de piel que fueron sus dedos se quedaron en los controles. Ablanedo miró por momentos que la pantalla oscurecía. ¡Maldición! Justo cuando había encontrado el warp al nivel 4-2. “No es posible. Déjame jugar un poco más —pidió, como si pudiera comunicarse con el usuario que estaba prendiendo y apagando el monitor allá arriba—. ¿Ni siquiera podré acabar esto?”.

“¡Se hace tarde, Ablanedo!”

Inició el juego una vez más mientras su madre lo regañaba porque no iba a visitarla por el trabajo. “Ojalá fuera porque estás bien con tu esposa”, y él colgó el teléfono. “Abrígate bien, ponte crema, el sol está quemando mucho, no te vaya a dar cáncer de piel”. Su ex esposa le acarició el cráneo y le dio un poco de su sabiduría. “Acuérdate de que los juegos también son como un libro: muchas veces ya sabes el final, no siempre tienes que seguir la secuencia. Si eres un tramposo puedes leer el desenlace y la sorpresa viene en cómo el desarrollo te lleva a lo esperado. ¿Te acuerdas de que eso también lo leíste en un estudio reciente? Al lector no le importa cómo llegar al final: todos los finales están escritos. Lo que les interesa a los lectores es cómo sus personajes favoritos arrostran para llegar al final que tanto codician. Si quieres besar a tu princesa debes seguir jugando.”

Ablanedo ya no miraba los músculos de sus brazos ni de sus rodillas porque la piel se le caía como tiras de papel. Sentía que el cartílago de su nariz resbalaba por su rostro como si fuera mantequilla. Tenía la impresión, no podía asegurarlo, de que ya estaba muerto. El suyo era el eco de un espíritu necio. Tomó el control con fuerza en sus manos. Podía sentirlo. Eso bastaba para convencerlo de que no había muerto. Seleccionó The Lost Levels y notó cómo la pantalla se veía con una mejor definición que antes, aun cuando las luces quisieran llevárselo todo y sus retinas ya llevaran tiempo sin funcionar. Llegó al warp 4-2. Esta vez podía hacerlo. Solo restaban uno o dos castillos falsos. “¡Se te hace tarde! —le gritaban en la oreja—. ¡Apúrate, que se te hace tarde!”. Podía lograrlo. Cuando la pantalla se volvía negra ignoraba su reflejo, que parecía el de un esqueleto embarrado de piel y de sangre. La intermitencia de las luces se hizo cada vez menor hasta que la madrugada estaba tan iluminada como si fuera la luz de día.

“No importa”, pensó Ablanedo mientras su hermano, y Cancino, y Mireya, y su ex esposa, y la decepcionada de su madre, y también, ¿por qué no?, el policía desahuciado y el colombiano enojado que lo hicieron sentir humano por última vez, lo acompañaban en ese sillón. Se encontró frente a frente con el Rey Bowser. Un sonido se le metió por las orejas y sintió que le hacía pulpa el cerebro. “Un poco más —rogó Ablanedo—. Si termino este mundo. Déjame terminar este mundo.”

Los viejos se tomaron de las manos y rieron. Estaban en su sillón. Volteó a mirarlos, y un momento antes de que completara el salto que liberaría a la princesa, una explosión blanca se lo llevó todo.

El día del Fin, Agustín Fest quisiera estar mirando el Popocatépetl desde la ventana de su oficina mientras oye las seis Romanzas sin palabras, Op. 19, de Felix Mendelssohn.

El ocaso de las cosas

ALEJANDRO ESPINOZA

Al final, el final consiste en aceptar cómo todo se va disolviendo irremisiblemente, cuenta Alejandro en esta historia, que comienza en un avión y termina, musical, en un abrazo colectivo, en una fiesta en la que los integrantes de un coro feliz encuentran el sentido último de la vida: nunca es demasiado tarde.

Alejandro Espinoza (Mexicali, 1970) es narrador, ensayista y traductor. Entre sus publicaciones se encuentran las colecciones de cuentos Las visitas y La ciudad y sus silencios, la novela La Saga: una noveleta filosófica, así como Las biondas no tienen corazón, libro sui generis publicado en formato e-book por CRUNCH! Editores.

SUPONGO que el anuncio fue necesario, aunque podemos admitir que el copiloto se mostró titubeante cuando tomó el micrófono y nos comunicó que estábamos a unas horas del fin. Al principio pensamos que se trataba de un copiloto con aspiraciones de kamikaze, pero luego concedimos, después de un largo suspiro, que las cosas habían terminado. Un avión en pleno vuelo no es el mejor lugar para cerciorarse de que llega efectivamente el fin. Sin embargo, fue como si todos estuviéramos esperando esta noticia desde hacía un buen tiempo. Una revisión a las miradas de los pasajeros, de distintas latitudes, actitudes y complexiones, me dio a entender que la humanidad tiene una enorme capacidad para la resignación.

Ninguno de los pasajeros lo había previsto. Ni siquiera lo llegaron a pensar: llegar al fin de todo en un avión rumbo a Siberia. No cundió el pánico, pero nadie sonrió tampoco. Fue una de esas noticias que te toman por sorpresa y no sabes qué tipo de gesto o reacción esbozar.

La noticia la tuvo que dar el copiloto, porque el capitán se acababa de desmayar, tras recibir el comunicado de la torre de control en Nueva York: le habían avisado que no solo no tendría caso aterrizar donde fuese que se dirigiera el avión, sino también que su esposa se había arrojado de un sexto piso, con todo y bebé. Dieciocho meses. Se llamaba Charles.

Yo me encontraba entre la sorpresa y el alivio. Llevaba buen rato quejándome conmigo mismo de mi vida gris. Cinco años dedicados a la radio gratuita te orillan a una dosis permanente de cinismo y un rostro enmudecido por los infinitos consejos de tu tía, una mujer en silla de ruedas a quien cuidas porque tiene un cuarto extra y no te cobra renta.

Mi realidad tomaba uno de esos giros inesperados que tanto esperaba, ya que iba a un encuentro sobre “redes sociales”, el nuevo y reluciente tema de conversación entre especialistas, académicos y aficionados de “lo nuevo” (al parecer, hay personas allá afuera que me consideran un experto en la materia). Dudo de mi especialidad, pero dos años transmitiendo podcasts de temas exóticos, como la fabricación de sillas en Inglaterra durante el siglo XVI (que fue el momento en que dejaron de ser objeto de lujo para convertirse en uno de primera necesidad) o la naturaleza y valor simbólico de los espasmos involuntarios, trajeron consigo una horda de seguidores de los lugares más remotos.

Lo acepto. Cuando digo hordas