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Título original: Coconyt Cures. Preventing and Treating Common Health Problems with Coconut

Traducido del inglés por Antonio Luis Gómez Molero

Diseño de portada: Editorial Sirio S.A.

Composición ePub por Editorial Sirio S.A.

Este libro está dedicado a la memoria de Paul Sorse
y su visión de difundir el conocimiento
de las propiedades curativas del coco en todo el mundo.

Prólogo

Doctor Conrado S. Dayrit, profesor emérito de farmacología de la Facultad de Medicina, Universidad de Filipinas

«Si los triglicéridos de cadena media del aceite de coco son beneficiosos para los bebés prematuros, los recién nacidos y los niños de cualquier edad, los convalecientes, los ancianos y los deportistas, ¿cómo puede el aceite de coco ser perjudicial?». Plantearse este interrogante llevó al doctor Bruce Fife a investigar y finalmente, a sacar a la luz datos concretos sobre este aceite, ocultos en publicaciones que pocos médicos leen. En este libro, el cuarto que publica sobre las virtudes del coco, analiza los diversos efectos beneficiosos de este fruto sobre la salud, y en particular los de su aceite, y las curas que con él se pueden realizar.

01

La propiedad más extraordinaria del aceite de coco es que además de ser un alimento, es también un antibiótico, un estimulante del sistema inmunitario, y un medicamento que regula la función y los mecanismos de defensa del cuerpo. Restaura el equilibrio de los tejidos de las células que se han vuelto «disfuncionales».

Como alimento, es nutritivo y puedes tomarlo prácticamente como desees. Proporciona energía y nutrientes no solo por sí mismo sino porque además promueve la absorción de otros alimentos, especialmente la de las vitaminas solubles en grasas (A, D, E y K) y los minerales (calcio, magnesio y hierro).

Al mismo tiempo, es un medicamento poderoso que no resulta tóxico. Protege al cuerpo de agentes infecciosos (virus, bacterias, levaduras, hongos, protozoos, lombrices), puede destruirlos a todos. En otras palabras, es un antibiótico que tiene el campo de acción más amplio de todos los antipatógenos. Y no provoca efectos secundarios perjudiciales. No existen pruebas de que genere resistencias. ¡Qué regalo de la naturaleza!

Y esto no es todo, es solo el principio. El aceite de coco es un inmunorregulador, un regulador del mecanismo de defensa, y un regulador de las funciones corporales. Hace que el organismo funcione, se defienda y sane mejor. Las enfermedades crónicas, como la diabetes, el asma, la aterosclerosis, la hipertensión, la artritis, el alzhéimer, las enfermedades autoinmunes como la de Crohn, la psoriasis, el síndrome de Sjögren, e incluso el cáncer, se atenúan y se vuelven mucho más fáciles de normalizar con dosis menores de las terapias habituales o incluso suprimiéndolas por completo. Todas estas enfermedades tienen un carácter inflamatorio.

La inflamación se caracteriza por múltiples células blancas atraídas a un punto de infección o perturbación, y es un mecanismo para la defensa del cuerpo, o para su reajuste y curación. Cuando el resultado es positivo, la inflamación desaparece por sí misma. Pero cuando no lo es, como suele suceder, la inflamación persiste, se vuelve crónica, y, con el tiempo, se convierte en una enfermedad en sí misma, produciendo síntomas y complicaciones.

¿Cómo tratamos las enfermedades? Estudiamos la etiología básica y, si podemos, curamos las causas. La mayor parte de las veces fallamos y tratamos la enfermedad sintomáticamente; también intentamos reducir el proceso inflamatorio (el fármaco Vioxx tenía este cometido, pero causaba inflamación en otras partes del cuerpo y ahora ha sido retirado del mercado). El proceso inflamatorio del organismo es un desequilibrio (disfunción) muy complejo de mecanismos pro y anti y de sustancias pro y anti (citoquinas), cuyas diversas acciones aún estamos tratando de descifrar. Las interleucinas (más de una docena de tipos), los factores de necrosis tumoral (varios tipos), los interferones (también varios tipos), etc., son segregados por macrófagas, granulocitos polimorfonucleares, células T, células B, células citotóxicas, células colaboradoras, células plasmáticas. El cuerpo tiene tal arsenal que haría palidecer de envidia a las fuerzas de defensa de los Estados Unidos. Desgraciadamente, los dueños de semejante cuerpo aún seguimos ignorando lo que el Creador hizo por nosotros.

