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DAVID FOSTER WALLACE

MARK COSTELLO

ILUSTRES RAPEROS

EL RAP EXPLICADO

A LOS BLANCOS

TRADUCCIÓN DE JAVIER CALVO

PRÓLOGO DE NANDO CRUZ

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BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK

Para L. Bangs

PRÓLOGO

CURIOSIDAD, EMPATÍA Y UN BONO DE METRO

«¿Qué derecho tienen dos yuppies blancos a intentar hacer un muestrario de lo que es el rap?», se preguntaban David Foster Wallace y Mark Costello antes incluso que el lector. Eso es disparar rápido, maaan.

Ellos se hicieron esta pregunta en pleno verano de 1989. El verano en el que Spike Lee estrenó la película Haz lo que debas o en el que estalló el ultraintimidante «Fight the Power» de Public Enemy. Foster Wallace y Costello se lo preguntaron después de que, en apenas un año, les cayesen encima el By All Means Necessary de Boogie Down Productions, el Tougher Than Leather de Run DMC, el Stricktly Business de EPMD, el It Takes a Nation of Millions to Hold Us Back de Public Enemy, el Follow the Leader de Eric B & Rakim, el Straight Outta Compton de NWA, el Straight Out the Jungle de Jungle Brothers, el 3 Feet High and Rising de De La Soul y el No More Mr. Nice Guy de Gang Starr, entre otros. Menuda cosecha la del 88-89.

Diez años antes, el «King Tim III (Personality Jock)» de Fatback Band y el «Rapper’s Delight» de Sugarhill Gang habían marcado el nacimiento del hip-hop. Una música que había dejado de ser una moda para afianzarse como el estilo más revolucionario de la década. En palabras de los autores del ensayo, «lo más importante que está pasando hoy en la poesía americana». Esa música ya atronaba en los campus de unas facultades en las que jamás podrían matricularse esos raperos. Sus ritmos atrapaban a universitarios blancos que jamás pisarían los suburbios negros donde nacían esas rimas.

En 1989 el rap es la música que mejor escenifica la brecha social de un país que se acaba de chupar ocho años de mandato de Reagan. Mientras, en España el rap empieza a tomar el relevo del rock urbano como la música de y para la clase obrera y los descastados. En este estilo genuinamente español se han depositado la rabia y los anhelos de los que poco más tienen. «Uno se hace rockero para darle al barrio lo que le pide», sentencia Javier Pérez Andújar en Paseos con mi madre. Y algo parecido podría afirmarse del rapero.

La pregunta de Foster Wallace y Costello era, es y seguirá siendo pertinente. Pero la clave no está tanto en la respuesta como en la pregunta misma. Esa pregunta asume que el hip-hop revela una distancia, no tanto geográfica como racial, social y cultural, entre distintas zonas de la ciudad. Esas canciones no solo visibilizan los guetos, sino que resitúan el resto de los barrios en relación con esos suburbios de los que no sabíamos o no queríamos saber nada.

El hip-hop redefine el mapa de tu ciudad con una música abrumadora. Es una música que habla de y para la comunidad en la que ha surgido. Su carácter profundamente identitario te excluye, pero también te define. Sin hablar de ti, te explica con claridad y por omisión qué no eres ni serás. El rap te sitúa fuera de juego, te obliga a observar desde la barrera. Por eso, lo único que cabe es asumir que existe esa distancia: reconocerla y respetarla.

Una vez asumida esa distancia, y desbocados por la admiración, Foster Wallace y Costello teorizan sobre el rap en su dimensión literaria. Tal vez a los Geto Boys les daría un ataque de risa al saber que alguien usa las palabras metonimia y prosodia para referirse a Schoolly D. Pero en las laberínticas rimas del rap caben interpretaciones tan o más complejas. Y a esa piscina se lanza un cuarto de siglo después Casey Michael Henry, experto en literatura norteamericana moderna, en su ensayo sobre el disco To Pimp a Butterfly de Kendrick Lamar, incluido aquí a modo de epílogo y abrumador flash forward.

Si en Estados Unidos el rap ha crecido hostigado por una mirada racista, en España esa mirada es llanamente clasista. El rap es el estilo con mayor implantación en la juventud. Sin embargo, vive sometido al mismo ninguneo y desprecio que sufrió en su día el rock urbano por parte de una industria musical y unos medios de comunicación a años luz de las condiciones en que surgió. Bajo la lupa del buen gusto, es vulgar, tosco, sucio, reiterativo… Son calificativos que podríamos adjudicar también al paisaje en el que se crió. Porque para entender el rap hay que entender su paisaje. Recorrer la distancia.

En Ilustres raperos subyace una certeza que pocas veces tenemos en cuenta al enfrentarnos por primera vez a un disco, artista o género: tal vez esa música no se ha creado pensando en gente como nosotros. Es muy posible que esa canción de rap no se haya compuesto para mí. Es posible que esa canción se haya escrito contra gente como yo. No es nada grave ni definitivo; el oyente siempre tendrá la última palabra. Pero quizá en el instante en que yo exprese mi rechazo instintivo hacia ella esa canción esté cumpliendo su cometido.

«Todo lo que el oyente blanco de rock paga por disfrutar viene de la cultura negra», advierten Foster Wallace y Costello. Y todo lo que esa cultura negra expresa viene determinado por la posición que le concedió el ciudadano blanco en nuestra sociedad, cabría añadir. El rapero del suburbio que intenta subsistir en un entorno hostil es el tataratataranieto del esclavo que consiguió esa libertad que en ningún caso garantizaba una vida digna ni a él ni a sus tataratataranietos. Esa desigualdad centenaria es el contexto histórico a partir del cual se puede comprender el hip-hop. El rap serio, puntualizan los autores.

A partir de ahí, podemos dudar sobre lo que suponemos que significa aquella rima. Y podemos pensar que cuando un negrata se enorgullece de ganarse la vida empuñando un arma nos está invitando a recabar datos sobre porcentajes de escolarización infantil, índices de fracaso escolar, inversión en zonas verdes y opciones laborales en su barrio. Y quizá sospechemos que esos raperos que exhiben joyas, coches deportivos y chalets con piscina no son solo patéticas expresiones de un consumismo atroz, sino un espejo distorsionado de nuestra propia codicia. Solo a partir de ahí entenderemos nuestro rechazo, fascinación y miedo por una música que desafía nuestros códigos culturales.

Nada explica el rap mejor que el propio rap:

Te da miedo que quiera crear lazos con su pueblo


Te da miedo porque no necesita tu cultura


Te da miedo que intente presentarse a elecciones


Te da miedo porque no quieres entender qué dice


Te da miedo porque hace lo que tú jamás harás


Te da miedo que no ame las figuras que tú adoras


Te da miedo qué come, qué bebe, qué reza


Te da miedo y el miedo no te deja conocerlo

Mala Rodríguez en «Miedo»,

del disco Malamarismo (2007)

Todos deberíamos leer Ilustres raperos antes de formarnos una opinión sobre el hip-hop. Aunque, por supuesto, la calle siempre lo explicará mucho mejor que cualquier libro. Y para conocer el contexto del hip-hop de nuestro país solo necesitamos tres cosas: curiosidad, empatía y un bono de metro.

NANDO CRUZ