cartas de los hombres

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN

Las Hespérides

 

 

graciela rodríguez
alonso

cartas de los hombres

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© De los textos: Graciela Rodríguez Alonso

© De la ilustración: Carmen Gugalun

© Del epílogo: Vicente Cristóbal

 

Madrid, febrero 2017

 

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

 

ISBN: 9788494659799

 

Diseño portada: Enrique García Puche para 3BIEN Comunicación

 

 

 

 

 

Mientras estoy hablando,
escapa el tiempo. Dale las tablillas
cuando no esté ocupada, en buen momento.
Mas logra que las lea inmediatamente.
Fíjate, te lo ruego,
mientras lee, en sus ojos y en su frente.
Por los datos de un rostro silencioso
puede saberse lo que va a pasar.
Y, en cuanto de leer haya acabado,
logra que escriba una respuesta larga.
(Odio la cera en blanco, extensa y reluciente).
Que apriete los renglones, que una letra borrosa
entretenga mis ojos en el borde del margen.
Mas ¿qué necesidad tienen sus dedos
sosteniendo el estilo, de cansarse?
Que en toda la tablilla sólo ponga
«ven».

 

Amores, ovidio

 

 

Introducción

Hace aproximadamente dos mil años, el poeta Ovidio decidió dar voz a las mujeres por medio de las cartas que ellas habían enviado a los hombres a los que una vez amaron. Reunidas en las Heroidas, hoy, al cabo de los siglos, cuando leemos las cartas que el poeta imaginó, seguimos escuchando sus voces:

«Esta carta te la envía tu esposa Penélope a ti, Ulises, que tanto tardas». «Las palabras que estás leyendo te las envío, Teseo, desde aquella playa de la que las velas se llevaron tu nave sin mí…». «Yo Filis, la de Ródope, anfitriona tuya, Demofoonte, me quejo de que tu ausencia se prolongue por más tiempo del prometido». «Como canta el blanco cisne, cuando la muerte lo llama, tendido sobre las húmedas hierbas en la ribera del Meandro, así te hablo yo…».

Conocí las Heroidas de Ovidio cuando cursaba la asignatura de Tradición Clásica en la Universidad Complutense de Madrid. El profesor Vicente Cristóbal nos transmitió su amor por los clásicos, mostrándonos las fuentes literarias de las que han bebido las sucesivas generaciones. Al leer las Heroidas me identifiqué, primero, con cada una de las remitentes para, después, ponerme en el lugar de los verdaderos destinatarios, los hombres a quienes ellas adoraban, imprecaban, anhelaban o maldecían sin recibir respuesta. Sólo el silencio.

Todo aquel que haya escrito una carta sabe qué efectos pueden provocar esas páginas desde el momento en que se envían. Uno se desprende de ellas aguardando una respuesta, si poder apartarlas de su mente, temiendo —sobre todo sin son de alguien muy querido— que se extravíen en algún lugar del camino, calculando cuánto tardarán en llegar, imaginando cuándo serán leídas, qué efecto provocarán y cómo serán respondidas. No hay nada más decepcionante que la ausencia de respuesta, nada más doloroso si apremia saber cómo se encuentra la persona querida. Si su vida está en peligro, si de su respuesta depende nuestro destino, si sigue o no amándonos, si ha nacido ya el hijo que esperaba, o ha muerto el padre enfermo y se precisa consuelo, sólo una respuesta puede aliviarnos. Lo contrario, el silencio, la ausencia de palabras, causan una herida.

Penélope escribió cientos de copias de la misma carta para entregársela a todo aquel viajero que arribara a Ítaca, con la esperanza de que al menos una de ellas llegara, en algún puerto, a las manos de Odiseo. No obtuvo respuesta. Sin embargo, podemos imaginar qué vuelco hubiera dado la situación en Ítaca si Penélope hubiera mostrado una carta de Odiseo a los voraces pretendientes que la acosaban y se disputaban su lecho.

