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Carlos Quílez Lázaro (Barcelona 1966), licenciado en Periodismo por la Universidad de Barcelona, máster en Periodismo Judicial por la Universidad Autónoma de Madrid, fue director de Análisis de la oficina Antifraude y Contra la Corrupción de Catalunya entre el año 2009 y 2014, y actualmente es director de investigación del diario Economía Digital. Es autor de las siguientes novelas y relatos de no ficción: Atracadores, Asalto a la Virreina (junto a Andreu Martín), Psicópata, Piel de policía (también junto a Andreu Martín), Mala vida (ganador del premio Rodolfo Walsh de la Semana Negra de Gijón, 2009), La soledad de Patricia (premio Crims de Tinta, 2009) y Cerdos y gallinas (2012).

 

 

 

Carlos Quílez vuelve en su estado más puro para contarnos las historias que ha vivido, de las que ha informado y a las que se ha aproximado, en ocasiones de forma incluso peligrosa, para acercarnos a una realidad que desconocemos pero que conviene no olvidar y que convive entre nosotros.

Los habitantes de Sigue la mala vida son policías, atracadores, jueces, delincuentes y toxicómanos, nombres que nada dicen si no es por loque han hecho.Y la realidad es la que es: un atracador que llora ante las ventanillas blindadas de un banco, otro que encuentra en la cárcel la justicia que la ley no le ha dado, el policía que pasea toda una tarde a un demente buscando sin suerte un sencillo análisis de sangre, o el extraño baile delos clientes de una sucursal bancaria en pleno asalto. Son once historias reales (y dos cuentos) que vanmás allá de la constancia notarial. Pese a la evidencia de los hechos siempre está la condición humana, a la que Carlos Quílez mira con dureza, humor y hasta con ternura, pero sin edulcorarla, en un ejercicio magistral de escritura periodística que no busca juzgar, sino comprender y acompañar.

Sigue la mala vida nos acerca a personajes y situaciones verídicas que nos harán llorar o reír, pero nunca nos dejarán indiferentes porque Quílez demuestra que la literatura negra de no-ficción también puede ser considerada como un género periodístico.

SIGUE LA MALA VIDA

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SIGUE LA MALA VIDA

ONCE HISTORIAS Y DOS CUENTOS
DEL MUNDO CRIMINAL

CARLOS QUÍLEZ

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Primera edición: marzo de 2016

Para Josep Forment, siempre con nosotros

 

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

info@alreveseditorial.com

www.alreveseditorial.com

© Carlos Quílez, 2016

© de la presente edición, 2016, Editorial Alrevés, S.L.

© de la fotografía de portada: Nuria Puentes

Producción del ebook: booqlab.com

ISBN digital: 978-84-16328-51-2

Código IBIC: BT / FF

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

 

Porque les debo mucho más de lo que suponen, porque los quiero mucho más de lo que parece y porque son mis referentes cuando busco en mi vida ejemplos de dignidad y de generosidad, dedico este libro a mis hermanos Javier y David Quílez Lázaro.
Un honor estar en medio, chicos…

ÍNDICE

Prólogo

HISTORIAS DE LA MALA VIDA

El atracador del chándal

Nervios a flor de piel

Y Pepito cogió su fusil

Los jueces y fiscales «UFF»

José, el nuevo «perro callejero» de Barcelona

El magistrado juez don Adolfo Fernández Oubiña: genio y figura

La sangre que iba de aquí para allá

¡Me quiero morir, joder!

El sargento España

Guante de seda

El juez psicópata

CUENTOS CRIMINALES

Ojos azules

El filo de la muerte

Prólogo

Los años van pasando. Lo veo cuando, de reojo, como a escondidas, observo a mis hijos y percibo, casi por momentos, que su fisonomía, sus gestos y sus expectativas de la vida se agudizan.

