BURGUESES Y SOLDADOS

 

 

 

ALFRED DÖBLIN

 

Traducción de Carlos Fortea

Título original: November 1918 I. Bürguer und soldaten

Diseño de la cubierta: Edhasa basada en un diseño de Pepe Far

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La traducción de esta obra ha recibido la ayuda del Goethe-Institut fundado por el Ministerio Alemán de Asuntos Exteriores.

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Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual

Primera edición impresa: febrero de 2011

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

Originally publishes as: “November 1918 - Eine deutsche Revolution - Bürguer

und Soldaten (vol. 1)”. First published 1939 by Bermann - Fischer

Verlag. Stockholm/Querido - Verlag, Amsterdam

© S. Fischer Verlag Gmbh, Frankfurt am Maim 2008

© De la traducción: Carlos Fortea, 2011

© de la presente edición: Edhasa, 2011

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ISBN: 978-84-3501-045-0

Producido en España

Estrasburgo, tengo que dejarte

Entre los desfiles, las banderas y la música, el insignificante auxiliar de farmacéutico Jakob, de nuestra pequeña ciudad, se movía por la Hohe Steg. Se le notaba el resfriado reciente, pero no la dicha. Porque Hanna, una picante presencia con un coqueto vestido de piel, caminaba a su lado. Llevaba relucientes botines altos y se había cogido al pecho el bouquet de violetas que Jakob le había ofrecido en la Gutenbergplatz. Las violetas no estaban, como dice la canción, encogidas y tímidas, sino, le parecía a Jakob, orgullosas y seguras. Seguía sin saber con exactitud para qué habían venido a Estrasburgo, pero lo intuía.

Llegaron con gran esfuerzo a la Broglieplatz. La excitación de la gente crecía, eran tantos que sólo era posible moverse pegados a las casas. Hanna se detuvo en el antiguo casino de oficiales. Delante había un doble puesto de guardia, con uniforme azul celeste, casco y bayoneta. No necesitó preguntar mucho tiempo por su amado. Allí no estaba, allí nadie sabía de él. Aun así, se quedó largo tiempo a la entrada y contempló a los oficiales y ordenanzas que entraban y salían. Seguro que había estado allí. A veces le había hablado de aquel casino. De qué servía estar allí y mirar; tenía frío, Jakob estaba junto a ella. Se fueron. Ahora no sabía adónde ir, como un perro que ha perdido la pista. Entonces tomó a su Jakob del brazo y se dejó sacar del tumulto por él. Todas las tiendas estaban llenas de gente. Vagaron por ahí hasta la una, luego encontraron sitio en un cálido restaurante junto a la estación, donde comieron y se quedaron largo tiempo. Más tarde, volvieron a pasar ante el ayuntamiento, arrastrados por una multitud omnipresente. La banda de los bomberos tocaba. Hubo una explosión de júbilo cuando tocó «Hans en el nido de las serpientes», que fungía como himno alsaciano. Todo el mundo cantaba, Hanna se apretó contra Jakob, como si fuera culpable, ella no cantaba, él sabía lo que ella estaba pensando. Por fin, un hombre rugió desde la masa, mirando al balcón:

–Ahora tenemos lo que queríamos.

Estruendoso aplauso.

Mientras tomaban café a las tres en el Piccadilly, había gente que reía junto a ellos, contando lo gracioso que había estado el cómico Haniel en el puente de Kehl. Les daba lo suyo a los suabos, que tenían que cruzarlo. Hanna miró a Jakob, susurró:

–Quisiera ir allí.

Fueron con el tranvía, luego por la Schwarzwaldstrasse, pasando ante la oficina de abastos y el enorme complejo de la ciudadela y la explanada, los cuarteles, hasta la Puerta de Kehl. Un amplio terreno se abría: puerto y construcciones industriales. Por las calles andaba cada vez más gente. El cobrador del tranvía sonrió:

–Todos al puente, Haniel está allí.

Se acercaron al Rin. Una superficie ondulada con hierba seca, pocos árboles. Ya de lejos, griterío y júbilo que se alzaba a intervalos regulares.

Qué brillante había sido la entrada de las tropas por la Hohe Steg y en la ciudad, la cabalgata de los oficiales por las calles adornadas, rodeados por gritos de júbilo, jinetes agitando el sable, sombríos soldados de infantería con cascos, las vueltas del capote dobladas hacia arriba sobre las rodillas, pesadas botas, el rodar de los cañones, en el aire el tronar de los aeroplanos.

Por allí pasaba la vieja corriente del Rin, ancha y lisa. Sus aguas abiertas. Dos fuertes puentes unían ambas orillas: el camino hasta allí no era largo. Pero en ese momento no se veía la entrada al puente peatonal. Toda la calle que le daba acceso estaba sitiada por una masa humana que se apiñaba, negra, especialmente en las cercanías del puente. Trabajosamente se mantenía un estrecho pasillo, para procurar el paso. En el callejón se veía moverse a unas cuantas personas. Eran los alemanes a los que se expulsaba, y que se marchaban a pie a Kehl.

Hanna se abrió paso. Llegaron al tumulto al principio de las aceras. Era una auténtica fiesta popular, con muchos niños y adolescentes. Comerciantes con banderas francesas y escarapelas vagaban por entre ellos. De vez en cuando, tiraban alguna sobre el equipaje de algún expulsado o incluso al puente, luego las banderitas nadaban en el Rin. Se vendían golosinas, salchichitas calientes, panfletos y fotos. Una hoja en especial se pegaba a los expulsados, tal como algunas plantas adhieren sus semillas a las personas y animales que pasan, para que las transporten. La hoja estaba impresa en francés y alemán, y llevaba una orla de luto: «esquela y testamento» de Guillermo de Hohenzollern, llamado Guillermo II, emperador de Alemania», al que también se calificaba de «sangrador y ex emperador de todos los Estados alemanes». En varios puntos se leía el «testamento» entre risas. Hasta los niños escuchaban atentos, y, cuando se daba la señal para la risa, chillaban y saltaban, ése era su papel.

