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Agradecimientos



Tengo una deuda de gratitud con el personal de la biblioteca de la Universidad de Alberta, en Edmonton, por el excelente asesoramiento que me brindaron. Quisiera también expresar mi agradecimiento a los autores de las obras que he consultado, cuyo minucioso trabajo de investigación sobre el antiguo Egipto permitió que una neófita como yo escribiera este libro. Lo único que lamento es que la lista sea tan extensa que me impida nombrarlos a todos de forma individual.

Título original: Child of the Morning



Primera edición: febrero de 2017



Copyright © 1977 by Pauline Gedge



© de la traducción: Nora Watson


© de esta edición: 2017, Ediciones Pàmies, S. L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

editor@edicionespamies.com



ISBN: 9788416970056

BIC: FV



Diseño de la colección y maquetación de cubierta: Javier Perea Unceta

Diseño de cubierta: Calderón Studio



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.





Para Airini, mi madre, y Lloyd, mi padre, con todo afecto.


Mis acciones han sido fruto del amor que le profeso a mi padre Amón.

He seguido sus designios para este mi primer jubileo.

La excelencia de su espíritu me volvió sabia, y me impidió descuidar ninguno sus deseos.

Mi majestad es prueba de que él es divino.

Todo lo hice siguiendo sus designios; fue él quien guio mis pasos.

No llevé adelante ninguna empresa sin su beneplácito; fue siempre él quien me indicó el camino.

Mi corazón se volvió prudente delante de mi padre; y yo me dediqué de lleno a los asuntos que le eran más queridos.

No le di la espalda a la ciudad del soberano señor de todos los dioses, sino que volví mi rostro hacia ella.

Sé bien que Karnak es la morada de Dios sobre la tierra; del augusto remontarse a los orígenes.

Del Ojo Celestial del soberano señor de todos los dioses; el lugar atesora por él.

Que ostenta su belleza y contiene a aquellos que lo siguen.


Oración compuesta por el rey Hatshepsut I, en ocasión de su jubileo.




Prólogo



Se retiró temprano de los festejos, tras hacerle una seña a su esclava y deslizarse del salón casi sin que los demás lo advirtieran, mientras la comida seguía humeando sobre las pequeñas mesas doradas y la fragancia de las flores, diseminada por todo el recinto, la acompañaba como una nube invisible por el pasillo flanqueado por columnas. A su espalda se oyó una oleada de repentinos aplausos cuando los músicos ocuparon sus lugares y comenzaron a interpretar una melodía de ritmo rápido y alegre, pero ella siguió su camino, y Merire tuvo que correr para no quedar rezagada. Cuando llegó a sus aposentos, no prestó atención al saludo de su guardia; entró rápidamente a la alcoba y se quitó las sandalias con una sacudida de los pies.

—Cierra las puertas —dijo.

Merire la obedeció y luego escrutó con ojos cansados a su ama, tratando de evaluar el estado de ánimo en que se encontraba. Hatshepsut se dejó caer sobre la banqueta delante del espejo y le dijo:

—Quítame todo esto.

—Sí, majestad.

Con sus manos hábiles levantó la pesada y trabajada peluca, le quitó el reluciente collar de oro y cornalina y despojó sus brazos de las campanilleantes pulseras. La habitación estaba agradablemente caldeada por dos braseros de carbón en cada rincón y las vacilantes llamas de las lámparas apenas alcanzaban a turbar la penumbra.

Hatshepsut permaneció de pie mientras Merire soltaba los lazos de la sutil túnica de lino y se la quitaba. Luego vertió en un recipiente agua caliente y perfumada y comenzó a lavarle el kohl que rodeaba sus ojos oscuros y la roja alheña de las plantas de los pies y de las palmas de las manos. La mujer de más edad siguió contemplándose en las bruñidas profundidades del enorme espejo de cobre.

Cuando Merire terminó su tarea, Hatshepsut se acercó a la cabecera del lecho y se apoyó contra él, con los brazos cruzados.

«Cuando el palacio bullía con las idas y venidas de mi corte y, siguiendo mis órdenes, el incienso se elevaba noche y día en el templo, entonces sí que todos estaban dispuestos a servirme hasta la muerte. Sí, de acuerdo, pero ¿hasta la muerte de quién? ¿Dónde están ahora los que tanto me aclamaban? ¿Y qué he hecho yo para que todo terminara así? A los dioses les he entregado oro y esclavos a manos llenas; para honrarlos he construido y he dedicado todos mis esfuerzos. A este país, mi eterno y hermoso Egipto, le he brindado mi divino ser; he transpirado y he pasado noches en vela para que mi pueblo pudiera dormir y estar a salvo. Ni siquiera los campesinos hablan en este momento de otra cosa que no sea la guerra. Guerra: no incursiones de saqueo ni escaramuzas de frontera, sino grandes batallas para la conquista de un imperio. Y yo debo quedarme cruzada de brazos, impotente. No hemos nacido para la guerra. Reímos, cantamos, hacemos el amor, construimos, comerciamos y trabajamos, pero la guerra es algo demasiado solemne para nosotros, y terminará por destruirnos».

Merire se llevó el agua y regresó con la bata de dormir. Pero Hatshepsut la apartó con un gesto.

—Esta noche no. Deja todo como está. Puedes poner orden por la mañana. Ahora vete.

