Enbrazosdelpirata_cubierta.jpg

Índice


Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Epílogo

Contenido extra



Connie Mason





En brazos del pirata




Traducción de Bartoile Kutip




Logo_Phoebe_abril2017


Título original: Taken by you




Primera edición: mayo de 2017




Copyright ©1996 by Connie Mason



© de la traducción: Bartoile Kutip, 2010



© de esta edición: 2017, ediciones Pàmies
C/ Mesena, 18
28045 Madrid
phoebe@phoebe.es


ISBN: 978-84-16970-18-6



Diseño de la cubierta: Javier Perea Unceta
Ilustración de cubierta: Franco Accornero


Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.



Prólogo



En algún lugar del océano Atlántico. 1580


Morgan Scott se equilibró brevemente en la proa del galeón que se hundía, arqueó el cuerpo demacrado, lleno de cicatrices, y lanzándose de cabeza hacia abajo se zambulló en el mar oscuro y zarandeado por el viento. Batiendo furiosamente los brazos y las piernas, luchó por escapar de la estela de succión que produjo el Negra María al hundirse. No miró atrás más que una sola vez, para alegrarse en silencio al ver cómo aquel barco del demonio desaparecía bajo la superficie del agua, llevándose consigo a su brutal amo español y a toda su tripulación.

Entonces se rio.

Se rio hasta que le dolieron los músculos y estuvo a punto de ahogarse.

Luego, bruscamente, se volvió hacia la fragata inglesa, cuyos cañones aún humeaban, y echó a nadar hacia ella como alma que lleva el diablo.

—Se está hundiendo, capitán Dunsworth —informó el contramaestre Nickols, bajando el catalejo y sonriendo al capitán.

—¡Pues menos mal! —gruñó Dunsworth—. Otro malnacido español que no volverá a meterse con las embarcaciones inglesas. Su primer error ha sido enfrentarse con nosotros; el segundo, creerse que iba a poder hundir a lo más granado de Su Majestad la Reina. ¿Algún superviviente, señor Nickols?

Nickols volvió a alzar el catalejo para escrutar el desplomarse de las crestas blancas surcadas por un viento cada vez más fuerte.

—No parece que haya ninguno, señor.

Dunsworth asintió.

—Mejor así. Larguémonos de aquí; va a haber tormenta. Poned rumbo a Inglaterra: tenemos que reparar los destrozos que nos ha hecho el Negra María.

—Bien; muy bien, señor.

Nickols le dio una última pasada al mar a través del catalejo, lo bajó un instante y volvió a llevárselo al ojo.

—¿Qué es, señor Nickols? ¿Veis algo?

—Sí, capitán. Parece la cabeza de un hombre entre el vaivén de las olas. —Nickols le pasó el catalejo a Dunsworth, que lo apuntó en la dirección que este le señalaba—. ¿Lo veis?

—Sí. Ganas me dan de dejar que se ahogue ese malnacido, pero yo no soy un salvaje. Arriad un bote y traédmelo a bordo.

—Parece que está casi fiambre, mi capitán —observó Nickols contemplando a aquel hombre medio ahogado desmadejado sobre la cubierta—. Mirad cómo tiene la espalda el pobre diablo. Quienquiera que sea, no lo han mimado mucho en el Negra María. No es más que un muchacho. No creo ni siquiera que sea español, con ese pelo tan rubio.

—Llevadlo abajo y que el médico de a bordo se ocupe de él. Y, por el amor de Dios, que le den de comer. Se le transparentan todas las costillas. Hasta que oigamos su historia, no estará de más que lo tratemos en lo posible como es debido.

Morgan se sacudió, se volvió de costado y escupió parte del agua de mar que había tragado. Luego se recostó de espaldas y alzó la vista hacia aquellos ingleses que lo habían rescatado del mar. A pesar de que estaba muy debilitado y completamente exhausto, sonrió con auténtica alegría. Eran los primeros ingleses que veía en cinco años, y la visión casi lo desbordaba de puro alivio.

—¿Habláis inglés? —le preguntó el capitán Dunsworth.

Aunque le escocía la garganta de la copiosa agua de mar que había tragado mientras nadaba a la desesperada, Morgan respondió sin dudarlo:

—Lo hablo perfectamente, señor. Me llamo Morgan Scott. Mi padre era Sir Duncan Scott. Hace cinco años fue enviado por la reina a Italia. Nuestro barco, el Estrella del sur, fue atacado y hundido por el Negra María, y yo fui el único superviviente. Mi madre, mi padre, mi hermano, mi hermana… murieron…, murieron todos.

El capitán parecía incrédulo:

—¡El Estrella del sur! Dios mío, recuerdo muy bien aquel suceso. No se volvió a saber del barco, y se dio por hecho que todos los tripulantes y pasajeros habían muerto. ¿Dónde habéis pasado vos estos últimos cinco años?

—En el mismísimo infierno —dijo Morgan, haciendo esfuerzos por levantarse. Un marinero se apresuró a adelantarse para ayudarlo—. No he puesto un pie fuera del Negra María en cinco años. Me han matado de hambre, me han azotado, me han humillado y me han tratado literalmente como a un esclavo. Tuve que crecer deprisa cuando me arrojaron de la inocencia y la confianza juveniles a las entrañas del infierno, a la edad de diecisiete años.

El capitán Dunsworth sacudió la cabeza con conmiseración.

—Gracias a Dios que nos cruzamos en el camino del Negra María cuando lo hicimos. Ahora sois libre, Morgan Scott. Estoy seguro de que la reina os restituirá toda la fortuna y las posesiones de vuestra familia tan pronto como tenga noticia de que estáis vivo.

—Eso imagino —dijo apagadamente Morgan.

—Yo soy el capitán Dunsworth de la Marina Real. El doctor de a bordo os echará un vistazo de inmediato. Para cuando lleguemos a Inglaterra estaréis hecho un auténtico lobo de mar. Sois joven, os recuperaréis. Dentro de nada estaréis entre los de vuestra clase llevando una vida privilegiada.