¿De qué se reían? Allí se decía: «De mi herencia, lego a mi estirpe la vergüenza de mi gran pasado, junto a la responsabilidad de todos mis crímenes. A mi viejo camarada Hindenburg, todos los clavos que se dejó clavar por mí. A Ludendorff mi gran espada de madera –cómo chillaban los niños–. Puede utilizarla como espantapájaros contra los gorriones –júbilo–. Como general, ofrezco a todos los bomberos de la ciudad mis numerosos uniformes y la orden de que los lleven durante el carnaval. A mis aliados, una camisa de fuerza con diploma, marcada con la garra del tigre, por haber trabajado tan espléndidamente para el rey de Prusia. A los investigadores de la naturaleza, el derecho a clasificarme entre los animales más sanguinarios de todas las especies. Dado en Potsdam, sin nada más que lamentar que el perdido trono y la veneración de una multitud estúpida. Guillermo, actualmente en fuga».

Por el estrecho callejón pasaban los expulsados.

Muchos habían creído poder esconderse o poder contar con la clemencia del vencedor. Pero si el vencedor era clemente, el propio vecino no lo era. Así que se marchaban día tras día, desde la primera entrada de las tropas, y cada día más. Porque el ansia de venganza se dejaba sentir cada vez más. La envidia, la maldad, cobraba impulso: la plaga de las denuncias se había desatado. Uno podía explayarse a costa del amigo de ayer. Podía heredarle sin esfuerzo. Todo se convirtió en un tribunal popular y una degradación del pueblo. A las farolas, a los pelados árboles, se aferraba la gente para gritar palabras de escarnio a los que se iban.

El pueblo es algo espléndido. Puede ser el júbilo y la alegría de la liberación. Puede mostrarse incorregible durante siglos en su oposición a la servidumbre. Pero también puede alzarse como el mar, que yace tranquilo dentro de sus límites y fertiliza la tierra con su aliento; puede salirse de sus orillas y, en un huracán, arrojar escombro y devastación sobre la misma tierra que fertilizaba.

Tenían que prepararse desde la mañana hasta el mediodía. Igual que el ejército vencido tuvo que abandonar en su retirada todo lo que no podía llevar consigo y llevárselo con rapidez, así los expulsados tenían que abandonar sus propiedades inmuebles, por grandes que fueran y consistieran en lo que consistieran, y sólo podían llevarse lo que podían cargar en el hatillo, la maleta y el saco. Y no podía superarse un determinado peso.

Allí iba un profesor. La burla de la masa le seguía. ¿Por qué? El anciano no llevaba más que cinco paraguas y un pequeño portafolios. No sabía qué más transportar. Otros trotaban lentos con esposa e hijos. Cada uno llevaba algo a rastras, los hombres a menudo sacos. Al paso de algunos, la masa callaba. No se sabía quiénes eran. No todos iban a pie, algunos tomaban el tranvía y los despachaban en el otro puente.

Al otro lado de la corriente, en el lado de Kehl, los recibía y contemplaba una pequeña multitud silenciosa. Unas enfermeras mantenían un servicio de atención. Era el punto hacia el que el fugitivo teniente Heiberg había sido empujado por la multitud hacía menos de dos semanas. Llegó acosado, el concierto de pitidos ya no llegaba a sus oídos, estuvo al otro lado, en suelo alemán, se mareó y yacía en un barracón entre muchos: a su alrededor gemidos, griterío de niños, llanto de mujeres.

La revolución, la herencia de la guerra, se sentaba ahora, encarnada en simples soldados y civiles con brazaletes rojos, a mesas de madera: examinaba papeles, los expedía, dirigía el rumbo de los expulsados. Los barracones eran día tras día escenario de explosiones de desesperación y de toda clase de padecimientos, hasta embotar el sentido de la aniquilación. Había gente que miraba alegre a su alrededor y respiraba al estar en tierra patria. Pero también se veían hombres y mujeres bien vestidos, sin duda funcionarios, personal docente, que entraban en los barracones, contemplaban el trajín, y se unían a la fila de aquellos que sellaban sus papeles como hipnotizados. Sí, ahí estaban, de paisano y con abrigos de soldado, los de las escarapelas rojas y el brazalete, que tenían la culpa de todo. Serios y tranquilos, incluso amables y compasivos, aquellos hombres sencillos hacían su trabajo.

Con el mismo odio, sed de venganza, encarnizamiento, con el que los instruidos y bien vestidos habían mirado al otro lado a la multitud chillona y habían soportado su escarnio, contemplaban a esos hombres tranquilos a los que ahora tenían que tender sus papeles. Mudos, los miembros del consejo de soldados firmaban y sellaban, con la cabeza baja. No tenían mucha práctica en la escritura. Las damas y caballeros que esperaban los miraban con odio. Su odio hacia ellos era mayor que hacia la multitud del otro lado. Su odio era indómito. Como el lobo que quiere morder en la nuca a la oveja que duerme, miraban desde arriba a los miembros del consejo.

Hanna logró rodear la multitud, se abrió paso hacia la orilla del Rin, seguida por Jakob. Caminaron lentamente a lo largo de la estrecha acera, repleta de gente. Algunos observaban con catalejos el otro lado, cómo se recibía y guiaba a los expulsados; espiaban con curiosidad, ansiosos como en el circo, llenos de alegría por el mal ajeno, cómo desaparecían mudos y encorvados en los barracones con las banderas rojas.

Hanna se agarró el cuello de piel ante un pelado matorral de la orilla, miró fijamente la larga barra de arena amarilla en el centro de la corriente, despertó de un sueño y dijo sin tono alguno a Jakob:

–Vamos.

Cuánta nostalgia de aquel que había desaparecido al otro lado, arrancado de ella.

BURGUESES Y SOLDADOS

El médico jefe

El médico jefe seguía igual. La rojez de la pierna izquierda se extendió a la rodilla; todos los días le ponían emplastos, y un día incluso lo intentaron con un ungüento, pero no dieron con el adecuado. Pintaron los bordes con tintura de yodo, y pusieron encima unas finas tiras de esparadrapo para contener la erisipela, y pareció que lo hacían, pero de pronto serpenteó por debajo y avanzó.

–Ya lo tenemos, ya lo tenemos –tranquilizó el joven médico–, ya hemos atrapado la erupción –y empezó una vez más con la mágica pintura de yodo y tendió, ayudado por la esposa del médico jefe, el marco rosa de esparadrapo sobre el conjunto. La temperatura subía y bajaba. Cuando subía, se decía con aire científico, «esto forma parte del proceso», cuando bajaba, se alegraban, «vaya», y el buen médico jefe, cuyo cuerpo de tal modo administraban, sonreía complacido tanto cuando subía como cuando bajaba.

