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Akal / Básica de Bolsillo / 206

Didier Daeninckx

Asesinatos archivados

Traducción: Equipo editorial con la colaboración de Esperanza Martínez Pérez

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Olvidando el pasado,

nos condenamos a revivirlo

Para Jocelyne y Aurélie

Capítulo I

Saïd Milache

La lluvia empezó a caer hacia las cuatro. Saïd Milache se acercó a la lata de gasolina para limpiarse las manchas de tinta azul de las manos. El tipógrafo, un joven pelirrojo que ya tenía la orden de movilización en el bolsillo, lo reemplazó en la Heidelberg.

Raymond, el encargado de la máquina, se había limitado a reducir la velocidad de impresión y recuperaba ahora la cadencia inicial. Los carteles se apilaban regularmente sobre la bandeja, al ritmo que marcaba el ruido de las ventosas al aspirarlos. De cuando en cuando, Raymond cogía un pliego, lo doblaba, comprobaba la referencia y después deslizaba el pulgar por los pliegues para verificar la calidad de impresión.

Saïd Milache lo observó un momento y se decidió a pedirle uno de los carteles de prueba. Se vistió rápidamente y salió del taller. El guarda paseaba de un lado para otro de la verja. Saïd le enseñó el justificante que había obtenido por la mañana, pretextando la enfermedad de un pariente. Tres excusas en menos de diez días, no dejaba de levantar sospechas.

El guarda cogió el papel y se lo guardó en el bolsillo.

—¡Hombre, Saïd, ni que te tocaran en la tómbola! ¡Si sigues así, no te molestes en traerlos hasta aquí, mándalos por correo!

Forzó una sonrisa. Sus relaciones con los compañeros de trabajo eran amistosas en la medida en que se esforzaba en no responder a sus incesantes observaciones.

Lounès le esperaba más arriba, en la esquina de la travesía Albinel. Tenía que cruzar el canal Saint-Denis y recorrer los barracones de madera y chapa que invadían las orillas. El puente dibujaba una curva y, si el tiempo era claro, se podía ver entera la basílica del Sacre Coeur detrás de la enorme chimenea de ladrillo rojo de Saint-Gobain. Aminoraba el paso y se entretenía moviendo la cabeza para situar la basílica sobre las colinas de azufre almacenadas en el recinto de la fábrica. Para conseguirlo, se agachaba a veces sin preocuparse de la extrañeza que producía en los viandantes. Más abajo, en el muelle, una grúa extraía de las profundidades de una gabarra unos bloques de metal que una Fenwick transportaba inmediatamente hacia los hangares de Prosilor.

Cruzó la avenida Adrien Agnès y se adentró en el estrecho laberinto de chabolas. Todavía vivían algunos franceses en las casas circundantes. Dos señoras mayores, con las bolsas de la compra llenas, charlaban en voz alta comparando la calidad del aceite Dulcine y la margarina Planta. El bar-tienda de comestibles del Bretón estaba vacío, salvo un chico que jugaba al flipper.

Casa Rosa, Marius, el Café de la Justice, el Amuse Gueule, el Bar du Gaz; bares, restaurantes y hoteles cada vez eran más cutres. Con los años los propietarios habían vendido el negocio a los argelinos, y éstos conservaban los rótulos originarios.

Única excepción, el Djurdjura, último comercio árabe antes del barrio español. Saïd empujó la puerta de cristal y recorrió la amplia sala. El olor habitual, mezcla de serrín y humedad, procedía de la tarima desinfectada con lejía. Una docena de hombres, sentados en sillas alrededor de una estufa de carbón, observaba a dos jugadores de dominó.

Saïd se sentó discretamente en la barra.

—¿Ha llegado Lounès?

El dueño negó con un gesto y le sirvió un café.

A través del cristal Saïd podía ver un caserón imponente, el más importante del barrio aparte de las fábricas. A decir verdad, sólo un campanario provisto de tres campanas indicaba que no se trataba de un taller más. Él solo había cruzado una vez el umbral del convento de Santa Teresa de Jesús, con motivo de la boda de un compañero de trabajo catalán.