Macilento y con la mirada vacía, Morgan contempló a Dunsworth. Nadie más que él mismo llegaría de verdad a saber con qué intensidad había sufrido a manos de los españoles. Podían imaginárselo, pero no lo sabrían jamás, a menos que lo hubieran experimentado por sí mismos. Nunca podría ya volver a vivir aquella vida absurda a la que estaba acostumbrado antes de sus años de cautiverio. Tenía el alma abrasada de odio, su corazón clamaba venganza. La muerte cruel de su familia y el subsiguiente cautiverio lo habían marcado de forma indeleble.

—Usaré mi fortuna para vengar la muerte de mi familia —dijo, con una voz tan cargada de amenaza que Dunsworth se estremeció y apartó la mirada—. De hoy en adelante, ningún español, sea hombre, mujer o niño, estará a salvo de mí. Obtendré el permiso de la reina, aparejaré un barco y los perseguiré hasta los confines del mar como a los animales que son.

—Admiro vuestra ambición, señor Scott, pero ¿no sois demasiado joven para capitanear vuestro propio barco? ¿Tendréis la habilidad necesaria para controlar a los hombres?

En los ojos azules de Morgan centelleó la vehemencia de su fervor vengativo:

—En los cinco años que he pasado cautivo en alta mar he aprendido todo lo que hay que saber de navegación y de barcos. Del mismo modo que aprendí a odiar a los españoles. Con eso creo yo que estoy más que capacitado para enfrentarme con ellos. Nada me detendrá, capitán. —Levantó el puño hacia la oscuridad, amenazando al cielo—. Juro por todos los muertos de mi familia que seré despiadado y firme en mi venganza hacia los españoles. Los perseguiré implacablemente y sin cuartel. Y que Dios me ayude.



1



Cádiz, España. 1587


—Me da lo mismo lo piadosa que seas, hija mía. Está en juego el honor de la familia —afirmó enfáticamente don Eduardo Santiago—. Vas a dejar el convento y te vas a ir a Cuba a casarte con don Diego del Fugo.

Envuelta en un apagado hábito gris, Lucía Santiago se puso perceptiblemente tensa y adelantó la barbilla en un gesto de desafío casi sin precedentes. Los diez años que llevaban la madre abadesa y las monjas del convento de la Madre de Dios inculcándole sumisión y obediencia se desvanecieron en el aire allí mismo, porque no podía permitir que aquello ocurriera sin oponerse. No la sacrificarían por el honor de su padre.

—No quiero casarme con don Diego, padre. Ni tampoco quiero irme de España. Estoy bastante satisfecha aquí en el convento. Dentro de un mes voy a hacer los votos definitivos y serviré felizmente a Dios para siempre. —Si su entusiasmo era un poco forzado, ella hizo como si no se diera cuenta. Hacerse monja era su máxima meta en la vida.

—Precisamente por eso he venido, Lucía —le dijo don Eduardo—. Nunca quise que te hicieras religiosa. Cuando tenías diez años eras incorregible y por eso te traje aquí, para que te domaran y te educaran las buenas monjas del convento. Tu madre acababa de morir, y yo no era capaz de ocuparme de una niña con tanto carácter. Ya era mucho para mí criar a tus hermanos. Pero nunca tuve intención de dejarte aquí para siempre. Estás prometida a don Diego desde hace años, y él ya empieza a impacientarse. La madre abadesa me ha asegurado que estás preparada para convertirte en esposa.

Lucía se estremeció, imaginando lo repugnante que sería entregar su cuerpo a un hombre, especialmente a un hombre al que apenas conocía.

—Por favor, padre, ¿por qué no queréis ver que estoy hecha para una vida de plegaria y recogimiento? Yo quiero ser esposa de Cristo.

Don Eduardo le lanzó a su hija una elocuente mirada que delataba su desdén.

—Pero si no hay más que verte para darse cuenta de que tú no estás hecha para vivir enclaustrada…

La contempló, contempló la sensual belleza de su rostro, las curvas exuberantes de su cuerpo, disimuladas apenas por el hábito holgado. Sus ojos, grandes, oscuros, chispeaban de vida, de temperamento y de pasión. Quizá pudiera engañar a otros, pero a él no podía engañarlo; para eso era su padre. Tenía el convencimiento de que, una vez iniciada en la pasión, Lucía se entregaría a ella con avidez, y había dispuesto que fuera don Diego el encargado de inflamar ese fuego que abrasaba por dentro a su hija.

—Yo no tengo la culpa de ser como soy, padre —dijo ella con un deje de censura en la voz—. El aspecto exterior no tiene nada que ver con la fe. Yo quiero dedicar el resto de mi vida a servir a Cristo.

—¡Bah! ¿Cómo vas tú a saber lo que quieres, si no has experimentado nada de la vida? —la regañó don Eduardo, impaciente—. Mejor habría sido no dejarte tanto tiempo en este sitio. Ahora te vas a venir conmigo, Lucía. Tienes que estar preparada para embarcar dentro de dos semanas en el Santa Cruz, que te llevará a reunirte con tu prometido. Te complacerá saber que don Diego ha sido nombrado gobernador general de Cuba. Es un hombre poderoso, muy respetado y admirado. Eres una chica con suerte, Lucía.

—Pero padre, él es viejo y yo…

—¡Ya basta! No pienso seguir discutiendo. Te vas a casar con don Diego y no hay más que hablar. Irán contigo en el viaje una dama de compañía y un sacerdote, que te irán instruyendo sobre tus deberes de esposa. Don Diego esperará de ti ciertas cosas… —dijo evasivamente—. Un ejército de costureras va a trabajar noche y día para proveerte de un ajuar digno de la novia de un hombre tan importante como don Diego. Tienes que entender que esto lo estoy haciendo porque te quiero, Lucía. Verás qué bien vas a vivir con don Diego.

Lucía no entendía nada de aquello. ¿Por qué tenía ella que abandonar aquel lugar de paz y bienestar para sumergirse en un mundo desgarrado por las disputas y las guerras? Ella no era del todo ignorante de los sucesos del mundo. Sabía de las precarias relaciones entre España e Inglaterra, y había oído hablar de cómo la intriga política se cocía a fuego lento en las cortes de Felipe II de España e Isabel I de Inglaterra. Los visitantes que llegaban al convento hablaban en susurros de los actos de piratería que se producían mar adentro. Había un nombre en particular que la hacía estremecerse de terror cada vez que lo oía. El Diablo. El mismísimo demonio encarnado en un inglés.