Siempre estaba de buen humor. Decía que su corazón nunca había estado tan firme. Se alegraba de estar acostado, de descansar a conciencia, lo que sólo es posible cuando se está enfermo. También eran espléndidos (pero de eso no contaba nada) los sueños vespertinos; pronto se dio cuenta de que tenían que ver con la fiebre. Luchaba duramente con su médico, que quería darle un antipirético:

–Eso debilita el cuerpo, debilita las fuerzas –explicaba a su médico–, conozco mi cuerpo. Los cirujanos no se dan cuenta de esas cosas. No me venga con venenos.

Se pusieron de acuerdo ante un argumento del enfermo:

–Además, el antipirético falsea la gráfica.

Eso convenció al doctor, así que el jefe pudo seguir descansando entre sueños inauditos.

El domingo, en el tren, sirvieron una morcilla espléndida; la cocina proporcionaba lo mejor que tenía, incluso la barrica de vino que les habían regalado en la pequeña ciudad se acabó ese domingo. Era el 17 de noviembre.

Habían pasado ya más de ocho días desde el estallido de la revolución. Precisamente aquel día ocurrió algo extraño en el compartimento del médico jefe. Cuando recogían los platos de la comida en una pequeña estación, en la que pararon, descansaron y todo el que podía andar bajó del tren, preguntó las últimas noticias, asedió al jefe de estación para saber el por qué de la parada, cuánto duraría..., en esa pequeña estación, también la esposa del médico jefe había dejado su compartimento y charlaba en la parte de atrás con el teniente Maus, que se asomaba por la ventana. Cuando aún se encontraba allí, varios hombres vinieron corriendo y llamándola. Ella salió corriendo sobresaltada, también Maus bajó. Se había producido un pequeño tumulto en la parte delantera. El enfermo médico jefe intentaba bajar, en camisón, los escalones de su compartimento, lo habían visto enseguida, y discutía confusa pero amigablemente con los soldados que le retenían y que le devolvieron sin dificultad al interior. Sonrió a su mujer desde la cama, sus vendas estaban en el suelo. El médico no tardó en llegar. El enfermo tenía frío, temblaba. Al atardecer (un atardecer grisáceo), había cambiado visiblemente, los ojos miraban apacibles como siempre, pero estaban hundidos y la piel a su alrededor amarillenta.

El médico jefe estaba ahora en el vagón de paso al que habían llevado los casos especiales. El doctor sacó a su esposa al pasillo.

Se miraron debajo de la lámpara, el doctor frotaba el cerco de cuero de su gorra:

–Dentro de una hora estaremos en Würzburg. No puedo seguir asumiendo la responsabilidad. Hay que hacerle un análisis de sangre, ponerle suero, aquí no tenemos de nada.

–Quiere que bajemos en Würzburg –dijo ella con ojos indignados–, no conozco a nadie allí.

–Es Alemania, querida señora, los médicos son los mismos, y Würzburg es una gran ciudad.

Ella estaba próxima a estallar:

–Por qué no ha traído suero, usted dijo que tenían de todo.

Él se puso con calma la gorra, apoyó la mano en el picaporte:

–No sé qué suero necesita; eso sólo es posible saberlo después del análisis de sangre.

Ella, implorante, temerosa:

–¿Es... una septicemia?

Él, encogiéndose de hombros:

–No cabe excluirlo.

–¿Causada por los callos, por un callo?

Hacía pucheros, lloraba protestando amargamente como una niña, con las dos manos aferrando el marco de la ventanilla: el tren iba excepcionalmente rápido y oscilaba.

En Würzburg, en la estación de mercancías, reinaba un enorme ajetreo. Ya desde la estación se veía la bandera roja en la ciudad. Todas las puertas del tren se abrieron, era entrada la tarde, el jefe de tren anunció que pasarían allí la noche, y quizá la mañana de mañana; sin embargo, en un cuarto de hora iban a desviarlos a otra vía, así que no podían abandonar el tren. Miraron por la ventanilla. Sanitarios con una camilla caminaban buscando a lo largo del tren. Desde algunas ventanas saludaron jolgoriosos:

–¡A nosotros no, que nos vamos con mamá!

Pero los vieron pararse detrás: otro que ha reventado; se apresuraron a ver quién era. Entonces bajó una señora, era la esposa del médico jefe, sí, el viejo, seguro que vive por aquí, luego los sanitarios sacaron su camilla con cuidado; lo han tapado hasta arriba, ya está muerto; el médico caminaba despacio tras la camilla, que llevaron a lo largo de todo el andén, cruzando las vías. ¡El viejo médico jefe! Vive aquí, no, lo llevan al hospital, vale, pero porque vive aquí, no, debe de estar mal, está enfermo del corazón. Todos lo compadecieron, luego las maniobras de la locomotora los ocuparon y, en cuanto pudieron, se dispusieron a ir a la ciudad y se adornaron con cintas rojas.

En el hospital, durante dos horas, no dejaron a la esposa ver al marido. Cuando entró –tenía una espartana habitación individual, una sola bombilla lucía en el techo–, nada más cerrar la puerta a sus espaldas, ella le tendió la mano a su vieja y cordial manera, él frotó la mano fría entre las suyas y le dio las gracias por haber conseguido sacarlo del tren y llevarlo allí:

–Lo había pensado a menudo, porque las sacudidas eran muy fuertes, Antonie, pero no quería imponerte tal cosa.

Estaba visiblemente mejor, pero pronto quedó más silencioso, más serio y singularmente misterioso sobre su elevada almohada.

–¿Quieres algo, Otto?

–No.

–¿Te has dormido?

–¿Cómo? No... estaba pensando en el frente oriental. Les queda un camino mucho más largo que a nosotros. Hum...

Llevaba a sus espaldas una extracción de sangre y una inyección, dijo entonces.

–Gracias a Dios, por eso he tenido que sacarte, el doctor no podía hacerlo en el tren.

–No, no disponemos de suero.

Es curioso que no preguntara por qué se lo administraban; se alegraba de haberlo recibido.