Por eso volvemos a la naturaleza en busca de ayuda. Aquí entra en juego el árbol del coco y su fruta, y el agua, las proteínas y el aceite que de ella se extrae, donde la naturaleza parece haber creado otro arsenal, un arsenal defensivo para nosotros, sus hijos. Aquí están los factores de crecimiento, los factores antiinflamatorios y los factores reguladores listos para ser empleados. Por ejemplo, ahora contamos con pruebas de que el aceite de coco inhibe (regula en baja, sería la expresión moderna) las citoquinas proinflamatorias (como IL-1, IL-6, IL-8) y estimula (regula en alza) las citoquinas antiinflamatorias (como IL-10). Este pequeño descubrimiento nos permite entender ligeramente por qué el aceite de coco puede ayudar a combatir una variedad tan amplia de enfermedades.

«La farmacia en un tarro» es como llaman al aceite de coco en Filipinas, donde el aceite virgen de coco ha vivido un auténtico boom; multitud de enfermos, y no tan enfermos, recurren a él para tratar todas las dolencias imaginables, y consiguen un alivio y unas curas increíblemente rápidos. Los testimonios de éxito que han llegado a cientos, ahora a miles, subrayan significativamente: «¿Dónde puedo conseguir más de este aceite virgen?». El suministro apenas alcanza para atender la fuerte demanda. El capítulo 9 de este libro es un maravilloso listado en orden alfabético de las afecciones que se pueden curar con aceite y otros productos de coco.

El doctor Fife pide más testimonios. Aquí tienes uno estupendo que aún no está en su lista:

Durante algún tiempo mi primo, y compañero en la promoción de 1943 de la facultad de medicina en la Universidad de Filipinas, no pudo asistir a nuestras reuniones periódicas de antiguos alumnos debido a su síndrome de Sjögren (sequedad de la piel y de las membranas mucosas: en la boca, garganta, ojos y recto). Tenía que beber agua cada vez que tragaba, ya que carecía de saliva; además a cada hora se veía obligado a usar gotas para humedecerse los ojos, y lubricarse la piel y los labios con aceite de bebé para impedir que se agrietaran. Consiguió asistir a una de las reuniones; le di algunos botes de aceite virgen de coco para que tomara tres cucharadas al día. La otra noche me llamó por teléfono para decirme que ha mejorado entre un 80 y un 90%. Come bien, ha recuperado su peso, su piel está hidratada, y necesita solo dos o tres gotas al día de lubricación para los ojos. El aceite de coco por sí solo hizo este «milagro» en apenas dos meses.

Este aceite maravilloso fue difamado durante años; lo acusaban de contribuir a la enfermedad cardiovascular por su contenido en grasas saturadas. Lo cierto es que la población que incluye diariamente este aceite en su alimentación sufre poca o ninguna enfermedad coronaria, y nada de cáncer, diabetes u otras afecciones crónicas. En Mi lucha contra el cáncer se habla de una mujer que desarrolló un cáncer de mama muy maligno y resistente. No tenía un historial familiar de esta enfermedad, evitaba el aceite de coco y las grasas saturadas y tomaba solo lo que los médicos le aconsejaban: aceite de soja hidrogenado y aceite de maíz. ¿No serán los aceites vegetales «buenos», elegidos para el programa de la pirámide alimenticia los verdaderos culpables del incremento de casos de diabetes, enfermedad cardiovascular, alzhéimer y cáncer?