Sintió un escalofrío al recordar la primera vez que escuchó aquel nombre. Fue hacía ya varios años. Había oído por casualidad lo que un huésped que estaba pasando allí la noche le contaba a la madre abadesa sobre el corsario inglés que se dedicaba a atacar y hundir galeones españoles con una manía casi obsesiva. «Probablemente se habrá hecho rico como un rey saqueando a los españoles», reflexionó, y la repugnancia la hizo retroceder cuando intentó hacerse una imagen del cruel pirata que atacaba casi exclusivamente barcos españoles.

—¿Me has oído, Lucía? —repitió impaciente don Eduardo—. Despídete de la madre superiora y haz el equipaje. Tenemos que irnos de inmediato.

Lucía sabía que, por más que hubiera cumplido ya veinte años, no le iba a servir de nada seguir con sus protestas. Resultaba degradante saber que todos los aspectos de su vida estaban controlados por hombres. Su padre, sus dos hermanos y ahora don Diego, con quien la habían prometido. En el convento, al menos, no tenía que rendirle cuentas a nadie más que a Dios.

—Os he oído, padre. ¿No hay nada que pueda yo hacer o decir para haceros cambiar de opinión?

—No, hija, no; estoy decidido a hacer lo que es mejor para ti. Con don Diego vas a tener fortuna y posición. Vas a ser la esposa consentida de un hombre importante. ¿Es que no quieres tener niños? Don Diego te dará niños.

Lucía no sintió el más mínimo anhelo por el tipo de vida que su padre le describía hasta que mencionó los niños. Tener sus propios hijos sería maravilloso, pero no lograba hacerse a la idea de que don Diego fuera a ser el padre. Solo lo había visto una vez, cuando ella tenía diez años, y ya entonces le había parecido un hombre mayor y adusto, a pesar de que por aquella época él no debía de tener más de veinticinco años.

—Está bien, padre —le respondió, abatida—. Pero sabed que mi corazón queda fuera de este matrimonio.



A bordo del Santa Cruz


Apuntalando los pies en la cubierta escorada, Lucía se inclinó hacia el viento, con remolinos de aire prendiéndosele de la cabellera de ébano y centelleando en sus luminosos ojos oscuros. Sus mejillas eran rosas encendidas en la aceitunada palidez del rostro, como encantadora consecuencia del viento racheado. Llevaba horas allí, en equilibrio sobre la cubierta, contemplando taciturna el mar revuelto y deseando volverse al convento, donde la vida era tranquila y sin complicaciones.

—Por favor, volved a la cabina, Lucía. Como cojáis un resfriado don Diego se va a disgustar con vos, y conmigo también por permitíroslo.

Lucía le lanzó a doña Carlota una mirada de desesperación. Su dama de compañía le caía bastante bien, pero la encontraba demasiado estricta para lo joven que aún era. No mucho mayor que Lucía, doña Carlota era una viuda a quien don Eduardo había contratado como compañera de viaje de Lucía. También la acompañaba el sacerdote, el padre Sebastián, que se ocuparía de sus necesidades espirituales durante el viaje.

—No tengo frío, Carlota. Este viento es de lo más tonificante.

—A mí me pone del revés —dijo Carlota. Su cara había adquirido un anormal matiz verde que daba fe de los mareos que llevaba sufriendo desde que se embarcaron en el puerto de Cádiz—. Tenía la esperanza de que el mareo se me pasara al cabo de unas semanas en el mar, pero no hago más que empeorar.

—Volveos a la cabina, Carlota; yo estoy bien. Estoy segura de que el padre Sebastián os hará compañía.

—Sí, Lucía, eso es lo que voy a hacer. Que me lea un poco la Biblia. Tiene una voz muy relajante.

Lucía contempló cómo se tambaleaba aquella mujer por el camino de vuelta hacia el amplio camarote de popa que compartían. Tenía que admitir que Carlota era una acompañante piadosa y recatada, pero resultaba aburrida. Y en cuanto al padre Sebastián, el bueno del cura, era un severo amante de la disciplina enviado para garantizar que Lucía llegaba a manos de su prometido tan pura como el día en que salió del convento. Todos los días el cura reservaba cierto tiempo para la oración y la instrucción religiosa, y eso a Lucía le gustaba. Tenía la esperanza de que una vez que el cura se diera cuenta de lo devota que era, la ayudaría a evitar aquel matrimonio en el que su padre estaba tan empeñado.

Contemplando taciturna el lejano horizonte, Lucía creyó ver una vela. Entornó los ojos hacia el resplandor del mar y lo escrutó otra vez: la vio desaparecer por debajo del horizonte. Como no volvió a aparecer, se imaginó que había sido un espejismo y volvió la vista hacia otra parte.



A bordo del Vengador


—Lo estoy viendo, capitán. Es un galeón con todas las de la ley. Lleva la línea de flotación muy baja. Debe de estar hasta arriba de botín.

El capitán Morgan Scott enfocó con el catalejo el galeón español, que alcanzaba a verse apenas. Lo había divisado el día anterior, y desde entonces lo iban siguiendo, manteniendo solo la distancia necesaria para evitar que los detectaran.

—Tenéis razón, señor Crawford, es de los grandes. Probablemente lleva veinte cañones o más.

—Podemos tomarlo, capitán. El Vengador no tiene rival. Nuestros hombres son luchadores curtidos y están impacientes por darles otro meneo a esos miserables españoles. ¿Dispongo a los hombres para la batalla?

Morgan esbozó una sonrisa vengativa.

—Tenéis razón, señor Crawford. Dad la orden. Preparad el barco para la batalla y distribuid las armas. Que los artilleros estén en sus puestos. Ya es hora de que el Diablo se gane otro premio.

—Sí, mi capitán. Vamos a enseñarles a esos malnacidos españoles de lo que es capaz el Vengador.



A bordo del Santa Cruz


En su camarote a bordo del Santa Cruz, Lucía estaba arrodillada junto al padre Sebastián, recitando fervientes plegarias, mientras el fuego cruzado de los cañones explotaba alrededor de ellos con un estruendo ensordecedor. El capitán Ortega había avistado el barco pirata inglés al alba. A lo largo del día se había ido acortando la distancia entre ellos, hasta que estuvieron a tiro de cañón. Navegando tan pesadamente, el Santa Cruz no era rival para el Vengador, más veloz y más ligero. Cuando empezó la contienda, Lucía solo alcanzó a pensar en la terrible escabechina que iba a hacer con ellos aquel barco pirata.