El chasquido de las fichas de dominó en la mesa de formica amortiguó el sonido del carillón de la puerta de entrada.

—Hola Saïd. Llego tarde, el jefe no quería dejarme salir…

Saïd se dio la vuelta y puso la mano en el hombro de Lounès.

—Lo importante es que has venido. Pasemos al despacho, apenas nos queda una hora.

Se encontraban en una habitación minúscula atestada de cajas y botellas. Sobre una mesa se apilaban papeles y facturas alrededor de un teléfono.

Saïd descolgó un cartel publicitario de los vinos Picardy. Quitó el marco con infinitas precauciones, sacó una hoja escondida entre el cartón de protección y la reproducción. Lounès se había sentado detrás de la mesa.

—¿Has visto? El Reims no aguantará. Estoy seguro de que perderá antes de que termine el campeonato. ¡Tres a uno contra el Sedán! Otro partido como ése y el Lens se coloca líder.

—Tenemos cosas más serias que hacer que hablar de fútbol. Llama por teléfono a los quince jefes de grupo. Simplemente diles «rex», ellos ya saben de qué va. Mientras tanto, yo iré a ver a los responsables del sector. Recógeme en Pigmy-Radio con el coche dentro de tres cuartos de hora. No te olvides de volver a poner la lista en su sitio.

* * *

Saïd y Lounès aparcaron el Citroën 4 CV en la Villette, en el bulevar Mac Donald, justo detrás de la parada del autobús de circunvalación, y luego se dirigieron hacia el metro. Un viento helado dispersaba las hojas caídas; la lluvia fina y persistente empapó enseguida la delgada tela de sus chaquetas. El cuartel de las Fuerzas Especiales parecía tranquilo a pesar de que el estacionamiento estaba abarrotado de los Berliet azules de los antidisturbios.

Un metro abandonaba la estación. El revisor les hizo esperar un instante antes de picarles los billetes. Lounès se dirigió hacia el plano de la red y señaló con el dedo la estación de Bonne-Nouvelle.

—Podemos cambiar en la estación del Este y después en Strasbourg-Saint-Denis, ¿o quizá Chaussée d’Antin directo?

—Por Chausée d’Antin parece más largo pero no tendremos que hacer más que un cambio. Llegaremos más rápido.

En cada parada, el metro se llenaba de argelinos. En Stalingrad estaba abarrotado; los escasos europeos se miraban angustiados. Saïd sonreía. Se acordó de repente del cartel que había pedido a Raymond antes de salir de la imprenta. Lo sacó del bolsillo, lo desplegó con cuidado y se lo enseñó a Lounès.

—¡Mira lo que está saliendo por mi máquina desde hace dos días!

Por encima de una foto de Giani Esposito y de Betty Schneider, un breve texto presentaba la primera película de Jacques Rivette, cuyo título ocupaba todo el ancho de la hoja: parís nos pertenece.

—¿Te das cuenta, Lounès? París nos pertenece.

—Por una noche… Si fuera por mí, les dejaría París con mucho gusto. París y todo lo demás a cambio de un pueblecito del Hodna.

—Ya me figuro su nombre.

—¡Entonces dilo!

Saïd se puso serio.

—No te preocupes, si estamos aquí esta noche es para poder pasar nuestra vejez en Djebel Refaa.

* * *

A las siete y veinticinco del martes 17 de octubre de 1961, Saïd Milache y Lounès Tougourd subían las escaleras del metro Bonne-Nouvelle. En el Rex proyectaban Los cañones de Navarone; varios centenares de parisinos esperaban en fila la sesión de las ocho.

Roger Thiraud

No era sólo la Edad Media lo que pesaba sobre la clase y le confería una atmósfera lánguida. También contribuían los primeros fríos y la lluvia que ensombrecían el viejo caserón, así como la comida demasiado copiosa del comedor del instituto.

Al principio de la clase, Roger Thiraud se preguntaba con inquietud si no había que buscar el origen de esa apatía en la orientación que le estaba dando a la lección. Desde que su mujer estaba encinta, él se mostraba fascinado por la historia de la infancia e introducía frecuentes reflexiones sobre el tema en sus explicaciones.