El conocimiento surge de los éxitos y de los fracasos. Hacen falta investigaciones intensivas y extensas para conocer cómo el aceite de coco destruye a los gérmenes y regula las funciones corporales, o por qué en ocasiones puede no hacerlo. Nos queda por delante todo un mundo de investigación. Al final deberíamos entender mejor, no ya el misterio de la vida, sino cómo podemos lograr una existencia más sana, de manera que cuando lleguemos al final de nuestro ciclo vital (ciento veinte o incluso ciento cuarenta años) muramos sanos.

02

El doctor Conrado S. Dayrit es cardiólogo y profesor emérito de farmacología en la Universidad de Filipinas. Es expresidente de la Federación de Academias Científicas de Asia y de la Academia Nacional de Ciencia y Tecnología. El doctor Dayrit ha participado en numerosos estudios sobre los efectos en la salud del aceite de coco y sus derivados. Fue el primero en publicar investigaciones clínicas sobre dichos efectos en pacientes portadores del VIH.

Capítulo

1

EL HOMBRE DE LOS MILAGROS

Tal como Jack DiSandro se lo contó a Bruce Fife

Paul Sorse fue uno de los hombres más extraordinarios que he conocido. Siempre recordaré una vez que estaba almorzando en su pequeña tienda de Thames Street en Newport, Rhode Island. Un hombre entró precipitadamente por la puerta principal.

—¿Dónde está Paul? –preguntó haciendo muecas de dolor mientras apretaba fuertemente un trapo que chorreaba sangre.

Mi apetito se esfumó tan pronto como lo vi aparecer.

El dueño de la tienda, un filipino de edad avanzada y complexión delgada, salió de la habitación trasera.

—¿Qué ha pasado?

—He tenido un accidente. Me he cortado la mano con la cortadora de césped. ¡Tienes que hacer algo!

—Ven aquí.

Porfirio Pallan Sorse, Paul para los amigos, lo llevó tras el mostrador y examinó la herida. La parte superior del pulgar del hombre estaba colgando a un lado, sujeta solo por una fina tirilla de piel. Por suerte, el hueso no estaba dañado. Paul alzó el trozo de dedo y lo volvió a colocar en su sitio, lo vendó con una gasa y luego lo empapó en aceite de coco.

—Mantén la gasa humedecida en aceite de coco y vuelve dentro de unos días –le indicó.

A las pocas semanas volví a ver al hombre, porque era uno de los clientes habituales de Paul. Cuál no sería mi sorpresa cuando vi que su pulgar se había curado por completo. Ni siquiera había cicatriz.

Estas experiencias ocurren a menudo. Paul tenía una larga lista de clientes fieles que iban a verlo para recibir consejo y tratamiento sobre diversos problemas de salud. A pesar de no ser médico acudía a él gente de todas partes.

Una señora de mediana edad me explicó que durante años había sufrido una enfermedad crónica de la piel que los médicos ni siquiera fueron capaces de identificar. Le recetaron pomadas, cremas y píldoras, pero nada funcionó. Estaba desesperada y dispuesta a probar cualquier cosa que le proporcionara alivio. Paul le dijo que se masajeara las áreas afectadas de la piel con aceite de coco. Empezó a usarlo a diario y, para su asombro, el problema desapareció como por arte de magia. Se convirtió en su ferviente seguidora y siguió visitando la tienda para reabastecerse.

Yo también tuve una especie de curación milagrosa con este aceite. Tenía un bulto duro, un quiste del tamaño de una moneda de veinticinco centavos, en la parte posterior de la cabeza. El médico quería extirparlo, pero antes de ponerme en sus manos se lo enseñé a Paul. Me dijo que me aplicara aceite de coco con un poco de presión. Tenía que seguir aplicándome aceite para mantenerlo constantemente húmedo. Hice esto durante varias horas mientras veía la televisión. Poco después empezó a ponerse blando, y luego, de repente, el líquido que había en su interior salió por los poros y el bulto desapareció. No me ha quedado ninguna señal. Nunca ha vuelto a reproducirse.