–Mañana me traerás mi catálogo de flores, el que tengo en la cartera –dijo, medio dormido.

Pero por la mañana temprano, a las seis, cuando ella apareció alegre por el hospital –estaba contenta, había podido dormir por vez primera en el hotel después de muchos días–, la enfermera de noche salía de su cuarto con una botella de champán y otra de coñac.

–¿Cómo está, enfermera?

La enfermera no la reconoció al principio.

–Al principio la noche fue buena. Luego subió la fiebre; le he dado champán, el pulso era desigual.

La mujer quiso entrar a la habitación, pero la enfermera le cortó el paso:

–Primero tenemos que esperar al doctor, he pedido que lo despertaran.

Se quedaron calladas ante la puerta, la enfermera con las dos manos ocupadas. La mujer pidió:

–Por favor, déjeme pasar con él.

Oyó en el cuarto un extraño sonido regular, y se asustó.

–Sin duda duerme. Entonces puedo sentarme con él.

Entonces, sin peinar, sin cuello, con una bata blanca, llegó el doctor, un caballero pálido de largas piernas y expresión fría que abrió la puerta sin saludar, la enfermera le siguió. Cerraron tras de sí. Al cabo de largos minutos salieron, el médico la miró desde arriba, se levantó el estrecho cuello de la bata y observó, después de carraspear:

–¿Quiere usted visitar al señor médico jefe?

Al advertir su mirada de miedo preguntó, dubitativo:

–¿No le ha orientado la enfermera? Bien... Vaya. La cosa no va bien... Le hemos puesto otra inyección. ¿Cómo ha empezado esto? ¿Cuántos días hace?

–Desde el martes, doctor.

–En realidad es poco tiempo. Vaya. Bien. El corazón...

La miró aún un rato, obviamente sin verla, parecía profundamente adormilado, saludó con una cabezada y se fue.

En el cuarto, ella advirtió todo al instante. Olía a alcohol y a alcanfor. En la mesita blanca, la enfermera limpiaba unas jeringuillas en unos cuencos. Él yacía con el torso levantado, los brazos por encima del embozo. Roncaba ruidosamente. Tenía los ojos cerrados. Su rostro rojo y caído se convulsionaba y ardía sin cesar. Con cuidado, como si hubiera recibido una ducha fría, ella le tocó la mano. Él no reaccionó.

Estaba muy ocupado, al parecer. Roncaba con fuerza, regular como un aserradero, con terrible profundidad y ruido, como si estuviera haciendo un importante trabajo. A menudo hinchaba los carrillos, y la respiración salía de su boca con tal fuerza que los labios se abrían desde dentro y se le formaban burbujas de saliva. Las gotas corrían por su mandíbula, sobre los blancos cañones de su barba.

Ella lo veía, le observaba con sentimientos que no se atrevía a confesarse, dolor, miedo, asco, vergüenza ante la enfermera. Aquel regular roncar y aserrar e hinchar los carrillos... Se volvió hacia la enfermera, que seguía frotando una gran jeringuilla de espaldas a ella, preguntó:

–¿Lleva... mucho tiempo haciendo esto?

–Oh. Después de las cuatro se inquietó. Luego empezó. Enseguida le di cafeína.

La mujer se sentía insegura, miraba alternativamente la cama y a la enfermera:

–¿Por qué... hace eso? ¿Son los pulmones? ¿No le llega aire?

La enfermera le lanzó una mirada sorprendida:

–¿No es usted la mujer de un médico? ¿Es que no ha visto nunca un enfermo?

–Mi marido es oficial de sanidad en activo.

–Ah, vaya..., claro. Los ronquidos siempre son así. Lo hacen cuando..., ya ve.

Luego la mujer cogió una silla y se sentó una hora, dos horas en silencio junto a la cama. El enfermo seguía trabajando. «Ya ve» significaba, evidentemente, cuando se están muriendo. Le secaba el sudor con su pañuelo, y luego con una toalla. Cuando se lo secaba, le vino a la mente la expresión «sudores de muerte», y se detuvo paralizada por el horror, dejando caer el pañuelo. Sintió espanto. Abrió la puerta, y se alegró cuando entró la enfermera de día, que acababa de mantener fuera una conversación con la enfermera jefe de la planta; conversación que terminó con que la enfermera de día ensalzaba el buen ojo de su jefa, porque si hubieran metido al médico jefe con el coronel enfermo del corazón en la habitación doble habrían discutido con él, y encima ahora habría habido que traer al nuevo a la individual. La enfermera de día, una persona recia y entrada en años, con gafas de montura metálica, observó al enfermo con atención. La mujer se tapó los ojos con las manos.

–¿Cuánto durará esto, enfermera?

–Unas horas, quizá el día entero, hemos tenido algunos que han estado así dos días.

–¿Sufre mucho?

–¿Él? No se da cuenta de nada.

Se inclinó sobre él, le tocó el hombro, le habló:

–¡Señor médico jefe, señor médico jefe! Ve, no oye nada.

Le secó rápidamente el rostro, le arregló la almohada y la cabeza, que caía inerte hacia un lado, y dijo:

–Bien, usted quédese aquí sentada. Si ocurre algo, venga al pasillo.

La señora Antonie se sentó, obediente, con el rostro vuelto hacia la ventana. Hoy es lunes, salimos el jueves, esto es Würzburg, nunca hubiera creído que vendría con él a Würzburg. El ronquido es terrible, terrible. Si pudiera taponarme los oídos. Para qué estoy aquí. La enfermera se va, y yo tengo que quedarme aquí. Así son en el hospital. Él tendría que saberlo. Miró su rostro, estaba pálido y azulado, en la frente volvían a formarse perlitas de sudor. No se da cuenta de nada. Esto es morir. En realidad, ya ha pasado, ya ha muerto. Soy viuda. No sé cuándo sigue su marcha el tren transporte, quizá se queden hasta esta noche, y si él termina a tiempo aquí podría ir con el tren, nuestras cosas siguen hasta Naumburg. De lo contrario tendría que mandarlas descargar, quizá ya las hayan descargado sin consultarme. No pensó en el entierro. Una inquietud se apoderó de ella. La gente puede sencillamente haber dejado las cosas en el andén, y nadie sabe a quién pertenecen, y ahora, en medio de la revolución, se las llevan y las roban impunemente. En realidad, no puedo quedarme aquí sentada. Miró su reloj de pulsera. Bueno, media hora más.

