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Publicado por:

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© 2015, Miguel Ángel Francisco Roldán

© 2015, De esta edición:

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Maite Molina

Cubierta

Vasco Lopes

Maquetación

Noemí Buesule

Impresión

QP Print

Corrección

Carlos Cote Caballero

Primera edición: Diciembre de 2015

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Miguel Ángel Francisco Roldán

AMANECERES ROJOS, ATARDECERES VIOLETAS

Nova Casa Editorial






A Josep Forment

A Alberto Roviralta

A Elvis

LIBRO PRIMERO:
LA PARTIDA

1. Idurk

Miraba a derecha e izquierda, de este a oeste, de norte a sur, despacio, aturdido. Su mirada se paseaba incrédula por la vasta cuenca vacía de lo que una vez fue el mar: el mar se había ido. Esfumado, evaporado, gone, finito, no more. Quizá algún mago poderoso y malvado se escondía detrás de alguna de las colinas que una vez fueron islas... No, allí no había nada, nadie, solo vacío, oquedad, empitness, suelo cuarteado, algas marchitas, anclas oxidadas, boyas olvidadas, pedazos de redes, rocas grises, sal...

Miraba a derecha e izquierda, de este a oeste, de norte a sur una y otra vez como un leal vigía olvidado. Buscaba una explicación: el cielo permanecía inmutable, las nubes siempre cambiantes y pasajeras, pero aquel horizonte era ajeno.

Un perfil desconocido y atroz de un paisaje de pesadilla.

Aferrado a la proa de su barco no entendía nada, nada. Las manos le temblaban, la saliva espesa, el corazón se le escapaba del pecho. Miraba al suelo: apenas podía creer que bajo el casco de su tan querido barco no se dispusiera el mar, siempre presente y pretérito como la materia de la que está hecha el subconsciente, tan propia, tan de siempre, tan infalible. Su barco, el Latón, seguía en pie pero cojo y paralizado, hipnotizado por un céfiro perverso, espantoso, que había robado de sus pies de metal el sustento de sus días. Parecía hibernando, o peor aún, herido de muerte, moribundo. O aún peor: muerto ya. Nada tenía sentido. Nada encajaba en su simple cerebro de pescador: el mar se había ido, gone, good bye, au revoir.

La magnitud del suceso sobrepasaba toda posibilidad de raciocinio, abrumaba su inocente lógica, cortaba de raíz los pequeños brotes de juicio. Todo era emoción, terrible, intensa, dolorosamente evidente. “Quizá vuelva esta tarde... Por la noche... Quizá mañana...”, intentaba consolarse. “Si todo se ha ido tan de repente, ¿por qué no puede retornar de la misma manera?”. Sin embargo, aquella tierra seca y vacía, el suelo que fuera fondo del mar, parecía contarle a través de efluvios de muerte y nostalgia que el mar se había ido para no volver, lo habían robado quizá aquellos dioses de la antigüedad de los que alguna vez oyó hablar en la escuela, los mismos que jugaban con los humanos juegos crueles de encantamientos mortales.

Se sentó en cubierta, cabizbajo, apesadumbrado. Echaba de menos el sonido de las olas rompiendo contra el casco, el zumbido del motor, el acoso de las gaviotas alrededor del barco. Se acordó de Dios. Quizá él se lo había llevado. Quizá como castigo por sus malos hábitos, por querer siempre más, otra captura, un poco más, más grande, un rato más... Comenzó a rezar en silencio, casi sin darse cuenta, las pocas oraciones que conocía repitiéndolas una y otra vez. Cuando acabó le preguntó: “¿Por qué te has llevado el mar?”. Fueron las primeras palabras que pudo articular, que se hicieron voz en su garganta desde que despertó aquella mañana. Su voz sonó extraña en mitad del vacío. Luego suplicó: “¡Por favor, devuélvemelo!... ¡Devuélvemelo!”.

Imploraba en sollozos, poseído por la desesperación.

—No volverá.

Una voz. Se incorporó súbito y se asomó buscando con la mirada: venía del suelo, tenía que estar cerca del barco. Bajó con cuidado a tierra por la soga de amarre.

—¿Quién eres?

—No volverá...

La voz surgía de detrás de unos arbustos, a la sombra de una roca. Se acercó y el corazón le dio un vuelco cuando vio a un enorme esturión yaciendo agonizante sobre una porción de suelo todavía húmedo. Nunca había visto tan hermoso animal, tan grande, con aquella coloración. Se asustó.

—No te asustes. Yo no puedo hacerte daño. Eras tú quien me pescaba, quien me sacaba del agua para acabar mis días despanzurrado, seccionado, humillado en un puesto del mercado, mi carne y mis huevas vendidas al mejor postor como simple mercancía. Aquí era el rey.

Jamás había sentido pena por un pez.

—Es cierto, y lo siento. Lo siento de verdad. Nunca había sentido pena por ti.

—Poco importa ya. Yo me comía al pez pequeño, tú me comías a mí. Siéntate, siéntate a mi lado. Acompáñame. Nunca he sabido tu nombre.

—Abai. Me llamo Abai.

Se sentó junto a la cabeza del enorme pez. Sintió deseos de acariciar su lomo.

—Yo me llamo Idurk y era el rey de este mar. Llevaba millones de años nadando en estas aguas. Antes éramos miles y miles...

—Hasta que llegamos nosotros.

—Las aguas comenzaron a temblar, transmitían sonidos extraños que tardamos en reconocer: el golpeo de vuestros remos, el susurro de vuestras barcas surcando las aguas, el sonido extraño de vuestras voces... Cada vez erais más, las barcas se convirtieron en barcos, los remos en motores de hélice. Ya no podíamos eludir vuestras redes, ni nadar más rápido que vuestros propulsores.

—Lo siento. Créeme que lo siento... ¡Cómo no pude darme cuenta!

—Poco importa ya, Abai. Ya ves que no hay mar y no volverá.

—¿No volverá? ¿Estás seguro? ¿Cómo lo sabes?