Uno pasa su existencia acumulando poso en el zurrón que lleva colgado en bandolera, a menudo sin darse uno cuenta de ello. Lo llaman enriquecimiento personal, vivencial, cultural, experiencial. En definitiva: hacerse mayor. Y eso, se mire como se mire, es, efectivamente, una suerte, e interpretarlo de otra forma sería un error.

Llega un momento en la vida de cada cual en el que sobreviene una nítida perspectiva del estado de las cosas. Sucede cuando se asume que a uno le queda más vida por detrás que por delante y, tras interiorizarlo, por alguna extraña razón, se consigue el sosiego y la perspectiva suficiente como para identificar aquellos momentos especiales, aquellas personas singulares y aquellas vicisitudes que irrumpen sin avisar y que, con todo el aderezo de la suerte, acaban configurando los cimientos de lo que uno es, de lo que uno aparenta y de lo que uno ansía.

Siempre he dicho que mis más de veinte años de periodismo en la SER me hicieron un hombre. Entonces me sucedieron las cosas más extraordinarias de mi vida profesional.

Más de mil juicios, ochenta y cuatro atentados terroristas, cientos de entrevistas con personas de toda calaña, en lugares lujosos y en otros terriblemente sórdidos, y en situaciones, a menudo, embarazosas y, en ocasiones, incluso peligrosas pero a las que irremediablemente hay que acercarse si se quiere, luego, estar en disposición de poder informar de ellas. Todo eso me ocurrió en la SER.

Mis cuatro años en la Oficina Antifraude y contra lacorrupción como director de análisis me curtieron la piel. Fueron años grises en lo personal, pero no en lo profesional.

Al margen de trabajar y aprender de una de las mejores personas que se han cruzado en mi vida, mi querido David Martínez Madero, conocí, y me congratulo por ello, la vertiente más asquerosa y repugnante de la condición humana, personificada en personajes corruptos e indecentes que, como diría Serrat: «Usan la colonia y el honor para ocultar oscuras intenciones». Desde entonces, y como diría también el maestro: «Entre esos tipos y yo hay algo personal».

Lucho por no perder mi razonable cuota de ingenuidad, pero gracias a esos cuatro años hoy soy menos vulnerable.

Más tarde retorné al periodismo de calle y de guerrilla de la mano del diario Economía Digital, para recalar, a los pocos meses, en el medio digital Crónica Global, donde, además de reencontrarme conmigo mismo —que no es poca cosa—, he tenido y tengo la oportunidad, de nuevo, de dejar que la vida me regale momentos, personas y vicisitudes que me ayuden a crecer.

Este libro que tienes en las manos, querido lector, es el resultado de licuar algunas de las muchísimas vivencias profesionales de quien esto escribe.

Algunas me han hecho reír, otras llorar, muchas me han exasperado, pero todas han contribuido a configurar el particular concepto del mundo que me rodea, además de haberme permitido poner a cada uno en su lugar.

No se puede escribir algo que emocione a quien lo lee si antes no ha emocionado a quien lo ha escrito.

Ojalá lo haya conseguido. Si no, lo seguiré intentando con la perseverancia y determinación que me confiere el hecho de ser hijo de un navarro aragonés.

Mientras tú lees y yo escribo, mis hijos crecen y me informan de que el tiempo pasa. Viéndolos, deseo que aprendan que para que la vida no sea tacaña ha de ser interpelada constantemente.

Yo lo sigo haciendo. Me sigo enriqueciendo.

Y lo seguiré escribiendo…

Carlos Quílez

Barcelona, diciembre del 2015

HISTORIAS DE LA MALA VIDA

El atracador del chándal

Jesús Contreras Porcel. Cuarenta y cinco años. Ha pasado más de veinte en la cárcel en diversos ingresos como consecuencia de una irremediable reincidencia.

Jesús Contreras es mi amigo.

Lo conocí a principios del año 2000. Acababa de salir de la cárcel después de pagar ocho años a pulso tras ser condenado por cuatro atracos a mano armada.