No era la muerte lo que le inspiraba temor: sabía que ese momento se aproximaba, que tal vez se produciría al día siguiente y que no le resultaría prematura, pues estaba muy cansada de vivir y anhelaba descansar. Pero sentía una enorme soledad, y el silencio de la habitación vacía le producía un extraño desasosiego. Se deslizó en el lecho y se quedó allí sentada, muy quieta.

—Oh, padre mío —oró—, poderoso Amón, rey de todos los reyes; fue así, desnuda, que hice mi entrada a este mundo, y será así, desnuda también, que seré transportada a la Casa de los Muertos.

Se levantó y comenzó a caminar por el cuarto, sin que sus pies descalzos produjeran sonido alguno sobre el suelo de mosaicos rojos y azules. Se acercó a la clepsidra y la contempló un momento: faltaban todavía cuatro horas para el amanecer. Cuatro horas. Y luego otro día de agotadora frustración y ocio forzado: sentarse en el jardín, navegar por el río, recorrer con su carro de combate la pista del campo de adiestramiento del ejército, al este de la ciudad… El mismo carro que sus propias tropas le habían ofrecido como homenaje aquella mañana fresca y luminosa. ¡Qué joven era en aquella época! ¡Cómo se había estremecido su corazón con una mezcla de temor y emoción, y cómo se había aferrado a su caja dorada y bruñida mientras los caballos galopaban como una exhalación sobre la arena compacta hendiendo el aire inmóvil y abrasador del desierto con fuego y muerte!

Ahora era invierno, el mes de Athor, un mes que ya parecía interminable, aunque apenas se hubiese iniciado. En las noches destempladas y los días un poco menos calurosos que los del verano, comenzó a sentir una creciente desesperación, fruto de su forzada inactividad. Y aquel viejo tormento, ese tormento que parecía siempre nuevo, comenzó a clavársele con tal intensidad que la obligó a abrir los ojos. Frente a ella, por entre la penumbra, su propia imagen flotaba en el inmenso bajorrelieve de plata labrada que ocupaba una parte del muro. El mentón que portaba la barba faraónica se erguía altanero, la mirada firme y obstinada asomaba bajo el peso de la imponente y majestuosa doble corona de Egipto. De pronto sonrió.

«Así pues, yo, hija de Amón, he sido y seré siempre rey de Egipto. Y en los días venideros, los hombres lo sabrán y se maravillarán, como también yo lo he hecho al contemplar los monumentos y las formidables obras llevadas a cabo por mis antepasados. No estoy sola. Después de todo, viviré eternamente».






1

A pesar de que la pared norte del aula se abría al jardín, la brisa estival no corría por entre las deslumbrantes columnas blancas salpicadas de colores. Hacía un calor sofocante. Los alumnos estaban sentados muy juntos sobre sus respectivas esteras de papiro, con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada sobre los trozos de terracota, tratando trabajosamente de copiar la lección del día. Khaemwese, cruzado de brazos, sintió que una leve somnolencia comenzaba a invadirlo y miró disimuladamente la clepsidra de piedra. Ya era casi mediodía. Tosió para llamar la atención, y una serie de rostros diminutos se alzaron para mirarlo.

—¿Habéis terminado ya? ¿Quién está dispuesto a leerme los conocimientos que ha aprendido hoy? O tal vez sería mejor preguntar quién posee los conocimientos necesarios para leerme la lección de hoy. —Se regodeó con su ingenioso juego de palabras, y un leve murmullo de risas corteses recorrió la habitación—. ¿Tú, Menkh? ¿O tal vez User-amun? Sé muy bien que Hapuseneb puede hacerlo, así que queda descartado. ¿Quién más se anima? Tutmosis, te escucho.

Tutmosis se puso de pie de mala gana mientras Hatshepsut, sentada a su lado, se burlaba de él y le hacía muecas. El muchachito no le prestó atención y, sosteniendo la vasija con ambas manos, la escrutó con expresión atribulada.

—Puedes comenzar. Hatshepsut: estate quieta.

—Me dicen que… que…

—Corréis.

—Ah, sí. Corréis. Me han dicho que corréis tras los placeres. No cerréis vuestros oídos a mis exhortaciones. ¿O es que solo prestáis atención a todo… a todo…?

—… tipo de palabras necias.

—Claro…, a todo tipo de palabras necias.

Khaemwese lanzó un suspiro mientras el muchachito seguía leyendo en voz monótona. Era evidente que Tutmosis jamás llegaría a ser un hombre instruido y culto. La magia de las palabras no ejercía ninguna atracción sobre él; al parecer, su única aspiración era que lo dejaran dormitar durante las clases. Tal vez el faraón haría bien en hacer ingresar a su hijo en el ejército a una edad temprana. Pero Khaemwese sacudió la cabeza al imaginar a Tutmosis, arco y lanza en mano, marchando a la vanguardia de una compañía de aguerridos soldados. En ese momento el pequeño volvió a estancarse en la lectura y se quedó mirando al maestro con torpe azoramiento, con el dedo clavado en el indescifrable jeroglífico.

El anciano sintió un arrebato de furia.

—Este pasaje —afirmó coléricamente, golpeando malhumorado su propio rollo de papiro— se refiere a la necesidad del empleo prudente y merecido del látigo de cuero de hipopótamo en el trasero de un jovencito holgazán. ¿No crees, Tutmosis, que quizás el escriba pensaba precisamente en alguien como tú? ¿Que te vendría bien recibir un buen par de azotes? ¡Tráeme inmediatamente mi látigo de hipopótamo!

Varios de los chicos más grandes comenzaron a lanzar risitas ahogadas, pero Neferu-khebit extendió la mano en son de súplica.