¿Por qué Paris no iba a responder a Enone? Y Eneas, a quien Dido escribe «Me abraso como las enceradas teas al añadirles azufre…», ¿fue capaz de abandonar Cartago sin dejar un mensaje de despedida? ¿Qué hubiera escrito Odiseo, el hombre de las múltiples tretas y hábil con las palabras, a Penélope, a Nausícaa, a Circe? ¿Cómo contaría, en primera persona, sin testigos, todo lo vivido en el asedio a Troya y durante los diez años que duró su viaje de regreso a Ítaca? Él pudo muy bien haber enviado misivas desde la isla de Eea o desde la tierra de los feacios. Así fue, decidí. Y seguramente se perdieron, quién sabe si arrebatadas por la venganza o la cólera de los dioses. No cabía otra explicación, me decía, porque al leer los mensajes de cada una de las mujeres que por diferentes causas —guerras, viajes, abandono o engaño—, se vieron apartadas de sus maridos, amantes, padres o hijos, me negaba a aceptar que sus palabras hubieran sido ignoradas, arrojadas al abismo del olvido, sin hallar el más mínimo consuelo. El silencio supuso, para algunas, la muerte.

Fatal silencio que, sin embargo, no siempre significa olvido, alegaba yo, sin dejar de darle vueltas. Los hombres sabían que debían palabras de amor. Ellos las reunían en sus mentes cada día, incluso encontraban consuelo en ellas al imaginar cómo serían recibidas, pero antes de materializarse, las palabras huían, se perdían en la niebla espesa de la memoria sobrepasada por las venganzas, los asesinatos, las traiciones. Tal vez las guerras, los naufragios y las tempestades hubieran impedido que alguna carta alcanzara su destino, pero de haber sido una sola de ellas recibida, ¿cómo explicar la ausencia de respuestas dada la petición imperiosa de noticias que demandaban, el amor o el deseo, la soledad, la rabia o la necesidad de ayuda que transmitían? Cartas que gritaban, cartas que lloraban.

Ellas, yo, necesitábamos respuestas. Había que recuperar las cartas de los hombres, imaginar la existencia privada, mortal, de aquellos seres de carne y hueso que se ocultaban tras las gloriosas vidas públicas de los héroes que, además de las hercúleas tareas que les fueron impuestas, a pesar de las guerras y de los viajes imposibles, además, estoy convencida, habían escrito cartas que hablaban de sus sueños, de sus miedos y sus deseos; cartas escritas en ausencia de dioses, fuera de la vista del resto de guerreros con los que competían por la gloria y el honor de las armas, libres de miradas ajenas, desnudos frente a los ojos de la mujer a la que se dirigían. Debía escribir las cartas de los hombres y cerrar la herida.

Me doy cuenta de que tal vez la mía haya sido la última de las generaciones que ha escrito y recibido cartas manuscritas, la última de las generaciones que ha esperado, durante días, la llegada del ansiado sobre para rasgarlo, extraer el contenido y disfrutarlo plenamente. Sí, puede que la carta y la acción de escribirla —ante una mesa, papel y utensilios de escritura—, pertenezcan al pasado. Los mensajes que ahora recibimos son virtuales, veloces, inmateriales, no portan el trazo de la mano que los escribe, no pueden guardarse en el bolsillo, tampoco olerse ni acariciarse, ni reconocer en ellos el pulso vivo de quien los envía. Me atrevo a decir que, a diferencia de las cartas manuscritas, estos mensajes no alcanzarán el tiempo futuro. Sí lo ha hecho, sin embargo, este antiguo enigma, atribuido a Safo y que conocí gracias a Anne Carson[1]:

Hay una criatura femenina que bajo su seno

mantiene a salvo

a sus crías, que, aun sin voz, emiten

un grito estentóreo

por el oleaje póntico y a través del continente todo,

a los mortales que ella desee.

Pues bien, la criatura femenina es la carta

y las que en su interior permanecen, las letras.

Y, aunque son mudas, hablan a quienes desean

cuando están lejos; en tanto que acaso algún otro, que

está cerca de quien lo lee, no lo oirá.