Al principio me sorprendían algunas de las experiencias de las que fui testigo en la tienda de Paul y lo que los clientes me contaban. Pero con el tiempo llegué a acostumbrarme a ver curas milagrosas. Venía gente de todo Newport a comprarle aceite de coco o buscando un tratamiento. En las curas de Paul siempre se utilizaba aceite de coco. Era el único producto que vendía.

Su fama como curandero era conocida por toda la ciudad. Habían aparecido varios artículos en los periódicos sobre él y su aceite Copure (coco puro). Un par de empresas de cosméticos habían contactado con él con el objetivo de comprarle su fórmula secreta, pero se negaba a venderla. Para él hacerse cargo del funcionamiento y controlar la calidad de su producto era más importante que el beneficio económico.

Creía firmemente en el poder curativo del aceite de coco y, más que dinero, lo que quería era ayudar a la gente. Para él el aceite era una panacea, útil para todas las enfermedades y dolencias. Muchos de sus clientes estaban de acuerdo.

Conocí a Paul hace unos veinticinco años. Él tenía por aquella época setenta y muchos. Me acuerdo de cuando fui a su pequeña tienda. En la fachada había un letrero que decía: «Copure: el remedio autoaplicable de la Edad de Piedra que alivia todas las enfermedades». Otro letrero indicaba: «Copure nutre y lubrica las terminaciones nerviosas a través de los poros y alivia instantáneamente los dolores y las molestias». A lo largo de todo el escaparate frontal se alineaban mangos y cocos. «Qué extraño», pensé. El encanto singular de aquel lugar me invitó a entrar.

El interior parecía una pequeña tienda de comestibles. Había quizá tres mesas y unas cuantas sillas, un mostrador y tras el mostrador una estantería que contenía varias botellas de aceite. En la parte trasera había una mesa pequeña, un refrigerador y una hermosa cocina de hierro fundido, que tenía cuarenta y cinco años, con diez quemadores y un gran horno. Más atrás, una habitación pequeña, del tamaño de un ropero, con un catre de madera. Ahí es donde dormía Paul; su tienda era su casa. El lugar no tenía ninguna decoración ni nada bonito, vivía con lo estrictamente necesario.

Nos hicimos buenos amigos. Hablaba constantemente, sobre todo de su aceite de coco y de cómo algún día curaría las enfermedades del mundo. Paul nunca olía a sudor ni tenía mal aliento. Lo que me resultaba extraordinario era que en todo el tiempo que lo conocí, unos veinticinco años, nunca se duchó ni se bañó con agua y jabón. En lugar de eso cada día se masajeaba con el aceite de la cabeza a los pies. Tomaba un poco de aceite y si no se encontraba bien, una gran cantidad. Su excelente salud y condición física y su rostro, prácticamente sin arrugas con más de setenta y de ochenta años eran pruebas de la eficacia de su aceite.

No bebía ni fumaba pero comía prácticamente de todo, aunque evitaba la mayoría de las comidas basura. Era de la opinión de que uno podía comer cualquier cosa si el intestino le funcionaba apropiadamente y podía eliminarla pronto de su organismo. Decía: «Limpia las cañerías», y para esto preparaba una mezcla de ciruelas cocidas, leche de coco, albaricoque y jengibre. Lo hacía puré y lo ponía en los postres, helados, pasteles, o lo comía tal cual. ¡Estaba delicioso! Era un cocinero extraordinario. Todo lo que cocinaba estaba increíble. ¡Cómo echo de menos sus comidas!