—Solo me pudieron meter cuatro, pero ya había hecho veinte o treinta palos… Y me supe descartar.

Salió de la cárcel con ganas de redimirse.

¿Mentira?

Salió de la cárcel con ganas de libertad, que es cosa bien diferente.

Jesús tenía un hijo, Kevin, que era entonces un chaval de nueve años al que no vio crecer y cuya educación recayó sobre las espaldas de su esposa Mercedes, una mujer valiente y sufrida que ya era su novia en la adolescencia y que lo ha ido acompañando y padeciendo durante toda su vida criminal.

Cuando lo conocí, su aspecto era el de un yonqui en estado terminal. De hecho, Contreras se lo ha metido todo, todo; por la nariz, por la vena, en pipa, disuelto en alcohol… Todo. Pero tuvo suerte y las últimas analíticas arrojaron un resultado insólito para alguien que ha jugado con fuego durante décadas, especialmente en el infierno de la cárcel, donde las enfermedades contagiosas circulan como lo hace el aire: ni hepatitis, ni VHI, ni venéreas.

Jesús estaba podrido, pero limpio. Una contradicción… «Una señal», decía él. La suerte «o el Dios que nos protege», añadía, que le estaba ofreciendo una nueva oportunidad.

Y se puso manos a la obra. Hicieron verdaderos malabarismos con el escueto sueldo que Mercedes cobraba como administrativa en una oficinas de Barcelona y, con humildad, poco a poco Contreras fue levantando cabeza. Su cuerpo cogió volumen, sus ojos dejaron de esconderse en unas cuencas profundas y moradas para salir a la cara, y su sonrisa dejó de entrever una exagerada dentadura blanca —postiza, porque la suya fue carcomida por los efectos del caballo— para dar paso a una mueca amable que invitaba a la confianza.

Nos fuimos viendo y fuimos charlando de él, de su vida, de la delincuencia, de la cárcel, de su perspectiva del mundo, de las drogas, de la familia, del miedo, del poder, del placer.

Y, naturalmente, no tardó en pedirme dinero.

—Carlitos, es el cumpleaños de la Mercedes y necesito cincuenta euros para unas flores o para llevarle un pastel, que se ha portado muy bien conmigo y se merece el cielo.

Naturalmente, no se lo di. Sin embargo, y por alguna extraña razón, experimenté la necesidad de corresponsabilizarme en el proceso de resocialización de Jesús. No quisiera parecer prosaico, estúpido y mucho menos lacio y previsible a ojos del lector de esta historia. Pero, aunque suene a todo ello, lo cierto es que siempre he pensado que todos nosotros tenemos una parte de culpa, por acción, por omisión o por nuestra simple y mera existencia, en las malas decisiones de aquellos que no iniciaron la carrera de la vida en igualdad de condiciones cuando el juez de línea disparó su pistola.

Ese sería un motivo razonable. Pero no el motivo. Aún no sé qué ni el porqué, pero lo cierto es que me vi empujado —y, en cierta medida, me sentía congratulado por ello— a aportar algo de mí en su cruzada contra sí mismo y contra la evidencia de una sociedad hostil para con la figura del exrecluso.

Por todo ello, decidí que desde aquel momento, y mientras su hijo Kevin estuviera en edad escolar, le pagaría los libros de texto y el material de la escuela. Y así lo hice durante años.

A lo largo de ese tiempo, Jesús Contreras y yo compartimos muchas horas de intensa conversación y, aunque arrepentido de su «mala vida», una veta de luz iluminaba su mirada cuando rememoraba sus andanzas pistola en mano, de palo en palo, de banco en banco.

El quitamonos

Jesús Contreras Porcel era el menor de dos hermanos. José Antonio, el primogénito, era uno de los atracadores más temidos que ha salido de la factoría criminal de L’Hospitalet de Llobregat. Ese fue su referente. Y de esos vientos, estas tempestades.