—¡Por favor, maestro, no lo castigue! ¡Ayer ya recibió una tunda, y mi padre estaba muy enfadado!

Tutmosis se ruborizó y la fulminó con la mirada. Lo del látigo de hipopótamo era una broma vieja y gastada, pues solo se trataba de una delgada y flexible vara de sauce que Khaemwese llevaba a veces bajo el brazo como el bastón de mando de un general del Estado Mayor. El auténtico látigo se usaba solo con los delincuentes y los agitadores políticos. El hecho de que una muchacha hubiese salido en su defensa fue como un puñado de sal arrojado en una herida abierta, y Tutmosis masculló en voz baja cuando el maestro le indicó con gesto perentorio que tomara asiento.

—Muy bien, Neferu. Puesto que deseas que se le conmute la sentencia, supongo que estás dispuesta a ocupar su lugar. Ponte de pie y continúa.

Neferu-khebit era un año mayor que Tutmosis y considerablemente más inteligente que él. Ya había pasado de los cacharros viejos y rotos a los rollos de papiro, así que la lectura le resultó sencilla.

Como de costumbre, la clase concluyó con la Oración a Amón. Cuando Khaemwese abandonó el recinto, los alumnos se pusieron de pie y estallaron en un parloteo simultáneo.

—No te preocupes por lo que ha pasado, Tutmosis —dijo alegremente Hatshepsut mientras enrollaba su estera—. Después de la siesta ven conmigo a ver el nuevo cervatillo del zoológico. Papá mató a su madre, así que ahora no tiene a nadie a quien querer. ¿Me acompañarás?

—No —le respondió bruscamente—. Ya no me interesa acompañarte en tus correrías. Además, de ahora en adelante todas las tardes debo ir al cuartel para que Aahmes pen-Nekheb me enseñe a usar el arco y la lanza.

Fueron a un rincón y depositaron allí sus esteras sobre la pila que formaban las de los demás chicos, mientras Neferu-khebit llamaba por señas a la esclava desnuda que aguardaba pacientemente junto a la enorme jarra de plata. La mujer les sirvió agua y la entregó con una reverencia.

Hatshepsut bebió con avidez, chascando los labios.

—¡Ah, qué agua tan exquisita! ¿Y tú, Neferu? ¿No quieres acompañarme esta tarde?

Neferu bajó la mirada y sonrió a su hermana menor. Le acarició la cabeza rapada casi por completo y le acomodó el mechón infantil para que volviera a caerle decorosamente sobre el hombro izquierdo.

—Veo que has vuelto a mancharte el faldellín con tinta, Hatshepsut. ¿No crecerás nunca? Muy bien, iré contigo si Nozme te autoriza. Pero solo un rato. ¿De acuerdo?

—¡Oh, sí! —respondió la pequeña brincando de alegría—. ¡Ven a buscarme cuando te levantes!

En la habitación solo estaban la esclava y ellos tres; los otros chicos habían partido deprisa a sus casas con sus respectivas esclavas, pues el calor aumentaba y ya se había convertido en una masa compacta y pesada de aire abrasador que parecía abatirse sobre ellos y adormilarlos. Tutmosis bostezó.

—Me voy a buscar a mi madre. Supongo que debería agradecerte, Neferu-khebit, que me hayas salvado del castigo, pero te ruego que en el futuro te ocupes de tus propios asuntos. Puede que a los otros varones les resulte un espectáculo divertido, pero para mí es humillante.

—¿Así que prefieres una paliza a hacer el ridículo? —le preguntó Hatshepsut, con aire burlón—. Realmente, Tutmosis, tienes demasiado amor propio. Y además es cierto, eres un holgazán.

—¡Cállate! —le ordenó Neferu—. Tutmosis, sabes bien que solo lo he hecho pensando en ti. Aquí está Nozme. Portaos bien. Te veré más tarde, pequeña Hat.

Depositó un beso en la coronilla de Hatshepsut y salió al resplandor del jardín. A Nozme le estaba permitido tomarse casi las mismas libertades que a Khaemwese con los hijos de la familia real. Como nodriza real los regañaba, los persuadía con halagos, ocasionalmente les propinaba una paliza y en todo momento los adoraba. Debía velar por su seguridad y responder con su vida ante el faraón. Había entrado al servicio de la segunda esposa de este, Mutnefert, en calidad de ama de leche, cuando nacieron los mellizos Uatchmes y Amunmes, y luego la divina consorte Ahmose la había conservado para que cuidara de Neferu-khebit y Hatshepsut. En cambio, Mutnefert misma se había encargado de amamantar a Tutmosis, su tercer hijo; lo protegía como un águila a su pichón, pues el hijo varón era un don muy preciado, sobre todo tratándose de un hijo real, y sus otros dos pequeños habían muerto víctimas de la peste. En la actualidad Nozme tenía la lengua rápida y el rostro enjuto, y estaba tan flaca que las vestiduras colgaban libremente de su cuerpo esquelético y sus tobillos desnudos flameaban y chocaban entre sí mientras corría de aquí para allá, gritándoles a las esclavas y sermoneando a los chicos. Ya nadie la temía, y solo Hatshepsut seguía teniéndole afecto, tal vez porque, con el veleidoso egoísmo propio de la infancia, la pequeña se sabía amada por todos y tenía la certeza de que nadie se opondría a sus deseos.