La carta, que guarda en su interior, preservándolas, las palabras dirigidas a quien está muy lejos. La carta, que mantiene viva, a lo largo del tiempo, la voz a la que da cobijo.

Alentada por los autores clásicos, aeide Mousa, y por los personajes surgidos de sus obras —épicas, líricas o trágicas—, expresión de la complejidad de los sentimientos y de la esencia del ser humano; alentada por los poetas de todos los tiempos, que las han recogido y transmitido, siglo tras siglo, hasta nuestros días; alentada por los profesores que me enseñaron la belleza de sus obras y me mostraron la importancia de mantener viva la llama de la tradición, recojo aquí las cartas de los hombres. A todos ellos se las dedico.

 

 

POSTDATA. Los siguientes versos de Homero, Ilíada VI, 164-170, en los que Antea pide a su esposo Preto que mate a Belerofonte, demuestran la existencia y uso de cartas en la antigua Grecia:

τεθναίης ὦ Προῖτ᾽ἢ κάκτανε Βελλεροφόντην,

ὅς μ᾽ ἔθελεν φιλότητι μιγήμεναι οὐκ ἐθελούσῃ.
ὣς φάτοτὸν δὲ ἄνακτα χόλος λάβεν οἷον ἄκουσε:
κτεῖναι μέν ῥ᾽ ἀλέεινεσεβάσσατο γὰρ τό γε θυμῷ,
πέμπε δέ μιν Λυκίην δέπόρεν δ᾽ ὅ γε σήματα λυγρὰ
γράψας ἐν πίνακι πτυκτῷ θυμοφθόρα πολλά,

δεῖξαι δ᾽ ἠνώγειν ᾧ πενθερῷ ὄφρ᾽ ἀπόλοιτο.

¡Ojalá mueras, Preto, o mata a Belerofonte,

que ha querido unirse en el amor conmigo contra mi deseo!

Así habló, y la ira prendió en el soberano al oírlo.

Eludía matarlo, pues sentía escrúpulos en su ánimo;

pero le envió a Licia y le entregó luctuosos signos,

mortíferos la mayoría, que había grabado en una tablilla doble,

y le mando mostrársela a su suegro para que así pereciera.

La tablilla doble de madera o pínax, el deltos equivalente a nuestra carta, ocultaba, grabada en su interior de cera, una sentencia de muerte dictada a causa de un amor no correspondido. Hace más o menos treinta siglos.


[1] Eros: poética del deseo, Editorial Dioptrías, Madrid, 2015

 

 

 

 

Cartas de los hombres. Siempre el amor, alrededor la guerra.

 

 

Linceo

«Y entonces se armaban velozmente las hijas de
Dánao frente al río de hermosa corriente,
el Nilo soberano
»

clemente de alejandría

 

 

 

 

Linceo, hijo de Egipto, a Hipermestra, hija de Dánao, encarcelada por su padre en Argos

«Procúrame ayuda o entrégame a la muerte». Tu desesperación te lleva a olvidar quién soy. ¿Cómo podría yo entregarte a la muerte si te debo la vida? Compartimos el mismo dolor. Y aún guardo el amuleto con las lágrimas de resina que recogiste para mí. Éramos niños, los árboles lloraban oro, ahora lloramos nosotros lágrimas como rocas.

Disfrazado de mendigo llego hasta las murallas de Argos, las recorro hasta dar con las cuarenta y nueve tumbas de mis hermanos, recorto mis cabellos para dejarlos como ofrenda sobre la tierra que las cubre, suplico a los dioses venganza por la crueldad sin límites de Dánao. Ningún tribunal puede perdonar la atrocidad cometida: él es hermano de mi padre, tío de todos los muertos y padre tuyo que, según confesaste aquella noche y ahora confirmas en la carta que recibo, os ordena, ¡hijas recién casadas!, asesinar a vuestros esposos mientras duermen. El instigador de este crimen, que convirtió a tus hermanas en Moiras para arrancar antes de tiempo el alma a mis hermanos, apresa a la única inocente: te golpea y te desgarra con el hierro de las cadenas por haberte negado a degollarme. El padre asesino castiga a la niña desobediente que incumplió la orden poniendo en duda su autoridad. Esto es lo que le duele, esto lo que provoca su ira, no los cadáveres bajo la tierra. ¿Por qué los dioses permiten a determinados hombres engendrar hijos para erigirse en dueños vengativos de sus vidas? Mercaderes sin escrúpulos, desprecian el tesoro del amor, venden a sus propios hijos a cambio de tronos ajenos.