¿A quién le había interesado alguna vez la condición del lactante en el siglo xiii? ¡A nadie! Sin embargo, a él le parecía que ese tipo de investigación era tan importante como las que decenas de eminentes especialistas habían llevado a cabo sobre acontecimientos tan decisivos como la circulación de las monedas de bronce en la cuenca de Aquitania o la evolución de la alabarda en el Bajo Poitou.

Tosió y reanudó la exposición.

—… Después del periodo de lactancia natural (no se atrevía a decir «al pecho» delante de sus alumnos) era frecuente en el siglo xiii ver que la nodriza, cuando el bebé echaba los dientes, masticara el alimento antes de pasarlo a la boca del niño.

Los veintidós alumnos se despertaron de golpe y manifestaron ruidosamente su asco ante costumbre tan repugnante. Roger Thiraud dejó que se relajaran un poquito y luego golpeó la pizarra con el extremo de la regla.

—Hubert, acérquese. Suba a la tarima y escriba los títulos de las obras siguientes, que todos, repito todos, deberán consultar en la biblioteca del instituto. En primer lugar, De proprietatibus rerum de Barthelemy el Inglés, capítulo seis, con la ventaja añadida de que les obligará a profundizar en la lengua latina. En segundo lugar, las Confessions de Guibert de Nogent. La clase ha terminado. Nos volveremos a ver el viernes a las tres.

El aula se quedó vacía a excepción de un muchacho que recibía dos veces por semana una clase particular de latín. El adolescente vivía en la plaza del Cairo; habían cogido la costumbre de subir juntos el Faubourg Poissonnière comentando los acontecimientos del día. Antes de llegar a los bulevares, Roger Thiraud pretextó unas compras para dejar al muchacho. Cogió la calle Bergère, dio la vuelta a la manzana donde se ubica el edificio del periódico l’Humanité y se encontró de nuevo en el bulevar. Observó a su alumno que, doscientos metros más arriba, cruzaba corriendo la calle en medio de una marea de coches. Caminó en esta dirección hasta llegar al Midi-Minuit. Entró furtivamente en el vestíbulo, pagó su localidad y penetró en la sala a oscuras. Entregó la entrada a la acomodadora junto con una moneda de veinte céntimos. La película ya había comenzado; tendría que esperar al principio de la siguiente sesión para ver el título.

Todas las semanas, el martes o el miércoles, esas dos horas de ensueño recompensaban el esfuerzo que hacía para pasar desapercibido y sentarse en aquel lugar de perdición. ¡Para no parecerse a los demás!

Se imaginaba el escándalo que provocaría entre sus colegas si se enteraban de que Thiraud –sí, hombre, el joven profesor de Latín e Historia, cuya mujer espera un hijo– frecuentaba los cines donde proyectaban películas indignas de un espíritu científico.

¿Cómo explicarles su pasión por lo fantástico? ¡Ninguno de ellos leía a Lovecraft! Apenas si conocían a Edgar Allan Poe. Así que Boris Karloff y Donna Lee en The body snatcher… La película duró menos de hora y cuarto; salió de la sala dando vueltas al nombre del director: Wise, Robert Wise. Un cineasta a tener en cuenta.

Vaciló entre el Tabac du Matin y el autoservicio situado en la planta baja de l’Humanité. Podía tomar un café allí, llevárselo a una mesa en una bandeja y, saboreándolo bien calentito, entretenerse viendo desfilar a las grandes firmas del periódico, las más ilustres figuras del Partido Comunista. Thorez, Duclos, incluso Aragon venían a tomar algo aquí entre dos reuniones o a esperar para corregir los ferros.

Desafortunadamente, esa noche se había retrasado demasiado; se limitó a una consumición en la barra. Le Monde dedicaba sus titulares a las dificultades del tratado franco-alemán y a los insistentes rumores que circulaban por los pasillos del vigésimo segundo congreso, allá en Moscú.

Antes de cruzar el bulevar Bonne-Nouvelle, bajo la marquesina luminosa del Rex que anunciaba la Féérie des Eaux, compró un ramo de mimosas y dos pasteles. Pensó que dentro de poco tendría que comprar tres, y sonrió. Inmerso en sus pensamientos, poco faltó para que le atropellaran dos jóvenes, un chico y una chica, montados en una motocicleta color naranja.