Al ver a Nozme surgir de la penumbra del vestíbulo, Hatshepsut corrió hacia ella y la abrazó. Nozme le devolvió el abrazo y le chilló a la esclava:

—¡Tira esa agua de una vez y lava la jarra! Barre el suelo para la clase de mañana. Luego puedes irte a tu cuarto y descansar. ¡Vamos, deprisa!

Le lanzó una mirada a Neferu-khebit y se preguntó a dónde iría a esa hora del día, pero ahora que la joven ya no llevaba la cabeza rapada sino cubierta de brillantes trenzas de pelo negro que le llegaban a los hombros y se vestía como las mujeres adultas, Nozme ya no tenía autoridad sobre ella. Luego, tomando a la pequeña de la mano, la condujo lentamente por el laberinto de columnatas y umbrosos atrios hasta llegar a la puerta del cuarto de los niños, contiguo a las habitaciones de las mujeres.

En el cuarto de su alteza real la princesa Hatshepsut Khnum-amun corría una leve brisa. Las aberturas del techo apresaban cualquier viento del Norte, formando pequeños remolinos de aire caliente. Cuando Nozme y la pequeña entraron en la habitación, las dos esclavas que allí esperaban se incorporaron de un salto y levantaron los abanicos. Nozme no se dignó a saludarlas. Mientras le quitaba a Hatshepsut el faldellín de hilo blanco, ladró una orden, y apareció otra esclava con un jarro lleno de agua y paños. La nodriza lavó con presteza el cuerpo de la niña.

—Veo que de nuevo tienes la ropa manchada de tinta —le dijo—. ¿Por qué eres tan descuidada?

—De verdad, lo siento —mintió Hatshepsut, de pie y medio dormida, mientras el agua le mojaba los brazos y surcaba la piel morena de su torso—. Neferu-khebit también me ha reñido por lo mismo. No puedo entender cómo ha podido haberme ocurrido.

—¿La clase de hoy ha sido buena?

—Supongo que sí. Pero la escuela no me entusiasma: hay que aprender demasiadas cosas y siempre tengo la sensación de que en cualquier momento Khaemwese me reprenderá por algo. Además, no me gusta ser la única chica.

—También está su alteza Neferu.

—Su caso es distinto. A Neferu le importan un bledo las sonrisas de superioridad de los varones.

A Nozme le habría gustado responder que Neferu no parecía interesarse por nada en absoluto, pero de pronto recordó que esa pequeña de ojos despiertos y rostro atractivo que bostezaba sin cesar mientras se dirigía al lecho era la niña mimada del gran faraón, y sin duda le contaba a su padre cada una de las palabras pronunciadas en ese recinto. Nozme se mostraba abiertamente contraria a todo lo que implicaba apartarse de las costumbres tradicionales y, por consiguiente, la idea de que las niñas, aunque fueran las hijas del rey, estudiaran con los varones constituía una permanente fuente de irritación para ella. Pero el faraón había hablado: deseaba que sus hijas recibieran una educación adecuada, y así se hizo. Nozme se tragó las herejías que pugnaban por salir de su boca y se inclinó para besarle la mano a la pequeña.

—Duerme bien, alteza. ¿Necesitas algo más?

—No, Nozme. Neferu me ha prometido que más tarde me llevaría a ver a los animales. ¿Puedo ir?

—Desde luego, siempre que te acompañen una esclava y un guardia. Ahora descansa. Te veré luego —dijo; hizo una seña a las figuras inmóviles que estaban de pie en la penumbra y salió del cuarto.

Las dos mujeres se acercaron, con su piel negra brillante por la transpiración, y comenzaron a balancear lentamente los grandes abanicos sobre la cabeza de Hatshepsut sin quebrar el silencio.

Pequeñas oleadas de aire se desplazaron sobre su cuerpo y, por un momento, la pequeña se quedó mirando las plumas que se mecían y vibraban encima de ella, mientras poco a poco le fue invadiendo una sensación de seguridad y de paz. Cerró los párpados y giró el cuerpo para quedar de costado. La vida era hermosa, a pesar de las regañinas de Nozme y de que Tutmosis últimamente no hacía más que mirarla con el ceño fruncido.

«No sé por qué se ha vuelto tan holgazán —pensó, adormilada—. A mí me encantaría ser soldado y aprender a tirar con el arco y a arrojar la lanza. Quisiera poder marchar con los hombres y pelear junto a ellos».

Los sueños comenzaron a poblar su cabecita y se quedó dormida.

Cuando despertó, el sol todavía estaba alto, pero había perdido gran parte de su fuerza. A su alrededor, el palacio se sacudía de su letargo y comenzaba a avanzar pesadamente hacia el fin de otro día, como un enorme hipopótamo que se yergue en el barro.

En cuanto se asomó fuera —limpia, fresca y llena de impaciencia—, echó a correr, y a la esclava y al guardia les costó mantenerse a su par. Por cada lugar que pasaba, los jardineros se incorporaban y la saludaban con una reverencia, pero ella casi no los veía.

Desde que comenzó a dar sus primeros pasos, el mundo siempre la había venerado como la hija del Dios; así que en ese momento, a los diez años, la imagen de su destino fluía dentro de ella con la misma naturalidad que su sangre, sin que jamás se le hubiera ocurrido cuestionarse sus derechos a ese mundo y a todo lo que implicaba. Estaba el rey: el Dios, su padre. Estaba la divina consorte, su madre. Estaban Neferu-khebit, su hermana, y Tutmosis, su medio hermano. Y también, por supuesto, el pueblo, que solo existía para adorarla. Y, en algún lugar, al otro lado de los altos muros del palacio, estaba Egipto, esa tierra hermosa que jamás había visto pero que la rodeaba y le provocaba un temor reverente. Sabía que para conocerla bien debía esperar a ser grande, pues las personas mayores pueden hacer lo que se les antoje. Así que esperaría.