—Las aguas... Las vi marchar hipnotizadas, poseídas por un destino ineludible e incomprensible. Como el destierro de un ejército fantasma. Cantaban cánticos de despedida, bellos, muy hermosos, tristes. “Nuestra hora ha llegado”, decían como si hubiesen estado esperando una señal desde los primeros amaneceres del mundo. Yo no podía entender. “Idurk, ¿vienes?”, me preguntaron. Yo les respondí que no podía marchar, que esta era mi casa, mi reino, que no entendía por qué tenían que partir. “Entonces morirás, ¿lo sabes?”. Yo simplemente asentí.

—¿Y el resto de los peces?

—Algunos se fueron. Otros se quedaron a mi lado pero ya han muerto y otras bestias han dado cuenta de ellos. A mí ya me queda muy poco.

—Si pudiera ayudarte...

—No puedes, Abai. Es mi destino, ahora lo sé y estará escrito en alguna parte en una lengua quizá olvidada en algún remoto rincón del universo. Mi hora ha llegado, mi cuerpo sustentará otras vidas.

—Pero tu espíritu perdurará siempre, ¿verdad?

—Mi espíritu nunca se ha extinguido, Abai, y nunca se extinguirá. Es el mismo hálito que habita en el interior de todos los seres vivos. Ahora me despido. Déjame estar.

El enorme esturión expiró. Cerró los ojos y su respiración cesó. Abai lo contemplaba compungido. Acarició su dorso húmedo y frío y lloró.

2. Uno grande y otro pequeño

Visitó la casa de sus padres. Caminaba con tristeza por la tan conocida senda recordando con añoranza la alegría de otros tiempos, cuando llevaba a su madre un buen pescado, una cesta de frutas o una pieza de cordero comprada en el mercado. Caminaba despacio por el polvoriento camino, le pesaban las piernas, le pesaba el cuerpo como en esas pesadillas en las que uno quiere correr, huir, y no puede. Qué extraño se le hacía todo aquello sin el olor del mar, sin el omnipresente rugir de las olas como música de fondo. En vez de ello, silencio, un enorme vacío que succionaba sus pensamientos irremediablemente como un agujero negro instalado en la tierra. La evidencia era demasiado abrumadora, aquello no era una pesadilla, era peor, era real. No había posibilidad de despertar, de alivio, de consuelo, de restablecimiento.

Avistó la casa de sus padres en la distancia. Le pareció vieja y cochambrosa. A medida que se fue acercando, la tan familiar silueta logró levantarle el ánimo: el viejo porche, las dos ventanas con las cortinas de flores azules de su madre, la puerta de entrada verde con el pomo negro, el tejado gris, la bicicleta oxidada de su padre apoyada en un lateral de la casa, la huerta siempre llena de hierbas... Todo ello le traía buenos recuerdos.

Saludó desde lejos a su padre, sentado al resguardo del porche, con la misma manta de cuadros de siempre tapándole las piernas. Este levantó el brazo derecho a media altura con un gesto lento, para dejarlo caer sobre su regazo con la misma lentitud. Era obvio que no le había reconocido, pero Abai no esperaba que le reconociera. Su padre llevaba años sumido en crisis de ausencia cada vez más frecuentes y largas, hasta llegar a un estado de alejamiento permanente en el que solo por unos instantes parecía volver a la vida real, reconocer a su esposa, su casa, su viejo entorno, a sí mismo, para volver a partir, de la misma manera que había llegado, hacia algún recóndito lugar dentro de sí mismo. Desterrado en su propio cuerpo. Llegó frente a él y le sonrió. Se sabía de memoria las arrugas de su frente, el largo y poblado recorrido de su bigote, la pronunciada protrusión de su labio inferior, la siempre elegante caída de su flequillo blanco. Era su padre, el de siempre, un poco más viejo, un poco más ausente.

—¡Hola, padre!

Él le miró. Sus labios dibujaron un amago de sonrisa, pero era obvio que no le había reconocido. Subió los tres escalones de madera que daban acceso al porche, se acercó hasta él y le besó en la frente.

—Hola, padre...

Lo repitió con una voz casi inaudible, como si hablara para sí. Era muy doloroso ver a su padre de aquella manera, pero a la vez sintió alivio de que no fuera testigo del gran desastre que se acababa de producir. A su padre, hombre recio de mar, de quien había aprendido todo lo que sabía sobre la pesca, la navegación, los caprichos de las aguas, se le habría roto el corazón al contemplar el devastador espectáculo. Le acarició la espalda. “Qué bien, padre, que no lo hayas visto...”.

Su madre hizo acto de presencia. Sonrió a su hijo con dulzura y tristeza y le besó en la mejilla.

—Creí oír voces...

—Madre, ya sabrás...

—¿Lo del mar? Sí, lo he oído.

Su madre no pareció darle gran importancia, lo cual dejó a Abai algo contrariado. Se acercó hasta su esposo.

—¡Mira quién ha venido a vernos... Tu hijo Abai!

Le hablaba como a un niño pequeño. Él musitó algo que Abai no pudo entender, a la vez que hizo un gesto parecido a encogerse de hombros.

—Dice que se alegra de que estés aquí.

Abai no creyó a su madre. Ella parecía vivir en un mundo paralelo al de los demás, interpretando las cosas de la vida a su manera, sin importarle las opiniones del resto de los mortales o incluso las sensaciones que le transmitían los sentidos. Lo que no le gustaba, simplemente, no existía, y lo que a ella le hubiese gustado, con la misma simpleza, lo fabricaba de la nada. Hacía más de dos años que su padre no hablaba. Contempló por unos instantes la cara sonriente de su madre, luego miró a su padre y sintió que ellos tres vivían en dimensiones diferentes.

—Madre, ya no hay mar.

—Eso he oído. Ven, entra, ¿te quedarás a dormir?

—Creo que sí. ¿Y padre?

—Ahí lo ves... Descansando, como siempre. Bien se merece un descanso el hombre.

Siguió a su madre hacia el interior de la casa convencido de que ella no era plenamente consciente del estado de su padre, o quizá sí lo era pero había decidido ignorarlo y fabricarse su propia realidad.