Aunque era un excelente cocinero, y su tienda parecía en cierto modo un pequeño restaurante, su negocio no consistía en vender comida. A menudo hacía una olla grande de algún guiso a disposición de cualquiera que tuviera hambre. Algunas veces servía a sus clientes habituales, a sus buenos amigos, o a cualquiera que entrara en la tienda. Todos los días un ciego bajaba por Thames Street tanteando con su bastón en la acera hasta que llegaba al local de Paul. Paul le preparaba una comida digna de un rey. Estuvo haciendo esto a diario durante años y le cobraba al hombre un dólar o a lo sumo dos. Tenía que cobrarle algo para que no se sintiera avergonzado. Hacía lo mismo por un alcohólico que aparecía de vez en cuando. Paul era bajo de estatura, poco más de un 1,50, y pesaba menos de 55 kilos, pero tenía un corazón enorme.

El negocio de Paul era el aceite de coco. Eso era lo que amaba de verdad. En todas sus conversaciones empezaba o terminaba hablando de él:

—El coco es el rey de los alimentos, el mango es la reina –decía y alzaba una jarra de aceite–. El secreto de la buena salud está en esta jarra. Hay millones de personas en todo el mundo muriendo de hambre y enfermedad. Me entristece ver esto cuando tengo la solución.

Su tienda estaba limpia y ordenada. Siempre que entraba, olía a aceite fresco de coco o a alguna comida estupenda que estaba cocinando. No es de extrañar que mucha gente terminara comiendo allí.

Paul nunca se anunciaba. No tenía por qué hacerlo. El aceite se vendía solo. Una vez que alguien empezaba a usarlo, se enganchaba. Su calidad era muy superior a la de las cremas y lociones comercializadas y era un aceite excelente para cocinar. Como pomada curativa no tenía comparación.

Paul dependía totalmente para su negocio de los clientes que se acercaban espontáneamente a la tienda, de los que repetían y del boca a boca. Su actividad era reducida y en su tienda había muy poca mercancía comparada con la mayoría de los almacenes repletos de bienes y productos. No tenía empleados.

Los clientes potenciales entraban en su tienda sin saber dónde estaban entrando. Cuando alguien llegaba, Paul lo saludaba con una sonrisa amistosa y empezaba a hablar de su aceite. Hablaba sin parar siempre que estuvieras dispuesto a escucharlo sobre el único producto con el que ganaba dinero, Copure: aceite puro de coco para todos los usos.

—Es estupendo –decía–, para todo, desde heridas hasta resfriados, dolores de cabeza, quemaduras, quemaduras solares, ampollas, rasguños, sinusitis, asma, artritis, reumatismo, dolores y achaques, articulaciones y músculos contraídos, ojos enrojecidos, hiedra venenosa, dolor de muelas, encías doloridas y endurecimiento de las arterias.

Paul les ofrecía una bebida de limonada, jengibre y leche de coco.

—Buena para la salud –aseguraba–. No como la Coca-Cola.

Lo que contaba sobre el aceite sonaba demasiado bien para ser verdad y mucha gente lo habría tomado por un embaucador que trataba de timarlos, pero con su comportamiento amable y su hospitalidad se los ganaba enseguida. Los hacía probar un poco solo para que notaran su efecto. Si el cliente tenía dolor, le daba un masaje con el aceite, sin cobrarle nada. Con frecuencia les entregaba una muestra gratis y les ofrecía algo de comer, aparte de su filosofía sobre la vida y la salud.

Cuando entregaba un bote de aceite de coco, les contaba sus efectos curativos y los animaba a usar la imaginación y tratar de utilizarlo para cualquier problema de salud que tuvieran. Con el paso de los años desarrolló una clientela fiel.

—Doy mucho –decía–. El conocimiento se multiplica cuando ellos se lo cuentan a otros.

Sus relatos eran tan interesantes, su comida tan estupenda y su producto tan milagroso que la gente volvía. Sabía que una vez que alguien empezara a usar el aceite descubriría por sí mismo lo increíble que era y volvería por más. Por eso tenía éxito. El aceite funcionaba. Si no hubiera sido así, su negocio no habría sobrevivido durante los cerca de cincuenta años en los que vendió el producto.