Le quedaban sólo quince escalones de la calle Notre-Dame de Bonne-Nouvelle para encontrarse de nuevo en casa. Miró mecánicamente al metro, tal como lo hacía años antes cuando esperaba a Muriel. Dos argelinos, con el cuello de la chaqueta subido para resguardarse del viento, aparecieron en ese mismo instante. El reloj de Roger Thiraud marcaba las siete y veinticinco del martes 17 de octubre de 1961.

Kaïra Guelanine

Las dos ovejas recularon, asustadas, cuando la motocicleta abandonó el camino y se detuvo al borde del campo donde pastaban. Aounit mantenía el ralentí acelerando intermitentemente. Se llevó el índice y el pulgar de la mano libre a la boca, dio un silbido prolongado, luego hizo señas al muchacho para que se acercara.

—Tienes que volver enseguida. Papá te necesita en la tienda.

—¿Y las ovejas?

—¡No tengas miedo, que no se largarán! ¿Qué quieres que hagan… que se tiren al Sena? Venga, monta detrás.

El chico se sentó en el asiento de la Flandria, puso los talones en los pernos de la rueda trasera y se agarró firmemente a la base del sillín. Aounit conducía muy rápido, esquivando con destreza los charcos de agua y barro. Aunque parecía que las continuas maniobras concentraban toda su atención, no dejaba de hablar con su hermano.

—Esta noche voy a París con Kaïra. No es el mejor momento, aún quedan por preparar tres reses para la boda del hijo de Latrèche. ¿No tienes que ir a la escuela mañana?

—No, el profe está enfermo y ya sabes que el martes por la noche tengo partido. Además, jugamos contra el equipo de la avenida de la República.

—¿En el campo de Cimetière des Vieux?

—No, en Les Hirondelles. ¡Encima juegan en casa! ¡No va a ser fácil! Si no voy, pondrán de portero al chaval de El Oued para sustituirme. Es un auténtico colador.

—Se dice un coladero.

La motocicleta se adentró por el camino de sirga a la altura de la Ile Fleurie para rodear los almacenes de Papelerías Reunidas. Comenzaba a caer una niebla fría mezclada con lluvia, que envolvía ya los tejados de la fábrica de gas.

Entraron en tromba a las chabolas de la calle de Prés. Las detonaciones del motor de dos tiempos atrajeron a una banda de pilluelos que intentaban, sin éxito, subir a la parte trasera de la moto. Aounit aminoró la marcha y se dirigió hacia una de las pocas viviendas de cemento. Un hombre llevaba al hombro un cordero abierto en canal. Con el pie abrió la puerta en la que figuraba en mayúsculas la palabra CARNICERÍA escrita con tiza. La ventana de la casa servía de mostrador; dos clientes esperaban en la calle a que les atendieran. Al lado, unos hombres se afanaban en terminar el tejado de una chabola clavando tiras de neumáticos usados en las juntas de los tablones.

Aounit entró en la tienda empujando su Flandria, cruzó la habitación y llegó a un patio interior. Hacía cinco años que su padre había comprado, por 300.000 francos viejos[1], la casa 247 a una familia de Gèmar que se volvía a su tierra. En aquel momento, en 1956, no disponía más que de tres habitaciones y el patio. La tienda, el dormitorio de los padres, donde dormían también los niños más pequeños, y el cuarto que compartía con su hermano y Kaïra. Al cabo de un tiempo, su padre y él habían construido otras dos habitaciones, lo que permitía que su hermana mayor fuera más independiente.

Kaïra le esperaba en el patio. No se parecía a las demás mujeres de las chabolas. A los 25 años, todas sus amigas ya hacía tiempo que estaban casadas y arrastraban detrás un ejército de arrapiezos. Cualquier patio parecido a éste constituía, junto con el Prisunic de Nanterre, su limitado universo. ¡Un horizonte de solares encajonado entre las fábricas y el Sena, a diez minutos en autobús de los Campos Elíseos! Kaïra conocía a mujeres que no habían pisado fuera del barrio desde hacía dos o tres años.