Dedicó un buen rato a limpiar la huerta de hierbas y maleza. Reparó la valla. Se acercó hasta la bicicleta oxidada y recordó con melancolía cómo su padre llegaba de faenar en el mar, él siendo solo un niño, pedaleando alegremente con la cesta llena de pescado y un cigarrillo entre los labios. La misma bicicleta con la que él había aprendido a pedalear. Accionó el timbre, sonó apagado y ronco como un grillo muerto al que el viento hace frotar las alas por accidente. Pareció decirle “déjame, ¿no ves que ya no tengo razón de existir?”. El marco oxidado, las cubiertas de goma cuarteadas, la cadena anquilosada. Parecía todo un símbolo de lo que era aquella casa, sus padres, su pasado.

Se acercó hasta el porche y se sentó en una silla al lado de su padre. Este pareció no percatarse de su presencia. Conocía aquel paisaje de memoria: las colinas peladas, los matorrales castigados por el viento, el camino de tierra gris. Desde allí no se veía el mar, apostado detrás de las lomas, pero siempre habían sentido su presencia como si fuera un ser querido, cercano, parte de la familia. Abai contemplaba ahora las colinas con tristeza, sabiendo que el mar ya no se encontraba al otro lado. Miró a su padre, sus ojos abiertos, parpadeos lentos y espaciados, su expresión imperturbable. Parecía también contemplar las colinas como si supiese que algo fatal había ocurrido más allá. Aferró su mano dura y huesuda, sitió su piel gruesa, fría, acarició la mancha amarilla de nicotina en su dedo índice de los miles de cigarrillos que había fumado. Se preguntaba si notaría el contacto de su mano. Frunció el ceño como si hubiese visto algo en el horizonte. Abai miró en la misma dirección pero no vio nada. Quizá fue algún pensamiento... “¿Qué es lo que pasa por tu mente, padre?... ¿Dónde estás?... ¿Cómo has llegado hasta allí?... Si pudieras volver, solo por un instante...”. Así dejó pasar el tiempo, sentado junto a su padre, mientras el sol caía, el viento agitaba la hierba y los gorriones volaban de vuelta al nido. Tenía la esperanza de que, de alguna manera, él advirtiera su presencia sintiéndose acompañado.

La cena transcurrió en silencio, una sopa de patata, zanahoria y pedazos de brema. Su padre era capaz de alimentarse por sí solo una vez que tenía el plato delante y la cuchara en la mano. No parecía importarle la comida, se limitaba a engullir como un autómata lo que su mujer cocinara sin mostrar ningún tipo de emoción. Cuando la comida del plato se acababa, permanecía quieto, inexpresivo, con la cuchara todavía en su mano derecha. Entonces, su mujer, pacientemente, le retiraba la cuchara y el plato y le secaba los labios con la servilleta que le colgaba del cuello de la camisa. La misma rutina se repetía en cada comida. Abai contemplaba la escena con gran tristeza y resignación. Su madre acompañó a su padre a la cama.

—Buenas noches, padre, que descanses.

Se esforzó en sonreír, mirándole a la cara, sin esperar respuesta, ni siquiera una mirada de reconocimiento, poniendo en aquella rutinaria frase todo su amor. Se quedó solo sentado a la mesa. Miraba a su alrededor contemplando lo que durante tantos años había sido su hogar, hasta el día en que decidió que el Latón sería su casa. No había cambiado nada: la cocina de leña de su madre, la misma mesa y las mismas sillas, el mismo suelo de madera, las mismas estanterías, los mismos platos, los mismos pucheros, el mismo jarrón perlado con flores de plástico, los mismos santos de su madre, figuritas, estampas, plegarias. Sintió que aquel ya no era su hogar y tuvo la certeza de que había vuelto para despedirse.

Su madre retornó a la mesa con una caja de madera donde guardaba las agujas, hilos y otros útiles de coser. Se colocó unas gafas de leer de gruesa montura que Abai le compró en el mercado el último otoño.

—¿Padre duerme bien?

—Se despierta a veces, hay que acompañarlo a orinar. Se agita, mueve las piernas con fuerza y me da patadas. A veces se lo hace en la cama, pero normalmente se aguanta bien.

Abai escuchaba en silencio.

—Si se orina en la cama se pone muy inquieto, el pobre grita y llora.

A Abai se le hundía el corazón en el pecho al oír las palabras de su madre.

—Madre, no sé cómo podría ayudaros.

Su madre dejó de coser por un instante y miró a su hijo por encima de las gafas de aumento. Este se dio cuenta de que estaba muy cansada, había adelgazado, sus ojeras se habían acentuado. Tardó un rato en responder.

—Abai, querido, me basto sola para cuidar de tu padre.

Supo que no dejaría a nadie interferir con los cuidados de su padre. Era su misión actual, su razón de existir. Se consagró a él el día en que se casaron y así habría de ser hasta su muerte. Era una mujer terca, dura, voluntariosa y muy religiosa. Su respuesta era absoluta y precisa. No admitía réplica. No necesitaba aclaración. Abai permaneció callado. Intuyó el doble sentido de su respuesta: por un lado, el de esposa dedicada con orgullo, por otro, el de madre compasiva. Con sencillez, sin ceremonias ni grandes gestos, haciendo una breve parada en su faena diaria, le había dado a entender claramente que no dejaría que nadie excepto ella cuidase de su marido y a la vez, que se centrara en su vida, que no se preocupara de los viejos, que eso era asunto de viejos. Que viva, que vibre, que ame, que camine su propia senda.