Pasó la media hora como sobre ascuas, cada vez más martirizada por el ronquido, al que se añadía miedo, impaciencia. Aquí no se me ha perdido nada. Esto es cosa de la enfermera. Simplemente lo dejan en mis manos, es inaudito.

Cuando dieron las ocho, se dio impulso y le dijo en voz baja, tocando su mano:

–Otto, tengo que ir a por las cosas –los ojos se le llenaron de lágrimas–. Tus cajas están allí, tus libros. Si volvieras a estar bien dirías qué haces, qué estás haciendo, déjame aquí y ve a por ellas.

Fuera, se secó los ojos, se quedó junto a la puerta hasta que llegó la enfermera y sollozó en voz alta:

–Enfermera, tengo que tomar el aire. Tiene que dejarme ir.

–Sí, váyase, hija, váyase. Vuelva a mediodía. Nosotros estamos aquí. Sí, es un mal momento.

Y en cuanto la mujer salió del pabellón, echó a correr. Corrió como perseguida por una pesadilla, presa del miedo, de la confusión, por los jardines terriblemente laberínticos del hospital. Por fin llegó a la puerta principal. Por fin estuvo fuera y se tranquilizó. Y ahora un coche. Me voy a la estación. Era como si fuera a reunirse con su marido. Éste de aquí no era él. Y mira por dónde ahí estaba el tren, su tren. Lo recorrió, era su gente, le saludaban, eran los sanitarios, ahí detrás estaba su vagón. Nadie se había ocupado del equipaje. Los oficiales charlaban en pie delante de sus compartimentos y fumaban. El cocinero vino corriendo y preguntó por el jefe, y por si debía guardarle algo a ella. Ella subió a su viejo y desordenado compartimento, y el cocinero le trajo enseguida café y pan, ella comió y bebió, se secó las lágrimas y luego rompió a llorar con fuerza, porque estaba tan sola allí sentada, y Otto estaba donde estaba y no podía pensar en lo que hacía. Se dobló de miedo al recordar el ronquido. Había tenido que trasladarlo al hospital, cuando ayer, anteayer, tomaba café con ella, y sus catálogos estaban por doquier. No pudo seguir pensando. Qué iba a ser de todo si realmente él moría. No tiene por qué ser cierto. También pueden equivocarse. Tenemos la casita, y él es el que trabaja en el jardín.

Lloró bajito y, cuando terminó el café y el pan, buscó su recado de escribir en el compartimento y empezó una carta a su hermano diciéndole que estaba con Otto en Würzburg, que él estaba enfermo, en el hospital. Y luego volvió a sentirse tan terriblemente sola, y le pareció tan inconcebible que Otto estuviera en el hospital y se fuera a morir, a morir de veras, que no pudo seguir escribiendo.

El suboficial de cocina la sacó de su pena. Se llevó los platos, y el tipo, al que no conocía, se atrevió ahora, porque estaban en medio de una revolución, a saludar con la cabeza y decir:

–Bueno, señora doctora, la cosa no es tan mala. Mire cómo ando yo. Los rusos me arrancaron media pierna. Pero doy dando saltos, y voy tirando.

Ella apartó la vista, ofendida. Se fue al hospital, nada habia cambiado, seguía siendo su marido el que yacía allí, pero entre él y ella había brotado lo imprevisible.

A las siete y diez de la tarde salió el tren. Él vivió una hora más. Para despedirse se colgó de su cuello, pero la levantaron, le pasaron a él una servilleta bajo la mandíbula y se la ataron sobre la cabeza, porque la mandíbula caía sin vida. El paño tenía un aspecto horrible y necio debido al nudo en lo alto. La enfermera dijo:

–Sólo será durante unas horas, luego se lo quitaremos.

Se quedó allí, pensando en él, en la guerra, en los largos años anteriores y en lo bueno que era, con sus rarezas, y en cómo se había acostumbrado a él. Oyó trenes pasar a lo lejos. Ése era su hospital de campaña, se deslizaba en las tinieblas sin él. Todo ha terminado, la guerra ha terminado, aquí nos dejan.

Cansada, se incorporó. Le preguntaron algo. El entierro, sí, cómo se hace eso.

No hubo para él, como para tantos otros, ningún entierro solemne de oficial. Había que comportarse con discreción. En el camino, en un cementerio de Würzburg, dejaron su cuerpo.

Se dispersan como hojas marchitas

* * *

El hospital militar, que había perdido su cabeza, no necesitó mucho tiempo para disolverse por entero. Rodaban, sin pensar ya en la guerra y en la pequeña ciudad de Alsacia, saliendo de Baviera; la abuelita de hierro, la locomotora de largo cuello, se quedó en Würzburg. Una máquina de refresco fue enganchada delante de los vagones, a los que todavía se engancharon otros. Dentro, pensaban en su casa, se volvían más silenciosos y más ajenos. El tren bramaba a través de Turingia.

Lunes, 18 de noviembre, la última noche, la última lluviosa y sombría noche. Luz turbia en los compartimentos. Becker y Maus estaban tumbados en sus bancos y dormitaban.

–¿Duermes, Maus?

–Lo intento. No puedo.

–¿Te acuerdas de cómo salimos? Veníamos del aeródromo, luego hubo luz y oscuridad, era su famoso bosque, así llegué a verlo, árboles, claros, era como un cuento.

–Paz, amable paz, dijiste. Cantabas en toda regla, Becker. Pensé que soñabas.

–Ahora pronto habrá terminado todo, Maus. En Naumburg nos disolverán.

–Sí. ¿Qué será de nosotros? Seguimos necesitando tratamiento, ¿no?

–Hay clínicas, hospitales en todas partes. Pero por lo demás... se acabó.

–Y entonces empezará lo nuevo.

–Entonces empezará.

Los vagones rechinaban y se estremecían regularmente, absorbían los movimientos, los últimos ruidos, el temblor que aún los unía con el hospital militar y la guerra.

Becker:

–¿Te acuerdas del trompetista que ensayaba en el jardín todas las mañanas?

–Se bajó en Hesse.