Sus clientes venían de todos los ámbitos. Norma Taylor, tenista profesional, era una clienta habitual, lo mismo que Dick Gregory, humorista y activista político. Kathleen Cotta, que es propietaria de un herbolario en Portsmouth, iba y compraba dos grandes botes de aceite; uno para uso externo y el otro para uso interno.

—Lo creas o no –decía–, lo pongo en el té o en el café. Es como unas vitaminas.

Paul nunca vendió su producto como cura para una enfermedad o problema de salud concretos. Su etiqueta decía: «Aceite puro de coco para todos los usos. Para aplicar a la piel y el cabello, uso externo e interno diario».

Quienes utilizaban el aceite juraban que era una panacea. La gente venía y le contaba cómo había aliviado una determinada enfermedad o curado cierto problema de salud. Con los años vio que el aceite obraba maravillas. Por eso cada vez que entraba un cliente potencial, él enumeraba la lista de enfermedades para las que era útil el aceite.

En los años ochenta, cuando el presidente Ronald Reagan tuvo problemas de hemorroides, Paul decía:

—Si tomara mi aceite, no tendría hemorroides.

Como ungüento corporal es incomparable. Paul aseguraba que eliminaba cualquier trastorno de la piel, incluso la psoriasis. Hay que mantener la piel constantemente humedecida con el aceite hasta que desaparece el problema. Me contó que el aceite de coco cuando se aplica con algo de presión, corta el sangrado de una herida. Previene la infección. Cuando se aplica con un masaje por todo el cuerpo, ayuda a regular la temperatura corporal; si tienes fiebre, te la baja. Alivia el picor, el dolor y la hinchazón de las picaduras de abeja y otros insectos, y el de la hiedra venenosa. Es excelente para quemaduras y cura y previene las llagas producidas por la larga permanencia en la cama, elimina arrugas, acné y caspa, y alivia los labios agrietados, las quemaduras de sol, la congelación, la dermatitis producida por los pañales y el dolor de encías.

Usado durante o después del embarazo puede prevenir las estrías. Un ginecólogo local aprendió esto por Paul y aún hoy instruye a todas sus pacientes con recién nacidos a que usen aceite de coco para eliminar las estrías y revitalizar la piel.

Paul decía que el aceite penetra en la piel a través de los poros, limpiándolos y permitiendo al cuerpo excretar las sustancias de desecho. Cuando los poros descargan desperdicios, se obturan y crean pústulas, forúnculos, etc. El aceite, al penetrar, derrite esos desperdicios. Para demostrar esto le hacía a alguien masticar un chicle, luego le daba una cucharadita de aceite. Mientras seguía masticando con el aceite, el chicle se disolvía en su boca.

—Esto es lo que pasa con los poros obturados –indicaba. A Paul le molestaba ver a una chica con maquillaje. Decía que el maquillaje obtura los poros y causa arrugas.

El aceite parecía obrar maravillas prácticamente en cualquier problema de piel. Mi esposa tenía en el pecho un gran lunar oscuro del tamaño de una alubia. Paul le dijo que podía eliminarlo con su aceite de coco. Ella se mostró dispuesta; a nadie le gustan los lunares. Él le sugirió que se aplicara aceite de coco con frecuencia para mantenerlo húmedo. Dijo que aplicarlo una vez al día corregiría el problema con el tiempo, pero que funcionaba mucho más rápido si mantenía la piel continuamente humedecida. Se aplicó el aceite cada hora o dos horas durante el día como le había dicho Paul. Pronto el lunar empezó a encoger y comenzaron a salirle poros o agujeros minúsculos. Finalmente desapareció. ¡Fue increíble!

Tengo dos perros. A uno de ellos le brotó un bulto en la frente. El veterinario dijo que parecía un tumor y recomendó que se extirpara de inmediato porque se encontraba peligrosamente cerca del ojo. Pensé que si el aceite de coco era bueno para los seres humanos, debería de serlo también para los animales, de manera que empecé a aplicarle el aceite. Con el tiempo el bulto fue disminuyendo cada vez más de tamaño y finalmente desapareció. No volvió a salir. Conseguimos evitar la cirugía.