Al primer indicio de peligro, el padre Sebastián se había arrodillado a rezar, exhortando a Lucía y a Carlota a que hicieran lo propio. Pero parecía que Dios hacía oídos sordos a sus súplicas, porque en la cubierta la intensidad de la batalla no disminuía. Al cabo de un sinfín de rezos, Lucía ya no pudo soportarlo más: necesitaba enterarse de lo que estaba pasando. Se levantó temblorosa y se acercó a la puerta. Abrió una rendija y miró hacia fuera. Alcanzó a ver al capitán Ortega en el puente, en mitad de lo que quedaba de su barco, y salió a cubierta, decidida a averiguar qué posibilidades tenían de escapar de los piratas.

—¡Lucía! ¿Adónde vas? —En la voz de Carlota sonó una nota aguda de pánico.

—A hablar con el capitán. No puedo quedarme aquí sin hacer nada, sin saber lo que va a ser de nosotros.

—¿Cómo que sin hacer nada, niña? —la reprendió el padre Sebastián—. Estamos rezando para que ocurra un milagro.

—Vuelvo enseguida —dijo Lucía, sin dejarse convencer por las palabras del sacerdote y cerrando con fuerza la portezuela del camarote a su espalda.

En varios puntos de la cubierta inclinada se alzaban llamas y hollín, y el bramido de los cañones amenazaba con ensordecerla mientras sorteaba cadáveres y escombros para llegar junto al capitán.

De pronto, una bala de cañón del Vengador cruzó silbando la cubierta y fue a estrellarse contra la alacena contigua al camarote en el que el padre Sebastián y Carlota seguían de rodillas rezando. La explosión que siguió lanzó a Lucía volando a la otra punta de la cubierta. Se levantó del suelo, gritó con auténtica alarma y corrió hacia el camarote destrozado. La portezuela pendía ladeada de sus goznes rotos y tuvo que forzarla para abrirla; fue echando a un lado maderos todavía humeantes y cascotes hasta que encontró a sus dos compañeros de viaje en mitad de aquella ruina.

—¡Capitán, ayudadme! —gritó, mientras trataba de hallar un atisbo de vida en el cuerpo inerte de Carlota.

Pero el capitán Ortega tenía sus propios problemas. El Vengador se estaba acercando muy rápido, y su propio barco se estaba hundiendo. Vio cómo los piratas aparejaban ganchos y pasarelas para el abordaje y supo que su tripulación, sus pasajeros y él mismo se enfrentaban a una muerte segura.

Para horror de Lucía, nadie podía hacer ya nada por Carlota. Lucía dirigió su atención al cura. Todavía respiraba, aunque a duras penas. Su pecho subía y bajaba con tan poca regularidad que Lucía comprendió que su muerte era inminente.

El padre Sebastián abrió los ojos y vio a Lucía inclinada sobre él. Era consciente de que le quedaba poco tiempo de vida, pero estaba en paz consigo mismo: había dedicado su existencia entera a prepararse para el encuentro con Dios. Sus últimos instantes los dedicó a temer por el destino de Lucía. Su padre la había confiado a su cuidado, y él ya había rezado lo suficiente para transmitirle algunos consejos importantes antes de que la muerte viniera a buscarlo.

—¿Nos está abordando el enemigo? —preguntó, con los ojos ya vidriosos.

—Sí, padre —dijo Lucía con tristeza—. El capitán Ortega no tenía forma de impedirlo.

—Escúchame atentamente, niña, porque me queda poco tiempo. —Lucía se inclinó aún más para oír las últimas palabras del padre Sebastián—. No debes dejar que los piratas te ultrajen. Escoge la muerte en lugar del deshonor. Te acabarán rescatando, pero para entonces ya habrás sido despiadadamente violada. No tendrás ya la inocencia que don Diego exige de su mujer y la madre de sus hijos, y por desgracia tampoco serás ya apropiada para llevar una vida de santidad entre las religiosas del convento. Con mi último aliento te imploro que lo pienses cuidadosamente y luego actúes según los dictados de tu conciencia.

Lucía contempló al cura con espanto.

—¿Me estáis diciendo que me suicide, Padre?

El padre Sebastián no pudo responderle porque se deslizaba ya serenamente hacia la muerte, pero Lucía supo exactamente lo que él pensaba que debía hacer.

Se irguió sobre sus pies inseguros, súbitamente consciente del acre hedor del humo y la sangre y de la feroz batalla que se estaba librando entre sus compatriotas y los piratas ingleses. El barco estaba en llamas, escorado hacia estribor y en peligro de hundirse, pero Lucía se quedó en mitad de la humeante escabechina del camarote, con los dos cadáveres a sus pies, incapaz de darse muerte como el padre Sebastián le había recomendado. Si no hubiera salido del camarote cuando lo hizo, ahora estaría con ellos de camino hacia la paz eterna.

El terrible ruido de la batalla disminuyó bruscamente, y Lucía oyó retumbar la voz profunda de un inglés que exigía que se rindieran. A continuación oyó un nombre que la dejó helada; un nombre que, pasando de boca en boca, le llegó con los vientos humeantes del terror y el miedo: el Diablo. Momentos más tarde la misma voz profunda ordenó registrar el barco en busca del botín, y Lucía comprendió que le quedaba muy poco tiempo para decidirse entre morir y ser violada por el despiadado Diablo. Ninguna de las dos opciones resultaba apetecible. Tanteando el pequeño puñal que llevaba en la faltriquera, barajó el suicidio. Dos tajos rápidos en las muñecas y antes de que los piratas la encontraran se habría desangrado.

Sin embargo… ¿no era la muerte la vía de escape de los cobardes? Diez años habían tardado las monjas del convento en domesticar el carácter vehemente de Lucía y someterla a sus decisiones, pero a ella apenas le costó diez segundos recuperar aquel orgullo obstinado y aquella terquedad que tanto desesperaban a su padre cuando era niña. Si don Eduardo la hubiese visto en ese momento, con el brillo del desafío en la mirada y aquella expresión ni dócil ni sumisa, su idea de que Lucía no estaba hecha para la vida religiosa se habría confirmado.