Al día siguiente despertó muy temprano. Se levantó y se acercó hasta la ventana. Miró hacia las colinas, el cielo empezaba a clarear, limpio y bello como en tantos otros amaneceres que había contemplado desde su barco, pero supo enseguida que el mar no había vuelto, el vacío seguía allí dolorosamente presente. En su mente quedaban retazos de un extraño sueño en el que se había encontrado en presencia de una bella mujer que no conocía caminando por la calle de una ciudad grande y extraña, cargada de luces, a altas horas de la mañana. Había visto un mar enorme y gigantescos barcos. Fragmentos de música, baile, labios rojos, olor a vodka, risas... Se vistió y salió de la casa sin hacer ruido. Sus padres todavía dormían. Cogió el hacha de su padre, la colocó en la carretilla de madera y se dirigió al bosque. Localizó un árbol caído, un viejo gigante gris rodeado de maleza, la madera todavía sin pudrir, y lo hizo pedazos. Primero lo despojó de ramas y las arrastró hasta los lindes del bosque. Luego, con el tronco ya pelado, se dedicó a trocearlo con golpes certeros, calculados, sin derrochar energía pero descargando su furia en cada golpe del afilado metal contra la indefensa madera. Le llevó tres horas despedazar al gigante caído, mares de sudor y arañazos por la cara y el cuerpo como si el viejo árbol hubiese estado defendiéndose. Se concentró en su faena, consiguió abstraerse de la realidad por unas horas, absorto en la mecánica de cada golpe de hacha. El sonido terrible y seco del metal contra el tronco parecía atemorizar al resto de los árboles. Luego cargó con cada madero hasta la carretilla, y una vez llena, la empujaba despacio pero con gran determinación hasta la casa de sus padres. La misma operación la repitió incontables veces aquel día, una y otra vez, hasta que el árbol caído se transformó en una gran pila de troncos en la trasera de la casa. Calculó que tendrían leña para más de dos meses, quizá tres. Su madre le contemplaba ir y venir sin decir nada. Para cuando terminó la faena, sudoroso y agotado, la mayor parte de la tarde ya había pasado. Le dolían las manos, la espalda, las múltiples raspaduras por todo el cuerpo. Se acordó de que no había comido desde la noche anterior. La furia le abandonó de repente. Se sentó en la escalera del porche, dolorido y abatido, exhausto. Respiraba hondo, los oídos le pitaban. De repente le entraron ganas de reír. Se acordó de su padre, volvió la cabeza y se lo encontró en el sitio de siempre, pero le estaba mirando. Se sobresaltó. Por un instante pareció que le había reconocido y que iba a decir algo. Se miraron. Abai creyó ver un atisbo de vida en su mirada, le sonrió y él le devolvió la sonrisa.

—¡Padre!

Luego hizo varios gestos repetitivos con la cabeza sin aparente sentido y el brillo de su mirada se volvió a apagar.

—Padre...

Repitió en una voz casi inaudible.

—Padre, sé que me has reconocido, lo sé.

Aquel breve instante había iluminado su día como un precioso destello mágico.

Su madre se asomó al porche.

—Abai, deberías comer algo o vas a desfallecer.

—Voy, madre.

Se levantó. Las piernas le temblaron un instante, el cuerpo dolorido. Se giró despacio, se acercó hasta su padre y le besó en la frente antes de entrar en casa.

Aquella noche soñó que el gran árbol caído le hablaba:

—Abai...

Se sobresaltó, los brazos quietos en lo más alto justo antes de descender para asestar el siguiente hachazo.

—Abai, no temas. Puedes cortarme sin miedo, yo ya estoy muerto y no siento nada.

—Lo siento, yo no quería...

—No importa, no lo sientas. Sé que alimentaré el fuego que calentará a tus padres este invierno y eso me place. Continúa...

Abai continuó su faena. El viejo árbol siguió hablándole:

—Has de partir, muchacho. Aquí ya no hay nada para ti. El mar no volverá.

—¿No volverá?

—No. Se ha ido para siempre. Sus aguas buscaron otras aguas, sus peces buscaron otros peces. Otro océano te espera a ti también. La vida es un gran ciclo, un hermoso viaje con un principio y un fin. El mío ya ha terminado. Nací de una pequeña semilla, crecí a través de innumerables primaveras, soporté nieves y vientos helados, alcancé una altura que nunca creí imaginable. Llegó mi hora y lo acepté. Fui un árbol feliz. Tú has de buscar tu camino, surcar las aguas de tu propia felicidad. No temas, sé valiente y siempre observa el mundo con los ojos del corazón: son los ojos de la sabiduría.

Despertó temprano, como el día anterior. Se levantó, le dolía todo el cuerpo. Se vistió y salió de la casa. El cielo empezaba a clarear por el este. Caminó hacia la caseta donde se guardaban las herramientas y se paró a contemplar la gran pila de leña que había amontonado el día anterior. Las palabras del viejo árbol de su sueño resonaron en su cabeza. Una vez en la caseta buscó bajo un ladrillo una vieja caja de metal donde guardaba sus ahorros. Volvió a la casa, sus padres aún dormían. Dividió los billetes en dos grupos: uno grande y otro pequeño. Cogió el fajo grande y lo metió en la caja de coser de su madre. El pequeño lo dobló cuidadosamente y se lo introdujo en el bolsillo. Luego, sin hacer ruido, volvió a salir de la casa cerrando con cuidado la puerta. Caminó varios metros antes de volver la mirada atrás: la casa se veía hermosa a aquella hora, bañada por la primera luz del alba. Las estrellas se apagaban poco a poco abrumadas por la intensidad creciente de la luz solar, un intenso fuego rojo teñía el horizonte. Le pareció un amanecer perfecto para comenzar una nueva vida.

3. Una ciudad sin alma en mitad de
ninguna parte

Se limitó a cruzar un saludo con el pastor. Este contemplaba incrédulo el desolado paisaje mientras sus cabras curioseaban alrededor del Latón. Abai no quiso entretenerse más de lo necesario. Recogió lo que creyó imprescindible, lo metió en su viejo saco de lona y partió, sin las ideas demasiado claras, pero lleno de determinación. Dejó al pastor de cabras con la palabra en la boca. No tenía ánimos de pararse a charlar, compartir su frustración, su amargura, su dolor. Se alejó con paso decidido haciendo un gran esfuerzo por no mirar atrás. Se acordó de Idurk, el gran esturión, y giró la cabeza, sin detener la marcha en dirección al lugar donde yacía. Desde el camino pudo contemplar el esqueleto del viejo rey completamente pelado. Solo quedaban los huesos, pero incluso de aquella manera seguía siendo un animal hermoso. “Adiós, Idurk”. Sintió una punzada en el corazón. “Adiós, Latón”.