Con solo catorce años, y a menudo en compañía de dos o tres niños del barrio, Jesús había atracado ya a punta de navaja todas las panaderías, las farmacias y los colmados de La Florida, en L’Hospitalet. Muchas de las víctimas lo reconocieron, pero por miedo, puro miedo, nunca lo denunciaron.

Aquellos robos le reportaron dinero fácil que Jesús y su banda invertían, fundamentalmente, en El Corte Inglés.

—¿Que en qué me gastaba el botín de aquellos palos? Pues en las mejores Nike y los mejores chándales.

Ser un atracador de barrio con éxito confería al joven Jesús una aureola de fama y de caché que se traducía en un éxito casi garantizado con las chicas de su entorno.

—La película que más me gusta es El color del dinero, de Scorsese. En aquella época yo ya me empezaba a sentir como él: joven, con dos cojones, vacilón con las tías y siempre con pasta en el bolsillo.

—¿Y con droga? —me atreví a preguntarle.

—Sí, y con droga, el mejor costo y el mejor perico. Esa fue mi perdición, ¿sabes? Porque cuando vas muy puesto, se te va la pinza y haces verdaderas locuras. ¿Te he hablado alguna vez del quitamonos?

—Aún no —respondí.

—El quitamonos era el banco que teníamos en un local prácticamente debajo de mi piso. Una sucursal del Banesto, de esas de barrio, para las familias. Cada vez que nos encontrábamos apurados y necesitábamos dinero rápido, normalmente para droga, íbamos y nos los hacíamos. Como éramos chavales nos situábamos en la puerta del banco y cuando salía algún cliente aprovechábamos para entrar, encapuchados y a punta de una cacharra de pastel que el Pulga (un amigo de la infancia que murió de sobredosis dos años después) se había apalancado.

—¿Y luego?

—Luego salíamos del banco caminando. Con un par de pelotas, con sangre fría, como lo hacía mi hermano y su gente. Dábamos la vuelta a la manzana y nos íbamos al frankfurt que hay justo en frente de la sucursal, donde nos comíamos unos bocatas, y allí mismo cantábamos la pasta.

—¿Siempre la misma oficina?

—Ese banco nos lo acabamos zumbando más de diez veces y, como es lógico, estaban ya hasta la polla. Así que hicieron obras y pusieron tres puertas de acceso consecutivas. Cuando abrías la primera, te abrían la segunda desde dentro, y cuando se abría esta, de nuevo te abrían la tercera. Si veían algo chungo, te dejaban encerrado y llamaban a la pasma.

—¿Y qué hicisteis?

—Lo teníamos jodido, pero a mí se me ocurrió un sistema para darle de nuevo caña al quitamonos. El Pulga, el Josepe, uno muy malo que no puedo nombrar porque a día de hoy sigue zumbado y yo nos pusimos a jugar a la pelota enfrente de la sucursal. En un momento dado, lanzamos el balón hacia el techo de la casa que había justo al lado del Banesto, una casa entonces desocupada. Con nuestra mejor sonrisa, llamamos al banco y les explicamos que se nos había colado la pelota y que si, por favor, podíamos subir a la terraza del banco para así pasar a la terraza contigua y recuperar el balón. Los del banco, unos pardillos, se lo comieron y nos abrieron las tres puertas. Entramos y sacamos la cacharra al grito de «esto es un atraco, cabrones, toda la pasta en la bolsa y aquí nadie resultará herido». En aquella época llevábamos bolsas del pan para llevarnos el dinero. Tal y como me había enseñado mi hermano, me llevé el DNI de todos los empleados y les dije que si se iban del pico los mataría. Nos abrieron las puertas, salimos, nos repartimos la pasta, nos fuimos a San Cosme a comprar caballo, volvimos al barrio, compramos un balón y continuamos el partido que horas antes habíamos comenzado.

Todo el mundo a bailar

—No está mal para empezar.

choracuescabaretardá