No perdono a mi padre, cuya brutalidad os obligó a huir de Egipto, no perdono que nos ordenara seguiros sabiendo que nos enviaba a la muerte. Me hace daño llamarle padre, recordar su rostro, sus mentiras; me pone enfermo llevar su sangre que desprecio.

Tampoco perdono al tuyo, cuya obsesión por sentarse a toda costa en el trono de Egipto, ha estado a punto de acabar con todos los miembros de nuestra familia. Brutalidad y ambición son tinajas agujereadas que exigen de quienes las padecen cada vez más y más aporte de sangre y dolor, más y aún más odio, pero por mucho que reciban, son insaciables, jamás terminan de llenarse; se pierde la sangre como el agua que en las violentas crecidas arrastra a su paso montes, bosques, cadáveres de ahogados, dejando supervivientes heridos en cada nueva embestida. Tú, encadenada por tu padre, yo apartado de Leima, la única mujer a la que he amado y a la que tuve que abandonar sometido por la tiranía de quienes nos llaman hijos. De nada ha servido tanto sufrimiento: sentir cómo crecía en mí la rabia a medida que dejábamos atrás la tierra de Egipto, llegar a odiarme a mí mismo por ser incapaz de rebelarme, detestar la ciega autoridad de nuestros padres, esas bestias que nos imponían, con engaño, la condena de un matrimonio indeseado para llevar a cabo sus planes de conquista a los que no habían renunciado a lo largo de los años. Disputas, engaños, venganzas, destierros. ¿Para qué ha servido la muerte de mis hermanos y el sacrilegio cometido por tus hermanas? La siniestra tinaja sigue clamando, inmensamente vacía, incapaz de retener ni una gota de perdón, ni un ápice de vida.

¿Qué somos? ¿En qué nos han convertido?

Pantanos de sangre estéril, desiertos de tierra amarga, sedienta de interminable venganza, ceguera que alimenta el odio y anida en nosotros como la mala hierba rastrera que todo lo devora… Ahora soy como ellos. ¡Sí!, he matado a tus hermanas, ¡tuve que hacerlo!, soy el primogénito, cargo con la responsabilidad y con la culpa y ellas no sólo cortaron los hilos de la vida sino que, además, acusaron a los muertos de haberlas maltratado con furia de borrachos, ¡pobres hermanos míos! Asesinas y mentirosas, capaces de calumniar a los que cayeron en la trampa y bebieron alegres las copas que les ofrecían para celebrar lo que creían una feliz unión que pondría fin a las amarguras, tantas, de nuestra corta vida. Con sigilo de serpientes deslizaron los puñales, se descargó el veneno largamente acumulado, las hojas implacables obedeciendo al unísono hundiéndose en la carne de mis hermanos, desatando las furias de la noche que cae para siempre sobre ellos. Retumba el terror de sus lamentos dentro de mis oídos, crece con el tiempo el dolor de la múltiple agonía que revivo a cada instante.