Neferu la aguardaba junto a la cerca, sola. Volvió la cabeza y sonrió cuando vio que Hatshepsut se le acercaba a toda prisa, jadeando. Neferu estaba pálida y tenía los ojos cansados. No había dormido. Hatshepsut tomó a su hermana mayor de la mano y echaron a andar.

—¿Dónde está tu esclava? —le preguntó Hatshepsut—. Yo he tenido que traer a la mía.

—Le he dicho que se fuera. Hay momentos en que me gusta estar a solas, y ya tengo edad suficiente para hacer casi todo lo que deseo. ¿Has dormido bien?

—Sí. Nozme ronca como un toro, pero me las ingenio para dormir. Sin embargo, echo de menos la época en que dormías en el lecho de al lado; ahora la habitación me parece inmensa y vacía.

Neferu sonrió.

—En realidad es un cuarto muy pequeño, querida Hatshepsut, como comprobarás cuando te trasladen a un cuarto amplio y lleno de ecos como el mío—. Lo dijo con un dejo de amargura, pero la pequeña ni siquiera lo advirtió.

Traspasaron el portón y caminaron por un amplio sendero arbolado, flanqueado por jaulas ocupadas por una gran variedad de animales: algunos propios de la zona, como los íbices, la familia de leones o las gacelas; otros, en cambio, traídos por su padre de las tierras remotas donde había realizado sus campañas siendo joven. La mayoría de los animales dormían tendidos a la sombra, y su olor fue como un manto cálido y cordial que rodeó a las muchachas en su deambular. El sendero desembocaba en el muro principal, que se erguía súbitamente frente a ellas y parecía velar el sol. A sus pies había una modesta casa de adobe de dos ambientes donde vivía el guardián del zoológico real, quien las aguardaba de pie en la galería. Cuando las vio acercarse salió al exterior, cayó de rodillas y se postró con la frente sobre el suelo.

—Salud, Nebanum —dijo Neferu—. Puedes levantarte.

—Salud, alteza —respondió el hombre, poniéndose trabajosamente de pie y conservando la cabeza gacha.

—¡Salud! —exclamó Hatshepsut—. Vamos, Nebanum, ¿dónde tienes el cervatillo? ¿Está bien?

—Sí, muy bien, alteza —replicó Nebanum con voz grave y un brillo divertido en los ojos—, pero lo único que le interesa es comer. Lo tengo en un corral detrás de mi casa. Si tenéis la amabilidad de seguirme… Es un pequeño muy alborotador; anoche gritó toda la noche.

—¡Pobrecito! Se ve que echa de menos a su madre. ¿Crees que permitirá que lo alimente?

—Tengo lista un poco de leche de cabra por si su alteza quiere hacer el intento. Pero debo advertir a su alteza que se trata de un animalito muy fuerte, capaz de tirarla al suelo o de derramar la leche sobre su faldellín.

—Oh, eso no tiene ninguna importancia. Vosotros dos —dijo, volviéndose y dirigiéndose a la paciente y sudada pareja que le servía de escolta—: quedaos aquí. Esperadme sentados debajo de un árbol o donde prefiráis. No pienso escaparme. —Luego se acercó a Nebanum y le dijo—: ¡Vamos!

Neferu asintió y la pequeña comitiva rodeó la casa. El muro se encontraba a solo diez pasos y proyectaba sobre ellos una sombra fresca; justo debajo había un corral pequeño y provisional formado por un cerco de estacas de madera y cordel, por encima del cual asomaba una cabeza de color tostado con enormes ojos y larguísimas pestañas. Al verlo, Hatshepsut lanzó una exclamación, echó a correr hacia el animal y estiró los brazos para acariciarlo. Inmediatamente el cervatillo abrió su aterciopelada boca y de ella asomó una lengua rosada.

La niña gritó, emocionada:

—¡Mira, Neferu! ¡Mira cómo me lame los dedos! ¡Oh, apresúrate, Nebanum; está tan hambriento que debería hacerte azotar! ¡Trae la leche de una vez!

Nebanum casi no pudo disimular una sonrisa. Hizo una reverencia y desapareció por el otro lado de la casa.

Neferu se acercó y se quedó junto al corral.

—Es hermoso —dijo, mientras le acariciaba el fino pescuezo—. Pobrecito, verse convertido en un prisionero.

—¡No digas tonterías! —exclamó Hatshepsut—. Si nuestro padre no lo hubiese traído, habría perecido en el desierto, devorado por los leones, las hienas y algún otro animal feroz.

—Ya lo sé. Pero en cierta forma tiene un aspecto tan patético, parece tan necesitado de cariño, tan solo…

Hatshepsut giró la cabeza, lista para lanzar otra exclamación de impaciencia, pero se quedó muda al ver a Neferu: estaba llorando; las lágrimas le caían a raudales por las mejillas. Hatshepsut la contempló atónita: Neferu siempre le había parecido tan controlada y dueña de sí que ese súbito desahogo acaparó todo su interés. No pareció sentirse cohibida en absoluto y, al cabo de un par de segundos, apartó la mano de la boca del cervatillo y se la secó en el faldellín.

—¿Qué te pasa, Neferu? ¿Estás enferma o algo por el estilo?