Caminaba con gran ímpetu, tanto que tardó casi tres horas en hacer un primer descanso, junto a una fuente. El cuerpo sudoroso, los pies calientes, la garganta seca. Se refrescó la cara y el cuello y bebió agua fresca. Llenó de agua una botella de vidrio transparente y se sentó en una roca. Sentía un hormigueo en el pecho, una intranquilidad mezclada con emoción: la emoción de hacer frente a lo desconocido, el entusiasmo de comenzar de nuevo casi con lo puesto, pero lleno de ánimo, enérgico, imparable. El sol comenzaba a fustigar sin piedad el paisaje monótono de arbustos y colinas. Se puso en pie, volvió a colgarse el saco a la espalda y reemprendió la marcha, colina abajo, un poco más sosegado.

Había oído hablar en alguna ocasión de un mar más grande, extenso, profundo, lleno de grandes bancos de peces, cuyas aguas eran surcadas por cientos y cientos de barcos de todos los tamaños. Incluso aviones aterrizaban y despegaban de sus aguas, lo cual estaba ansioso por ver con sus propios ojos. No sabía muy bien qué iba a hacer, no había esbozado ningún plan en su cabeza. Se dirigía hacia el mar instintivamente: el mar era su modo de vida, en el mar se sentía como en casa. Sabría ganarse la vida: pescar, navegar... Haría lo que fuera. Echaba de menos su olor, el ruido de las olas, la brisa cargada de humedad y de sal, su omnipresente vastedad, la oscuridad de sus entrañas, la nítida línea del horizonte siempre inalcanzable, siempre presente, siempre perfecta. Se acordaba de su amigo Toksan, de cómo había emprendido el mismo camino que él tres años atrás, después de una fuerte pelea con su padre. No había sabido nada de él desde que se fue. Nadie había sabido nada de él. Albergaba en secreto el deseo de encontrarlo. Pensó en su madre, cómo encontraría el fajo de billetes en su caja de coser, probablemente por la noche, después de acostar a su padre. No se despidió de ellos. No de palabra. Aquel gesto lo decía todo: me voy, os quiero, os echaré de menos, no sé cuándo volveré. Las cabras del rebaño contemplando el Latón como si se tratara de un objeto extraterrestre.

El camino bordeaba monótonas colinas, prolongados ascensos y descensos, curvas abiertas a derecha e izquierda. Caminaba con la sola compañía del murmullo de sus pensamientos y el sonido seco de sus pasos, rítmicos, monótonos, incansablemente hacia adelante. Tardó unos instantes en reconocer el sonido de más pisadas, distantes, detrás de él. Se giró y vio a lo lejos la figura de un carromato aproximándose. El sonido se iba acercando. Giró hacia atrás la cabeza varias veces. El sonido de las poderosas pisadas del percherón, del chirrido del eje de las ruedas y el crujir de las juntas de la madera del carro, pronto se hicieron bien distinguibles. Cuando llegó a su altura, el carro paró. Le invitaron a subir y aceptó gustoso. El carro iba cargado con sacos de carbón. Se acomodó en la parte de atrás. Un muchacho de unos diez años giraba la cabeza constantemente para contemplarlo, el pelo cortado a cepillo, los ojos grandes y curiosos. Le preguntó su nombre y el muchacho le dijo el suyo. Su padre, a su lado, llevaba las riendas, sin mirar atrás, con aparente despreocupación. Comenzó a cantar en voz baja. El niño abandonó el lugar junto a su padre y se sentó junto a Abai. Le preguntó a dónde iba, qué iba a hacer, si conocía a alguien allí. Abai le respondió que viajaba para encontrarse con un amigo, que tenía un barco y que iban a pescar grandes peces en el gran mar. Sabía que mentía, o quizá no, pero no le importó. Era un deseo y, quizá, al expresarlo de aquella manera, la suerte se inclinaría un poquito más hacia su lado. El muchacho comenzó entonces a hablar en susurros: le contó que su padre le había sacado de la escuela y lo había puesto a trabajar con él llevando carbón o cualquier otra mercancía que se terciase de un pueblo a otro, de mercado en mercado.

—¿Y no te gusta?

—No. Estaba mejor en mi casa, con mi madre, mis amigos...

Abai echó una mirada al padre. Seguía cantando. Las espaldas anchas, el pescuezo rollizo quemado por el sol, la cabeza cubierta por una gorra militar salpicada de innumerables lamparones negros.

—¿Te gustaba más la escuela?

El muchacho se pensó unos segundos la respuesta.

—Tampoco mucho...

Abai sonrió.

—A mí tampoco me gustaba la escuela. Pero sí que me gustaba salir a la mar con mi padre. Él quiso que yo estudiase pero yo no quería estudiar. Me gustaba demasiado el ruido del motor del barco al arrancar y cómo echaba a andar, mar adentro, rompiendo la superficie del agua. Cada vez era como una aventura nueva.

El muchacho le miraba con sus grandes ojos negros.

—Mi padre me hacía trabajar duro a propósito, pero yo me daba cuenta y no consiguió que desistiera.

Abai interrumpió su relato. Su mente se vio inundada por una sucesión de imágenes de su padre, el Latón, el mar, las redes llenas de peces... Tuvo un súbito ataque de nostalgia.

—¿Y qué pasó?

—Trabajamos juntos muchos años. Luego él enfermó y me hice cargo del barco.

—¿Tú solo?

—Sí. Se convirtió en mi casa. Pero ahora todo eso ya es pasado.

El muchacho le miraba con ojos inquisitivos sin abrir la boca.

—El mar desapareció.

—Entonces... Es verdad lo que decían en el último pueblo, nadie hablaba de otra cosa.

—Sí. Tan cierto como que estamos rodeados de sacos de carbón.

—Caramba. Por eso te vas con tu amigo, a pescar a otro mar.

—Cierto.

—Yo creo que también me habría gustado el barco.