—No pienso darme muerte —declaró valientemente Lucía—, ni tampoco me pienso entregar a esos sucios piratas.

A pesar de esas palabras audaces, no tenía armas, aparte de su pequeño puñal, con las que defenderse, así que encaminó sus pensamientos en otra dirección.

Había entrevisto su maleta tirada entre los escombros del camarote, y recordó que había metido en ella su hábito gris de monja. Había calculado estúpidamente que durante el viaje podría impresionar al padre Sebastián con su fe y convencerlo del error que sería obligarla a celebrar aquel matrimonio cuando lo que ella en realidad quería era dedicar su vida a servir a Dios. Pero el cura había restado importancia a sus protestas y se había negado de forma categórica a interceder por ella ante don Eduardo. Había recibido del padre de Lucía el encargo de conducirla hasta su prometido y asegurarse de que el matrimonio se celebraba como era debido, y él era hombre de palabra.

El alboroto que se acercaba obligó a Lucía a apresurarse; cerró de un empujón la portezuela desvencijada y escarbó en la maleta buscando el hábito. Lo extrajo de un tirón, se arrancó el vestido y se embutió en el hábito, atándose el rosario de madera a la cintura a modo de cinturón. Luego hizo una pelota con sus finos vestidos y la arrojó por la escotilla. En unos minutos su larga melena de ébano quedó oculta bajo la toca de hilo, completando la transformación. Le dio tiempo justo de terminar.

De pronto la puerta saltó de sus goznes rotos y en el umbral apareció un fornido pirata cubierto de sangre y de roña que inspeccionó el estropicio con siniestra satisfacción. Descubrió a Lucía y le lanzó una mirada lasciva, enseñando una hilera de dientes ennegrecidos y picados.

—Güeno, güeno, güeno, ¿qué’ lo que tenemo’ por aquí? —Traspasó el umbral, esquivando los cuerpos de Carlota y el cura, y alargó la mano hacía Lucía. Ella retrocedió para zafarse, tropezando sobre los escombros. Él siguió cercándola implacablemente.

—No tenga’ miedo, palomita gris. El viejo Pete n’a visto una mujé desde que salimo’ de las Bahamas. Y muchísimo meno’, ademá’, una tan bonita como tú.

Se echó hacia delante, agarró a Lucía por la cintura y la atrajo contra el inquebrantable muro de su macizo pecho. Ella perdió el aliento, pero se recuperó enseguida para gritar a voz en cuello. Tapándole la boca con la mano, Pete la arrastró hasta la cubierta.

Apuntalándose en la escorada cubierta, Morgan estaba hostigando a sus hombres para que se apresuraran antes de que se hundiera el Santa Cruz. En aquel galeón español habían encontrado más riquezas que en sus mejores sueños, y los piratas las estaban trasladando al Vengador mientras él y Stan Crawford empujaban a los supervivientes españoles hacia el alcázar. Cuando Morgan oyó el grito se detuvo en seco y rodeó a los presos para encararse con el capitán español, alzando una ceja con genuina sorpresa.

—¿Lleváis mujeres a bordo?

El capitán Ortega se mantuvo en huraño silencio. Creyendo que no entendía el inglés, Morgan le repitió la pregunta en perfecto español, porque lo había aprendido en sus años de cautiverio. Como Ortega siguiera sin responder, Morgan le apoyó la punta de la espada en la garganta, y no habría necesitado mucha provocación para clavársela. Ortega, con los ojos saliéndosele de las órbitas, graznó:

—La señorita Santiago, hija del dueño del barco, y su acompañante.

—¿Adónde os dirigíais?

—A Cuba. El novio de la señorita Santiago la está esperando en La Habana.

Morgan entrecerró los ojos mientras contemplaba los restos del camarote de popa, con la certeza de que era de allí de donde había venido el grito.

—Encargaos vos de esto, señor Crawford.

Morgan cruzó en dos zancadas la cubierta en llamas, constatando que todos sus hombres salvo unos pocos rezagados se habían pasado ya al Vengador y lo estaban esperando allí. Para cuando llegó al camarote, la inclinación de la cubierta era ya tan grande que temió que cualquier pasajero que aún estuviese a bordo quedaría atrapado en el hundimiento del barco.

Apartando a patadas lo que quedaba de la puerta, Morgan barrió rápidamente con la mirada la masacre del camarote, pasando sobre los dos cadáveres para detenerse en la pareja que forcejeaba en la cubierta. Uno de sus hombres yacía encima de una mujer, y se las estaba viendo y deseando para meterla en cintura. Le sorprendió observar que el atuendo de la mujer era un discreto hábito gris de monja. A pesar de que nunca antes había tenido en especial consideración a las monjas ni a ningún otro tipo de devoto religioso, agarró al pirata del pescuezo y lo arrojó a un lado.

—Vuélvete al Vengador, Potter, a menos que quieras hundirte con este barco.

Pete Potter le echó una mirada hosca a su capitán:

—¿Y qué pasa con la mujé, Capitán? La quiero pa’ mí; e’ mía.

A Lucía se le habían puesto los ojos redondos de miedo al ver a Morgan. Sabía sin necesidad de que se lo dijeran que aquel era el renombrado Diablo, el pirata temido y odiado por todos los españoles. No se parecía en nada a la imagen que se había hecho de él. El Diablo era majestuosamente masculino, su rostro todo líneas duras y planos en sombra. No se parecía en nada a un diablo, y eso lo hacía aún más peligroso. La melena dorada y abundante y el arco perverso de sus cejas se veían realzados por el pronunciado hoyuelo de su barbilla. Y aquellos ojos, de un azul tan penetrante y tan calculadores, la estaban recorriendo de arriba abajo con una intensidad insultante. Aquel cuerpo musculoso estaba tenso de energía contenida. En las líneas enérgicas, duras, de sus rasgos faciales predominaban la generosa boca, que parecía totalmente capaz de ser cruel e implacable, y la mandíbula cuadrada, agresiva.

—Ya me ocupo yo de ella.