Pasó un tiempo y a mi otro perro le salieron llagas en la parte inferior de la nariz, justo sobre el labio superior. El veterinario le dio un antibiótico, pero no parecía hacerle efecto. Tras una semana interrumpí la medicación y empecé a aplicarle aceite de coco a las llagas. Empeoraron durante unos cuantos días y luego comenzaron a sanar. Se recuperó sin problemas.

A Paul no le sorprendieron los resultados; me dijo que el aceite de coco funciona con los animales lo mismo que con la gente. Su padre lo usaba con el ganado tras marcarlo. Hacía esto para aliviar el dolor y ayudarlos a curarse antes.

El aceite no era solo para la piel. Paul lo usaba en todo lo que cocinaba. Cada día tomaba religiosamente una cucharadita. Era como un tónico que le mantenía joven por dentro y por fuera. También era una medicina eficaz.

—Al tomarlo internamente –explicaba–, alivia las afecciones estomacales e intestinales.

El aceite era un tónico, una medicina y un restaurador de la salud.

—Te hará feliz, saludable, y atractivo –solía decir. Lo consideraba una fuente de juventud.

Durante dos años fui a ver a Paul prácticamente a diario. Su aceite de coco era tan bueno, o mejor, que cualquiera de los del mercado. Recogía sacos de cocos del mayorista. Venían veinte en cada saco, la mayoría de ellos procedente de México. A veces la calidad era buena, a veces deficiente, y naturalmente eso repercutía en el resultado final, pero el aceite siempre surtía efecto.

Paul tardaba unos tres días en producir de de quince a veinte litros de aceite, que luego fermentaba durante aproximadamente otros treinta días. Con frecuencia yo lo acompañaba en el proceso. Paul partía los cocos con un martillo, extraía la pulpa de la cáscara con un destornillador, molía el coco en una máquina de picar carne, lo cocía, lo enfriaba, lo prensaba, y luego lo ponía en agua y lo cocía a fuego lento durante todo el día, finalmente lo filtraba y esperaba a que se asentaran las impurezas y el aceite subiera a la superficie. Por último lo dejaba fermentar durante al menos un mes en envases esterilizados. Era un procedimiento tedioso, pero cada paso se hacía con un profundo respeto por el producto final.

Durante la fase de prensado Paul empleaba, a mano, un triturador de patatas. Hacía esto durante horas para separar el aceite del agua. Un día decidí ayudarlo a prensar el coco. Paul tenía ochenta y dos años en esa época. Yo, era, en comparación, joven y fuerte, pero aguanté quizá unos quince minutos. Tenía calambres en las manos y los antebrazos me ardían, tuve que dejarlo. Le dije a Paul que tenía que haber una forma más fácil de hacerlo. Así que un día cuando iba a recoger los cocos, vi una prensa para el vino; esta era la respuesta. Compramos una prensa de doscientos litros y conseguimos el doble de producción con menos desgaste y deterioro para Paul. Su hijo usó la prensa durante muchos años hasta que cerró el negocio.

El éxito de Paul como curandero y hacedor de milagros venía de su uso exclusivo de una medicina tradicional, el aceite de coco. Este aceite se ha venido empleando desde hace miles de años en las Filipinas y en las islas del Pacífico. Los habitantes de estos territorios lo consideran «la cura para todas las enfermedades». La palmera de coco es la esencia de la vida para muchas poblaciones de Asia y las islas del Pacífico. Un antiguo proverbio filipino dice: «Quien planta un cocotero planta barcos y ropas, alimento y bebida, un techo para sí mismo y una herencia para sus hijos». El árbol del coco es la esencia de la vida; genera una mayor diversidad de productos para el uso del hombre que ninguna otra planta. Por esta razón, es altamente valorado en las Filipinas y se lo llama el «árbol de la vida».