Abai se ofreció a ayudarles. El padre desató al caballo y mandó al hijo a por forraje. Los clientes llegaron en rápida sucesión: un saco, dos sacos, medio saco... En poco más de media hora ya se había vaciado medio carro. Unos llevaban los sacos al hombro, otros en carretillas. Una señora pequeñita y delgada se lo cargó a la espalda. Abai quedó sorprendido de su vigor. El saco abultaba casi tanto como ella. Pensó que no era tan vieja como aparentaba. El padre manejaba el dinero con soltura. Algún cliente quiso regatear sin éxito. El fajo de billetes doblados, ajados y sucios entraba y salía con ligereza del bolsillo del pantalón. Se palpó el propio bolsillo para cerciorarse de que su dinero seguía allí. La segunda mitad del carro tardó más en vaciarse, pero en unas dos horas, ya no quedaba nada excepto manchas negras y polvo de carbón. Abai fue invitado a comer, una salchicha ahumada con fideos fríos. El padre hablaba poco, el hijo devoraba la comida. Después de comer partirían de vuelta a casa y él seguiría su camino. Se informó sobre el pueblo siguiente, Makyu, a treinta y siete quilómetros, un pueblo nuevo, industrial, junto a unas minas de níquel y cobalto. Demasiado lejos para llegar andando en el día. ¡Solo era su primer día de marcha! Notaba dos ampollas en la planta del pie derecho.

—Claro que si encontraras transporte podrías llegar hasta Ulya. A partir de Makyu la carretera es asfaltada. Siempre hay camiones entre Makyu y Ulya, llevan mineral a las fábricas.

La duda era si partir aquella misma tarde y hacer noche por el camino o descansar en el pueblo y salir temprano al día siguiente. El padre y el hijo se despidieron de él. El muchacho giró la cabeza y le sonrió una última vez desde el carromato en movimiento. Era una sonrisa de “buena suerte”. Se cargó el saco de lona al hombro y dio una vuelta por el mercado, los puestos ya en retirada. Compró dos manzanas. Preguntaba si alguien iba en dirección Makyu. Casi todos iban en dirección contraria, el resto eran locales. Por fin dio con una familia uigur, los reconoció por los colores de sus vestimentas. Se entendían en ruso. Iban a Makyu a visitar a unos familiares que trabajaban en la mina. Lo podían llevar en la parte trasera de la camioneta, ya que después del mercado quedaba vacía. Fueron en dos vehículos, ambos llenos a rebosar. La camioneta la conducía el padre, mas la hija, el yerno y el hijo pequeño de estos, todos en la cabina. Por delante, un viejísimo coche familiar que parecía se iba a romper en cualquier momento. Abai contó al menos ocho personas dentro del coche, incluyendo dos niños. Circulaban despacio, a unos veinte metros el uno del otro. El aire se llenó de polvo. Él sonreía al contemplar el paisaje quedarse atrás con presteza. Le recordó a los buenos momentos, cuando navegaba con celeridad sobre el Latón, el mar en calma, rumbo a casa.

Makyu era una ciudad pequeña plantada en medio de ninguna parte. El único motivo de su existencia era la proximidad de la rica mina de níquel y cobalto. Calles rectas, paralelas, cruzándose en ángulo recto formando cuadrículas iguales. Nada se olvidó en su concepción: hospital, cine, biblioteca, hoteles, pensiones, bares, monumentos, plazas, y bloques de viviendas, de dos pisos de altura, todos iguales. Se despidió de los uigures rechazando y agradeciendo varias veces su hospitalidad. Quería descansar tranquilo e intuía que no iba a ser posible si seguía con ellos. El aire olía a polvo de mineral y a diesel. Localizó un hotel, que en realidad era una pensión barata, y pagó una noche en una habitación a compartir con otras tres personas. Estaba cansado. Se lavó la cara y se dejó caer encima de la cama. Dos literas ocupaban la habitación. Se apropió de una de las camas de abajo. Miró alrededor: no parecía que nadie más ocupase aquella habitación. Estaba limpia, pero olía demasiado a detergente para suelos. Respiró hondo y cerró los ojos. Se durmió pronto.

Le despertaron las voces de dos hombres hablando en ruso por el pasillo. Risas. Había dormido profundamente. Las voces pasaron de largo. Se sentó en el borde de la cama, seguía siendo el único ocupante de la habitación. La luz natural que entraba a través de la ventana se había atenuado bastante. Calculó que habría dormido unas tres horas. Sentía un vacío en el estómago, se levantó despacio, los pies le dolían, se arrimó a la ventana: una mujer de unos cincuenta años caminaba con paso firme por la acera opuesta. Llevaba zapatillas de casa.

Tenía que comer algo y encontrar transporte para el día siguiente. Bajó un piso hasta la recepción y preguntó a una recepcionista (cuando llegó era un hombre el que atendía el mostrador) de cara pálida, ojos claros y pelo aplastado recogido en una coleta, donde podría comer algo. Esta le indicó un bar restaurante unos metros más abajo, en la misma acera. Luego le preguntó directamente cómo encontrar un camión que le llevase a Ulya. Ella hizo una mueca antes de contestar, dando a entender que no estaba allí para responder a preguntas complicadas. Con mal disimulado esfuerzo le indicó otro bar restaurante, en la otra punta de la calle, donde podría encontrar algún camionero. También le explicó, sin que Abai se lo pidiera, que había un servicio de autobuses, dos veces al día, que le llevarían hasta Ulya. Abai dio las gracias y salió de la pensión. Caminó la larga acera, las casas iguales. Pensó que era un lugar sin alma. Encontró el restaurante, ocupó una mesa y pidió un filete con arroz y berenjenas. Miraba alrededor: localizó una mesa, tres hombres jóvenes habían terminado de cenar y tomaban café y vodka. Charlaban tranquilamente. Cuando terminó su cena se acercó a ellos. Los tres eran camioneros. El que parecía más joven se ofreció a llevarle a Ulya, pero debería estar a las siete en punto cerca de la puerta C de la mina, “pero no en la misma puerta”, insistió. Pagó su cena y caminó de vuelta hacia el hotel.