Neferu sacudió la cabeza con vehemencia y apartó la mirada, esforzándose por controlar el llanto. Por último cogió el borde de su túnica y se secó la cara.

—Lo siento, Hatshepsut. No sé qué me pasa. Hoy no he podido dormir y supongo que estoy un poco cansada.

—Oh.

Fue el único comentario que Hatshepsut atinó a hacer, y comenzó a sentirse cada vez más incómoda. Así que cuando vio que Nebanum reaparecía con un jarro alto y fino en las manos, corrió hacia él con gran alivio.

—¡Deja que yo lo lleve! ¿Pesa mucho? Tú ábrele la boca y yo le verteré la leche.

Nebanum abrió el corral y ambos entraron. Con mucha suavidad sujetó al animal entre las rodillas y con ambas manos lo obligó a abrir las quijadas. Hatshepsut, con la lengua asomándole por entre los dientes, acercó el jarro a esa cara que se retorcía y comenzó a inclinarlo para verter su contenido. Por el rabillo del ojo vio que Neferu daba media vuelta y se alejaba. Furiosa, maldijo en su interior a su hermana por haberle estropeado el día. En ese momento las manos le temblaron y una cascada de leche le empapó el frente del cuerpo, formando un charco bajo sus pies descalzos.

Nebanum cogió el jarro cuando ella se lo extendió, y el cervatillo se alejó bamboleándose, lamiéndose el hocico y lanzándoles una mirada soñolienta por entre los párpados entornados.

—Gracias, Nebanum. Es más difícil de lo que parece, ¿no crees? Volveré mañana y haré un nuevo intento. Adiós.

El hombre hizo una reverencia exagerada para disimular la sonrisa que le asomaba a los labios.

—Adiós, alteza. Siempre es un verdadero placer teneros por aquí.

—¡Por supuesto! —le contestó por encima del hombro, mientras salía de allí a la carrera. Alcanzó a Neferu justo cuando su hermana cruzaba la puerta. Hatshepsut la tomó impulsivamente del brazo.

—No estés enfadada conmigo, Neferu. ¿He hecho algo para ponerte así?

—No —respondió su hermana mayor, rodeando sus hombros pequeños y huesudos con el brazo—. ¿Quién podría enfadarse contigo? Eres preciosa, inteligente y buena. Nadie te tiene antipatía, Hatshepsut, ni siquiera yo.

—¿Por qué me dices eso? No te entiendo, Neferu-khebit. Yo te quiero. ¿Acaso no me quieres tú también?

Neferu la arrastró a la sombra de los árboles, dejando que los sirvientes las esperaran en medio del sendero.

—Sí, yo también te quiero. Pero lo que pasa es que últimamente… Oh, no sé si debería contarte todo esto; eres demasiado joven para entenderlo. Pero necesito decírselo a alguien.

—¿Tienes un secreto, Neferu? —exclamó Hatshepsut—. ¡Sí! ¡Lo tienes, lo tienes! ¿Estás enamorada? ¡Oh, por favor, cuéntamelo todo! —Estiró a Neferu del brazo y las dos se dejaron caer sobre el césped fresco—. ¿Por eso lloras? Todavía tienes los ojos un poco hinchados.

—¿Como puedes imaginar siquiera lo que siento? —se lamentó Neferu en voz baja—. Para ti la vida será fácil; día tras día, no será más que un juego continuo. Cuando tengas edad para ello, podrás casarte con quien se te antoje y vivir donde te plazca: en las provincias, en los nomos, en las montañas. Serás libre, libre de viajar o no, de hacer lo que tú y tu marido deseéis, de disfrutar de tus hijos. En cambio yo… —Entrelazó las manos y se recostó contra el tronco del árbol—. A mí se me aparta de los demás y se me prodigan toda clase de cuidados —continuó diciendo con expresión estoica—. Me alimentan con exquisiteces y me visten con las telas más finas. Las joyas se amontonan como guijarros en mis arcones, y todo el día esclavos y nobles se postran frente a mí. No hago más que ver coronillas. Cuando me levanto, me visten; cuando tengo hambre, me alimentan; cuando estoy cansada, surge un montón de manos para abrirme la cama y apartar las sábanas. Incluso en el templo, cuando oro, canto y agito el sistro, allí están. —Sacudió la cabeza con gesto de fatiga y el cabello se le soltó y le cubrió la nuca—. No quiero ser gran esposa real. No quiero ser divina consorte. No quiero casarme con el tonto y bienintencionado Tutmosis. Solo quiero que me dejen en paz, Hatshepsut, para vivir como me dé la gana.

Cerró los ojos y se quedó callada. Tímidamente, Hatshepsut le acarició el brazo. Se quedaron allí un rato, cogidas de la mano, hasta que el sol comenzó a hundirse en el horizonte y poco a poco las sombras se fueron alargando. Por último Neferu se estremeció.

—He tenido un sueño —susurró—, un sueño espantoso. Lo tengo prácticamente cada vez que duermo. Por eso hoy no quise acostarme y preferí salir al jardín y quedarme tendida debajo de un árbol hasta que los ojos me ardieran de cansancio y el mundo me pareciera casi tan irreal como si hubiese dormido. Sueño… sueño que estoy muerta, y que mi ka está de pie en un recinto enorme y oscuro que huele a carne en descomposición. Hace mucho frío. En el otro extremo hay un portal por el que se cuela la luz; la luz hermosa, brillante y cálida del sol. Sé que allí me aguarda Osiris, pero, en cambio, donde está mi ka solo hay penumbras, hedor y una terrible desesperanza porque entre la puerta y yo está la balanza, y detrás de la balanza está Anubis.