Su madre tampoco. El día que murió, Kaïra juró que su vida no se parecería a la de ellas. Cuidaba de sus hermanos y hermanas, de todo lo necesario para la vida cotidiana de seis personas. La compra, la cocina, el repaso de las lecciones, la limpieza de la casa, el cuidado de la ropa, la provisión de leña, de carbón y, sobre todo, de agua. Esos cubos que había que ir a llenar, tanto en invierno como en verano, a la fuente de la plaza y almacenarlos en el patio para la cocina, la colada, el aseo, la tienda…

Mantenía su juramento y, en contrapartida a esa sumisión que aceptaba por la felicidad de los suyos, se liberaba, insensiblemente, del fardo de las tradiciones. Esa lenta evolución estaba marcada a los ojos del vecindario por repentinas audacias inimaginables en una «auténtica mujer argelina».

Kaïra se acordaba de la primera mañana en la que, temblorosa, se había atrevido a salir con pantalones. No unos vaqueros como los que llevaban sus hermanos, sino unos amplios de tergal que escondían sus formas lo mismo que un vestido. Nadie se había permitido comentario alguno en voz alta a su paso, apenas algunas sonrisas congeladas al sostenerles la mirada. Orgullo no le faltaba; habría preferido morir antes que confesar que se había entrenado semanas enteras en casa, para afrontar el juicio de los demás.

Avanzó hacia su hermano con un vaso en la mano.

—Toma, bebe, es un zumo de naranja. Bueno, ¿qué? ¿Te decides a venir con nosotros?

—Me mantengo en lo dicho. Te acompaño hasta tu cita y me largo al club cuanto antes. Esta noche los Chats Sauvages salen en el programa de Albert Reisner. Seguro que me pierdo el principio.

—Si te molesta llevarme, cogeré el autobús y el metro.

Aounit abrazó cariñosamente a Kaïra y la besó con suavidad en la mejilla.

—Tiene gracia lo susceptible que te pones cuando se trata de tu amor…

Ella se deshizo con viveza del abrazo y fue a refugiarse a la cocina.

—¡Piensa lo que quieras! Para estar en París a las siete y media con los transportes públicos tendría que salir ahora mismo. Todavía tengo que ver a gente de los otros barrios de Nanterre. Para colmo, el cuscús aún no está preparado y no serás tú quien se ocupe de dar de comer a los pequeños.

—Olvida lo que te he dicho. Sólo quería picarte. ¿A qué hora termina?

—No lo sé, a las diez o las once, pero no te preocupes, Saïd y Lounès me traerán a casa. Han quedado con uno de sus amigos que vive en la calle de la Garenne, cerca de los talleres de Simca. Mañana por la mañana bajarán a la Porte Maillot, tomarán la circunvalación hasta la Villette. Lounès ha dejado el coche muy cerca de allí.

—Sería más sencillo que fuerais todos juntos a recoger el coche esta misma noche. Así no tendríais que molestar al tipo de la Garenne.

—Quizá tengas razón, pero tenemos consignas. ¡Estaremos más seguros en el metro que en un coche después de la sorpresa que les preparamos!

Mientras hablaba, Kaïra amasaba el cuscús y deshacía con los dedos los grumos de la sémola. Con una cuchara metió unos huevos en una cacerola de agua hirviendo, después puso la mesa para los niños. Sacó tres yogures de la fresquera de alambre que colgaba de la pared.

—Puedes decir a padre que ya está todo.

Salió de la casa y, ya en la calle, saludó a los clientes de su padre. Se dirigió a las casas de la Compañía de Aguas. Allí se alojaban los primeros habitantes del barrio. La Compañía, no se sabe por qué oscuras razones, había dejado baldío el solar, abandonando a su suerte cuatro casas rudimentarias, una especie de cajas rectangulares de ladrillo rojo. Varias familias se habían instalado allí y habían edificado una planta con chapas y tablones. Al cabo de meses y años, otras familias se habían unido a ellas y, hoy en día, las casas constituían el centro y punto de encuentro de una amalgama de chabolas y casuchas donde se hacinaban cinco mil personas: el suburbio de Prés.