Protestando en tono desabrido, Potter le lanzó a Morgan una mirada huraña al pasar junto a él y salió por la puerta. El Diablo era un amo justo que esperaba que obedecieran sus órdenes sin cuestionarlas, y no le temblaba el pulso a la de hora de aplicar castigos rigurosos a quien no lo hiciera. A bordo del Vengador, a nadie se le ocurría amotinarse; ni siquiera a Potter.

Movida por la desesperación, Lucía cayó de rodillas, inclinó la cabeza hacia abajo, juntó las manos y rezó con todo el fervor de que era capaz. Morgan la contemplaba consternado; tanta devoción le hacía sentirse decididamente incómodo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó en español.

Una llamarada de terca resistencia obligó a Lucía a mantenerse muda, a pesar de su miedo, y continuar rezando con redoblada diligencia. Morgan escupió una maldición.

—¡Déjate de letanías y respóndeme! ¿Quién eres?

Lucía pestañeó al mirarlo:

—La hermana Lucía.

—¿Qué estás haciendo a bordo del Santa Cruz?

—Don Eduardo me contrató para que acompañara a su hija…, Carlota Santiago. —Ella sabía que Dios le perdonaría esa mentira.

Morgan echó una mirada desapasionada a los dos cadáveres que yacían en mitad del camarote en ruinas.

—Supongo que la muerta es Carlota Santiago.

—Sí.

—¿Y el cura?

—Venía con el encargo de velar por la virtud de Carlota y ser testigo del matrimonio que se iba a celebrar entre ella y don Diego del Fugo.

Morgan se quedó mirando fijamente la cara de Lucía, hipnotizado por su sensual belleza. Nunca entendería cómo podía una preciosidad como aquella querer enclaustrarse entre los muros de un convento, apartada de la sociedad y de los hombres. Aunque el apagado hábito gris no realzaba en nada su figura ni su belleza, tampoco lograba restarles un ápice. Solo un ciego podría no ver, a través del descolorido envoltorio que llevaba puesto, a la tentadora mujer que había dentro. «Lástima que sea española», pensó, contemplándola con un desprecio apenas disimulado.

Con esa estatura menuda pero distribuida de forma exuberante y ese cutis tan blanco, ella tenía un algo que a Morgan le suscitaba pensamientos deliciosamente lascivos. Ni siquiera el holgado hábito gris le impidió imaginarse qué se sentiría al clavarse en la calidez de aquel cuerpo virgen. Una oscura y nociva nube de asfixiante humo trajo los caprichosos pensamientos de Morgan de vuelta al redil.

—¡Capitán, el barco se está hundiendo muy rápido! Los hombres están ya todos a bordo del Vengador esperándonos. —En la voz de Crawford había un matiz de desesperación.

—¡Ya va, señor Crawford! —gritó en repuesta Morgan. Luego se volvió a Lucía—: ¡Levántate! —ladró, y agarrándola del brazo la arrastró fuera del camarote.

—Dejadme —insistió Lucía—. Probaré suerte con los supervivientes de nuestro barco. Nadie va a pagar por mí un rescate, no ganaríais nada llevándome con vos. No soy más que una pobre monja.

Los fríos ojos azules de Morgan recorrieron de arriba abajo su cuerpo, calibrando descaradamente sus méritos.

—Puede que se me ocurra alguna otra cosa para ti.

Lucía cogió aire, respirando de forma entrecortada. ¿Significaba eso que pensaba violarla por más que fuera, como le había dicho, una casta monja? ¿Se la pasaría a sus hombres cuando hubiera terminado con ella? En el lapso de un latido de su corazón, sopesó la idea de arrojarse al mar para escapar al terrible destino que la esperaba en el barco de aquel Diablo.

Pero sus reflexiones tuvieron un final brusco cuando el navío se inclinó violentamente y ella cayó sobre Morgan. Este, maldiciendo airadamente, la agarró en volandas y se la echó al hombro como si fuera un saco de harina. Salió a todo correr del camarote y, cruzando la cubierta inclinada, se dirigió al pasamanos, donde el señor Crawford lo estaba esperando. Lucía dejó escapar un grito de alarma cuando Morgan saltó sin esfuerzo la extensión de agua que separaba los dos barcos, aterrizando con suavidad en la cubierta del Vengador. A continuación, el señor Crawford hizo lo mismo.

Tan pronto como estuvieron a salvo a bordo del Vengador, las velas se tendieron al viento, alejándolos de las llamas del Santa Cruz. Lo último que vio Lucía del barco que se iba a pique fue al capitán Ortega y la tripulación superviviente intentando febrilmente desatar los botes salvavidas antes de que el navío desapareciera bajo el oscuro remolino de las olas.



2



A bordo del Vengador


Morgan no se atrevía a soltar a la temblorosa monja por miedo a que se lanzara al mar. No tenía ni idea de por qué, pero le importaba. Ella era española, y él la despreciaba por eso. «Quizá debería haberla dejado que se hundiera con el Santa Cruz», reflexionó, dado que obviamente no iba a conseguir por ella ningún rescate. En sus refinados gustos no entraban inocentes miembros de órdenes religiosas. La lógica le decía que debería entregársela a sus hombres para que se divirtieran, y sin el menor escrúpulo. Pero un rescoldo de la decencia que sus padres le habían inculcado hacía ya mucho tiempo le impidió hacerlo. Ella era demasiado delicada, no sobreviviría ni una noche a tan rudo tratamiento.

—Soy el capitán Morgan Scott —le dijo Morgan a Lucía, arrastrándola por la cubierta—. Estás a bordo del Vengador, y en mis manos.

—¿A-adónde me lleváis? —preguntó Lucía, abochornada por la diabólica sonrisa de Morgan.

—A mi camarote.

Lucía se resistió, forcejeando contra la fuerza inexorable con que Morgan la tenía agarrada.

—¡No!

—Sí, hermana, o como quieras llamarte. Allí vas a estar más segura que aquí fuera. Mis hombres son buena gente, pero odian a los españoles tanto como yo. Ese saco de patatas que llevas puesto no te mantendrá a salvo de ellos. Si sabes hablar inglés, te recomiendo que lo hagas. El sonido de tu odiosa lengua a bordo de un barco inglés bien podría incitarlos a la violencia.