Porfirio (Paul) Sorse nació en Filipinas el 2 de octubre de 1895. Era el segundo hijo de una familia de cinco. Su padre era predicador baptista. Cuando los parroquianos enfermaban, su padre los trataba con aceite de coco, que era el remedio tradicional usado en toda Filipinas en aquella época. El predicador fabricaba él mismo el aceite, usando métodos que le había transmitido su padre y que este a su vez había recibido del suyo. Así es como Paul aprendió a extraer el aceite virgen y natural de coco.

En los primeros años de su juventud trabajó en la granja familiar y en los campos de arroz. Cuando se inició la primera guerra mundial, la Marina de los Estados Unidos comenzó a reclutar filipinos (Filipinas era territorio estadounidense en esa época). El joven Sorse se alistó como cocinero. Sirvió durante tres años. Cuando la guerra terminó, dejó el ejército y se unió a la marina mercante, donde trabajó también de cocinero hasta 1925. Después de eso se marchó a Nueva York y vivió en Greenwich Village con unos amigos filipinos. Perfeccionó sus habilidades de cocinero ejerciendo en establecimientos como el Waldorf Astoria. También trabajó para varias familias pudientes como cocinero, conductor, y hombre para todo. Preparaba comidas maravillosas y cuidaba de los niños, los animales y los coches de su patrón.

Una vez trabajó para la familia Chrysler. En una ocasión me contó que su jefe le había dicho que estaba encantado con su labor y que lo iba a recompensar por ello. Al poco tiempo de aquello el hombre murió en un accidente de su avión privado. Dejó a Paul lo que él describía como una «gran» suma de dinero.

03

En 1995 Paul Sorse celebró su centésimo cumpleaños. La ciudad de Rehoboth, en Massachusetts, le rindió un homenaje por ser su ciudadano más longevo. Paul, que seguía manteniendo la lucidez mental y estaba físicamente activo, se encargó de hacer la ensalada de patatas y los huevos rellenos que se sirvieron a los invitados.

Nunca supe en qué consistía para Paul una gran suma de dinero. Conociendo la vida tan frugal que llevaba, dudo que fueran más de unos pocos miles de dólares. Me contó que le dio el dinero a un amigo filipino para que fuera a la Universidad de Columbia y se hiciera médico. No esperaba que su amigo lo devolviera. Le dijo que cuando fuera un médico de éxito usara el dinero para ayudar a los filipinos. Así era Paul, siempre pensando en los demás.

Comenzó a fabricar partidas de aceite de coco precisamente para eso, para ayudar a la gente cuando enfermaba, lo mismo que hacía su padre. Sin embargo, el aceite de su padre se elaboraba usando métodos primitivos y contenía un alto porcentaje de agua, lo que causaba que en un par de semanas se volviera rancio. Paul mejoró la fórmula original eliminando toda el agua, de manera que podía almacenarse durante un tiempo indefinido, era más suave y mucho más fácil de absorber por la piel.

Cuando Paul se retiró en 1952, a la edad de cincuenta y siete años, decidió dedicarse a tiempo completo a la comercialización de su aceite de coco.

—Es un producto útil, satisface las necesidades humanas –dijo–. Te hace feliz, saludable y atractivo. Entra por los poros en los centros nerviosos. Te ayuda a tener una vida más larga y más sana.

Durante los siguientes cuarenta y cinco años dedicó su vida a promover los efectos benéficos del aceite de coco.

El 28 de marzo de 1998, Paul Sorse murió a la extraordinaria edad de ciento dos años. Quienes lo conocían aseguran que tenía un aspecto y una manera de actuar mucho más juvenil de lo normal para su edad y que permaneció activo físicamente hasta el final, machacando y moliendo cocos para hacer el aceite, una prueba de la eficacia de su producto. Verdaderamente Paul había descubierto la fuente de la juventud. Era el hombre más increíble que he conocido. Lo echo de menos.