Cúmulo de tristeza soy, angustia de la separación. Privado de amor con el fin de saciar el apetito inacabable de nuestros padres. Ya no tengo hermanos, no tengo primas, ni tío, ni padre; ya no tengo esperanza, ni tampoco alegría, no escucho cantos, no veo brillar las olas, no existen jardines de sueños ni estrellas. ¡Yo quería a Leima por encima de todo! Ella era el sol que despertaba mi piel alumbrando la tierra. Por eso te respeté, Hipermestra, no porque te amara. Crecimos juntos, éramos inseparables, tú la más querida de mis primas. Cuántas veces hemos recordado nuestros juegos de niños, las palabras mágicas, las canciones, los mapas secretos. Fue una extraña infancia, una enorme extensión de arenas movedizas, oscurecida en todo momento por las sombras del rencor de nuestros padres. Esas víboras insaciables que devoran a sus propios hijos. Éramos niños. A pesar de las amenazas, no podíamos imaginar entonces lo que nos harían. Mientras el odio crecía a nuestro alrededor nosotros montábamos una tienda entre las palmeras, robábamos del huerto granadas llenas de rubíes y bebíamos el jugo que brotaba de las que habían sido abiertas por los mirlos con sus picos; soñábamos con viajes a tierras lejanas, muy lejanas; desobedecíamos las órdenes para sentir la alegría de la libertad bailando en nuestros corazones y escapábamos a caballo en busca de dátiles y acumulábamos tesoros de lágrimas de incienso, la resina impregnaba nuestros dedos, se pegaba en tu pelo y su olor quedaba durante días entre nuestras ropas. No me he separado del amuleto desde que me lo regalaste, no importa los años que hayan transcurrido, recuerdo muy bien cómo te empeñaste en ponerlo alrededor de mi cuello, para siempre, tiene que ser para siempre, suplicabas; es necesario que lo lleves cerca de la piel, asegurabas, ¡tiene poderes mágicos!, decías abriendo mucho los ojos, poderes balsámicos contra la tristeza, contra el dolor y el olvido. Tuve que jurar con la sangre de uno de mis dedos que jamás quemaría las resinas que me entregabas.

¿Qué haremos ahora? La primavera ha sido arrancada de la tierra.

Tú eres el recuerdo de lo que pudo ser, ¿cómo voy a entregarte a la muerte? Cuando me despertaste agitando el puñal en tu mano, confesando como en un estertor el horrendo plan de tu padre, los cincuenta puñales y las cincuenta copas envenenadas, el exterminio de mis hermanos, pensé que sufrías la misma pesadilla que desde niña te había aterrorizado. Obligada a partir sola en busca de agua, con la orden de no regresar hasta que la encontraras, tras muchos días caminando exhausta, sin apenas comida, encontrabas por fin la boca de un pozo, te acercabas a él con el alivio de quien alcanza la playa tras el naufragio, ¡a salvo, viviré!, pero un fuerte golpe en la espalda te hacía caer al abismo, el dolor te impedía respirar, caías y caías sabiendo que ibas a morir, perseguida por los lóbregos gritos de los murciélagos, caías con ellos, las alas de la muerte arañándote la cara, presintiendo el golpe final pero nunca alcanzando el fondo. Y gritabas desde el sueño, gritos que tú no oías, gritos de dientes apretados; gritabas hasta que la nodriza o una de tus hermanas te despertaban para devolverte a la vida.

Es lo que tú hiciste conmigo al desobedecer a tu padre: impedir que cayera en el fondo del pozo del que no hay retorno. Aquella noche me dejaste vivir pero hoy aún siento el olor de la muerte rodeándonos ansiosa, todos los ríos del Hades clamando por beberse otra vida; no podré olvidar lo que me contaste antes de quedarme dormido… Ni tu miedo cayendo sobre nosotros como una gigantesca ola en la tempestad, arrastrándonos, cortando nuestra respiración; ni tus ojos aterrorizados mientras suplicabas que escapara si quería salvarme y me entregabas el puñal obligándome a aceptarlo para que pudiera defenderme de los asesinos de tu padre. ¿Cómo voy a entregarte a la muerte?