–Ah. Me hubiera gustado despedirme de él.

–La gente tiene ahora muchas preocupaciones.

–Y la anciana que nos limpiaba. Al final, empezaba a venir con menos regularidad.

Maus lanzó una breve risa:

–¡La vi sisando como una loca, y cómo hablaba!

–Y el capitán ciego del que me hablaste, que siempre paseaba sólo por la ciudad y contaba sus pasos. Y Richard.

–Está en el cementerio, en la avenida junto a nuestro hospital. Volví a estar allí, cerca de él yacía un piloto francés que cayó en los alrededores.

–Vaya, vaya. Ahí están pues. Y todo esto se desploma y se hunde y se convierte en pasado como, qué sé yo, como la guerra de los Siete Años y las guerras Médicas. Salvo que un día haya una rebelión de los muertos contra los vivos. Sólo nosotros, Maus; somos náufragos en una balsa. Ahora nos arrojan a la playa. Como a Ulises.

–¿Qué vendrá ahora, Becker?

–Ninguna Nausicaa nos recibirá ni nos traerá vestidos. Palas Atenea había insuflado valor a Nausicaa, y le había quitado el miedo de los miembros. Y estaba allí, esperándolo.

–¿Dónde está ahora tu paz, Becker, la amable paz?

Becker no respondió. Una especie de dulzura (¿de dónde provenía?) vagó insospechadamente por él. Vuélvete, di: Dios te salve, oh, amarguísima amargura. Has de ser mi hermana más querida. Eres llena de gracia.

Maus:

–Me siento abatido, no quiero mirar por la ventana; el país está saqueado, ya no habrá un ejército, mi padre no me mantendrá con su pensión.

Becker tarareaba, no acababa de atrapar lo que vagaba en su mente. Otra vez el hálito de una palabra, no te olvides de mi país, yo te enviaré una señal que te ayude, un día.

–Y sin embargo paz. No estaremos en las trincheras, no explotarán granadas, vendrá otra cosa.

–¿Qué? No quiero ir a casa.

Becker, que estaba boca abajo, volvió la cabeza hacia él:

–¿Qué quieres, qué pides? Mírame, estoy aquí tumbado con mi espalda, con mi pierna –se hundió sobre su rostro–: No volveré a tocar a una mujer.

Maus:

–Cálmate, muchos han dicho eso.

Becker se cubrió los ojos, Maus nunca había oído quejarse a su amigo:

–Si nunca hubiera habido guerra... y si nunca hubiera terminado. Despertar para esto.

–Me quedo contigo, Becker.

–Te digo que fue un mal espíritu el que creó esta vida. Yo ya estaba muerto, sin duda no hubo un «supremo deleite» como en el Tristán, pero sí silencio y tranquilidad, un estado más auténtico y más adecuado. Un mal espíritu me despertó entonces, y a eso lo llaman curación. Y ahora se trata de no encontrar reposo, esperar y desear, codiciar y yacer aquí tumbado. Porque es malo, me persigue y no me deja descansar. Ese don nos han dado, eso llevamos puesto, esa locura.

Maus se quedó mudo ante tal exabrupto. No entendió qué pretendía decir Becker, pero sintió su amarga dureza. Se ayudó a sí mismo, consolándolo:

–Pero las cosas no son como dices, y no es Becker el que lo dice.

–Soy exactamente yo, ese pobre diablo. No me dejaré arrebatar el derecho al pataleo. También lo tengo. Por lo menos podré protestar. No hagas un alegre dios de mí. Mi máscara ha volado.

–Becker, te estás dejando ir.

–Y por qué no. ¿Por qué vosotros y no yo?, me dejo ir, quiero y tengo que dejarme ir por fin. Protesto. Si me hubiera quedado allí... Los que yacen allí están mejor que nosotros, ni siquiera tienen que volver a empezar, lo han conseguido.

Becker gimió sordamente. Maus:

–Si tú no lo consigues, qué vamos a decir nosotros.

Entonces Becker volvió otra vez el rostro hacia él y tocó su mano, sin hablar.

Maus:

–Puedes ser débil alguna vez. La verdad es que te tenía por una especie de dios.

* * *

Por la mañana temprano, cuando se detuvieron en una pequeña estación para una limpieza a fondo de hombres y vagones, Becker estaba sentado en su rincón, profundamente pálido, hundido, frío, pero tranquilo. El café ya estaba en el banco; Maus trajo bollos y extendió en su lado un pañuelo limpio. Al servir el café, levantó la cabeza hacia Becker, que le observaba:

–Bueno, gran estampa de la paciencia, ¿cómo te sirvo?

La vieja sonrisa burlona en la boca de Becker:

–No me molestes, perro falso. Abre la ventana.

Y, cuando Maus la hubo bajado, Becker cogió su taza de café con un ademán patético y tiró la mitad por la ventana:

–¡Bien! Para los dioses de este país. Tierra sajona, te consagro con achicoria.

Tuvieron ocasión de ver en el mismo lugar una especie de manifestación encabezada por banderas rojas. La pequeña tropa parecía tener la intención de acercarse al tren, ante el que se encontraban, para pronunciar una arenga, pero torcieron el rumbo. Maus guiñó con tristeza los ojos:

–¿Por qué no se acercan a nosotros? No tienen nada que temer.

Becker:

–¿Quiénes eran? ¿Qué hacen?

–Es la revolución.

–¡Cómo! Me alegré tanto con la revolución. Esos van a la iglesia, Maus.

–Te digo que no. Hoy es martes.

Se encaramaron a sus vagones. Maus envolvió a su amigo en la gran manta de caballo que, sin saber nadie cómo, había ido a parar allí desde el cuartel de artillería. Becker dijo, perdido en sus pensamientos:

–Decepcionante.

Las puertas se cerraron con estrépito. El tren atravesó pequeños ducados sajones que habían dejado de serlo; pararon en Saalfeld, Rudolstadt, Weimar, y miraron por las ventanillas. No se veía nada especial.

En Naumburg se acabó.

Habían empaquetado cuidadosamente, escondido, todo lo que tenían, sabían que a la salida habría controles. Todo discurrió sin dificultad, muy rápido, el jaleo en la estación fue grande. Antes de darse cuenta, se encontraron en otro andén, entre una masa ingente de soldados cargados y de civiles que esperaban trenes, y a los que ya no conocían.