Durmió poco. Un nuevo inquilino entró en la habitación a altas horas y se acomodó en la cama de abajo de la otra litera. Le despertó. No sabía qué hora era. A partir de entonces solo durmió a ratos, temía que se le pasara la hora. Abandonó el hotel con mucha antelación, la recepción vacía, el cielo todavía oscuro, la calle desierta. No le gustaba aquel lugar: ni la pensión, ni la ciudad. De camino a la mina se comió las dos manzanas que compró en el mercado. Una vez allí se mantuvo a una distancia de la puerta C, como le habían indicado. Se levantó una brisa fría y seca, cargada de olor a mineral y se acordó del viento frío, tan húmedo y salado de los amaneceres en el mar. Miraba con ansiedad los camiones abandonar el recinto vallado, pesados, rugiendo a aquella hora tan temprana, llenando el aire de humo negro, esparciendo su fragancia a diésel quemado. El tercer camión era el suyo, reconoció al conductor y le hizo una seña con el brazo. Era un hombre joven, de un pueblo cerca de Makyu, soltero. Vivía en una pensión y tampoco le gustaba aquel lugar, pero se ganaba un buen dinero. Soñaba con tener su propio camión. No hablaron durante un buen rato. La carretera era llana, como el terreno, las colinas habían desaparecido, casi desértico. Poco tráfico, en su mayoría camiones que iban y venían de la mina a las fábricas de turbinas, imanes y baterías de Ulya. Solo hacía un día desde que abandonó la casa de sus padres y sentía que había pasado mucho más tiempo. Se empezó a relajar, cómodamente sentado sobre el mullido asiento. Le costaba acostumbrarse a viajar contemplando el paisaje a través del cristal, sin sentir el sol en su cara, el viento, los olores de la tierra, los arbustos... Allí dentro se estaba cómodo, pero olía demasiado a combustible y cigarrillos.

El sol se alzó deprisa y comenzó a verse una estructura alargada, negra y rectilínea a mano derecha, paralela a la carretera. Preguntó qué era aquello.

—Un gasoducto. Lleva gas hasta Manqdash, en el mar Caspio.

“¡El mar Caspio!”. Sintió una súbita alegría. Casi podía sentir su proximidad.

—¿Está lejos?

—Un buen trecho. Pero nunca he estado.

—¿Hay muchos barcos en Manqdash?

El camionero le miró extrañado.

—Supongo... es un puerto de mar. ¿Fumas?

—No.

Le ofreció un cigarrillo. Se animó a hablar después de encender uno, mientras daba caladas llenando la cabina de humo blanco. Eran cinco hermanos, vivían del campo, pero él no quiso saber nada de aquella vida. Soñaba con un camión, dinero y comodidades. Abai hacía un esfuerzo por comparar su odisea a la suya: un camión, un barco, partir, volver... Se le antojaba una vida demasiado controlada, demasiado dependiente de órdenes, un trabajo demasiado ceñido a una rutina, a una ruta, una carretera. Nada comparable con navegar en su propio barco sobre el ancho mar, la aventura de cada día, hoy aquí, mañana allá, a merced de las inclemencias del tiempo, los caprichos de las corrientes. La incomparable emoción de recoger las redes. No le envidiaba, pero sí llegó a impresionarle la soltura con la que se desenvolvía en aquel mundo tan ajeno al suyo. En el fondo, se sentiría afortunado si no fuera por que le habían quitado su mar. Oyendo hablar a su improvisado compañero de viaje, estaba más determinado que nunca a encontrarlo.

El tiempo pasaba, la carretera larga y monótona. El sueño se apoderó de él. Soñó con el Latón, con Idurk que se asomaba a la superficie del agua y le miraba con ojos brillantes, con recepcionistas de pelo aplastado y mirada antipática, con nubes que se transformaban en la cara de su padre, ciudades cuadriculadas con habitantes que no sonreían, familias uigures de coloridas vestimentas... Despertó con el cuello dolorido. Ulya empezaba a verse en la distancia. El camión adelantó a un carro tirado por una mula flaca. A las riendas, un muchacho joven, casi un niño. El conductor murmuró algo que no entendió. Miró a su derecha: el gasoducto ya no estaba. Pensó que había perdido el hilo conductor que le llevaría hasta el mar.

—¿Aquello es Ulya?

—Sí.

Las casas empezaron a hacer su aparición a ambos lados de la carretera como brotes de vegetación espontánea y anárquica. Coches, más camiones, gente que iba y venía. Los edificios crecían en altura, los carriles se duplicaron. El camión se desvió de la ruta principal que parecía llevar al centro de la ciudad y tomó una carretera que bordeaba el río, ancho, de aguas opacas, fajado entre gruesas paredes de hormigón. Se acercaban a un largo puente de hierro, una estructura imponente que dejó asombrado a Abai. El camionero activó el intermitente y paró el camión a un lado de la carretera.

—Será mejor que bajes aquí, la fábrica está al otro lado del río, tendrías que andar mucho más...

Se despidió de él, le dio las gracias y bajó del camión. Lo contempló alejarse, lento y pesado, exhalando humo negro por los tubos de escape. Luego se echó el saco de lona al hombro y comenzó a andar en dirección a la ciudad.