Sin apenas esfuerzo, Morgan llevó a Lucía a rastras por toda la cubierta hasta su camarote, que estaba bajo el puente de mando. Abrió de un tirón la puerta y la empujó dentro. Él entró detrás, cerró a su espalda la puerta y se apoyó en ella. Clavó la mirada en Lucía, los ojos penetrantes y despiadados como el filo de una espada.

—En nombre de Dios, ¿qué voy a hacer contigo, hermana Lucía?—meditó Morgan, pensativo—. ¿Debería entregarte a mis hombres para que se diviertan un poco? Te aseguro que me lo iban a agradecer. O quizá —continuó, en un tono tan bajo y tan gutural que a Lucía le produjo escalofríos— podría encontrarte alguna utilidad en mi cama. —Inesperadamente sus ojos se encendieron, excitados por el pensamiento de seducir a aquella belleza exuberante que afirmaba ser monja.

—¿Por qué no le haría yo caso al padre Sebastián? —se lamentó Lucía, retorciéndose con desesperación las manos—. Él me dijo que mejor sería matarme que entregarme a los sucios piratas.

—Corsarios, hermana, corsarios. Con la bendición de la reina de Inglaterra y navegando con bandera inglesa. Y ¿por qué no te mataste? —preguntó, curioso.

Lucía adelantó un punto la barbilla, y sus ojos oscuros brillaron desafiantes.

—No quería morir —respondió en un inglés no del todo perfecto, pero con un acento encantador—. Quiero vivir.

Él respetó su franqueza, pero poco más.

—Eres un enigma, hermana. Tus pretensiones de inocencia no me impresionan, porque debajo de esa vestimenta tienes un cuerpo desnudo para la cama. Tu sensualidad terrenal desmiente tu fervor religioso. En tus ojos oscuros hay brasas ardientes y ansias de vida, y tu belleza sería una tentación hasta para el mismísimo diablo.

—Yo he oído decir que el Diablo es el mismísimo diablo —se atrevió a decir Lucía.

Morgan echó la cabeza hacia atrás y soltó una estridente carcajada.

—Eso no te lo voy a discutir. —El brillo infernal de sus ojos perforaba la armadura de su atuendo de monja.

Se apartó de la puerta, acortando la distancia que había entre ellos. Ella fue retrocediendo hasta que chocó con la litera. Morgan siguió avanzando hasta quedarse a escasos centímetros de ella, con una sonrisa perezosa en los generosos labios que le arrugaba el rabillo de los ojos. Intrigado por los suaves tonos aceitunados de su piel, alargó la mano y le pasó el dorso de un dedo encallecido por la mejilla, asombrándose de su textura satinada. El dedo continuó audazmente hacia abajo, parándose a descansar donde su carne desaparecía bajo el cuello del hábito.

Lucía soltó una aguda exhalación, temerosa de lo que él fuera a hacer a continuación, aunque excitada y sin aliento por aquella caricia superficial.

—¡No lo hagáis!

Morgan se detuvo.

—«¿No lo hagáis?». Eres mi prisionera, hermana. Puedo hacer contigo lo que me venga en gana. Como rehén no tendrías ningún valor, tú misma lo has dicho. ¿Quién iba a pagar un rescate por una miserable monja?

—Podríais desembarcarme en vuestra próxima escala. Yo misma hallaré la forma de volver a casa.

—No lograrías sobrevivir si te soltara. Tú misma has admitido que no sabes nada del mundo que hay fuera de tu convento. Ya pensaré yo lo que voy a hacer contigo.

A Lucía sus palabras le sonaban fáciles, engañosamente tranquilas, deliberadas. Él le daba la impresión de ser un hombre que mantenía un control tan estricto sobre su alma y sus emociones que parecía haberlas reducido al más frío hielo. Si ella hubiera sabido lo que Morgan estaba sintiendo en realidad, se habría quedado asombrada.

Por primera vez en muchos años, Morgan se sentía extrañamente perdido y confuso. Nunca le había ocurrido nada parecido. Él nunca perdía el control, sabía exactamente lo que tenía que hacer en cada situación. Verse a sí mismo a la deriva en las ascuas de aquel par de ojos oscuros era para él una experiencia nueva. Aunque su odio hacia los españoles no había disminuido, Morgan se resistía a entregar a aquella joven monja a sus hombres, o a dejarla libre para que abusaran de ella otros aún más crueles que sus propios marineros. Tampoco sentía el menor impulso de hacerle él mismo daño a la pequeña beata. De hecho, el impulso que lo consumía era mucho más protector. En realidad deseaba a la mujer, por encima de su vocación religiosa y su aspecto inocente.

Nunca un hombre había mirado a Lucía como Morgan Scott se estaba atreviendo a hacerlo. De hecho, eran muy pocos los hombres que había visto en el convento, pero ella reconoció el peligro en cuanto lo tuvo delante. Y peligro era precisamente la mejor palabra para describir la mirada de los ojos azules de Morgan. Ella le sostuvo la mirada, demasiado inocente para comprender el efecto que sus ojos sensuales tenían en él. Antes de que pudiera darse cuenta le había puesto la mano en la nuca y la atraía hacia él.

Lucía gritó asustada cuando sintió el calor abrasador de los labios de Morgan contra los suyos y el húmedo deslizarse de su lengua que la saboreaba. Fue un acto tan burdamente íntimo que retrocedió sobresaltada, cubriéndose la boca con la mano temblorosa. Era el primer beso de su vida, y sintió que en su interior se despertaba un calor tórrido, encendiendo algún rincón de sí misma que había permanecido intacto por las emociones humanas. Se sintió vulnerable y frágil y… asustada. Muy, muy asustada. ¿Tenía Morgan Scott intención de violarla? La respuesta le pareció evidente cuando él bajó las manos por su espalda hasta sus nalgas y notó un extraño bulto que se apretaba contra su estómago cuando él la atrajo con fuerza hacia sí.

Presa de la desesperación y el miedo, Lucía empujó a Morgan a un lado, se hincó de rodillas y juntó las manos en ferviente plegaria. Rezó en alto, alzando los ojos y la voz al cielo, con la esperanza de aguar con su fervor las lascivas intenciones del atractivo pirata.

—Que nuestro dulce Salvador —rezaba— me mantenga pura, de alma y de cuerpo; que me proteja de estos paganos ingleses. Que, si soy brutalmente violada, me dé fuerzas para matarme luego. —Bajó la cabeza y siguió rezando en silencio mientras Morgan la contemplaba desde arriba, impresionado por la fuerza de su fe.