—Pero ¿por qué le temes a Anubis, Neferu? Lo único que él desea es que los platillos de la balanza se equilibren.

—Sí, ya lo sé. Toda mi vida he tratado de hacer el bien para no tener nada que temer cuando pesen mi corazón. Pero en este sueño las cosas son diferentes. —Se puso de rodillas, y las manos le temblaban cuando las apoyó en los hombros de Hatshepsut—. Me acerco al dios. Tiene algo en la mano, algo que late y palpita. Yo sé que es mi corazón. La Pluma de Maat, tan hermosa, está sobre uno de los platillos. Anubis tiene la cabeza gacha. Coloca el corazón en el otro platillo y este comienza a bajar. Yo me quedo paralizada de terror. El platillo baja, y sigue descendiendo, hasta que, con un golpe seco, golpea la mesa. En ese momento tengo la certeza de estar perdida y de que jamás recorreré ese suelo fresco hacia la gloria de Osiris, pero no grito. Por lo menos no hasta que el dios levanta la cabeza y me mira.

De pronto Hatshepsut sintió la imperiosa necesidad de levantarse y salir corriendo, de huir lejos, bien lejos, a cualquier parte con tal de no tener que oír el final de esa pesadilla espantosa. Comenzó a retorcerse de miedo bajo las manos de su hermana, pero los dedos de Neferu la apretaron con más fuerza y su mirada ardiente la abrasó.

—¿Sabes qué ocurre entonces, Hatshepsut? Me clava la vista, pero lo que veo no son sus centelleantes ojos de chacal, sino los tuyos. Pues eres tú quien me condena, Hatshepsut; tú, con los ropajes del dios pero con el rostro de una criatura. Y lo que siento es más terrible que si Anubis hubiese vuelto hacia mí su rostro de perro y, entreabriendo la boca, me hubiese mostrado los dientes con gesto amenazador. Grito, pero la expresión de tu cara no cambia. Tu mirada es tan fría e implacable como el viento que sopla en ese lugar maldito. Yo grito y grito, y mis propios alaridos me despiertan y las sienes me laten furiosamente.

La voz de Neferu fue debilitándose hasta volver a convertirse en un susurro, y entonces abrazó con fuerza a esa pequeña criatura asustada y confundida. Apretada contra el pecho de su hermana, Hatshepsut oía el galope desigual del corazón de Neferu. De repente el mundo ya no le pareció ese lugar seguro y lleno de diversiones de momentos antes. Por primera vez cobró conciencia de los reinos ignotos que se ocultan tras los ojos sonrientes de las personas amigas, de aquellas en las que se confía. Tuvo la cabal sensación de entrar a formar parte del sueño de Neferu-khebit, solo que ella estaba de pie al otro lado de la puerta, bendecida por Osiris, y veía a sus espaldas las tenebrosas tinieblas de la sala del Juicio Final. Forcejeó hasta librarse del abrazo de su hermana y se puso de pie sacudiéndose la hierba que había quedado adherida a las manchas de leche de su faldellín.

—Tienes razón, Neferu-khebit. No entiendo nada. Lo que es más: me asustas, y eso no me gusta. ¿Por qué no vas a ver a los médicos?

—Ya lo he hecho. No hacen más que asentir con la cabeza, y sonreír y decirme que debo tener paciencia, que las personas jóvenes suelen tener extraños pensamientos cuando crecen. ¡Y para qué hablar de los sacerdotes! Me aconsejan que presente más ofrendas, que Amón-Ra tiene en sus manos el poder de despojarme de todos mis temores. Así que oro y hago ofrendas, pero el mismo sueño sigue acosándome.

También Neferu se incorporó, y Hatshepsut se le colgó del brazo cuando se encaminaron al sendero.

—¿Se lo has contado a nuestra madre o a nuestro padre?

—Sé que la reacción de mi madre sería sonreír y regalarme un nuevo collar. Y ya sabes que mi padre no tiene mucha paciencia conmigo, que suele irritarse si permanezco demasiado tiempo a su lado. No; creo que lo único que me queda es esperar y ver si esto desaparece con el correr del tiempo. Lamento haberte perturbado, mi pequeña; pero ocurre que estoy rodeada de gente, mas no tengo amigos. A menudo tengo la sensación de que a nadie le importa en absoluto lo que me pasa, lo que siento. Por lo menos sé que nuestro padre no se preocupa por averiguarlo; y si él no lo hace, entonces ¿cómo pretender que lo hagan los demás? Porque él es el mundo, ¿no es así?

Hatshepsut suspiró. A esas alturas, había perdido por completo el hilo de los pensamientos de Neferu.

—Dime, Neferu, ¿por qué tienes que casarte con Tutmosis?

Neferu se encogió de hombros con desaliento.

—No creo que tampoco puedas entender eso, y en este momento estoy demasiado cansada para tratar de explicártelo. ¿Por qué no se lo preguntas al faraón? —le sugirió, con aire un poco sombrío, y continuaron caminando en silencio.

Cuando llegaron al vestíbulo bañado por el sol que conducía a los aposentos de las mujeres, Neferu se detuvo y se desprendió con suavidad de Hatshepsut.

—Ahora ve a buscar a Nozme y haz que te laven un poco. Por el aspecto que tienes, cualquiera diría que eres un pilluelo mugriento que se metió aquí por error —le dijo, riendo—. Yo debo regresar a mis aposentos y tratar de decidir qué me pondré esta noche. También vosotros podéis iros —dijo, dirigiéndose a los dos fatigados sirvientes apostados detrás de ellas—. Más tarde presentaos a la nodriza real.