Ulya era una ciudad grande, de anchas avenidas, donde alternaban edificios modernos con otros viejos de aspecto cochambroso, coches modernos, viejos, ciclomotores milagrosos y carros tirados por animales. Recorrió una larga avenida de árboles raquíticos y monumentos de piedra y bronce hasta que llegó a una zona donde las casas parecían erigirse sin ningún tipo de control urbanístico: viviendas de tres y cuatro pisos, de reciente construcción, junto a viejas moradas de una planta que parecían chabolas, aquí un almacén de repuestos varios, allá una tienda de alimentación, una barbería o una frutería. Dio un giro de noventa grados y tomó una calle muy transitada por peatones que pronto se estrechó abruptamente para volver a abrirse a lo que parecía una plaza. Le llegaron los aromas de un puesto de comida callejera, se dirigió hacia él y pidió dos arenques asados al carbón sobre una parrilla mugrienta, que le sirvieron con un pan plano y verduras. Devoró la comida con avidez, sentado sobre un taburete bajo de madera. A su lado la multitud iba y venía, ajena a él, poseída por el embrujo capcioso de la prisa. Se sintió feliz con el estómago lleno. Había llegado hasta Ulya en su segundo día de marcha, ahora debía encontrar la manera de llegar hasta Manqdash. Le preocupaba que la policía le pidiera la documentación, nunca había llegado tan lejos y eso le hacía sentirse vulnerable. Poseía un pasaporte en regla, renovado obligatoriamente cuando cumplió veinticinco años, que hacía las funciones de documento de identidad. No debería encontrar problemas, pero llegar hasta Manqdash suponía un salto cualitativo importante en su viaje. Entabló conversación con la persona que asaba los arenques y averiguó que Ulya poseía estación de ferrocarril: un tren partía todas las mañanas en dirección a Manqdash. Le preguntó si encontraría muchos barcos allí, y aquél le miró con sorpresa, como había hecho el conductor del camión ante la misma pregunta. No le dio tiempo a responder, pues tuvo que atender a otro cliente hambriento. Abai se echó el saco al hombro una vez más y partió en busca de la estación de ferrocarril. Tenía tiempo. Si decidía viajar en tren, este no saldría hasta la mañana siguiente. Buscaba entre la multitud un rostro amable a quien preguntar por la estación. Un muchacho alto y espigado de cara sonriente le mostró el camino.

La encontró pronto, un edificio sobrio cuyo vestíbulo estaba sembrado de bancos duros de madera y presidido por un enorme reloj que Abai contemplaba incrédulo. Nunca había visto un reloj tan grande. Recordó con nostalgia el viejo Vostok de su padre. Se acercó hasta una ventanilla de venta y preguntó el precio de un billete hasta Manqdash. El vendedor pareció molestarse cuando Abai, en vez de comprar un billete, se retiró hasta un banco y se sentó. Meditaba si debería comprar un billete de tren o buscar otro medio de transporte. No era una gran suma de dinero pero tampoco despreciable. Al rato se decidió, se acercó otra vez hasta la ventanilla y compró el billete más barato. Luego, con el billete en la mano como un preciado tesoro, buscó un banco tranquilo, colocó el saco a modo de almohada y se tumbó a descansar. Decidió que dormiría allí si nadie se lo impedía. Contemplaba el enorme reloj del vestíbulo de la estación como si se tratara de un fenómeno de la naturaleza. Volvió a acordarse del viejo reloj Vostok de su padre: podía revivir fielmente el tacto de su esfera lisa y brillante y el relieve metálico de su correa. El minutero del gran reloj dio un pequeño salto como si hubiera despertado de un exiguo letargo para inmediatamente volver a caer dormido. Las cinco y veinte de la tarde: quedaba una larga espera hasta el tren de la mañana.

4. Tormentas de arena y submarinos que duermen en el fondo del mar

Voces un tanto alarmadas le sacaron de su ensimismamiento. Algún grito aislado. Abandonó la postura horizontal y se sentó en el banco en un movimiento casi reflejo. Los viajeros que ocupaban el vestíbulo se habían acercado hasta los altos ventanales contemplando la calle. La puerta se abrió bruscamente y un matrimonio de mediana edad entró con prisas, acompañados de un clamoroso alboroto de viento. Cerraron la puerta detrás de ellos y el ruido volvió a sonar lejano. Dentro parecía reinar la confusión y el asombro. Se acercó hasta los ventanales y preguntó a la persona más cercana qué estaba ocurriendo.

—¡Una tormenta de arena!

Nunca se había visto en medio de una tormenta de arena. Las había visto desde muy lejos en al menos dos ocasiones. Miraba con fascinación cómo las últimas personas que quedaban en la calle corrían a refugiarse, hasta que esta quedó desierta. Casi al mismo tiempo el fuerte viento comenzó a lanzar millones de diminutos granos de arena en todas direcciones, estrellándolos contra los ventanales, las paredes, el suelo, cualquier estructura que se encontrara en su furioso progreso, formando remolinos, lazos, extravagantes rúbricas. Solo se veía arena enloquecida rellenando cada poro de piel de la ciudad. Una sombra inquietante invadió el vestíbulo.

No supo cuánto duró aquel espectáculo. Tan pronto como llegó, se desvaneció. Algunos pasajeros que llegaron tras la tormenta comentaban que esta solo había pasado por Ulya de refilón, que viajaba hacia el norte y con su flanco oeste había arañado la ciudad. Todo el mundo hablaba de lo mismo. Abai contemplaba con curiosidad las expresiones en las caras de la gente, escuchaba divertido cómo variaban los tonos de voz explicando esto o aquello. Volvió su mirada hacia el gran reloj: las ocho y siete minutos. El vestíbulo se había poblado considerablemente debido al retraso de algunos trenes. Pasajeros intranquilos atosigaban a preguntas a los empleados parapetados tras las ventanillas de venta. Tres trenes llegaban con retraso y, por lo tanto, saldrían con retrasos que variaban entre hora y media y tres horas. Abai escuchaba las mismas preguntas y las mismas respuestas una y otra vez, el hartazgo de los vendedores de billetes era evidente en sus voces y en la expresión de sus caras.

“Dos horas de retraso, señor... Sí, eso es... No, ya le he dicho que no sabemos nada más... Siguiente, por favor.... Aproximadamente tres horas... Sí, eso es... No es culpa mía, señora... El tren llegará, es todo lo que sabemos, ¡no le puedo decir si su marido va en él!... La vía está bien... Dos horas de retraso, señor... No, no sabemos nada más... Claro que puede ir por carretera... ¡No puedo decirle lo que no sé!... Si, dígame... Hora y media aproximadamente... No, no hay problemas... ¿Billete a dónde?... Claro, claro... ¿De dónde dice usted que viene?... Llegará tarde, seguro, unas dos horas, ya se lo he dicho... Puede volver mañana... Mire, yo no puedo predecir el futuro...”.