Antes de subir al piso, Kaïra encendió una cerilla para iluminar los peldaños irregulares. Tres mujeres y un hombre la esperaban en una habitación escuetamente amueblada. Cuando entró, todos se levantaron y, uno tras otro, se llevaron la mano del corazón a la frente después de saludarla.

—Disponemos de poco tiempo, de modo que escuchadme bien. Nuestro objetivo, en primer lugar, es el puente de Neuilly. Tenéis que juntaros con los de Bezons, Sartrouville y Puteaux en el muelle Dion Bouton, frente a los jardines Lebaudy, a las ocho menos cinco. La gente de Colombes, Courbevoie y Asnières estarán al otro lado del puente, en el muelle Paul Doumer, a la altura de la Grande Jatte. Para llegar a Neuilly, tenéis que pasar por Puteaux evitando las vías principales. Sobre todo, tened cuidado de no acercaros al Mont Valérien, está lleno de polis. Creo que el itinerario más seguro es la calle Carnot y los Bas-Rogers, hacia el antiguo cementerio. Una vez allí, esperad discretamente a que sean las ocho menos cinco y entonces subid al puente de Neuilly. Kémal y sus hombres estarán allí y os indicarán lo que se ha decidido.

Se levantó, pero el hombre la retuvo por la manga del jersey.

—Kaïra, ahora ya no importa, puedes decírnoslo. ¿Por dónde bajamos? ¿Por los Campos Elíseos?

—¿Quién sabe? ¡Quizás a partir de ahora la plaza de la Estrella pase a llamarse de la Estrella y de la Media Luna!

Aounit esperaba al final de la calle. Kaïra llegó a su lado corriendo de puntillas sin conseguir evitar los charcos de agua y de barro. Se ciñó un pañuelo a la cabeza, se montó en la motocicleta detrás de su hermano y se agarró a su cintura. Cruzaron las calles de Nanterre vacías a causa de la lluvia. Al pasar, reconoció la fábrica de arena con su plataforma elevadora y, justo después de los jardines obreros, el depósito de agua alzado sobre cuatro patas de hormigón. Tres días antes, un equipo llegado del barrio se había atrevido, en pleno día, a escalar el edificio para añadir la I y la S a las tres letras OAS pintadas en blanco, lo cual convertía la reserva de agua en un OASIS. Entraron en París por el puente de Puteaux y alcanzaron la avenida Foch a través del parque de Bagatelle y el Bois de Boulogne. Aounit se pasaba el día recorriendo la ciudad para una pequeña empresa de reparto a domicilio; conduciendo con gran seguridad, evitó los cruces de mayor tráfico a la caída de la tarde. Cuanta más prudencia le suplicaba su hermana, más forzaba el motor. Pasó en ámbar el último semáforo del bulevar Bonne-Nouvelle y estuvo a punto de atropellar a un peatón distraído que cruzaba por el paso de cebra con un ramo de flores y una caja de pasteles. Kaïra lanzó un grito.

—Para, Aounit, ya hemos llegado. Saïd me espera a la salida del metro delante de un estudio de fotografía. Ven conmigo, al menos para saludarle.

Aounit ató la motocicleta a una señal de prohibido aparcar; subieron unas decenas de metros por el bulevar. Aún no había nadie delante del estudio Muguet, pero tuvieron que aminorar el paso porque delante de ellos caminaba el hombre que habían estado en un tris de atropellar. Por suerte, se metió por una calle a la derecha que iba a dar a unas escaleras. En aquel mismo instante, Kaïra distinguió el rostro de Saïd que surgía de la boca del metro; a pesar del frío, sintió que sus mejillas le quemaban. Respiró profundamente por la nariz para no abalanzarse sobre él.

En la fachada de la joyería que hacía esquina con la calle de Notre-Dame de Bonne-Nouvelle, un imponente reloj con péndulo de cobre marcaba las siete y veinticinco. El 17 de octubre de 1961.

[1] Los francos viejos eran la moneda legal en Francia hasta 1960, fecha en que fueron sustituidos por los nuevos. Cada franco nuevo valía 100 francos viejos. A su vez, en 1999 fueron sustituidos por el euro. [N. de la T.]