Los separaron.

En la comandancia de la estación y en los andenes, había uniformados sentados a mesitas, y ante ellos pasaba una larga fila de gentes a las que firmaban y sellaban certificados. Eran consejos de soldados. Para los que no salían enseguida, había hoteles y alojamientos preparados. Llevaron a los últimos enfermos de gripe al hospital.

Como las hojas de un árbol marchito, cayeron y se dispersaron.

PRIMERA PARTE

Domingo, 10 de noviembre de 1918

Volvió la vista hacia la habitación con un leve movimiento de cabeza. El hombre estaba sentado en su silla, junto a la mesa; las muletas junto a él, la gorrilla en el cráneo pelado, el periódico abierto ante sí. Se limpiaba las gafas de montura de acero y examinaba la gris luz matinal que entraba por la ventana del patio. Ella dijo:

–Puedes encenderte la luz.

Él contestó:

–Está bien así.

Luego, ella cerró la puerta a sus espaldas.

Ya no llovía, pero el patio estaba lleno de charcos. En el zaguán, junto a la pared, donde estaba oscuro como boca de lobo, ella se arremangó el vestido, tanteó con un pie y se puso los pesados zuecos de puntiaguda madera. Echó a andar con estrépito de carraca.

El hombre limpió su pequeña pipa de madera, olfateó una vieja lata de té y extendió unas briznas de tabaco sobre el periódico. Quebró pieza a pieza las toscas virutas, y fragmentó algunas hojas grandes. Luego lo comprimió todo en la cazoleta, echó los restos de tabaco del papel en la pipa y la encendió. Cuando hubo dado las primeras caladas, cogió la pipa con la mano izquierda y, como todas las mañanas, al oír los pasos de su mujer en la calle, dijo para sí mismo:

–Bueno, es 10 de noviembre –y siguió fumando tranquilamente.

El periódico era del día 8; hacía ya algunas semanas que el pastor evangélico que vivía enfrente se lo daba, aunque sólo de vez en cuando. Con los brazos abiertos, el hombre se puso a la tarea y estudió los anuncios domésticos, las ventas de mobiliario, los anuncios del mercado de frutas y verduras... Movía un poco los labios. A veces se interrumpía, leía otra vez, y, en voz alta, decía:

–Reinetas pequeñas, dos cincuenta... Oh, es mucho.

Dio un par de graves caladas y miró hacia la ventana; frunció el ceño: probablemente su mujer ya estaba en la plaza del depósito de agua, que sin duda sería una ciénaga; había que pavimentarla, pero quién tenía dinero para eso en medio de una guerra. Siguió leyendo la lista de precios de las distintas clases de manzanas.

Y era cierto: su mujer estaba atravesando justo en ese momento la plaza del depósito de agua. Llevaba el pardo paraguas de tamaño familiar sujeto bajo el brazo izquierdo, un brazo que apretaba al mismo tiempo contra el pecho los picos del gran pañuelo negro que se había puesto sobre la cabeza y los hombros. Tan sólo veía con un ojo por una rendija. Su brazo derecho sostenía un cubo de madera en el que había una ancha paleta también de madera. Se acercó al andamiaje que había a la salida de la plaza; hacía años que la obra estaba parada, los cuervos tenían su cuartel general en las vigas, y desde allí volaban hacia el bosque y las calles que llevaban a los cuarteles. Se apartó los flecos del pañuelo del rostro para ver si los cuervos seguían sobre el andamiaje. Y cuando los buscó y no encontró nada, se apresuró, pues ésa era la señal: iban de camino.

En el largo y bajo edificio de la escuela que había en el cruce de calles había reclutas. El gran portón del patio estaba cerrado. Se oían gritos, fuertes voces de hombre. La mujer, que acababa de bajar de la acera delante del colegio, escuchó. Frunció el ceño con desaprobación, pero no se detuvo. Aunque a punto estuvo de hacerlo. Allí estaban ya los cuervos; cubrían toda la rambla que había delante de la escuela; picoteaban y graznaban, y entre ellos revoloteaban los grises gorriones, y todos se dedicaban a su botín, como si fuera un campo de centeno. Pero el preciado botín era el estiércol de caballo que ella necesitaba para su huertecillo. La mujer, todavía disgustada con los gritos de los jóvenes soldados, esos niños maleducados, ya había dejado que el paraguas se deslizara hasta su mano izquierda; un golpe de viento hinchó el pañuelo que la cubría, el nudo en el pecho se soltó, pero la anciana apenas le prestó atención. Golpeó con el paraguas a los cuervos, que alzaron el vuelo con furioso graznido: ya conocían a aquella anciana. Los gorriones se alzaron en una nube y se posaron, a regañadientes y expectantes, en la canalera del tejado de la escuela. Abajo, en la calzada, la anciana, a la que el viento desgreñaba las ropas, se anudó fuerte el pañuelo ante el pecho, apoyó el paraguas en el bordillo y dejó el cubo a su lado. Maldijo la bandada de cuervos, que esparcía el estiércol de caballo por la rambla; maldijo su insaciable apetito y empezó a llenar el cubo. Los cuervos se mantuvieron a respetuosa distancia. Cuando terminó de dar sus paletadas y se incorporó trabajosamente, los pequeños ladrones, los gorriones, ya volvían a estar junto a los gordos cuervos, picoteando y armando ruido. La anciana metió la paleta en el cubo y recogió el paraguas.

Se dirigió con el cubo lleno hacia la garita, junto a la ancha escalera del colegio, pero se detuvo asombrada. Buscó. Quería darle el cubo al joven centinela, como todas las mañanas, para que se lo guardase hasta el mediodía, cuando regresara del trabajo. Sin embargo, el muchacho no estaba. Dentro seguían gritando sin cesar tras el portón cerrado, las voces eran ya bramidos. La anciana, con el cubo en la mano, estuvo a punto de llamar a la puerta y pedir silencio. Ya estaba allí con su expresión furiosa y el paraguas alzado, a punto de golpear la puerta, cuando nuevos y airados gritos la asustaron; se volvió y se fue indignada. Para dar rienda suelta a su ira, atravesó entre maldiciones la bandada de pájaros y enfiló hacia la larga y silenciosa calle de los cuarteles.