No aguardaré a que un tribunal mandado por Dánao te condene. El amuleto de lágrimas de incienso me protege. Procederé tal como siempre hemos hecho para advertirte de mi llegada, no te preocupes: nadie lo sabrá, nadie se anticipará a mis pasos, de algo sirvieron nuestros juegos y nuestros juramentos secretos. Mientras conservemos el secreto de los niños invencibles que fuimos, seguiremos vivos. Lo quiera o no, ahora soy tu esposo, el único de los egipcios que queda vivo para suceder a mi padre. No me fío de Dánao: te habrá obligado a escribir la carta que me envías, habrá espiado todos tus movimientos con el fin de tenderme una trampa y acabar definitivamente con mi vida. Sospecho que procurará interceptar mi respuesta por lo que le digo abiertamente que se prepare para mi llegada, que pronuncie sus últimas oraciones, si es que alguna puede salir de la cloaca que es su boca, y que ofrezca a los dioses los sacrificios que no podrán librarle de una suerte equivalente a la que él procuró a los míos.

Respiras pero estás muerto, Dánao. Hades se impacienta, las aguas del Leteo te buscan agitadas, tú extiendes tus dedos ensangrentados, casi rozas con ellos el trono de mi padre, pero jamás llegarás a poseerlo. Tan grande ha sido tu crimen que las víboras y los escorpiones se apartan a tu paso, avergonzados de tu presencia entre los vivos. Los hierros con los que retienes a tu hija, los que se clavan en sus manos y hieren su cuello privándola de aliento, rodearán muy pronto el tuyo, procurarán tu mortaja. Y no habrá cantos funerales junto a la tumba del verdugo de sus jóvenes sobrinos, no habrá humo ni cenizas, la lira permanecerá muda, las copas vacías, nadie llorará al padre que dejó como herencia a las Danaides la fama de este vergonzoso crimen. Muy pronto beberás el aire negro de los muertos.

 

 

Jasón

«El barco. Mi corazón no aguanta tanta tormenta, tanta alegría. Mi corazón no se contenta. El día, el límite. Mi corazón. El puerto. No. Navegar es necesario, vivir no es necesario. El barco. La noche en tu sonrisa tan hermosa, solitaria, perdida, perdida madrugada y horizonte. La risa, el arco de la madrugada. El puerto, nada. El barco: el automóvil brillante. El camino abandonado, ruido de mi diente en tu vena. La sangre, el charco. Ruido lento. El puerto. Silencio. Navegar es necesario; vivir, vivir no es necesario»

Os Argonautas, caetano veloso

 

 

 

 

Jasón a Hipsípila, tras partir de la isla de Lemnos, navegando en la Argo rumbo a la Cólquide

Gritan las olas mi desolación arrolladas por la inmensa mole de la Argo. Aúllan por los hechos, crueles, de nuestra corta vida juntos. La magia del encuentro y enseguida la amargura de la despedida por culpa de las promesas que me arrastran lejos de ti. Golpean las olas contra el sagrado roble de Dodona, gimen los olivos y laureles, los pinos y fresnos, sus troncos arrancados de los bosques del Pelión, pero yo me abrazo a las palabras que vienen en mi ayuda, ‹‹Pues nunca la raza de los hombres alcanzamos el goce…››, las repito una y otra vez, lleno mi cuerpo con ellas, son la bocanada de aire que un náufrago logra inhalar antes de volver a ser tragado por las aguas, ‹‹…y siempre algún amargo pesar acompaña a las alegrías››; las respiro como cuando, siendo un niño escondido a la espera de un nuevo misterio, las escuché por primera vez de Cariclo y Quirón, ellos a su vez las habían recibido de un poeta extranjero que acogieron en su casa y ya nunca las olvidaron.

No tuve tiempo para contártelo. En los momentos difíciles, en el dolor, en el miedo, cuando se amaban, se las decían uno al otro: ‹‹Pues nunca la raza de los hombres alcanzamos el goce con pie cabal; y siempre algún amargo pesar acompaña a las alegrías». A veces era Cariclo la que iniciaba los versos y entonces Quirón continuaba; otras veces era Quirón el que tomaba la delantera y entonces terminaban de recitarlas juntos y cuando llegaban a la última palabra, «alegrías», ya sus penas parecían haberse mitigado, ya había de nuevo sol en sus ojos. Las repito una y otra vez en esta espesa soledad que se extiende y crece entre las dos oscuridades del cielo y el mar, pero no consigo escaparme del amargo pesar.