Había muy pocas cosas ante las que Morgan Scott pudiera sentirse derrotado, y sin embargo la fe de Lucía era una de ellas. El deseo lo abandonó tan deprisa como había hecho alzarse su masculinidad hacía solo unos instantes. Dios sabía que seguía con ganas de aquella exuberante bruja española, pero esa inconmovible fe suya lo desarmaba.

—Quédate de rodillas, hermana, y reza cuanto te plazca —le espetó con voz ronca—. La idea de violar a una devota inocente no me seduce. Puede que no respete tu vocación religiosa, pero admiro la forma en que la usas para desbaratar mis intenciones. —Entornó los ojos y añadió con voz áspera—: Eres de una valentía sorprendente, hermana Lucía. Me habría gustado mostrarte lo que te estás perdiendo por esconderte bajo ese feo hábito y esa toca. Y puede que aún lo haga, si logras reservarme un hueco entre tus continuas oraciones —dijo en tono amenazador.

Las oraciones de Lucía se detuvieron en seco.

—No estoy fingiendo. He vivido dedicada a Dios y a la religión. Que no sepa nada de las cosas terrenas no significa que me esté perdiendo nada. Si os hiciera un hueco, sería para recordaros que mi cuerpo es sagrado.

Morgan soltó una carcajada inclemente.

—Cuando quiera tu cuerpo, lo tomaré a mi antojo. O quizá te entregue a mis hombres. Todavía no lo tengo decidido. Ahora me largo para que puedas continuar con tus rezos. Pero entiende bien, bruja española, que ni tus más fervientes súplicas bastarán para salvarte si decido que no vales la pena. —Y girando sobre sus talones, salió dando un portazo.

La pequeña estructura de Lucía pareció colapsarse hacia dentro una vez que estuvo sola. Osciló sobre sus rodillas, temblando al evocar las feroces palabras de Morgan y su forma de amenazarla. Se tocó ligeramente la boca, recordando la suavidad de los labios de él sobre los suyos, sintiendo el rescoldo de calor de su beso. La mejilla todavía le ardía del contacto con su dedo encallecido, y se preguntó una vez más qué tipo de hombre sería.

El capitán Morgan Scott odiaba a los españoles, eso resultaba más que evidente, y por lo que se veía no tenía el menor reparo en matarlos. ¿Sería ella la siguiente? Era obvio que el tipo no respetaba la religión, ni la vida humana. Y, aun así, había mostrado una extraordinaria contención en lo que a ella respectaba; lo atribuyó enteramente al efecto que le hacía su fervor religioso. En el momento en que él la miró con ese brillo perverso en los ojos, ella se había arrodillado a rezar y él se había apartado, despechado. Si era eso lo que tenía que hacer para que la dejaran tranquila, se emplearía a fondo en su papel de monja piadosa. Confiaría en su fe para convencer al Diablo de que la dejara libre.



—¿Qué tenéis pensado hacer con la muchacha española, capitán? Su presencia distrae a la tripulación. Solicitan que se la paséis cuando hayáis acabado con ella.

Morgan tenía la expresión pensativa cuando se volvió a responder a Stan Crawford, su contramaestre y amigo desde hacía mucho tiempo. Parecidos de aspecto, de cuerpo y de mente, ambos cultivaban un saludable rencor hacia los españoles. Se habían conocido al poco de que Morgan obtuviera el permiso de la reina para navegar como corsario bajo bandera inglesa. Lo primero que hizo cuando le fue devuelta su herencia fue comprarse un barco, equiparlo con cañones y contratar como contramaestre a Crawford. Este había sufrido en sus propias carnes la crueldad de los españoles y los odiaba casi tanto como el propio Morgan. Juntos habían formado un formidable equipo, además de que enseguida se hicieron amigos.

—No lo he decidido —dijo Morgan, despacio—. Lo normal es que pidamos un rescate cuando capturamos alguna mujer.

—Un español es un español, sea hombre o mujer —entonó secamente Crawford—. ¿Habéis olvidado lo que los muy malnacidos os hicieron?

El cuerpo de Morgan se puso en tensión.

—No he olvidado nada. —Hizo una pausa, y luego dijo—: Esa mujer pertenece a una orden católica. ¿Acaso están los hombres tan impacientes como para violar a una religiosa?

Crawford soltó una risa sarcástica.

—Debajo de ese saco de patatas gris hay una mujer como cualquier otra. Y tenéis que admitir que tiene su encanto. Nuestros hombres llevan meses en el mar, y les importa bien poco lo que sea o no sea esa mujer.

Morgan apartó la mirada.

—No tengo inconveniente en admitir que la muchacha es atractiva, además de infinitamente irritante. Sin embargo, hay algo en ella que me descoloca. Parece sincera en lo de su fe. Pero es demasiado terrenal, demasiado sensual, maldita sea, para ser lo que ella afirma. En lo más hondo de esos ojos oscuros se esconde un temperamento ardiente, lo sepa ella o no.

Crawford le lanzó a Morgan una mirada preocupada.

—¿Os gusta la muchacha, capitán? Si así es, dadle un buen revolcón y os la quitaréis de la cabeza. Y después, pasádsela a los hombres. No conviene mantenerla mucho tiempo a bordo; nos va a traer problemas seguro. La tripulación entera acabará peleándose por ella en cuanto vos la hayáis despachado.

—No me gusta la muchacha, Stan —negó Morgan de forma poco convincente—. No puedo soportar a los españoles, sean hombres, mujeres o niños. Eso lo sabes tan bien como yo.

—Bueno, pero siempre hay una primera vez —le previno Crawford—. Tened cuidado, Morgan, no os dejéis engatusar por esa muchacha. Pensad que es muy probable que por debajo de esa toca que lleva esté más calva que un huevo.

—Ocupaos de vuestras obligaciones, señor Crawford —dijo Morgan con un deje de irritación—, y yo me ocuparé de las mías. Nunca me han atraído las mujeres calvas, pero admito que esa bruja de ojos oscuros me intriga como ninguna otra lo había hecho en mucho tiempo. Déjales bien claro a los hombres que no se le puede poner la mano encima hasta que yo me haya hartado de ella.