Palmeó la cabeza de Hatshepsut con aire ausente y se esfumó sigilosamente, seguida por el tintineo de sus pulseras.

Muy alicaída, Hatshepsut se dirigió a sus propias habitaciones. La vida había sido tanto más sencilla y feliz cuando ella y Neferu eran más pequeñas y se pasaban el día jugando y riendo. Pero ahora se había abierto una brecha entre ambas. Después del sencillo y tradicional rito que indicaba que Neferu había alcanzado su plena condición de mujer, algo que para Hatshepsut seguía siendo una cosa misteriosa y atemorizadora, la habían mudado al ala norte del palacio, donde tenía su propio jardín con estanque, sus propias esclavas, consejeros y portavoces, y también su propio sacerdote personal, encargado de hacer sacrificios en su nombre. Hatshepsut la había visto cambiar, convertirse de una muchacha despreocupada y amable en una persona adulta majestuosa y remota, que deambulaba de aquí para allá con su séquito con una actitud distante y fría.

«Yo nunca cambiaré así —se prometió Hatshepsut con vehemencia mientras se volvía para dirigirse a su dormitorio y Nozme salía bruscamente del suyo para recibirla—. Yo seré siempre una persona alegre, tendré sueños hermosos y seguiré amando a los animales. Pobre Neferu».

Estaba inquieta y preocupada, e hizo oídos sordos a la reprimenda de Nozme por el lamentable aspecto en que se encontraba su segundo faldellín limpio del día. Se quedó pensando en el sueño de Neferu, envuelta en una nube de abatimiento que se negaba a abandonarla. Hasta que, por último, los gruñidos de la nodriza lograron abrirse paso hasta ella y la pequeña tuvo una reacción de empecinada rebelión.

—¡Cállate, Nozme! —dijo—. Quítame el faldellín, cepíllame el mechón y aféitame el resto de la cabeza; y hazme el favor de callarte de una vez.

El resultado fue sorprendente: como por arte de magia se terminaron los gritos y las farfullas. Al cabo de un silencio casi escandalizado durante el cual la nodriza se quedó inmóvil, con los labios fuertemente apretados y las manos paralizadas flotando en el aire, le hizo una reverencia y se volvió.

—Muy bien, alteza —fue lo único que atinó a decir, con plena conciencia de que la última de las criaturas a su cargo estaba probando sus alas, un poco sorprendida frente a su propia osadía, y que sus días como nodriza real estaban contados.



El sol había decidido, por fin, comenzar a declinar. Ra iniciaba su trayecto hacia el reposo, y los ribetes rojos y flameantes de su ardiente barca se esparcían por los jardines imperiales cuando Hatshepsut fue a saludar a su padre. El Gran Horus meditaba instalado en su enorme sitial y su abdomen asomaba por encima del enjoyado cinturón. Su torso voluminoso lanzaba llamaradas de oro y sobre su cabeza se erguían los símbolos de la realeza, que centelleaban con los rayos oblicuos de su padre celestial. Tutmosis I se estaba volviendo viejo. Tenía más de sesenta años, pero todavía parecía aquel hombre de fuerza colosal y gran empuje que no había vacilado en asir con decisión el cayado y el desgranador, las insignias reales que su predecesor le entregara, y en emplear ese poder para borrar para siempre hasta el último vestigio de la dominación de los hicsos. Gozaba de inmensa popularidad entre la gente sencilla del pueblo de Egipto: por fin tenían un dios, un símbolo de libertad y de venganza, que hizo que las fronteras fueran algo más que una palabra hueca. Sus campañas fueron famosas por la maestría de la táctica empleada y trajeron como resultado no solo un generoso botín para los templos y el pueblo, sino también un clima de seguridad que permitió que la gente se dedicara de lleno al cultivo de la tierra o a sus respectivos trabajos u ocupaciones. Había sido general del ejército del faraón Amenofis I, y el rey decidió pasar por encima de su propio hijo y colocar la doble corona en la testa más dispuesta de Tutmosis. Era también un individuo despiadado que no vaciló en renunciar a su esposa para casarse con Ahmose, la hija de Amenofis I, con el fin de convalidar su derecho al trono. Los dos hijos que había tenido con su primera esposa servían en ese momento en las filas de su ejército, y eran hombres ya crecidos y aguerridos, cuya misión consistía en patrullar las guarniciones de frontera en nombre de su padre. El poder y la popularidad de Tutmosis eran, quizá, mayores que los de cualquier otro faraón anterior, y ese poder no había disminuido ni menguado con el paso del tiempo. Su voluntad seguía poseyendo la fuerza y la solidez de un pilar de granito y, a su sombra, el pueblo de Egipto había restañado sus heridas para luego renacer y florecer.

Tutmosis estaba sentado junto al lago con su esposa, sus escribas y sus esclavos, descansando antes de la cena y contemplando los rizos rosados que la brisa del atardecer dibujaba sobre la superficie del agua. Cuando Hatshepsut caminó sigilosamente hacia él, descalza sobre el césped tibio, su padre se encontraba conversando con su viejo amigo Aahmes pen-Nekheb, quien permanecía de pie frente a él, con aspecto desmañado y visiblemente incómodo. Era obvio que Tutmosis estaba disgustado; si bien seguía contemplando fijamente el agua, Hatshepsut oyó que su voz se alzaba como en oleadas de irritación.