En una esquina de esa calle la esperaba todas las mañanas un capitán de artillería ciego, que se levantaba igual de temprano y daba un paseo prefijado en torno a varios bloques de casas. Conocía exactamente el número de pasos que iba de un cruce a otro, daba siete de una longitud exacta, con el fino bastón de paseo en la mano derecha tendido frente a él como una antena, le daba a la mujer la llave de su casa y entonces ella entraba y le hacía café, antes de dirigirse al hospital militar. La larga y recta calle estaba vacía; la anciana avanzó bajo su pañuelo contra la tempestad. De vez en cuando, apartaba los flecos para orientarse. La calzada estaba inundada de agua.

Allí estaba el capitán, alto y tieso como era, con un abrigo negro de invierno y el ala del negro sombrero flexible levantada sobre la frente, de modo que ofrecía a la luz su rostro estrecho y muy blanco, con su mandíbula erguida y las profundas arrugas del cuello. Mantenía la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha; sólo oía por la izquierda; el mismo cañonazo que había reventado demasiado pronto en el campo de tiro y le había costado los ojos le había destruido también el oído derecho. En la ciudad, contaban que los miembros de su batería odiaban al capitán, y que su gente había disparado demasiado pronto para perjudicarlo. Sus blancos globos oculares centelleaban inquietos. Oyó a la mujer con sus zuecos y, con su peculiar aire castrense, gritó:

–¡Señora Hegen!

Ella llegó hasta él con estrépito de carraca, le dio los buenos días e hizo el habitual movimiento hacia su mano izquierda, en la que sostenía la llave. Pero él la sujetó.

–¿Tiene tiempo esta tarde?

–¿Esta tarde? ¿Por qué?

–Tiene que decirme si tiene tiempo.

Siempre era testarudo, pero ella también.

–Parece que hoy no quiere tomar café. Deme su llave.

Él no se la dio.

–Si no tiene tiempo esta tarde, tendré que pensar en otra cosa.

La anciana le miró; hoy todos tenían tonterías en la cabeza, hacía ya once años que iba a casa del capitán.

–Tengo que hacer el equipaje –explicó el capitán al no oírle decir nada. Ella reflexionó.

–¿Cuándo quiere que vaya?

–A las dos.

–Bien.

Sólo entonces él le dio la llave, y se separaron como siempre sin una palabra, él en dirección al depósito de agua, ella a casa del capitán para hacer café.

Las puertas del patio de la escuela se abrieron, el griterío resonó en la calle y en la acera de enfrente se congregó una pequeña multitud; los jóvenes soldados formaron en el patio; algunos fumaban cigarrillos, ninguno de ellos llevaba armas. A la cabeza aparecieron varios con fusiles. Ruidosos y sin marcar el paso, remontaron la calle del colegio por entre los charcos hacia la pequeña ciudad, que aún dormía. Tras ellos, camiones y automóviles salieron del patio, llenos de soldados que gritaban y cantaban, agitando gorras y brazaletes rojos; entre ellos había barbudos reservistas. Bajaron en la otra dirección la larga avenida hacia el aeródromo.

* * *

En el hospital militar, cerca del aeródromo, en una habitación individual de la zona reservada a cirugía, yacía un piloto. En la placa colgada a los pies de su cama ponía, en latín: «tiro en el vientre». Se despertó con los ojos muy abiertos. La alta enfermera vestida de blanco que empujaba el traqueteante carrito de los vendajes junto a su cama, al lado de la ventana, se inclinó sobre él:

–¿Se encuentra mejor hoy, mi teniente?

Él trató de sonreír, y ella se sobresaltó. Tenía profundas arrugas en torno a la boca, la nariz afilada, un hálito azulado sobre el rostro. Habló con lentitud, en tono desvaído:

–Gracias..., muy bien, enfermera.

Movía la cabeza de un lado a otro, sus dedos jugaban.

–¿Quiere beber, mi teniente? ¿Tiene sed? Le traeré algo.

Oh, Dios.

Fue a la sala principal, donde la enfermera jefe apuntaba la temperatura de los pacientes en las gráficas. Cuchichearon. La enfermera jefe dijo con frialdad:

–Sí, pues a ver de dónde sacas un doctor –se encogió de hombros y siguió escribiendo tranquilamente. Luego apoyó la mano que sostenía la pluma sobre la gráfica y miró a la más joven–: ¿Para qué quieres un médico para él? Sigue con tu carro. Esta noche ya ha ido a verle el cura.

La enfermera de vendajes abrió más los ojos. La mayor dijo:

–Por cierto, ¿dónde está el carrito?

–Sigue allí, en su cuarto.

–Pasaré enseguida, me quedan tres camas. Empezaremos por el empiemático; le hace mucha falta, sus vecinos se quejan, huele.

La enfermera se alejó con rapidez; la mayor volvió a estudiar un termómetro con el ceño fruncido:

–Sigue usted sin bajar, Kunz.

En la habitación individual era un día como cualquier otro. Por la mañana la habitación estaba gris y oscura, y luego más y más clara. La luz del sol entraba en torno a las once, cuando los árboles del otro lado del patio acortaban sus sombras. Luego el sol se iba desplazando, la claridad duraba otra hora, y mientras los hombres en la habitación respiraban y sufrían, oscurecía, llegaban las tinieblas, la noche estaba ahí de nuevo. Ahora había alguien en la cama, apagándose. El carrito de los vendajes estaba donde lo habían dejado cuando la enfermera volvió a entrar de puntillas. El carrito pegado a la ventana, junto a la cama, tenía un aspecto amable, pacífico y esperanzador, con sus bandejas de cristal cubiertas de blanco. En sus cuencos y boles había bisturíes, pinzas, tijeras, hemostáticos, material de sutura, todo ello reluciente y esterilizado. Los altos botes de cristal estaban repletos de gasas. Debajo había tijeras para escayola y vendas. Así esperaba el amable carrito de los vendajes junto a la ventana, con su metal centelleante. Había entrado sobre blancas patas, sobre ruedecitas de goma roja. La alta enfermera rubia se puso delante del carro, junto a la cama, para ocultarlo. La enfermera se veía obligada a quedarse allí; no huía, no podía huir: la muerte la llamaba.